Sobre los misterios degradados

Tengo delante de mí un libro muy reciente, publicado por el escritor Dimitri Merejkovski: Atlántida (Belgrado, 1930; trad. italiana, 1937). Este volumen está incluido en la serie de estudios «esotéricos» del novelista ruso. La recensión del editor lo resume así: «9.600 años antes de Cristo todo un continente se sumergió en el océano; el gran escritor ruso lo rescata, contándonos las catástrofes de la humanidad primordial».

El problema de la Atlántida es muy serio, no solamente para la ciencia universitaria, sino para todos los que quieren conocer los orígenes de las tradiciones europeas. Sin embargo, el modo en que Merejkovski analiza la tradición de la Atlántida me parece sintomático de una cierta mentalidad de nuestro tiempo. El autor sabe mantener continuamente al lector en un estado de tensión bien calculada; estás esperando que sobrevenga, en cualquier momento, la revelación de un gran «secreto», que el autor retrasa y oculta con gran habilidad. Los capítulos, encabezados por títulos mágicos, se dividen en párrafos fulgurantes, algunas veces de sólo dos o tres líneas. Esta división obedece a una intención muy precisa: el lector tiene que ser iniciado en la solemnidad de esta lectura, leer concentrado y emocionado cada línea, tal como se leen las inscripciones. Por otra parte, casi la mitad del libro está compuesto por citas; y la reunión de las citas también obedece a una meticulosa estrategia. Muchas de ellas provienen de los evangelios y del Timeo de Platón.

El lector siempre agradecerá que se le citen versículos de los evangelios. De alguna forma, halaga su pequeño orgullo, le hace más solemne, más «profundo», más «franciscano».

La técnica de citar abundantes textos evangélicos tiene mayor éxito en los países católicos o greco-ortodoxos, donde el conocimiento de la Escritura es aproximativo. También los extractos de Platón, especialmente del Timeo, están destinados a proporcionarles a estos novelistas filósofos un mayor número de admiradores. El lector siempre estará encantado de aprender algo «sencillo y claro» sobre algo indefinido, pero archiconocido desde el instituto. Y estará tanto más dispuesto a completar las lagunas de su formación, cuanto que el autor no le ofrece un libro académico e insípido, que podría encontrar en cualquier librería o biblioteca, sino un agradable y misterioso viaje en busca de la Atlántida.

También es de gran efecto, y Merejkovski descubrió este truco hace mucho, citar algunos textos «misteriosos»; como mencionar, por ejemplo, el Libro de los Muertos egipcio (sin explicarle que los orientalistas del siglo pasado habían llamado así a una simple colección de imprecaciones funerarias, y que no se trata en absoluto de un libro «misterioso»). Y todavía es mejor si se cita el Libro de Henoc, algún apocalipsis siríaco, o algunos textos caldeos, como por ejemplo la leyenda de Gilgamesh. Prudencia, sin embargo. Si se abusa de los textos, el efecto no será el mismo. En ningún caso se tiene que llegar a aplastar al lector bajo el peso de lo inextricable. No sea que llegue a sospechar que se ha renunciado al «misterio» y que se ha empezado a hacer «cultura», «historia» o «erudición». Dad al lector lo que es del lector; un nuevo nombre, cada tres páginas, y por tres veces en cada página los archisabidos nombres: Jesús, san Pablo, Platón, Shakespeare, Goethe. Más recomendable aún es la técnica de Merejkovski: montones de citas de poetas, especialmente de los poetas rusos. Esto nunca falla. El lector siempre te agradecerá haber comprobado, gracias a tu libro, la amplitud de su cultura, que empieza con Platón y acaba con Sergei Esenin. No hay que despertar en él complejos de inferioridad, recordarle lo que no sabe o lo que no tiene la paciencia de aprender. Recuérdale, pues, a Gilgamesh, pero quédate allí. Eso le sube la moral.

En cuanto a la «sustancia» del libro, la técnica de Merejkovski sigue siendo infalible: el misterio recortado. Escribe con sencillez y profundidad. Utiliza la mayor cantidad de mayúsculas: Árbol, Fuego, Océano, Demonio, etc. Divide la página en párrafos encabezados por números y los párrafos en proposiciones cortas. Y la proposición corta divídela a su vez en un impresionante número de mayúsculas. Pero nunca tienes que decir en una frase todo lo que se podría decir. La otra mitad del pensamiento se guarda para otra frase, para otro párrafo, para otro capítulo, para otro libro. Protege el misterio recortándolo. Abrele al lector la mayor cantidad de ventanas hacia el infinito, hacia aquellos 11.500 años que han pasado desde la desaparición de la Atlántida. Ayúdale a sentirse embargado por el misterio, por su propia profundidad, por su gran sabiduría…

No es difícil adivinar a quién ha sustituido actualmente Merejkovski en la conciencia europea: a Maurice Maeterlinck. Hacia 1900 estaban de moda los «secretos del alma»; Paul Bourget hacía la psicología de las mujeres de sociedad y Maeterlinck halagaba a sus lectoras con una parapsicología de salón. Por aquel entonces se hablaba mucho de las investigaciones metapsíquicas, de psicometría y ocultismo perfumado (últimos coletazos del «satanismo» prerromántico), y Maeterlinck «interpretaba» estas experiencias equívocas con versos simbolistas, alegorías y aforismos palpitantemente agnósticos. La «Gran Desconocida» era entonces el «alma». El destino del alma, en una época de floreciente y cómodo individualismo, era descifrado y perfumado por los libros de ingenua filosofía de Maeterlinck. Las mujeres (pero también los anglosajones en general) se sentían sobrecogidas por los misterios del alma, que la ciencia no había profanado todavía y la filosofía oficial no había domesticado. Era delicioso descubrir, al compás de la prosa rítmica de Maeterlinck, que el hombre podría tener una vida de ultratumba, y que esta vida parecía ser misteriosa, porque, evidentemente, ¡existía el Tiempo, el Sueño y sobre todo el Destino! Y después, nos recuerda Maeterlinck, existen los caballos de Elberfeld, esos milagrosos caballos que podrían tener un alma. Y entonces ¿qué?…

El falso misterio, el pseudotrance, la vulgaridad profunda de toda la obra ensayística y «filosófica» de Maeterlinck han resucitado como por arte de magia en los «misteriosos» libros de Merejkovski. Por supuesto que hoy en día el alma ha pasado de moda. Vivimos en una época en la que el colectivismo ha dejado su impronta incluso sobre el misterio. Ahora casi nadie está interesado por su alma, porque la atención de todos está orientada hacia el futuro (el apocalipsis) o hacia el pasado de la humanidad (la protohistoria, la Atlántida). Sería muy instructivo trazar el proceso de degradación que ha sufrido el misterio. En cualquier época existen hombres, y por desgracia estos hombres son la elite de los tiempos modernos, que no pueden renunciar al misterio, pero que al mismo tiempo se muestran incapaces de entender su valor metafísico o religioso. Así como en el siglo pasado, cuando el positivismo había excluido a la metafísica y la mística del campo de las preocupaciones oficiales, la sed de absoluto se manifestaba a través del espiritismo, de la misma forma asistimos ahora a una nueva degradación del misterio.

Degradación que corresponde a nuestro propio «estilo», que lleva el sello del colectivismo; en lugar de estar preocupado por su propio misterio, el hombre de hoy se preocupa por el misterio de las zonas oscuras de la historia de la humanidad, por la Atlántida, por el fin del mundo, etcétera.

Estas zonas oscuras de la vida de la humanidad, sea el problema de la Atlántida, sea la probable tragedia de un síncope del mundo occidental, merecen toda nuestra atención. Solamente que no se pueden resolver fácilmente, con libros como los que firman Merejkovski o J. Rivière. Más aún, tales problemas permanecerán inaccesibles para las masas cultivadas que, por mucho que lo intenten, no podrán superar su opacidad metafísica ni su mediocridad espiritual. Como Freud, Wells y tantos otros grandes heterodoxos del mundo moderno, Merejkovski piensa que cualquiera que se haya gastado cien lei[7] y haya leído un libro sobre la Atlántida o sobre «Jesús el Desconocido», encontrará la solución de un gran misterio metafísico. Reconocemos aquí la misma característica propia de la época moderna: secularizar lo absoluto, creer que cualquiera, sin ascesis, sin esfuerzos orquestados y sin una vocación, puede «descifrar el secreto del mundo». Y, evidentemente, para que este «secreto» pueda ser «descifrado» por cualquiera, para que pueda ser asimilado por cualquiera y solamente al precio de dos o trescientos leí o leyendo dos o tres libros, este secreto se llamará lucha de clases, racismo, psicoanálisis o Atlántida…