La técnica socrática se fundamenta en la certeza de que cualquier hombre tiene la verdad en sí mismo; lo único que hace falta es recordársela, hacer que salga a la luz.
Algunas filosofías hindúes parten de la misma certeza. Por ejemplo, el samkhya y el yoga, al perseguir —como cualquier «sistema» de filosofía hindú— la autonomía absoluta del espíritu, su libertad, llegan a hacer la siguiente afirmación: cualquier alma (purusha; spiritus) es, de hecho, libre, autónoma; lo que ocurre, sencillamente, es que el hombre no se da cuenta de esta verdad. El fin de la filosofía es, pues, según el samkhya, llegar a comprender, a darse cuenta de esa libertad del alma.
Tanto para Sócrates como para algunas filosofías hindúes, el hombre sufre porque ignora el valor y la «condición» de su propia alma. Es decir, ignora su propio «centro». El sufrimiento, el drama, el desastre de la condición humana se deben a una absurda amnesia: el hombre no recuerda la verdad (Sócrates), no reconoce su propia alma (samkhya-yoga). Pero conviene matizar que «alma» no se refiere aquí (como en ningún otro sitio de la metafísica hindú) a la psyché o al anima, a la vida psicomental considerada como una manifestación sutil de la materia, sino al noûs, al spiritus, es decir, a una entidad ontológica.
La salvación, tanto para Sócrates como para la filosofía hindú, consiste en la capacidad del hombre de recordar, o de reconocer, la verdad. Ahora bien, esta «verdad» está ya en el hombre y constituye el centro mismo de su ser. Poco antes de Sócrates, las Upanisad habían proclamado: ¡Tú eres esto! (tat tvam asi). «Esto», es decir, Brahma, la realidad absoluta, idéntica con ātman, con el «alma» (spiritus) del hombre.
El camino hacia la «sabiduría» o hacia la «libertad» es un camino hacia el centro de tu ser. Ésta es la definición más simple que podemos dar de la metafísica en general. Y es interesante observar que la religión puede recibir una definición similar: el camino hacia el «centro». Ciertamente, cualquier acto religioso presupone una salida del ámbito profano (que correspondería, en el orden metafísico, a la salida del devenir, de la vida y de la historia) y una entrada en una zona sagrada (templo, lugar de sacrificio, tiempo litúrgico, estado de oración, etc.). El ámbito sagrado por excelencia, el templo o el altar, es considerado —en todas las tradiciones religiosas— el «centro del mundo» (cf. nuestro libro Cosmologie şi alchimie babiloniană, 1937, pp. 31 ss.). Así pues, la entrada sacrificial en una zona sagrada es el camino hacia el centro, hacia la realidad absoluta. Porque lo sagrado significa esto: el esse, la realidad absoluta, opuesta a lo profano: el devenir, la vida, en una palabra, el non esse.
Por supuesto que estos «caminos hacia el centro» —tanto el camino de la metafísica como el de las religiones— tienen direcciones contrarias: la metafísica descubre el centro en el hombre (tat tvam asi); la religión lo descubre en lo sagrado, fuera del hombre (das ganz Andere). Pero aun así, esa diversidad de «direcciones» no tiene por qué confundirnos, haciéndonos pensar en una incompatibilidad de ambos caminos, el metafísico y el religioso. Porque si es verdad que, en el caso del itinerario metafísico, el hombre descubre la realidad absoluta (el ātman) en sí mismo, también es verdad que este principio ontológico no pertenece al hombre en cuanto tal, sino que le precede y le trasciende…