Sobre un cierto «sacrificio»

Convencido de que «el sacrificio es la ley de la expresión» y de que «sacrificar es vivir», Eugenio d’Ors acostumbra quemar, cada noche de año nuevo, una pagina recién escrita.

Une page, une page bien remplie, écrite avec attention, amour et longue fatigue est immolée en holocauste… Sur l’amas de papiers d’un manuscrit, une allumette y a mis le feu; flamme et fumée se sont envolées au loin à travers la fenêtre…[4].

Lo que más emociona de esta confesión es la ceremonia y la grave melancolía del «sacrificio». A este acto, que tomado en sí mismo tendría mediocres consecuencias, se le confiere una significación religiosa. No dudaría en pensar que, después de haber quemado una página al comienzo de cada nuevo año, Eugenio d’Ors se sintiera más fuerte, más rico, más sereno ante su propia versatilidad. Se trata de un sacrificio llevado a cabo según todos los cánones de la religión y del Mediterráneo. No falta la ofrenda; pero tampoco falta la proporción, el sentido de los límites y de las normas.

¡Cuántos absurdos sacrificios no hacemos cada uno de nosotros cuando inmolamos a la nada y al sueño tantas intenciones, tantos pensamientos, tanta generosidad! Y no estoy pensando en las «grandes cosas», como nuestra vida por ejemplo, que casi nunca llegamos a transformar en una «obra maestra»; o en nuestra «juventud», que no sabemos vivir hasta la incandescencia final, sino que la consumimos poco a poco, sacrificando a la inanidad las más patéticas horas de amor, de desesperanza, de contemplación o de melancolía.

Me refiero a algo mucho más modesto: a ciertos pensamientos que se quedan a mitad de camino, a ciertos poemas que nunca llegaremos a escribir. Hay días en los que, ¿cómo lo diría?, se me revela con tanta claridad el sentido del mundo y del hombre, que los cielos se abren de repente encima de mí. Y sin embargo, estos días se van, como todo lo que nos pasa. No sabemos guardar nada, no definimos nada, ni para nosotros, ni para los demás. En tales momentos tengo la sensación de mi plenitud y la certeza de que nunca más llegaré a dudar de lo que he conquistado o descifrado entonces. Y sin embargo, también esos momentos pasan y se consumen, dejándonos muy pocos y muy imprecisos pensamientos. ¡Cuántas horas privilegiadas no habré sacrificado a la vacuidad! En lugar de intentar definir y precisar, de subrayar los matices y los detalles, me he conformado con anotar unas cuantas palabras fugaces en la hoja de un cuaderno, palabras que, en tales momentos de plenitud, me parecían suficientes para conservar el pensamiento, pero que, en realidad, ni siquiera bastaban para evocarlo.

Por supuesto que ningún pensamiento llevado hasta el final, ninguna analogía o correspondencia descubierta, ninguna intuición más o menos personal, se pierden para siempre. Volvemos a encontrarlos, a veces con sorpresa, después de una semana o después de un año; en el contexto de una conversación, de una lectura, de un paisaje. Pero no se trata solamente de conservar un pensamiento aproximativo, sino de llevarlo hasta el final y formularlo con la máxima precisión. Y el crecimiento y la formulación de este pensamiento no se pueden realizar en las horas neutras, tibias, sino precisamente en los momentos de plenitud, cuando, tal como dice el poeta Camil Petrescu, «puedes ver las ideas». Por desgracia, sacrificamos precisamente estos instantes de gracia. Y este sacrificio no tiene nada que ver con la ceremonia de Eugenio d’Ors. No tiene ninguna significación, es involuntario y, casi siempre, inconsciente.

Me pregunto cuántos grandes escritores habrán trabajado en sus horas de «gracia». Exceptuando algunos poetas, como un Shelley por ejemplo, la mayoría de los escritores han escrito a ráfagas y según el capricho del azar. Algunos lo hacían cuando no tenían dinero, otros, cuando se lo exigían los reyes o los editores, otros, bajo el impulso de la vanidad, los celos o la neurastenia. Nietzsche escribió a menudo bajo la opresión imperiosa de la «inspiración», pero esta vertiginosa y patética inspiración no se parece a la quietud y la plenitud de la comprensión. No quiero decir que su producción, movida por el hambre, la ambición, la necesidad o la neurastenia, no esté a la altura de su genio o de su talento. Simplemente, creo que un enorme número de páginas geniales han sido sacrificadas a la nada; que muchos libros que podrían haber sido escritos no llegaron ni siquiera a ser empezados. En una palabra, pienso que cada gran escritor del mundo ha sacrificado por lo menos un fragmento genial a la vacuidad, rechazando la formulación de un pensamiento o la anotación de un poema que la gracia le otorgaba en una hora de plenitud.

No es ninguna vergüenza confesar que los escritores van construyendo sus obras al azar, según las necesidades del momento, del editor, del público o del capricho. Casi toda nuestra producción ensayística y novelística es fruto de las circunstancias. Y esta situación no rebaja en absoluto sus eventuales méritos. Simplemente nos hace soñar con los libros no escritos de los grandes autores.

Cuando hace diez años Giovanni Papini me confesaba, en una patética carta, «no [haber] llegado a escribir ni la centésima parte de lo que tenía que decir», pensé que estaba exagerando. Con el tiempo, sin embargo, he empezado a darle la razón. Seguramente no he llegado a escribir el más bello libro que podía haber escrito a los veinte años, y es muy probable que no escriba tampoco el más bello libro a los treinta. Y lo mismo ocurre con todos nosotros: sacrificamos lo mejor de nosotros, de nuestro arte o de nuestros pensamientos, ofrecemos sacrificios incesantes a la vacuidad. La única melancolía que nos proporciona este sacrificio es el hecho de no tener ninguna significación, de no enriquecer a nadie, de no acabar ni perfeccionar nada. «Sacrificas» porque no logras estar «presente» en aquella hora o en aquellos cientos de horas de plenitud, porque sucumbes a la ilusión de que podrías conservarla para siempre. Solamente después de haber adquirido suficiente experiencia o una cierta edad te das cuenta de lo que podrías haber hecho. Y solamente te darás cuenta de ello. Los demás, los que te miran desde fuera, no se darán cuenta de que tu obra, tan «grande» y tan «amplia», es solamente un islote informe de lo que podrías haber hecho. Nadie puede adivinar nuestro propio naufragio. Y puede que una de las infatigables raíces de nuestra desesperación brote de allí.

¡Qué maravilloso sería si cada uno de nosotros se decidiera a sacrificar solamente una página, escrita en la noche de año nuevo, para que así llegase a escribir todas aquellas bellas y desconocidas páginas que inmolamos constantemente a lo largo de todo el año!…