Dos tipos de creadores

Una «personalidad» creadora solamente tiene una alternativa: valorar la existencia en un sentido nuevo y «personal» o restaurar las normas. Para la primera posibilidad podemos citar a Dostoievski o Goethe; para la segunda, a Dante, Calderón, Shakespeare, Racine. Para estos últimos autores casi no se plantea el «problema de la personalidad». Ellos se mueven entre las normas, las verdades y, en cualquier caso, más allá de los «estilos culturales». En este sentido, la técnica dramática de Racine encuentra una perfecta réplica en Kālidāsa. Como Racine, Kālidāsa crea según los cánones, según una tradición milenaria que le precede. Pero tanto Racine como Kālidāsa realizan una saludable «regeneración» de las normas, alcanzan una gracia y una perfección inalcanzables hasta ellos.

Esta verdad es evidente en el campo de las artes plásticas y la arquitectura. Hasta el Renacimiento, el artista no aportaba nada «original» a través de su creación. Se limitaba a conservar y transmitir los cánones, los principios cuya validez, antes de ser «estética», era «metafísica». Los templos del Mediterráneo, los santuarios cristianos, la iconografía cristiana, para no recordar el arte hindú, arte canónico por excelencia, todas las obras de arte de la Antigüedad y de la Edad Media eran «huellas» (vestigii) de lo trascendente en la historia; «huellas» que guiaban el espíritu humano, ayudándole a ascender sobre la escalera del conocimiento metafísico. Pero incluso cuando no se trataba de los «principios metafísicos», como era, por ejemplo, el caso de Racine, las normas de la condición humana, normas que no tenían nada que ver con el individuo, seguían estando presentes.

En conclusión, es normal que no haya acuerdo entre estos dos tipos de creadores, los «conformistas» tradicionalistas (en el sentido metafísico del término: tradición primordial, suprahistórica) y los inconformistas. Pero genios como Dostoievski descubren, junto con los niveles de existencia humana que ha valorado, las normas de estos nuevos territorios. El infierno y el paraíso descubiertos por Dostoievski pertenecían desde hace mucho tiempo a la experiencia humana. Dostoievski no ha hecho más que valorar, a través de su obra, estos oscuros ámbitos de la existencia. Hasta él, los que habían logrado penetrar allí no tenían la conciencia de participar en un valor, de que su experiencia tenía una significación humana. Como mucho, pensaban que se habían desviado fuera de la humanidad, tal como ocurre con todas las místicas de la «tiniebla», que habían aparecido en Eurasia mucho tiempo antes de Dioniso, junto con todas las experiencias demétricas (experiencias que parecían ser «posesiones», que dejaban una fuerte impresión de «humillación», de «inconsciencia»).

Dostoievski ha restaurado, si podemos decirlo así, las normas de esta existencia demétrica. La «vida en el sótano», después de Dostoievski, ha dejado de tener una connotación peyorativa, de confusión, caos y neurosis. La vida subterránea ha reencontrado, si no sus «leyes», por lo menos su ritmo, su función creadora en la existencia. Perséfone, la hija de la diosa Deméter, madre de todos, que permanece durante nueve meses en el Infierno, debajo de la tierra, y tres meses a la luz del día, esta Perséfone, matriz de todas las formas, océano de las potencias, también tiene sus normas: las normas de la oscuridad telúrica de la noche subterránea y prenatal.

Es evidente que, al rescatar este nuevo continente mental para la sensibilidad europea moderna, Dostoievski ha descubierto al mismo tiempo las normas que rigen estos niveles en apariencia tan «confusos». Así pues, incluso aquí, en las profundidades demétricas del ser humano, siguen rigiendo normas, leyes y principios. La personalidad de Dostoievski es abrumadora porque, siendo el primero en rechazar el itinerario de Dante, nos guía a través de los abismos subterráneos del ser humano. No existe, pues, un punto de vista «individual» en la obra de Dostoievski, tal como existe en la obra de un Oscar Wilde, por poner un ejemplo…