No sé muy bien qué es el turismo y tampoco lo he practicado. En cambio sé lo que es viajar solo y lo que significa viajar sin rumbo fijo, y sobre este género de viaje me gustaría escribir. Puede que sea muy agradable acudir a una agencia de viajes, dejar una foto y un fajo de billetes y, con las maletas listas en la estación del tren, presentarse el día fijado para partir siguiendo un itinerario preestablecido. Agradable y, según parece, la única forma de salir del país en estos tiempos de restricciones monetarias y guerra aduanera. Yo en cambio he conocido otros tiempos y los mayores han conocido posiblemente tiempos aún mejores. Si hoy te decidías por ir a España, mañana ibas a buscar el dinero y al día siguiente estabas cómodamente instalado ante la ventana de un vagón de tercera con todo el mundo por delante… En 1927 estuve tres meses en Italia y volví pasando por Grecia y Turquía, con sólo diez mil lei. Ha sido mi más bonito viaje a Italia, porque tenía la valentía del pobre, descubría los más pintorescos hostales y elegía los más arriesgados menús.
Algunos confiesan con orgullo: «Soy un verdadero viajero». Y quieren darte a entender muchas cosas al hacer esta afirmación. Pero no sé si se refieren a otra cosa, más grave, más solemne y que me parece esencial. La falta de egoísmo del viajero. Un verdadero viajero aprende a juzgar de otra forma el mundo, a entenderlo de una forma más altruista, a desear menos cosas para sí. Apostaría a que una estadística nos demostraría que veinte de cada cien propietarios no han cruzado nunca la frontera. El viaje es el peor enemigo del sentimiento de propiedad. Quizá mi sentimiento de indiferencia y desprecio por cualquier forma de propiedad se deba al hecho de que haya recorrido desde los trece años casi todos los rincones de mí país, y que desde los quince me arriesgué casi todos los veranos a perecer en alguna excursión descabellada. Pero se trata de un asunto mucho más serio de lo que parece a primera vista. Por mi parte, recuerdo haber estado muy triste el día que descubrí que tenía algo mío: una biblioteca, una mesa de trabajo, una cama. Tenía la sensación de que todas estas cosas, que eran mías, me hacían más inerte, más estéril, más mediocre. No puedo decir que me sintiera más feliz en una habitación de hotel. Pero estoy seguro de que estaría más feliz en una casa totalmente extraña, a la que tendría que llevarme solamente los libros y la ropa.
No os apresuréis a contestarme que el problema de la felicidad no tiene nada que ver con nuestro tema de conversación. Pertenezco a la clase de hombres que piensa que cualquier cosa que hagamos en este mundo seguramente tiene alguna relación con el problema de la felicidad. Tanto más el viaje, que es la mejor propedéutica a la moral y, consecuentemente, el más seguro medio para alcanzar la felicidad. Al fin y al cabo la gente se va de viaje para olvidarse de sí misma, por muy atractiva que sea la máxima de Keyserling cuando dice que «el más corto camino hacia mí mismo es un viaje alrededor del mundo». Olvidarse de sí mismo; es decir, suspender la problemática de tal momento espiritual, renunciar a los tropismos y a los automatismos de la vida diaria, salir de sí mismo. Por eso un viaje de amor, en el que los amantes tienen ojos solamente para ellos mismos, no tiene ningún sentido y resulta tan artificial, tan desafortunado. No pueden salir de sí mismos o saldrán los dos a la vez, para reencontrarse otra vez juntos delante de una obra de arte o de un monumento natural.
Algunos declaman, no sin melancolía en la voz: «¡Las evasiones! ¡Las inmensidades! ¡Salir, huir, ser feliz!». Esta melancolía pre o postambulatoria me parece de un mal gusto detestable. Nunca tienes que arrepentirte de las cosas que has visto. Y no tienes que arrepentirte tampoco de las cosas que todavía no has visto y acaso nunca llegarás a ver. Es una nostalgia humillante, femenina, que nos emponzoña el alma y nos hace odiar a la gente y los lugares que nos rodean. O, más grave aún, nos hace soñar estúpidamente con cosas que han pasado o que no han ocurrido todavía. El encanto y el valor del viaje residen en su espontaneidad, en su carácter irreversible. Un viaje es una experiencia única, parecida a un largo sueño que nunca volverá a repetirse o a un número que sale una vez en la lotería y es casi imposible que vuelva a salir. La mayoría de los hombres que han viajado mucho siempre llevarán con ellos una discreta añoranza. Es absurdo. No entiendo qué es lo que se puede añorar. El viaje no es como una juerga de amigos que se pueda repetir cuando lo desees, en cualquier local nocturno, en cualquier ciudad. El viaje, por la sencilla razón de ser una salida de sí mismo, una renuncia provisoria a tu «personalidad», pertenece a aquella difícil categoría de hechos humanos que llamamos «aventura». Y no tiene ningún sentido añorar o intentar repetir una aventura.
La vida de un hombre tiene cierto ritmo, así como lo tiene la gran vida que nos rodea, la vida de la naturaleza. Ritmo que nos obliga a orgías al principio y después a una vida de larvas. Nadie puede escapar de este ritmo, y tampoco la vida colectiva. ¿Os habéis dado cuenta de qué necesarias, qué biológicas son las orgías en la vida colectiva (las saturnales, las fiestas y, más recientemente, las revoluciones), con cuánta precisión puntúan la masa gris de la vida cotidiana, de los días de trabajo sórdido, días de larva? El mismo hecho puede detectarse en la vida de cada hombre. Los «momentos fantásticos» u orgiásticos son indispensables; y surgen siempre entre periodos de trabajo y esfuerzo prolongado. El viaje, además de otras muchas funciones, cumple también esta función fantástica, necesaria para el ritmo de la vida humana. La civilización del continente blanco ha podido crecer porque ha sabido sublimar esta necesidad orgiástica, del hombre y de las masas, en formas cada vez menos nocivas. Desde las orgías báquicas o saturnales se ha pasado a la corrida de toros, las fiestas campesinas y últimamente a las grandiosas manifestaciones organizadas por los fascistas, comunistas o nazis. La misma necesidad orgiástica ha sido sublimada también desde un punto de vista individual. Los hombres de hoy leen novelas policíacas o se emborrachan y bailan hasta la extenuación durante ciertos días, para poder trabajar como larvas el resto de la semana. En otras épocas, la misma gente raptaba a las mujeres, se mataba entre sí o bebía y jugaba (el motivo de la liberación, la evasión, ha permanecido el mismo) para poder satisfacer su instinto orgiástico.
El viaje podría ser una eficaz ayuda para la satisfacción de este ritmo que rige tanto la vida del hombre como la vida colectiva y cósmica. Y una condición esencial sería devolverle el carácter de momento fantástico, orgiástico, irreversible y, sobre todo, que este momento de aventura y salida de sí mismo esté equilibrado por un largo periodo de larva, de trabajo ciego y continuo. De otra forma destruiríamos el ritmo y terminaríamos como vagabundos…