Nota sobre el patriotismo

Pienso que muy pocos de los que se dedican al estudio de la historia de las nacionalidades europeas y del origen de la «conciencia nacional» en el continente saben que el abad Joaquín de Fiore (finales del siglo XII y principios del XIII) ha sido el primer patriota italiano. Fue el primero en confesar su esperanza en la unidad de Italia. Para él, los enemigos de la nación itálica, del populus latinus, eran los enemigos del «pueblo elegido». Y todas las hordas bárbaras del Norte, lombardos, francos, normandos, germanos, desempeñaban el mismo papel que el de los asirios en la historia del otro pueblo elegido, los judíos.

Ellos vienen para «castigar», para cumplir el mandato del Señor; los italianos sufren por culpa de sus incursiones, como sufrieron los judíos por culpa de los babilonios y los asirios: porque no han sido dignos guardianes de la nueva ley que Dios les había entregado a través de Jesucristo. Los italianos son el último pueblo elegido, después de los judíos y los griegos, y por tanto más venerables aún; ¿acaso no se había dicho «los últimos serán los primeros»?

El lector podrá encontrar reunidas todas las referencias «patrióticas» de los escritos de Joaquín de Fiore en el libro de E. Anitchkov Joachim de Fiore et les milieux courtois[8] (Roma, 1931, pp. 200 ss.).

No es el momento de mostrar la influencia que el abad calabrés ha tenido sobre el franciscanismo y el prerrenacimiento. Bastará recordar, una vez más, que Joaquín de Fiore se formó en un medio lleno de elementos étnicos griegos y que en Calabria se había desarrollado una fuerte corriente místico-ascética de tinte ortodoxo, especialmente bajo la influencia de san Nilo.

Cuando se escriba la historia del prerrenacimiento, habrá que tomar en cuenta todos estos datos. Porque las ideas del abad calabrés han influido en todo el prerrenacimiento, y estas ideas habían nacido en el Oriente ortodoxo.

Por ahora, nos interesa destacar otro aspecto del problema. Me parece muy significativo que lo que podríamos llamar una «conciencia nacional» surgiera al mismo tiempo que una rica corriente profética, impregnada de visiones apocalípticas y esperanzas escatológicas.

Es verdad que cualquier conciencia nacional implica un cierto profetismo. Si recordamos cómo hemos llegado nosotros, los rumanos, a forjar nuestra conciencia nacional, podremos entender mejor la relación orgánica que une profetismo y patriotismo. El fin del siglo XVIII y el principio del siglo XIX, sin embargo, han conocido una «conciencia nacional» iluminada y fecundada por profetismos de corte social, con una estructura laica e ilustrada. En Occidente, y especialmente en Francia y en Italia, este profetismo, social y patriótico al mismo tiempo, era contrario a la Iglesia católico-romana. Por una parte, por su primacía durante siglos, por otra parte, por su universalismo y ecumenicidad.

La Revolución francesa, fuente de todos los patriotismos, ha sido el primer movimiento que ha puesto en circulación la idea de «raza» (los nobles eran odiados por ser «germánicos», conquistadores, «extranjeros»), de «valores nacionales» y «creaciones étnicas» (la diosa Razón es una diosa francesa, etcétera).

He vuelto a recordar estas cosas archiconocidas para que aparezca con mayor claridad la significación del patriotismo de Joaquín de Fiore. Tenemos que señalar desde el principio que, aunque el abad calabrés había confesado siempre ser un fiel súbdito de la Santa Sede, su profecía no fue bien recibida por las autoridades papales. Sabemos que la orden dominica (y, lo que es más grave, el mismo san Buenaventura, maestro del pensamiento franciscano) criticó con dureza las profecías del abad calabrés y que el concilio de Anagni anatematizó gran parte de ellas. Joaquín de Fiore encontró una dura resistencia en el seno de la Iglesia católico-romana. Pero no por sus ideas «patrióticas», sino por su antropología y su visión de la historia universal, dividida en tres grandes fases o edades, y por profetizar la inminencia de la última, la edad del Espíritu y del perfeccionamiento del hombre al margen de los ritos de la Iglesia católica.

Pero a nosotros nos parece interesante señalar que el primero en hablar de patriotismo haya sido precisamente un profeta calabrés, que había bebido en las fuentes del cristianismo oriental. También nos parece sintomático que las profecías de Joaquín de Fiore hayan sido criticadas por las autoridades y los teólogos de la Iglesia católico-romana, ecuménica y universal. Estaba en la naturaleza de las cosas que ocurriera así: porque, tal como ha demostrado el profesor Nae Ionescu en dos artículos publicados en la revista de crítica teológica Predania, las Iglesias ortodoxas pueden ser nacionales, pero el catolicismo no puede ser más que supranacional. Y es lógico que Joaquín de Fiore, el más original místico y profeta del catolicismo, al que Roma no pudo canonizar, es lógico, digo, que este abad calabrés, alimentado por ideas y visiones orientales, sea el primero en tener la intuición del patriotismo.

Pero este patriotismo, formado por la conciencia de pertenecer a un pueblo elegido, penetrado por ideas mesiánicas y fecundado por la más ferviente mística, no ha vuelto a aparecer en la historia moderna hasta el surgimiento de los rusos, pueblo eminentemente «ortodoxo». Las otras variantes del patriotismo han nacido fuera del cristianismo. El patriotismo tipo, el de los franceses, es laico y anticlerical por antonomasia.

En nuestro país, la generación de 1848 (los paşoptştii[9]) había introducido un patriotismo profético y social, pero (aun cuando tenía tintes «bíblicos», como en el caso de Eliade Radulescu) sin ningún contacto vivo con la Iglesia. Los paşoptiştii, los revolucionarios rumanos, imitaban el anticlericalismo francés. Y tenían razón solamente a medias; porque aunque la ortodoxia no se había inmiscuido en la economía y la política, tal como lo había hecho la Iglesia católico-romana desde el principio de su existencia, sin embargo, en la época fanariota[10], se impregnó de elementos «extranjeros» (los griegos) y empezó a entrometerse en los asuntos mundanos. (Aunque de una forma meramente pasiva, porque los curas y los monjes griegos se enriquecían a costa del pueblo, pero no tenían la vitalidad suficiente para dominar políticamente el país.) La actitud anticlerical de los revolucionarios rumanos era en todo similar a la actitud anticatólica de los franceses. Porque la Iglesia ortodoxa era por aquel entonces extranjera y sus riquezas salían del país hacia las zonas de donde provenía también su poder secular (compárese con Roma).

Cuando la ortodoxia rumana volvió a ser de nuevo nacional, ya no podía estar en conflicto con el patriotismo.

Hoy en día, todos los indicios nos avisan de una nueva intervención del cristianismo oriental, ortodoxo, en la historia rumana.

Tal irrupción de la ortodoxia en la historia será fecunda solamente en el marco de una filosofía cristiana de la historia (como la de Joaquín de Fiore, por ejemplo) que no escamotee la existencia de los pueblos elegidos.

La Iglesia ortodoxa no podrá justificar su interés por la historia más que en el marco de la concepción teológica de «pueblo elegido». Ahora ha vuelto otra vez el tiempo de los «profetas» y de los «filósofos de la historia», continuadores de Joaquín de Fiore. Es decir, de los que sabrán hacer fructificar su enseñanza, que ha fracasado en Occidente, aunque había visto la luz en nuestras tierras de Oriente.