El miedo a lo desconocido

El «miedo a lo desconocido» es y ha sido, desde los tiempos de Lucrecio, un pretexto «suculento» para todos los filósofos y aficionados que se proponían descifrar los orígenes de las religiones, de las mitologías y de la moral. Cada vez que quieres hablar del «hombre primitivo», te ves casi obligado a recordar su miedo a lo «desconocido», fuente inagotable de todas las creencias, supersticiones o éxtasis que han humillado la condición humana.

El miedo a lo desconocido ha ofrecido a los eruditos la oportunidad de verter sus cajones repletos de fichas, y no sería exagerado decir que la biblioteca escrita por el prodigioso sir James Frazer se fundamenta, en gran parte, en el miedo y la fascinación que lo desconocido ha ejercido siempre sobre el alma humana. Por eso sería arriesgado lanzarnos a una discusión en la que los argumentos, en su mayoría de orden estadístico, se suceden a lo largo de miles y miles de páginas de etnología, antropología y folklore.

Pero podríamos apuntar aquí unas cuantas observaciones relacionadas con este controvertido problema y dedicárselas a aquel lector inconformista y curioso para quien escribo, casi exclusivamente, desde hace bastante tiempo. Me parece que no se ha subrayado con suficiente claridad uno de los motivos del miedo a lo desconocido, del miedo que experimentan los «hombres primitivos», les moins civilisés [los menos civilizados], ante las cosas o las personas nuevas. Podríamos formularlo así: el hombre primitivo teme las cosas o las personas desconocidas, porque no coinciden con, ni se adaptan a, la imagen que tiene de sí mismo.

Cualquier cosa o persona que modifique o, para decirlo más exactamente, que contradiga el conocimiento que el hombre primitivo tiene de sí mismo, se vuelve peligrosa; pero no porque sea «desconocida», porque no hubiera sido conocida hasta entonces, sino porque no cuadra ni se armoniza con el icono que había plasmado de sí mismo. En esta interpretación del miedo a lo desconocido, el acento se desplaza desde el océano de fenómenos que le rodean a la idea de hombre, tal como es intuida o vivida por cada tribu salvaje y por cada nación. La imagen que se construye de sí mismo ejerce una influencia tanto más tiránica y rígida en sus limitaciones, cuanto menos «civilizado» es el hombre. La norma domina la conciencia humana desde sus inicios tan oscuros, desde las así llamadas etapas prelógicas.

Un «primitivo» que piensa haber nacido de una planta tiene una imagen de sí mismo (y del hombre en general) tan coherente y exacta como la de un hombre que se sabe vivíparo. El primero, presuponiendo que no conoce todavía la metalurgia, experimentará ante el primer herrero el mismo miedo que ha podido sobrecoger a cualquier hombre civilizado ante el primer aeroplano. En ambas situaciones, el miedo deriva de la violenta deformación sufrida por la imagen antropológica y no del carácter «desconocido» del herrero o del aeroplano. A veces, este miedo puede revestir formas paroxísticas; y aun cuando los hombres han dejado de temblar o aullar delante de una cosa o persona nueva, el miedo seguirá persistiendo. Nada puede atemorizar más el alma del hombre que el miedo que provoca la deformación o la supresión de la imagen que tiene de sí mismo. El miedo a la muerte hunde sus raíces en esta misma imagen antropológica. No es éste el lugar adecuado para plantear este grave problema, pero intentaré demostrar, en un trabajo de próxima aparición, que el miedo a la muerte hunde sus raíces en la negación de la idea que el hombre se ha construido de sí mismo. Lo que llamamos «sentimiento de la muerte» y «miedo a la muerte» es, por otra parte, algo derivado; al principio existía solamente el miedo a los muertos.

Pero volvamos al pretexto de este artículo. Decíamos que, muchas veces, el miedo a la destrucción de la imagen que el hombre se ha hecho de sí mismo puede revestir formas más benignas. En este caso se limita a un tipo de resistencia pasiva, que pocas veces llega a convertirse en violencia. El mensaje de Cristo, que invierte la caduca economía del mundo antiguo, es decir, que arranca de cuajo la antigua imagen que el hombre se había forjado de sí, no tropieza solamente con la violencia del paganismo, sino también con la resistencia pasiva de cada hombre, de cada convertido por separado, porque a cada uno le costará desprenderse de ciertas formas mentales y de una cierta imagen antropológica. Pero ¿qué ocurre con la resistencia que encuentran los genios, los reformadores, los moralistas o cualquier otra personalidad creadora? Todo esto es demasiado obvio para que sigamos insistiendo en ello.

Hagamos en cambio una pequeña observación, relacionada exclusivamente con el mundo moderno (postmedieval) que goza, en sus ámbitos urbanos, de una gran variedad de imágenes antropológicas; en el mundo moderno despiertan desconfianza y temor no solamente las personalidades fuertes, sino cualquier hombre vivo que, por su mera presencia, puede llegar a ser una fuente inagotable de inquietudes y angustias. Tal como decía Goethe (que entendía perfectamente la lógica y el símbolo del hombre moderno), cada individuo es un demonio para el compañero en cuya intimidad vive durante un lapso más largo de tiempo; es decir, la fuerza que acabará por arruinar la imagen que tiene de sí.

Estos hechos se vuelven, sin duda, cada vez más evidentes a medida que avanzamos hacia las fuentes de la vida espiritual del hombre. Hemos demostrado en un libro muy reciente (Cosmologie şi alchimie babiloniană[14], Vremea, 1937) que la importancia del descubrimiento de la metalurgia radicaba en la modificación que había provocado en la imagen que el hombre tenía de sí mismo y del cosmos, y no en el mero hecho en sí o en sus consecuencias técnicas y civilizadoras. La revolución mental provocada por la presencia de los metales en la experiencia humana, presencia que, a través de interminables homologaciones, ha permitido el acceso del hombre a otros niveles cósmicos, inalcanzables hasta entonces, precede y sobrepasa en importancia al progreso técnico y económico que la explotación de los metales había facilitado. En otro libro, Los orígenes de la agricultura, intentaré demostrar la revolución mental que ha desencadenado el descubrimiento de las técnicas agrícolas y de los ritmos de la vida vegetal. Estos descubrimientos (por no recordar otros como el calendario, la astronomía, etc.), al poner al hombre en contacto con cosas tan nuevas, no solamente llegaron a adoptar durante mucho tiempo el disfraz de las técnicas mágicas (porque atemorizaban), sino que también destruyeron por completo la antigua imagen que aquél tenía de sí mismo.