Para el hombre moderno la lectura es un vicio o un castigo. Leemos para pasar los exámenes, para informarnos o sencillamente por motivos profesionales. Sin embargo, pienso que la lectura podría tener funciones más nobles, es decir, más naturales. Por ejemplo, podría introducirnos en las estaciones, revelarnos los ritmos que nos envuelven (y que nosotros hemos abandonado por estupidez o ignorancia). La primavera o el solsticio de verano son fenómenos cósmicos que experimentamos tanto biológica como afectivamente; es decir, en contra de nuestra voluntad, de una forma oscura y más o menos al azar. Por supuesto que cada uno de nosotros puede percibir en sí mismo el misterio del gran despertar vegetal. Pero ¡qué significativo podría llegar a ser este presentimiento si pudiéramos descifrar sus emblemas, sus símbolos, sus sentidos universales y absolutos!
Sin duda, existen poemas escritos en varios idiomas que nos ayudarían a penetrar efectivamente en la primavera si llegáramos a saber cómo y cuándo leerlos. La lectura podría ser una maravillosa técnica propedéutica, que introdujera al hombre y le enseñara los ritmos y las estaciones. Inauguraríamos la primavera con un libro; meditaríamos con otro en la semana de pascua; la noche de san Juan (24 de junio) nos encontraría reunidos, fortificados y elevados por la lectura de las páginas de un libro solar. Nuestra pequeña biblioteca de libros esenciales se parecería a un calendario interiorizado. La lectura volvería a encontrar su función primordial, mágica; la de establecer el contacto entre el hombre y el cosmos, la de recordar a nuestra limitada y frágil memoria una vasta experiencia colectiva, la de iluminar los ritos.
Por ejemplo, ahora tenemos por delante dos semanas de pascua. Ellas podrían llegar a significar más que una mera ocasión de reconfortantes y fáciles lecturas. Podríamos leer y asimilar páginas que nos ayuden a crecer, a avanzar, es decir, a asimilar la revelación cósmica y teologal de estos catorce días que una vez cortaron la historia en dos. Podríamos releer con un corazón más abierto los evangelios; pero también otros textos, textos de más difícil circulación, porque nunca logran salir del reducido círculo de los especialistas. Textos de los que nada sabemos, porque nadie nos ha hablado de sus virtudes contemplativas.
Pero nuestra ignorancia no se limita solamente a los libros pascuales. Nos falta un auténtico «Manual del perfecto lector» donde tanto el neófito como el hombre formado encontrarían aquella información de orden íntimo que ni las enciclopedias ni los tratados les ofrecen. Leemos los libros que han caído por azar en nuestras manos o los libros que nos recomiendan nuestros padres y amigos, en el instituto o en la biblioteca. Leemos a Dostoievski antes que a Victor Hugo y a Gide antes que a Renan. Alcanzamos una edad en la que este vicio tiene que ser temperado sin haber conocido algunos grandes libros de la adolescencia o de la primera juventud. No solamente sufrirá nuestra «cultura», incompleta, fragmentaria, fracturada, sino también, lo que es mucho más grave, nuestra experiencia afectiva.
Un «Manual del perfecto lector» nos ahorraría todos estos inconvenientes, estas pérdidas inútiles de tiempo, estas graves lagunas. Encontraríamos allí una lista de libros por edades, temperamentos y estaciones. Por ejemplo, libros que tienen que ser leídos en la adolescencia, otros que tienen que ser leídos cuando uno se enamora o va de caza. Libros para el otoño, para la noche de san Andrés, para la semana de pascua, para el solsticio de verano. Existe, con toda seguridad, una sutil armonía, que muy pocos tienen la suerte de descubrir a tiempo, entre las etapas del alma y los fenómenos cósmicos. Tenemos una «Antología del otoño», pero no tenemos informaciones exactas sobre la técnica necesaria para meditar sobre ella, interiorizarla o alejarla cuando nos ahoga su emoción.
Creo que este «Manual» podría incluir informaciones menos severas. Por ejemplo, qué hay que leer cuando se está triste o cansado, o de vacaciones; o cuando se quiere animar a alguien, devolverle las fuerzas afectivas que ha desperdiciado estúpidamente, etc. Tenemos decenas de miles de fórmulas farmacéuticas, de tónicos, pócimas o Dios sabe qué más, pero nadie ha pensado en utilizar técnicamente esta enorme energía espiritual que permanece latente en los libros. La literatura puede ser un extraordinario estimulante. Conozco por lo menos a una docena de jóvenes que han fortalecido sus almas desgarradas de adolescentes leyendo el Uomo finito de Papini. No se trata de moral, ni de pedagogía; ni siquiera de una higiene espiritual. Solamente de una técnica que podría proporcionar al hombre moderno fuentes desconocidas de energía y de contemplación, técnicas de armonización con las estaciones, con las revelaciones.