Para las así llamadas «sociedades primitivas» cualquier secreto es una amenaza. Una cosa oculta se vuelve, a través del mismo acto de su ocultamiento, una amenaza para el hombre y la colectividad. Un pecado es, sin duda, un hecho grave. Pero un pecado que no ha sido confesado, que ha sido ocultado, se transforma en un hecho terrible. Las fuerzas mágicas que despierta su ocultación pueden llegar a amenazar algún día a toda la comunidad. Por eso, cuando ocurre alguna desgracia, cuando desaparece la caza, cuando deja de llover o se pierden las batallas, todos los miembros de la colectividad se apresuran a confesar sus pecados. La confesión se hace casi siempre antes o durante una actividad esencial para la vida de la comunidad (caza, pesca, guerra, etc.). Cuando los hombres luchan en la guerra o cazan, las mujeres que se quedan en casa confiesan sus pecados, para que el secreto ocultado no arruine los esfuerzos de los hombres.
Por eso las sociedades primitivas y arcaicas no conocen los secretos particulares, personales. Cada uno sabe sobre su vecino todo lo que tiene que ver con su vida íntima. Y no solamente lo sabe por la confesión de los pecados, sino por la forma de convivir a diario con la gente que le rodea. He evocado en otra ocasión el valor simbólico de las bandas del batik de Java y el simbolismo del jade en China.
Semejantes sociedades no conocen los secretos personales. Utilizando una fórmula quizá desorbitada, se podría decir que los hombres se vuelven transparentes los unos para los otros. Todo lo que hacen y todo lo que significan en el seno de la comunidad se expresa a través de emblemas, colores, vestimentas y gestos. Y cuando un individuo «comete» algo en secreto, se apresura a traerlo a la luz, confesándolo en voz alta.
Para las sociedades primitivas y arcaicas el secreto es exclusivamente dogmático, nunca anecdótico. Dicho de otro modo, algunos hechos tienen que ser conservados en secreto, bien protegidos de la curiosidad de los demás, pero estos hechos no tienen nada que ver con la vida profana del individuo (quién es, en qué trabaja, a dónde va, qué pecado ha cometido, etc.), sino con una realidad trascendente y sagrada. Estos hombres conservan ciertos secretos, siempre relacionados con la religión y con su concepción metafísica, secretos que se transmiten a los jóvenes a través de una ceremonia de iniciación. En cambio, todo lo que tiene que ver con la esfera privada de la existencia individual, todo lo que depende del hombre como tal, es público o se hace público a través de confesiones orales. Lo que hemos llamado anecdótico pertenece precisamente a este ámbito de los acontecimientos individuales, de las significaciones profanas: estado social, vocación, origen, intención, etcétera.
Los primitivos no aceptan elevar los acontecimientos profanos al rango de misterio que, por naturaleza y necesidad, es el dominio exclusivo de las realidades sagradas. El secreto es natural y obligatorio sólo cuando se refiere a las cosas sagradas y a las teorías metafísicas. (Por extraña que parezca esta afirmación, los primitivos, así como los pueblos de cultura arcaica, tienen unas concepciones metafísicas muy coherentes, aunque éstas estén formuladas casi exclusivamente con medios prediscursivos: arquitectura, simbolismo, mito, alegoría, etc. Una cosmología y una teología melanesias no son menos metafísicas que la filosofía presocrática. La única diferencia reside en su modo de manifestación: la primera está formulada a través del mito y del símbolo, la segunda, a través del discurso.)
Por eso, cualquier acontecimiento profano, «demasiado humano», que intenta esconderse, elevarse al rango de misterio, se transforma en un centro de energías malignas. El secreto no conviene a las cosas de este mundo.
La cualidad de misterio no puede ser usurpada por un simple accidente en el océano del devenir universal más que bajo el riesgo de transformar este «secreto profano» en una fuente negativa, portadora de calamidades para toda la comunidad. Así como es un sacrilegio tratar las realidades sagradas como si fueran profanas, así también es un sacrilegio otorgar a las cosas profanas un valor sagrado. Tanto en un caso como en otro se produce una inversión de valores.
Y para cualquier lógica rigurosa (como lo es la lógica primitiva) una inversión de valores puede provocar una perturbación de toda la armonía cósmica. El universo es solidario con el hombre. Por eso el secreto es una amenaza para las sociedades primitivas, porque perturba los ritmos cósmicos y provoca sequías o mala suerte en la pesca, etcétera.
Si se nos permite concluir esta nota con una reflexión sobre las sociedades modernas, diré que estamos en mejores condiciones para comprender el enorme abismo que las separa de la mentalidad tradicional. En una sociedad moderna los hombres no son «transparentes» el uno para el otro. Cada uno de ellos es un pequeño átomo separado de los demás. Si no se presentan, no saben nada o casi nada el uno sobre el otro. En el mejor de los casos saben leer la graduación de un militar o el sentido de una insignia. Pero no saben nada sobre su descendencia, su vida social, su disposición anímica. En una sociedad moderna se necesita mucha intimidad y un trato prolongado para conocer a los que le rodean a uno.
En cuanto al carácter peligroso del secreto, las cosas ocurren justamente al revés en las sociedades modernas. Generalmente se ocultan con sumo cuidado tanto la vida interior como los acontecimientos personales. Estamos acostumbrados a apreciar la discreción de la gente y uno de los motivos de la admiración que profesamos a los ingleses es su magnífica discreción. Ocultamos nuestras aventuras, nuestros «pecados», es decir, todo lo que pertenece a los niveles profanos de la condición humana, todo lo que no tenga valor metafísico, todo lo que está destinado a desaparecer en el devenir universal. En cambio, las sociedades modernas desconocen los secretos que tienen que ver con el ámbito de las realidades religiosas y metafísicas. Cualquier hombre, de la edad que sea, y sin importar qué preparación intelectual tenga, puede entrar en una iglesia distinta a una de su confesión, puede leer cualquier texto sagrado de la humanidad, puede atacar cualquier metafísica. Las grandes verdades religiosas y metafísicas, que otrora se transmitían bajo juramento en el marco de severas ceremonias de iniciación, ahora se editan y se traducen en todos los idiomas modernos y cualquiera puede comprarlas a cambio de unos cuantos lei. En cambio, un adulterio descubierto puede provocar un escándalo, y la confesión de un hecho demasiado íntimo es un sacrilegio.