En una carta de 28 de junio de 1854 Alejandro Haşdeu aconsejaba a su hijo Tadeo-Petriceicu Haşdeu sobre la forma de comportarse en la guerra. El joven Tadeo (que todavía no había cambiado su nombre por el de Bogdan), se había alistado en el ejército ruso poco tiempo antes y su padre no dejaba de ocuparse de él mandándole dinero, consejos y ánimos. He aquí un fragmento que me parece verdaderamente significativo:
En casa de Criste [probablemente Vasile Criste, un conocido noble besarabio, amigo de la familia Haşdeu] encontré un cuaderno, escrito en moldavo: Consejos para el que va ala guerra. Debe de ser una composición antigua, que se remonta a los tiempos en los que los moldavos iban a la guerra. He aquí un párrafo sobresaliente: «¡Si quieres que, en el ardor del combate, las balas enemigas perdonen tu vida, conserva tu cuerpo en la castidad; sé casto, no mancilles tu cuerpo y ve a la guerra con la misma santidad con la que vas a comulgar en los santos sacramentos, la comunión del cuerpo y la sangre de nuestro Salvador Jesucristo!…». Toma nota, hijo mío, de este consejo de nuestros antepasados (B. P. Haşdeu, Diario íntimo, trad. del ruso y ed. de E. Dvoicenko, Inceputurile literare ale lui B. P. Haşdeu, 1936, p. 224).
De momento no nos interesa investigar la procedencia histórica de estos Consejos para el que va ala guerra. He reproducido el citado fragmento para facilitar una difusión más amplia. Merece, sin duda, ser conocido y meditado largamente. No solamente para recuperar «la experiencia de nuestros antepasados», como creía Alejandro Haşdeu, sino porque ante todo revela el carácter no profano, sagrado, de la lucha y de la guerra.
Ciertamente no nos resultaría difícil componer una lista de hechos etnográficos para mostrar el origen mágico de la castidad y la pureza que nuestros antepasados consideraban imprescindibles para la victoria en el combate. Sin duda, los guerreros de muchas tribus salvajes —como los pescadores o los cazadores— tenían que guardar castidad cada vez que salían a una nueva expedición. La castidad en sí misma tiene un valor mágico. Ser casto significa, en cierto sentido, suprimir la condición humana y, en cualquier caso, superar el estado profano. El primero y más importante instinto es el instinto sexual. Su supresión definitiva (ascetismo) o su suspensión temporal (la castidad, impuesta por la guerra, el luto, las calamidades, etc.) anulan la condición humana. El hombre casto acumula un arsenal de «fuerzas mágicas» que le marcan y hacen que fructifique cada acción que lleve a cabo. Si va de pesca o de caza, la presa será abundante; si va a la guerra, estará siempre a salvo de las flechas enemigas y sus armas alcanzarán siempre el blanco.
Pero, más allá de estos orígenes mágicos (algunas veces muy dudosos) de la castidad del guerrero, podemos entrever su significación metafísica. El guerrero auténtico —el héroe— está por encima de la condición humana, igual que el sacerdote o el asceta. Mediante la lucha, el guerrero abandona el estado profano, superando los valores de la vida biológica, psicológica y social en los que estaba instalado hasta aquel momento.
El héroe, como el sacerdote, es un individuo que sacrifica. El mundo grecorromano había concedido un valor sagrado a la guerra; es decir, la asimilaba a un sacrificio ritual. Los vencedores eran los hombres que sacrificaban las vidas de los enemigos, igual que los sacerdotes sacrifican, sobre el altar, los animales consagrados. Pero este sacrificio no podía ser llevado a cabo sin unas purificaciones previas; de otro modo, el animal sacrificado no sería más que una bestia degollada. Así pues, al igual que el sacerdote que se prepara para un sacrificio respeta previamente la castidad, manteniéndose purificado durante todo el tiempo que dura el ritual, aislado, por tanto, de cualquier estado profano, también el guerrero debe guardar la pureza ritual durante la lucha (el «sacrificio»).
Pero la semejanza entre el guerrero y el sacerdote (y en un nivel superior entre el héroe y el santo) es todavía más profunda. En efecto, a la condición humana y profana no sólo le pertenece la impureza (y especialmente la impureza sexual), sino también la pasión, el deseo, el odio, etc. Eres «hombre» porque deseas que sucedan ciertas cosas para tu propia satisfacción; o, tal como nos dice el Bhagavad Gita, porque buscas el fruto de tus acciones (phalatrishna). El héroe, como el santo, ha superado esta phalatrishna; ambos han realizado lo que se llama la phalatrishna vairagya, «la renuncia a los frutos de sus acciones». El héroe, como el santo, no conoce en adelante la pasión, el odio, el deseo. Se ha vuelto «apático», «indiferente». El santo no odia nada ni a nadie. Y el héroe deja de «odiar» a su contrincante. Ya no posee ningún criterio individual. No conoce más que las reglas objetivas de la lucha que corresponden a las leyes objetivas de un ritual.
Por eso, la «victoria» propia del héroe es un estado, no un acontecimiento. El héroe es «vencedor» en pleno combate y sigue siendo vencedor aunque haya perecido en él. La tradición de la lucha como un sacrificio en el que el guerrero cumple el papel de sacrificante o sacrificado se ha conservado viva, como hemos visto, en la heroica Moldavia. Y se ha conservado con asombrosa fidelidad: «Ve a la guerra con la misma santidad con la que vas a comulgar en los santos sacramentos». El sentido de esta frase no tiene que ver sólo con la pureza ritual, sino también con la transformación moral por la que tiene que pasar el que va a la guerra.
Para recibir los santos sacramentos no solamente tienes que ir «purificado» sino también apaciguado; vas con amor y olvidándote de las cosas terrenales, superando cualquier elemento pasional. Así pues, si vas a la guerra, tienes que olvidar cualquier pasión. Ningún odio o miedo puede nublar la mente del guerrero.