«Todo lo que pertenece al genio es sagrado.» Así empieza Ardengo Soffici su volumen de apuntes y diarios Tacuinno di Arno Borghi (Firenze, 1933). «Si Dante o Leopardi hubieran escrito, en un oscuro momento de su vida genial, alguna inepcia o estupidez, esa inepcia y esa estupidez seguirían siendo dantescas o leopardianas y no las del literato O…, P… o M…»
En un libro mío anterior (Isabel y las aguas del diablo[5]) encuentro las siguientes líneas que, sin embargo, no volvería a firmar:
No existe el genio integral y lo más sensato es pensar que no pueda existir; si no, el admirador lo leería cegado por el velo de la adoración y glorificaría incluso el último desliz de su ídolo, al tiempo que le quedarían sellados para siempre los innumerables buenos libros escritos por otros. En una palabra, lo que merece ser alabado es la excepcionalidad, allí donde esté.
Por supuesto que no existe el genio integral; afortunadamente para el resto de los mortales, me atrevería a añadir. Porque el más exquisito espectáculo al que podemos asistir es esta espontánea e intermitente mediocridad de los genios. Solamente delante de una tontería o estupidez firmada por un genio (y, gracias a Dios, no escasean) te das cuenta de la perturbadora distancia que te separa a ti, hombre mediocre, de un creador. Pero ¿cómo?, te preguntarás estupefacto. Yo nunca habría tenido la audacia de proclamar tal tópico o tal ineptitud y él, el genio, ¡la pensó y la firmó! Y a pesar de todas estas mediocridades, fallos e ineptitudes, él sigue siendo un genio, y tú, un hombre corriente. Cuando empieces a entender esto, también entenderás la distancia enorme que te separa de un genio. Solamente entonces vislumbrarás la mediocridad de tu condición, tu nulidad mental. ¡Tú, que creías ciegamente en la inteligencia, en la originalidad, en la profundidad, en la coherencia, en el talento y en qué sé yo qué otras virtudes espirituales! ¡Y de repente descubres que un genio puede ser estúpido, mediocre, hasta ridículo a veces, otras veces vulgar, y casi siempre insulso! O sea, que todas aquellas virtudes espirituales que te encantaba reconocer como incipientes en ti, y que creías existían en su grado más alto y totalizadas en un genio, han dejado de tener algún valor (por lo menos desde este punto de vista). No una mayor inteligencia, ni una mayor originalidad, etc., resuelven la ecuación del genio.
El genio, como la santidad, goza de una perfecta autonomía del conjunto de las facultades mentales. Es totalmente otra cosa, y esto «totalmente otro» exaspera, entristece o deleita (según las circunstancias) a todos los demás hombres, los agraciados «hombres corrientes».
Si os ponéis a leer las «estupideces» de los genios, sus páginas mediocres, vulgares y sin inspiración, una enorme desesperación se apoderará de vosotros. Te darás cuenta de que tú nunca llegarás a escribir así. Tú, como yo, como el otro, siempre intentamos decir cosas interesantes, originales, profundas, y, sobre todo, decirlas bien o, por lo menos, de manera correcta. Y si no somos capaces de superarnos, intentaremos, al menos, permanecer siempre iguales.
Y esto no ocurre por tu propia iniciativa. Es algo que todo el mundo, todos los libros te enseñan: perfeccionarte, no decir estupideces, pensar siempre algo nuevo, profundo, personal…
¿Cómo no desesperarte ni entristecerte cuando ves que estas virtudes no te llevan demasiado lejos? Tú, que has amado la profundidad de Dostoievski y has pensado que ella es el sello del genio, ¿no te has sobrecogido leyendo las páginas llenas de tópicos y supersticiones del Diario de un escritor? O sea, que un genio «profundo» puede ser vulgar y común, sin dejar, ni por un instante, de ser un genio. Un escritor genial como Balzac puede escribir confusamente, sin ninguna originalidad, de forma mediocre. Un Leopardi puede comentar los textos de los antiguos como si fuera el catedrático de una universidad alemana. Baudelaire, genio de la paradoja y de la tristeza, también puede escribir un pensamiento que parecería sacado del más insulso manual de ética: «Il y a dans tout homme, à toute heure, deux postulations simultanées, l’une vers Dieu, l’autre vers Satan»[6] (Mon cœur mis à nu).
Rudolf Otto, al hablar de la presencia divina, utiliza la siguiente fórmula: «lo totalmente otro», das ganz Andere. El genio es, en comparación con la condición humana, «totalmente otro». Por eso los fragmentos sin inspiración, inertes y mediocres de la obra de un gran creador nos ayudan a comprender mejor el fenómeno del genio. Porque estos fragmentos nos hacen comprender mejor su paradoja: por una parte, él es «totalmente distinto», por otra, es como los demás (mediocre, con muchos altibajos, común, etc.). Esta paradoja recuerda la situación del santo en el mundo: aunque ha dejado de participar en la condición humana, el santo continúa estando entre los hombres, es semejante a ellos. Come, duerme, anda, habla, igual que los demás hombres. Puede ser inteligente o estúpido, tener o no talento, ser cultivado o ignorante, apuesto o viejo, igual que los demás hombres, aunque su estado de santidad trasciende y anula todos estos condicionamientos humanos. El santo es y no es hombre al mismo tiempo. La mediocridad intermitente del genio corresponde a la paradoja del santo. Un genio puede parecer a veces mediocre o inferior, así como un santo seguirá siendo inteligente o estúpido.
Por otra parte, la paradoja de esta «ruptura de nivel» está presente en cualquier gesto religioso. A través de la magia del ritual, Prajapati, dios del Todo, se identifica con los ladrillos del altar védico: el esse coincide con el non esse, el Universo, con un fragmento, el Espíritu, con un objeto. La misma fórmula paradójica compendia la cuasi totalidad de los actos religiosos: lo trascendente coincide con lo inmanente, el absoluto, con lo relativo, esse, con non esse.
En nuestro caso, el genio coincide con el no-genio, con lo mediocre y lo insignificante. Reflexionen sobre esta coincidencia y encontrarán aquí el valor religioso del genio.