Sobre una cierta libertad

Ahora, cuando todo el mundo se plantea apasionadamente el problema de la libertad, no carecería de interés preguntarnos por el sentido de esta palabra. El siglo XIX ha pregonado la libertad individual y ha concedido numerosos derechos al pensamiento y a los instintos individuales. De hecho, una definición de la libertad de acuerdo con el espíritu del siglo pasado podría ser ésta: la participación del individuo en el mayor número posible de derechos. Se era libre para creer o no creer en Dios, porque se había conquistado el derecho a la libertad religiosa. Se era libre para divorciarse, porque se habían conquistado ciertos derechos relacionados con la vida conyugal. Se era libre para pensar cualquier cosa, porque se había conquistado el derecho a la libertad de conciencia. Y un largo etcétera.

Se comprende fácilmente que esta libertad de tipo contractual poco o nada tiene que ver con el problema de la libertad en sí. Se trata de un número limitado de derechos, conquistados gradualmente; derechos muy agradables y útiles, pero que no implican, en absoluto, la libertad del individuo. Ser libre significa, ante todo, ser responsable ante la propia conciencia. Eres libre en relación con tu vida; es decir, cada acto que realizas te implica; tienes que dar cuenta de él. La participación en los derechos, sin embargo, no te implica para nada; es una «libertad» exterior, automática; es como un permiso de libre circulación por la vida civil y particular. No arriesgas nada beneficiándote de él; no te implica ni moral ni socialmente.

Parémonos a pensar, por un momento, en lo que significaría un hombre realmente libre, en el verdadero sentido de la palabra. Se trataría de un hombre capaz de responder con su propia vida de cada acto que realiza. No puedes ser libre si no eres responsable: la verdadera libertad no implica «derechos», porque los derechos te son otorgados por otros y no te implican en absoluto. Solamente eres libre cuando respondes de cada acto que realizas. Grave responsabilidad, ya que se trata de tu propia vida, que puedes perder (es decir, puedes fracasar) o que puedes hacer fructificar (es decir, puedes crear). Al margen de estos dos polos —el fracaso o la creación— no alcanzo a ver qué otro sentido podría tener la libertad. Eres libre, es decir, eres responsable de tu propia vida: la puedes echar a perder o la puedes realizar; te conviertes en un autómata y un fracasado o en un hombre vivo y entero.

Las épocas que han ignorado este sentido de la libertad han producido el índice mayor de fracasados. Es lo que ha ocurrido con el siglo XIX, que ha promovido una libertad exterior, sin responsabilidad y meramente contractual. En este sentido, por paradójico que pueda parecer, la Edad Media conoció una mayor libertad. Los hombres de la Edad Media vivían más responsablemente, más cabalmente; cada acto de su vida les implicaba; podían perderse o salvarse (salvación o perdición en su sentido cristiano).

El miedo a la responsabilidad ha obligado al hombre moderno a renunciar a la libertad para tener más derechos. Pero lo único que merece la pena conservar de todas las «libertades» conquistadas, desde la Revolución francesa hasta ahora, es el derecho a ser libre. Derecho del que casi nadie sabe sacar provecho. Porque realizar actos no sancionables no significa ser libre.