Comentando una observación del señor Camil Petrescu, el joven escritor Pericle Martinescu escribió un artículo dedicado a la muerte de la polémica. Es verdad que muy pocos jóvenes de la nueva generación se dedican a la actividad polémica. Hemos abandonado los «puyazos» y las «gracias», junto con el «calambur» y el «chisme», para las tertulias literarias de café. Me da igual lo que se dice de mí; esta fórmula, confesada o no, resume a la perfección la actitud de la mayoría de los «jóvenes» ante sus críticos o sus detractores. El profesor Nae Ionescu me decía que había dejado de interesarle la crítica de la gente que no pensaba como él. Por supuesto que se piensa en los propios problemas, las propias experiencias; se piensa para superar un dolor o para aclarar una confusión, y no para convencer a alguien. Si ese alguien tiene las mismas experiencias y le agitan los mismos dramas, nos seguirá y entenderá. Si no, «no me interesa»…
A primera vista, esta fórmula parece ruda y cínica. Pero no es ni lo uno ni lo otro. Es la formulación de una actitud muy objetiva, muy razonable. Por supuesto que soy contemporáneo de muchísimas manifestaciones espirituales, culturales y sociales, y ser contemporáneo significa conocerlas y dar cuenta de ellas. Pero existe también otro tipo de contemporaneidad: la contemporaneidad subjetiva, cualitativa. Es decir: me interesan solamente los hechos que puedan ser significativos y sustanciales para mí. Se trata de una elección, de una selección personal entre todos los hechos y significaciones contemporáneos. Observo y registro todo lo demás, pero no lucho contra ello, no pierdo mi tiempo polemizando.
La polémica no solamente supone una gran pasión por la verdad, sino también mucho tiempo libre. Parece que, para una gran parte de la elite, ha cambiado incluso la concepción del «tiempo». Muy pocos siguen creyendo en el fluir infinito del tiempo, en un tiempo eterno que produce una continua evolución, un progreso infinito. Los jóvenes de ahora están más cerca de una concepción apocalíptica del tiempo. Algunos creen que el ciclo actual de civilización está a punto de terminar; otros creen que se acerca una nueva era social; otros viven en el pánico. Mañana todo puede cambiar o desaparecer. ¿Acaso queda tiempo para la polémica, para la discusión, la controversia o el calambur?
No queda tiempo ni para la crítica. Los hombres han empezado a darse cuenta de que no se ha creado nada en la historia de la humanidad a través de la crítica. La historia no registra más que la creación, la afirmación. Una generación como la actual, obsesionada por la creación, desechará muchas cosas. No se trata solamente de la creación artística o filosófica, de una proyección hacia fuera de formas y pensamientos personales. La creación significa, en primer lugar, equilibrio, estilo, carácter orgánico, fertilidad. Supongo que ninguna otra generación ha estado más obsesionada que la nuestra con la edificación orgánica de su propia vida. He observado que muy pocos escritores jóvenes están fascinados por su obra literaria, por la profesión de escribir. El escritor de antes era casi un maníaco. Vivía en la bohemia, escribía donde podía, hablaba solamente de literatura y tenía sus ídolos literarios. Los jóvenes escritores de hoy tienen obsesiones diametralmente opuestas; en primer lugar, tienen la obsesión de su propia vida, que no quieren desperdiciar enterrándola bajo un montón de fórmulas obsoletas o ahogar en el bienestar. Casi todos tienen preocupaciones extraliterarias: metafísica, ética, vida social. Se muestran muy prudentes cuando se trata de su vida; intentan transformarla en su verdadera obra maestra. Es lo que imprudentemente se ha dado en llamar autenticidad. Pero, en el fondo, solamente se trata de la obsesión por el estilo de vida, estilo orgánico, personal y vivo.
No es difícil comprender, en esta situación, por qué la mayoría de los jóvenes, sin ser cínicos o bárbaros, contestan a menudo: «No me interesa». Es muy difícil probar algo con ideas. Es infinitamente más fácil probarlo con creación, con obras. Balzac cayó varias veces en el ridículo, pero la escena más ridicula de su vida ocurrió cuando intentó explicar en un café por qué había escrito L’enfant maudit. Solamente se puede discutir en serio con los que aceptan previamente tus ideas. A los otros escuchadles, archivad sus opiniones y saludadles educadamente.