En la literatura europea no existen discontinuidades, saltos o revoluciones. De Ovidio a los trovadores, de la poesía medieval a Dante y Petrarca, de la Princesse de Clèves a Stendhal y Proust, el caudal de la inspiración literaria sigue siendo siempre el mismo: la mujer y la turbación que provoca en el alma. Tanto Ovidio como Proust han accedido a la contemplación del mundo a través de la mujer, del amor o de los celos. También el viejo Homero estaba subyugado por el mismo «demonio teórico». El drama, la historia, la salvación ocurren siempre en torno a una mujer; llámese Helena de Troya, Nausicaa o Penélope. Por supuesto, la mujer educada bajo la imagen de Atenea se comporta de una forma muy distinta a la mujer desenfrenada que aparece en las orgías de Dioniso. Pero el papel dramático central de la mujer permanece siempre idéntico en casi toda la literatura europea.
Algunas veces, la continuidad del tipo literario femenino resulta casi asombrosa: Ovidio, los trovadores, Petrarca, Dante. Otras veces, la mujer no es más que un agente dentro del drama: Cervantes, Shakespeare, Calderón, Goethe. Empezando con los románticos, Europa vuelve a caer en el fervor «ovidiano»: toda la casuística erótica, los celos, el drama, hasta llegar a la detestable literatura afrodisíaca de los autores contemporáneos de tercera fila. Pero todos, absolutamente todos, creen que el alma humana puede acceder a los estados límite (condenación, salvación) a través de la mujer; el varón contempla y siente la realidad a través de ella.
A esta luz, ¿no aparece Dostoievski como algo excepcional, con su separación, casi titánica, de esta tradición europea; con su valentía para crear hombres que sufren, esperan, se hunden o se salvan sin la mujer? En la obra de Dostoievski encontramos menos mujeres que en la de cualquier otro gran autor europeo. Los grandes héroes dostoievskianos existen y viven dramáticamente su propio destino, autónomamente. Solamente en ciertas tragedias de Shakespeare Europa fue capaz de entrever esta autonomía del hombre, esta lucha con su destino. En Dostoievski, en cambio, el hombre llega, por primera vez, a ser víctima de su destino sin el drama del amor, sin ese agente de sufrimiento y de felicidad que había sido siempre, en la literatura europea, la mujer. Por eso, desde cierto punto de vista, Dostoievski podría ser considerado como aquel que forma parte de la literatura extralaica, la literatura ascética europea. Sus personajes: hombres que sufren directamente, sin mediación alguna; que conocen la nada o los abismos de la existencia desde su propia plenitud interior y no por el amor de una mujer o por el mero hecho de estar juntos. Que el amor haya provocado en la literatura europea tantos desastres y tantas crueldades se explica muy bien por la máxima de Goethe: cualquier varón es un demonio para la mujer que tiene al lado. El drama y el sufrimiento surgían de la incapacidad del hombre para soportar un amor absoluto; de la carga demoníaca creada por la presencia de dos hombres juntos. La mujer y el amor desempeñaban, aquí, el papel de catalizadores del eterno drama humano. Dostoievski tuvo la valentía de resolver este enigma volviendo a sus premisas iniciales: el hombre solo, frente a frente con su destino, con la nada.