De una antropología…

Uno de los más sabios hombres de nuestro siglo, el venerable sir James Frazer, concluía su obra maestra, la célebre Rama dorada (en 12 tomos), con unas cuantas consideraciones pesimistas sobre la condición humana. El sabio inglés sostenía que toda la historia humana se reduce a una cadena ininterrumpida de crímenes, estupideces e imbecilidades incurables. En todos los sitios y en todas las épocas el hombre ha pensado mal, no ha aprendido nada o se ha hecho una idea errónea de las cosas; y, lo que es más grave aún, nunca ha logrado desprenderse de estos pecados ancestrales. El «primitivo» no ha muerto; ni el mensaje de Jesucristo, ni el Renacimiento, ni la ciencia moderna han logrado acallarle.

Pero la antropología y la etnología actuales no se atreven a ser tan pesimistas como lo eran cuando Frazer levantaba su monumental obra. En primer lugar, ya nadie cree en la «barbarie» y la «brutalidad» de los primitivos. La vida mental de éstos es tan coherente como la de los griegos antiguos, pero se manifiesta en otras fórmulas. Y lo que había entristecido a sir James, lo que él llamaba la «estupidez» del primitivo, transmitida por tradición hasta el hombre moderno, constituye para nosotros, quizá, el más preciado objeto; porque estas «estupideces» son una serie de afirmaciones teóricas que forman en conjunto un sistema, y su único pecado consistía en no haber sido comprendidas por la mente europea, saturada por el positivismo y el darwinismo. La etnografía moderna ha empezado a apreciar el profundo valor metafísico de los símbolos y los ritos, los cuales para sir James Frazer solamente eran síntomas y gestos de una congénita «estupidez».

Al contrario: hoy en día muchos pensadores y filósofos de la cultura intentan descifrar el sentido de estos «sistemas» caídos en el olvido incluso para las sociedades que los han creado. Todos los esfuerzos de la etnografía y de la filosofía de la cultura parecen converger en un mismo resultado, de considerable importancia: la primacía que tiene la teoría en cualquier sociedad humana de tipo arcaico. Si antes se pensaba que solamente la «civilización» europea supo liberar al hombre de su esclavitud a las necesidades básicas de la vida para hacerle capaz de contemplación, hoy en día se observa que la teoría tiene, en la mayoría de las culturas arcaicas y «primitivas», una primacía que nunca ha vuelto a alcanzar ni en las más perfectas y modernas sociedades europeas. El hecho de que esta teoría no se apoye ni en Euclides ni en Copérnico es otra historia. Pero sabía integrar al hombre en el cosmos y conferirle una dignidad que ha perdido hace mucho tiempo dentro de las culturas modernas. La homologación del hombre con el cosmos, el mito de la criatura en relación orgánica con la naturaleza, la solidaridad de la persona humana con la vida global que la rodea, que la precede o la sigue, son «teorías» que nada tienen que envidiar a las modernas concepciones sobre el sentido y la dignidad del hombre.

Pero no es este grave asunto el tema de nuestra presente nota. Solamente pretendía ilustrar la afirmación que había hecho antes, es decir, la afirmación de la primacía de la teoría en cualquier sociedad humana tradicional, a partir de unos cuantos ejemplos que han burlado hasta ahora la vigilancia de los filósofos de la cultura. Pongamos un caso: los que intentan demostrar que lo económico no siempre prevalece en una cultura, habrían podido encontrar un excelente argumento en la historia de la tela llamada kaunakes, la tela de moda en toda la civilización mediterránea. Nada obligaba a la gente a utilizar este tipo de tela excesivamente cara e insoportable para el cálido clima egeo-mediterráneo. Y a pesar de todo, la tela kaunakes estaba universalmente extendida y era buscada con avidez por todo el mundo. Porque tenía un valor ritual. Era una tela de buen augurio. Estaba tejida de tal forma que, áspera y burda, imitaba la corteza de los árboles, transformándose en un emblema de la diosa de la fertilidad. Las gentes no la llevaban porque le conviniera a su fisiología, sino porque convenía con su teoría, porque al vestirse con la tela kaunakes se solidarizaban con la fuente universal de energía y de fertilidad, participaban directamente en los ritmos cósmicos dirigidos por la Gran Diosa.

Cada uno tiene derecho a pensar que aquellos hombres, actuando de esta forma, buscando la solidaridad con los ritmos cósmicos y no la mera comodidad indumentaria, se comportaban como si fueran unos imbéciles. El hecho es que el ansia del hombre mediterráneo de sentirse próximo a las grandes fuerzas cósmicas superaba su deseo de sentirse cómodamente vestido. Lo que más le preocupaba era su posición espiritual en el cosmos, su dignidad humana. La posición biológica del hombre en el cosmos es un descubrimiento reciente. Un descubrimiento que nos ha aportado innumerables comodidades y muchos datos sobre el mundo circundante, pero que al mismo tiempo ha degradado al hombre, solidarizándolo con los niveles inferiores de la creación.

La primacía de la teoría sobre el instinto se verifica incluso en lo que podríamos llamar los hábitos monstruosos del hombre primitivo. La etnología moderna, por ejemplo, ha demostrado el origen ritual del canibalismo. Los hombres nunca se han devorado los unos a los otros por razones «económicas», porque no tuvieran nada que comer. En la raíz del canibalismo no se encuentra una necesidad económica, sino una teoría. Por supuesto, una teoría absurda, monstruosa, degradante, pero una teoría al fin y al cabo. Se devora al semejante para asimilar sus fuerzas mágicas, no porque escaseen los alimentos. Se pone en práctica una teoría que ha dejado de ser comprendida en su nivel originario. Porque en otras sociedades primitivas que no conocen el canibalismo la asimilación de las fuerzas mágicas se lleva a cabo a través de medios rituales, a través de una magia que no comporta la masticación del cadáver. En nuestro caso se trataría de una teoría degenerada, una teoría entendida al pie de la letra, en su sentido más burdo y material. Los maoríes, cuando llegaron a Nueva Zelanda, no eran caníbales; aprendieron esta costumbre de los indígenas. Entrando en contacto con una cultura inferior, olvidaron una serie de cosas y aprendieron otras degeneradas.

En otros lugares de la Polinesia el canibalismo es una consecuencia de la incomprensión de la teología subyacente. Por ejemplo, en Fidji, Tonga y otras islas del océano Pacífico los dioses recibían sacrificios humanos, argumentándose que la «parte espiritual» de las ofrendas es el alimento de los dioses. De ahí al canibalismo no hay más que un paso. Tanto los sacrificios humanos como el canibalismo son, en este caso, el resultado de una errónea comprensión de la mitología, tomada en préstamo de pueblos más civilizados. En todo el mundo circumpacífico existe un complejo iconográfico con sentido cosmológico que representa a un monstruo con un hombre en la boca. El sentido de este complejo iconográfico es que el primer hombre había nacido de la divinidad de las tinieblas. En ninguna de las culturas circumpacíficas que conocen este complejo iconográfico se practica el canibalismo, pero los habitantes de algunas islas del Pacífico no han comprendido su sentido cosmológico y han interpretado el símbolo en su sentido concreto, llamando a la divinidad protectora «devoradora de hombres». La antropofagia es el resultado de una teoría degenerada, de la incapacidad de comprender el sentido cosmológico de un símbolo iconográfico. Al haber visto a un hombre entre las fauces de una divinidad de las tinieblas, han creído que el hombre es «devorado» por la divinidad y han inaugurado los sacrificios humanos. Así se han vuelto antropófagos. Por elementales que sean estos detalles, nos ayudarán, sin embargo, a comprender el papel que ha desempeñado la teoría en la historia de la humanidad y, sobre todo, la incapacidad de los hombres para conservar una concepción cosmológica o teológica.