Protohistoria o edad media

Las naciones europeas se dividen en dos grandes grupos: las naciones que han tenido una Edad Media gloriosa, de cuyas convulsiones ha brotado el Renacimiento, y las que han tenido una Edad Media incipiente, insignificante, derivada. La primera categoría de naciones ha creado, en gran parte, la historia civil, espiritual y cultural de Europa. Por un lado, porque la Edad Media occidental había sabido conservar y fructificar la herencia greco-latina, que es el fundamento de toda creación duradera en nuestro continente. Por el otro lado, porque la Edad Media había «convertido» a la historia el caos étnico instaurado en Europa después de la invasión de los bárbaros.

Es obvio que la cultura europea moderna es creación casi exclusiva de aquellos pueblos que han tenido una Edad Media gloriosa; incluso la «conciencia histórica», o más recientemente el historicismo, también son creación suya. Cuanto más insignificante es la herencia medieval de un pueblo, tanto más confusa es su conciencia histórica. Incluso la misma noción de historia tiene otro rango en una cultura que ha pasado por una Edad Media gloriosa (Francia, Alemania, Italia, Inglaterra).

Cuando el siglo XIX puso en circulación el historicismo, confiriendo valor espiritual a cualquier hecho humano que se integra en la duración temporal, esta concepción alcanzó un éxito más duradero en los países con una gran tradición medieval. El siglo XIX puede ser llamado, con toda propiedad, el siglo de la historia. Aunque se habían hecho grandes esfuerzos para el conocimiento de cualquier historia, las elites se interesaban solamente por el pasado de ciertos países. Todo lo que se escribía sobre los demás países solamente tenía relevancia en calidad de material, de información suplementaria o argumento para sostener ciertas tesis históricas. Tenemos que reconocer que el siglo XIX, como el principio del siglo XX, han manifestado una curiosidad más duradera y más sincera por una tribu africana o australiana (evidentemente, por su valor etnográfico y sociológico) que por la historia de Rumania, Bulgaria o Serbia…

El individualismo, el positivismo, el antisimbolismo, que derivaban espontáneamente de la mentalidad historicista de este siglo, no podían encontrar un filón demasiado atractivo en el pasado de los pueblos que carecían de una Edad Media gloriosa; es decir, sin grandes personalidades, sin muchos acontecimientos, sin muchos documentos escritos, sin grandes transformaciones sociales y económicas que pudieran fundamentar con brillantez una teoría.

Pero todos los indicios nos dejan adivinar una total superación tanto del historicismo, por una parte, como del individualismo y del positivismo, por otra. Hoy en día, el acontecimiento histórico como tal, que el siglo pasado consideraba como un hecho último que tenía su razón de ser en sí mismo, empieza a perder su autonomía, para transformarse en la manifestación de una fuerza irracional («destino», «pueblo», «símbolo»). El hecho ha dejado de ser interesante en sí mismo o integrado en la serie de los hechos humanos que le preceden (económicos, políticos y sociales). Más bien, el hecho nos interesará casi siempre como una «clave» para la comprensión de un hombre o de una época; él simboliza, totaliza. Además, el desinterés hacia el «acontecimiento histórico», sea en el ámbito individual, sea en el ámbito comunitario, y dentro de sus coordenadas de tiempo y lugar, va en aumento desde el principio del siglo XX. Recuérdese el interés creciente por la etnografía, el folklore, la sociología y la antropología, que van más allá del acontecimiento para buscar la categoría. Todas estas ciencias intentan sacar al hombre de la Historia, para tener en cuenta solamente la Vida. Pero también ellas (creación del «espíritu histórico» del siglo XIX) parecen perder en los últimos veinte años su primacía. La vida del hombre como tal interesa cada vez menos y pasan a un primer plano otras realidades; no la categoría social o económica, sino el destino o el símbolo. Éste es el origen de la pasión que las elites de hoy manifiestan por la prehistoria, las razas, las mitologías y los símbolos. El siglo XIX ha sido el siglo más limitado y reduccionista de todos los que ha conocido la cultura europea; el símbolo le era totalmente inaccesible (por eso el simbolismo se vio forzado a buscar un precario refugio en la poesía y en la francmasonería, así como la «mística» encontró refugio en el espiritismo). Todo lo que acontece en la actual cultura europea nos hace pensar en una pronta restauración del símbolo como instrumento de conocimiento.

Por ahora, observamos que en ciertos países el interés se ha desplazado desde la historia a la protohistoria. La tradición ya no se busca en la Edad Media, sino en la cuna de la raza, en los orígenes del pueblo. Un «documento» prehistórico, que hace cincuenta años interesaba solamente a los especialistas, adquiere hoy en día un valor espiritual, simbólico. El pasado ya no es valorado por el mero hecho de haber sido historia, sino más bien por el hecho de ser originario. El documento ha sido desplazado a un segundo plano, quedando solamente el signo, el símbolo. Interesa menos la crítica textual o la cronología e interesa más la comprensión del documento. Pero esta «comprensión» no ha alcanzado todavía mucho rigor formal, porque va más allá de la letra del texto o de la forma del monumento, para encontrar el símbolo que se manifiesta allí. Y el «símbolo» está presente y se expresa, a veces, con mucha más pureza y riqueza (junto a otros fenómenos originarios) en las zonas sin historia, pero con mucha prehistoria, que en las zonas que han podido tener una participación gloriosa en la historia…

Rumanía no ha tenido una gran Edad Media, pero ha tenido una prehistoria por lo menos de igual envergadura, si no superior, a la prehistoria de las grandes naciones creadoras de cultura de Europa. Frente a la Edad Media germánica, la Edad Media rumana palidece; frente al Renacimiento italiano, nuestro «Renacimiento» del siglo XVIII apenas despuntó. Pero la protohistoria nos pone en pie de igualdad con las etnias germánicas y latinas. Si las nuevas disciplinas se consolidan definitivamente en la cultura europea, entonces se empezarán a valorar aquellos pueblos que han tenido una protohistoria y no los que han tenido una Edad Media. Por paradójica que parezca esta afirmación, no deja de ser cierta. ¿Acaso la visión revolucionaria no ha colocado a Rusia, por su mesianismo, a la cabeza de los pueblos? (El mesianismo es, por otra parte, la misma pasión por la protohistoria, pero entendida à rebours [al revés]; otro fenómeno originario.) Y hoy en día ¿acaso no tiene mayor presencia en la cultura europea Noruega, a través de su protohistoria (que por otra parte dura hasta la Edad Media), que Holanda, que ha tenido una Edad Media fecunda y un Renacimiento magnífico? ¿Acaso la cultura contemporánea no aprecia más Siria o el Cáucaso, por su historia y protohistoria, que Dalmacia, con una Edad Media tan floreciente y un Renacimiento tan original?

Estando así las cosas, podríamos hablar de la «oportunidad» que tiene Rumania de valorar tanto espiritual como culturalmente su pasado. No es nuestra «historia» la que interesará a Europa. Por otra parte, la historia propiamente dicha interesa cada vez menos a los creadores de cultura, habiendo llegado a ser alimento predilecto de las masas. (¿No recuerdan que la literatura «transformista» floreció en la época de decadencia de las teorías evolucionistas, cuando los biólogos intentaban nuevas hipótesis?) Rumania, sin embargo, tiene una protohistoria y una prehistoria sobresalientes. Aquí, en nuestras tierras, ha crecido un «fenómeno originario». Aquí se han manifestado símbolos y se han transmitido tradiciones. Este tipo de realidades, que hace treinta o cuarenta años solamente despertaban un interés mediocre, han llegado a ser inapreciables. El origen de un símbolo vale tanto como el descubrimiento de una dinastía de faraones. El descubrimiento de la cuna de un pueblo interesa más que descifrar un manuscrito medieval. Ya no es una gloria tan cotizada ser creador de historia. Mucho más valioso es pertenecer a una «raza originaria». Es y no es tan interesante tener una gran literatura, un arte moderno valioso o una filosofía personal. Todas estas cualidades se han visto superadas por la participación en una gran «tradición» espiritual que hunde sus raíces en la protohistoria y que la historia no ha hecho más que adulterar.

Siendo éste el fenómeno espiritual que se está perfilando en Europa, tenemos que reconocer que se adapta de maravilla a las condiciones de Rumania. Habría sido muy difícil hacer fructificar nuestra experiencia cósmica e histórica en la línea del siglo XIX. Otros pueblos nos superan de entrada, por nuestra carencia de una Edad Media o de un Renacimiento significativos.

Hoy, en cambio, las circunstancias han cambiado. Si supiéramos sacar provecho de la igualdad que se nos ofrece, y aunque este momento espiritual no durara más que una o dos generaciones, estaría garantizada nuestra presencia en la cultura europea. No olvidemos que los países escandinavos han entrado en la cultura europea a finales del siglo pasado, cuando el individualismo y el drama protestante dominaban Francia, y han sobrevivido a la desaparición del momento espiritual que les abrió las puertas.

En cambio, el descubrimiento del símbolo, después de tantos siglos de incomprensión, no podrá fecundar la espiritualidad europea solamente en el espacio de unas cuantas generaciones…

Para sacar provecho de este momento espiritual se necesitarían, sin duda, algunas reformas que, sin hacernos vanas ilusiones, no se van a realizar demasiado pronto. Por ejemplo, nuestro preocupante interés por la «historia» tendrá que ser corregido por la urgente promoción de los estudios de antropogeografía, prehistoria, protohistoria y folklore. Las investigaciones «balcanológicas» tienen que ser llevadas hasta su límite extremo: la prehistoria de la península. Y, por supuesto, han de ser entendidas con un espíritu radicalmente distinto al espíritu que guía los esfuerzos de nuestros investigadores actuales. Tenemos que saber adivinar mejor la orientación espiritual de la futura Europa para adelantarnos y llegar a los resultados precisos que los investigadores extranjeros se verán forzados a tomar en cuenta. Si no, volveríamos a caer en el mismo drama que ha marcado a la ciencia rumana; hacer filología románica después de que ésta haya sido iniciada en otros países; hacer folklore después de haber sido descubierto por otros, siguiendo siempre el modelo de otros países.

Esta vez, el momento espiritual europeo nos coloca en primera fila, y, al tener el «fenómeno originario» en casa, podríamos superar nuestra «mala» fama…