Ocho días después, Florent creyó que por fin iba a poder pasar a la acción. Se presentaba una ocasión de descontento suficiente para lanzar en París las bandas insurreccionales. El Cuerpo Legislativo, dividido por una ley de asignación de créditos, discutía ahora un proyecto de impuestos muy impopular, que hacía rezongar a los arrabales. El ministerio, temiendo un fracaso, luchaba con todo su poderío. Quizás no se presentara en mucho tiempo un pretexto mejor.
Una mañana, de madrugada, Florent fue a merodear en torno al Palacio Borbón. Se le olvidó su trabajo de inspector, se quedó examinando los lugares hasta las ocho, sin pensar siquiera que su ausencia debía de revolucionar el pabellón del pescado. Visitó cada calle, la calle de Lila, la de la Universidad, la calle de Borgoña, la calle Saint Dominique; llegó hasta la explanada de los Inválidos, deteniéndose en ciertas encrucijadas, midiendo las distancias a grandes zancadas. Después, de regreso por el quai de Orsay, sentado en el pretil, decidió que se daría el ataque por todos los lados a la vez; las bandas del Gros-Caillou llegarían por el Campo de Marte; las secciones del norte de París descenderían por la Magdalena; las del oeste y el sur seguirían los muelles o se meterían por grupitos en las calles del barrio de Saint Germain. Pero, en la otra orilla, los Campos Elíseos lo inquietaban, con sus avenidas descubiertas; preveía que allá colocarían cañones para barrer los muelles. Entonces modificó varios detalles del plan, marcando el puesto de combate de las secciones en una libreta que llevaba en la mano. El verdadero ataque se produciría, decididamente, por la calle Borgoña y la calle de la Universidad, mientras que por el lado del Sena se haría una diversión. El sol de las ocho, que le calentaba la nuca, ponía alegrías rubias en las anchas aceras y doraba las columnas del gran monumento, frente a él. Y veía ya la batalla, racimos de hombres colgados de esas columnas, las verjas reventadas, el peristilo invadido, y después allá en lo alto, bruscamente, unos brazos flacos que plantaban una bandera.
Regresó lentamente, la cabeza gacha. Un arrullo se la hizo levantar. Se dio cuenta de que estaba cruzando el jardín de las Tullerías. En un césped, una bandada de torcaces caminaba, con contoneos del cuello. Se adosó un instante al macetón de un naranjo, mirando la hierba y las torcaces bañadas de sol. Enfrente, la sombra de los castaños era totalmente negra. Un silencio cálido caía, cortado por continuos ruidos de ruedas, a lo lejos, detrás de la verja de la calle de Rívoli. El olor del verde lo enterneció mucho, recordándole a la señora François. Una chiquilla que pasó, corriendo detrás de un aro, asustó a las palomas. Alzaron el vuelo, fueron a posarse en fila sobre el brazo de mármol de un luchador antiguo, en medio del césped, zureando y pavoneándose con más suavidad.
Cuando Florent regresaba al Mercado por la calle Vauvilliers, oyó la voz de Claude Lantier, que lo llamaba. El pintor bajaba al subsuelo del pabellón del Valle.
—¡Eh! ¿Viene usted conmigo? —gritó—. Busco a esa bestia de Marjolin.
Florent lo siguió, para distraerse un rato más, para retrasar unos minutos la vuelta a la plaza del pescado. Claude decía que, ahora, su amigo Marjolin ya no tenía nada que desear: era un animal. Acariciaba el proyecto de hacerlo posar a cuatro patas, con su risa de inocente. Cuando había roto, furioso, un boceto, se pasaba horas en compañía del idiota, sin hablar, tratando de tener su risa.
—Debe de estar cebando las palomas —murmuró—. Sólo que no sé dónde está el trastero del señor Gavard.
Registraron todo el sótano. En el centro, en la sombra pálida, corren dos fuentes. Los trasteros están reservados exclusivamente a las palomas. A lo largo de los enrejados hay un eterno gorjeo quejoso, un canto discreto de aves bajo el follaje, cuando cae el día. Claude se echó a reír, al oír esa música. Dijo a su compañero:
—¡Juraría uno que todos los enamorados de París se están besando ahí dentro!
Ningún trastero estaba abierto, sin embargo, y empezaba a creer que Marjolin no se encontraba en el sótano, cuando un ruido de besos, pero de besos sonoros, lo detuvo en seco ante una puerta entornada. La abrió, vio a aquel animal de Marjolin, a quien Cadine había hecho arrodillar en el suelo, sobre la paja, de modo que el rostro del chico llegara exactamente a la altura de sus labios. Lo besaba suavemente, por todas partes. Apartaba el largo pelo rubio, iba por detrás de las orejas, bajo la barbilla, a lo largo de la nuca, volvía a los ojos y la boca, sin apresurarse, comiéndose ese rostro a pequeñas caricias, como una cosa rica de su propiedad, de la cual disponía a su antojo. Él, complaciente, se quedaba como ella lo ponía. No sabía más. Tendía la carne, sin temer siquiera las cosquillas.
—¡Qué bien! ¡Eso es! —dijo Claude—. No os cohibáis… ¿No te da vergüenza, golfa, atormentarlo en medio de esta suciedad? Tiene porquería hasta las rodillas.
—¡Vaya! —dijo Cadine descaradamente—. No lo atormento. Le gusta que lo besen, porque tiene miedo, ahora, en los sitios donde no hay claridad… ¿Verdad que tienes miedo?
Lo había levantado; él se pasaba las manos por la cara, con pinta de buscar los besos que la chiquilla acaba de dejar. Balbució que tenía miedo, mientras ella proseguía.
—Además, había venido a ayudarle; le cebaba sus pichones.
Florent miraba a los pobres animales. Sobre tablas, alrededor del trastero, estaban alineadas arcas sin tapa, en las cuales las palomas, apretadas unas contra otras, con las patas tiesas, ponían la mezcolanza blanca y negra de su plumaje. A veces corría un temblor sobre aquel lienzo móvil; luego los cuerpos se apiñaban, no se oía sino un cacareo confuso. Cadine tenía junto a sí una cacerola, llena de agua y de granos; se llenaba la boca, cogía las palomas una a una, les soplaba un sorbo en el pico. Y ellas se debatían, ahogándose, volvían a caer al fondo de las arcas, los ojos blancos, borrachas con ese alimento tragado a la fuerza.
—¡Pobrecitas! —murmuró Claude.
—¡Mala pata la suya! —dijo Cadine, que había acabado—. Son mejores cuando están bien cebadas… Mire, dentro de dos horas, se les hará tragar agua salada. Eso les da una carne blanca y delicada. Dos horas después, se sangran… Pero si quiere ver sangrar, ahí hay unas ya preparadas, a las que Marjolin va a quitar de en medio.
Marjolin se llevaba medio centenar de palomas en una de las arcas. Claude y Florent lo siguieron. Se instaló cerca de una fuente, en el suelo, colocando el arca a su lado, poniendo sobre una especie de caja de cinc un marco de madera enrejado con finos travesaños. Después las sangró. Rápidamente, jugando con el cuchillo entre los dedos, agarraba a las palomas por las alas, les daba en la cabeza un golpe con el mango, que las aturdía, les metía la punta en la garganta. Un breve temblor sacudía a las palomas, con las plumas arrugadas, mientras él las alineaba en fila, con la cabeza entre los barrotes del marco de madera, encima de la caja de cinc, donde la sangre caía gota a gota. Y todo esto con un movimiento regular, con el tictac del mango sobre los cráneos que se rompían, el gesto equilibrado de la mano que cogía, por un lado, a los animales vivos, y los depositaba muertos, al otro lado, Poco a poco, sin embargo, Marjolin se daba más prisa, se regocijaba con esta matanza, los ojos brillantes, acurrucado como un enorme dogo alborozado. Acabó por estallar en carcajadas, por cantar: «Tic-tac, tic-tac, tic-tac», acompañando la cadencia del cuchillo con un chasquido de la lengua, haciendo un ruido de molino al aplastar las cabezas. Las palomas colgaban como paños de seda.
—¿Qué? ¿Te diviertes, eh, animalote? —dijo Cadine, que también se reía—. Son graciosas, las palomas, cuando meten la cabeza, así, entre los hombros, para que no les encuentren el cuello… ¡Anda!, esos animales no son buenos; le picarían a uno si pudieran.
Y riendo más fuerte ante las prisas cada vez más febriles de Marjolin, agregó:
—Lo he intentado, pero no voy tan rápida como él… Un día sangró cien en diez minutos.
El marco de madera se llenaba; se oían las gotas de sangre caer en la caja. Entonces Claude, al volverse, vio a Florent tan pálido que se apresuró a llevárselo. Arriba, lo hizo sentar en un peldaño de la escalera.
—¡Eh! ¡Bueno! ¿Qué pasa? —dijo golpeándole las manos. No se irá a desmayar como una señorita.
—Es el olor del sótano —murmuró Florent, un poco avergonzado.
Aquellas palomas, cebadas a la fuerza con granos y agua salada, golpeadas y degolladas, le habían recordado las torcaces de las Tullerías, caminando con sus trajes de raso cambiante por la hierba amarilla de sol. Las veía zureando sobre el brazo de mármol del luchador antiguo, en medio del gran silencio del jardín, mientras, bajo la sombra negra de los castaños, unas niñitas juegan al aro. Y era entonces cuando aquel animalote gordo y rubio le había metido un frío en los huesos al hacer su carnicería, al golpear con el mango y perforar con la punta; se había sentido caer, con las piernas de trapo, latidos en los párpados.
—¡Diablos! —prosiguió Claude cuando se recobró—. No sería usted buen soldado… ¡Ah! ¡Bueno! ¡Menudos caballeros los que le enviaron a Cayena, al haber tenido miedo de usted! Mi buen amigo, si alguna vez se mete en un tumulto, no se atreverá a disparar un tiro; tiene demasiado miedo de matar a alguien.
Florent se levantó, sin contestar. Se había puesto muy sombrío, con arrugas desesperadas que le cortaban la cara. Se marchó, dejando a Claude bajar otra vez al sótano; y, al dirigirse a la plaza del pescado, pensaba de nuevo en el plan de ataque, en las bandas armadas que invadirían el Palacio Borbón. En los Campos Elíseos rugiría el cañón; las verjas serían destrozadas; habría sangre en los escalones, salpicaduras de sesos en las columnas. Fue una visión rápida de la batalla. Él, en el medio, palidísimo, no podía mirar, se tapaba la cara con las manos.
Al cruzar la calle del Puente Nuevo creyó distinguir, en la esquina del pabellón de la fruta, la cara paliducha de Auguste que estiraba el cuello. Debía de acechar a alguien, con los ojos redondeados por una emoción extraordinaria, de imbécil. Desapareció bruscamente, regresó corriendo a la salchichería.
—¿Qué le pasa? —pensó Florent—. ¿Le doy miedo?
Esa mañana habían ocurrido graves acontecimientos en casa de los Quenu-Gradelle. Al despuntar el día, Auguste corrió asustadísimo a despertar a su patrona, diciéndole que la policía había venido a buscar al señor Florent. Después, balbuciendo aún más, contó confusamente que éste no estaba, que había debido de escapar. La bella Lisa, en chambra, sin corsé, importándole un pepino, subió vivamente al cuarto de su cuñado, donde cogió la fotografía de la Normanda, tras haber mirado si algo los comprometía. Estaba bajando, cuando encontró a los agentes de policía en el segundo piso. El comisario le rogó que los acompañase. Conversó un instante con ella, en voz baja, tras instalarse con sus hombres en el cuarto, recomendándole que abriera la tienda como de costumbre, de modo que nadie se pusiera en guardia. Habían preparado una ratonera.
La única preocupación de la bella Lisa, en esta aventura, era el golpe que el pobre Quenu iba a recibir. Temía, además, que lo estropeara todo con sus lágrimas, si se enteraba de que la policía se encontraba allí. Conque exigió a Auguste el más total juramento de silencio. Regresó a ponerse su corsé, le contó al dormido Quenu un cuento. Media hora más tarde estaba en el umbral de la salchichería, peinada, ceñida, pulida, la cara rosada. Auguste montaba tranquilamente el escaparate. Quenu apareció un momento en la acera, bostezando ligeramente, acabando de despertarse en el fresco aire de la mañana. Nada indicaba el drama que se urdía allá arriba.
Pero el propio comisario puso en guardia al barrio, al ir a hacer una visita domiciliaria a casa de las Méhudin, en la calle Pirouette. Tenía las notas más concretas. En las cartas anónimas recibidas en la policía se afirmaba que Florent solía dormir con la bella Normanda. Quizás se hubiera refugiado allí. El comisario, acompañado por dos hombres, fue a golpear la puerta, en nombre de la ley. Las Méhudin acababan de levantarse. La vieja abrió, furiosa, después calmada y burlona de súbito, cuando supo de qué se trataba. Se había sentado, se ajustaba las ropas, decía a aquellos señores:
—Nosotras somos personas decentes, no tenemos nada que temer, pueden ustedes buscar.
Como la Normanda no abría lo bastante de prisa la puerta de su habitación, el comisario mandó derribarla. Se estaba vistiendo, la garganta al aire, mostrando sus hombros soberbios, una enagua entre los dientes. Esa entrada brutal, que no se explicaba, la exasperó; soltó la enagua, quiso arrojarse sobre los hombres, en camisa, más roja de cólera que de vergüenza. El comisario, frente a aquella mujerona desnuda, avanzaba, protegiendo a sus hombres, repitiendo con su voz fría:
—¡En nombre de la ley! ¡En nombre de la ley!
Entonces ella cayó en un sillón, sollozante, sacudida por una crisis, al sentirse demasiado débil, al no entender qué se pretendía de ella. El pelo se le había soltado, la camisa no le llegaba a las rodillas, los agentes lanzaban ojeadas furtivas para verla. El comisario de policía le arrojó un mantón que encontró colgado de la pared. Ella ni siquiera se envolvió; lloraba más fuerte, mirando a los hombres registrar brutalmente su cama, tantear con la mano las almohadas, inspeccionarlas sábanas.
—Pero ¿qué es lo que he hecho? —terminó por tartamudear—. ¿Qué demonios buscan en mi cama?
El comisario pronunció el nombre de Florent, y, como la vieja Méhudin se había quedado en el umbral de la habitación:
—¡Ah, bribona! ¡Es ella! —exclamó la joven, que quiso lanzarse sobre su madre.
Le habría pegado. La contuvieron, la envolvieron a la fuerza en el mantón. Se debatía, decía con voz sofocada:
—¿Por quién me toman?… Ese Florent no ha entrado aquí nunca, ¿saben? No ha habido nada entre nosotros. Pretenden perjudicarme en el barrio, pero que me vengan a decir algo en mi cara, y ya verán. Luego me meterán en la cárcel, pero me da igual… ¡Ah! ¡Bueno! ¡Florent, tengo alguien mejor! Puedo casarme con quien quiera, las haré reventar de rabia, a esas que los envían.
Este raudal de palabras la calmaba. Su furia se volvía contra Florent, que era la causa de todo. Se dirigió al comisario, justificándose:
—Yo no sabía, caballero. Tenía una pinta muy dulce, nos engañó. No quise hacer caso de lo que decían, porque la gente es tan mala… Venía a dar clases al niño, y luego se iba. Yo lo alimentaba, a menudo le regalaba un buen pescado. Eso es todo… ¡Ah! No, lo que faltaba, no me volverá a pasar esto de ser buena…
—Pero —preguntó el comisario— él le habrá dado papeles para que los guarde…
—No, le juro que no… A mí me daría igual, se los entregaría a ustedes esos papeles. Estoy harta, de veras. No me divierte nada verlos registrar así… ¡Quite allá, es inútil!
Los agentes, que habían inspeccionado cada mueble, quisieron entonces penetrar en el gabinete donde dormía Órdago. Hacía un instante que se oía al niño, despertado con el ruido, llorando a lágrima viva, creyendo sin duda que lo iban a degollar.
—Es el cuarto del crío —dijo la Normanda, abriendo la puerta.
Órdago, desnudo, corrió a colgarse de su cuello. Ella lo consoló, lo acostó en su propia cama. Los agentes salieron casi al punto del gabinete, y el comisario se decidía a retirarse cuando el niño, aún muy desconsolado, murmuró al oído de su madre:
—Van a coger mis cuadernos… No les des mis cuadernos…
—¡Ah! Es cierto —exclamó la Normanda—, están los cuadernos… Esperen, caballeros, voy a entregárselos. Quiero demostrarles que me trae sin cuidado. Miren, ahí dentro encontrarán su letra. Por mí ya pueden ahorcarlo, que no iré a descolgarlo.
Les dio los cuadernos de Órdago y los modelos de caligrafía. Pero el crío, furioso, se levantó de nuevo, mordiendo y arañando a su madre, que lo acostó de un tortazo. Entonces se puso a berrear. En el umbral de la habitación, en medio del jaleo, la señorita Saget estiraba el cuello; había entrado, al encontrar todas las puertas abiertas, para ofrecer sus servicios a la vieja Méhudin. Miraba, escuchaba, compadeciendo mucho a aquellas pobres señoras, que no tenían a nadie que las defendiera. Mientras tanto, el comisario leía los modelos de caligrafía, con aire serio. Los «tiránicamente», los «liberticida», los «anticonstitucional», los «revolucionarios», le hacían fruncir el ceño. Cuando leyó la frase: «Cuando suene la hora el culpable caerá», dio unos golpecitos sobre los papeles, diciendo:
—Es muy grave, gravísimo.
Entregó el paquete a uno de sus agentes, se marchó. Claire, que no había aparecido aún, abrió la puerta, mirando a aquellos hombres que bajaban. Después fue a la habitación de su hermana, donde no había entrado hacía un año. La señorita Saget parecía en los mejores términos con la Normanda; se enternecía por ella, recogía las puntas del mantón para taparla mejor, recibía con cara apiadada las primeras confesiones de su cólera.
—¡Eres una cobarde! —dijo Claire, plantándose delante de su hermana.
Ésta se levantó, terrible, dejando resbalar el mantón.
—¿Conque espiando, eh? —gritó—. Repite lo que acabas de decir.
—Eres una cobarde —repitió la joven con voz más insultante.
Entonces la Normanda, con toda su alma, le dio una bofetada a Claire, quien palideció horriblemente y saltó sobre ella, hundiéndole las uñas en el cuello. Lucharon un instante, arrancándose el pelo, tratando de estrangularse. La pequeña, con una fuerza sobrehumana, con lo que era, empujó a la mayor tan violentamente que una y otra fueron a caer sobre el armario, cuya luna se rajó. Órdago sollozaba, la vieja Méhudin gritaba a la señorita Saget que la ayudase a separarlas. Pero Claire se desprendió, diciendo:
—Cobarde, cobarde… Voy a ir a avisarlo, a ese infeliz a quien has vendido.
Su madre le tapó la puerta. La Normanda se arrojó sobre ella por detrás. Y con la ayuda de la señorita Saget, entre las tres la empujaron hasta su cuarto, donde la encerraron con doble vuelta de llave, pese a su enloquecida resistencia. Daba patadas a la puerta, lo rompía todo. Después no se oyó sino un furioso raspado, un ruido de hierro arañando el yeso. Arrancaba los gozones con la punta de sus tijeras.
—Me habría matado, si hubiera tenido un cuchillo —dijo la Normanda, buscando su ropa para vestirse—. Ya verán cómo acaba gastando una mala pasada, con sus celos… No le abran la puerta, sobre todo. Sublevaría al barrio contra nosotras.
La señorita Saget se había apresurado a bajar. Llegó a la esquina de la calle Pirouette en el mismo momento en que el comisario se metía por el pasaje de los Quenu-Gradelle. Comprendió, entró en la salchichería, con los ojos tan brillantes que Lisa le recomendó silencio con un gesto, señalándole a Quenu, que colgaba tiras de saladillo. Cuando él regresó a la cocina, la vieja contó a media voz el drama que acababa de ocurrir en casa de las Méhudin. La salchichera, inclinada por encima del mostrador, con la mano en la cazuela de la ternera mechada, escuchaba, con la cara feliz de una mujer que triunfa. Después, al pedirle una clienta dos manos de cerdo, las envolvió con aire soñador.
—No le guardo rencor a la Normanda —dijo por fin a la señorita Saget, cuando estuvieron de nuevo solas—. La quería mucho, lamenté que nos hubieran hecho enfadar… Mire, la prueba de que no soy mala es que he salvado esto de las manos de la policía, y que estoy dispuesta de devolvérselo, si viene a pedírmelo ella.
Sacó del bolsillo la tarjeta-retrato. La señorita Saget la olisqueó, rió burlona al leer: «Louise a su buen amigo Florent»; luego, con su voz aguda:
—Quizás se equivoca, Debería guardarla.
—No, no —interrumpió Lisa—, quiero que acaben todos los chismes. Hoy es el día de la reconciliación. Ya basta, el barrio debe recobrar la tranquilidad.
—¡Bueno! ¿Quiere que vaya a decirle a la Normanda que la espera? —preguntó la vieja.
—Sí, si me hace el favor.
La señorita Saget volvió a la calle Pirouette, asustó mucho a la pescadera, diciéndole que acababa de ver su retrato en el bolsillo de Lisa. Pero no pudo decidirla en seguida a dar el paso que su rival exigía. La Normanda puso sus condiciones: iría, pero la salchichera se adelantaría a recibirla hasta el umbral de la tienda. La vieja tuvo que hacer dos viajes más, de una a otra, para regular bien los puntos de la entrevista. Por fin tuvo la alegría de negociar aquellas paces que iban a hacer tanto ruido. Al pasar por última vez delante de la puerta de Claire, siguió oyendo el ruido de las tijeras en el yeso.
Después, tras haber transmitido una respuesta definitiva a la salchichera, se apresuró a ir a buscar a la señora Lecoeur y a la Sarriette. Las tres se instalaron en la esquina del pabellón del pescado, en la acera, frente a la salchichería. Desde allí no podían perderse nada de la entrevista. Se impacientaban, fingían charlar entre sí, acechando la calle Pirouette, por donde la Normanda debía salir. En el Mercado, el rumor de la reconciliación corría ya; las vendedoras, erguidas en sus puestos, se empinaban, tratando de ver; otras, más curiosas, abandonado su lugar, fueron incluso a plantarse en la calle cubierta. El barrio estaba a la espera.
Fue solemne. Cuando la Normanda desembocó por la calle Pirouette, se les cortó la respiración.
—Lleva sus brillantes —murmuró la Sarriette.
—Y fíjense en cómo camina —agregó la señora Lecoeur—; es demasiado descarada.
La bella Normanda, a decir verdad, caminaba como una reina que se dignaba aceptar la paz. Se había vestido esmeradamente, peinando sus cabellos rizados, levantando una punta del delantal para enseñar la falda de cachemira; hasta estrenaba una moña de encaje de gran riqueza. Como notaba que el Mercado no le quitaba ojo, sacó aún más el pecho al acercarse a la salchichería. Se detuvo delante de la puerta.
—Ahora le toca a la bella Lisa —dijo la señorita Saget—. Miren bien.
La bella Lisa abandonó sonriente su mostrador. Cruzó la tienda sin apresurarse, fue a tenderle la mano a la bella Normanda. También ella estaba muy bien vestida, con su ropa deslumbrante, su gran aire de limpieza. Un murmullo corrió por la plaza del pescado; todas las cabezas se acercaron, en la acera, charlando vivamente. Las dos mujeres estaban en la tienda, y las tripas del escaparate impedían verlas bien. Parecían conversar afectuosamente, se dirigían pequeños saludos, cumplimentándose, sin duda.
—¡Toma! —prosiguió la señorita Saget—. La bella Normanda compra algo… ¿Qué será lo que compra? Una andouille, creo… ¡Ah! ¡Ahí tienen! ¿No lo han visto ustedes? La bella Lisa acaba de devolverle la fotografía, al ponerle la andouille en la mano.
Después hubo más saludos. La bella Lisa, excediéndose incluso en las amabilidades reguladas de antemano, quiso acompañar a la bella Normanda hasta la acera. Allí se rieron las dos, se mostraron ante el barrio como buenas amigas. Fue una verdadera alegría para el Mercado; las vendedoras regresaron a sus puestos, declarando que todo había salido muy bien.
Pero la señorita Saget retuvo a la señora Lecoeur y a la Sarriette. El drama estaba apenas urdiéndose. Las tres se comían con los ojos la casa de enfrente, con una curiosidad tan aguda que trataba de ver a través de las piedras. Para hacer tiempo, hablaron de nuevo de la bella Normanda.
—Se quedó sin hombre —dijo la señora Lecoeur.
—Tiene al señor Lebigre —observó la Sarriette, quien se echó a reír.
—¡Oh! ¡El señor Lebigre ya no querrá!
La señorita Saget se encogió de hombros, murmurando:
—No lo conocen ustedes. Le trae completamente sin cuidado todo eso. Es un hombre que va a lo suyo, y la Normanda es rica. Dentro de dos meses, estarán juntos, ya lo verán. Hace mucho tiempo que la vieja Méhudin trabaja esa boda.
—No importa —prosiguió la vendedora de mantequilla—; de todos modos, el comisario la encontró acostada con ese Florent.
—No, yo no les he dicho eso… El flacucho acababa de marcharse. Yo estaba allí, cuando miraron en la cama. El comisario palpó con la mano. Había dos sitios aún calientes…
La vieja cogió aliento, y con voz indignada:
—¡Ay! Ya ven, lo que peor me sentó fue oír todos los horrores que ese bribón le enseñaba al pequeño Órdago. No, no pueden creerlo… Había un gran paquete.
—¿Qué horrores? —preguntó la Sarriette, engolosinada.
—¡Quién sabe! Porquerías, guarradas. El comisario dijo que con eso bastaba para ahorcarlo… Es un monstruo, ese hombre. ¡Atreverse con un niño, qué barbaridad! El pequeño Órdago no vale gran cosa, pero ésa no es razón para meterlo con los rojos al chaval, ¿no es cierto?
—Claro que sí —respondieron las otras dos.
—En fin, que están a punto de desbaratar todo este tejemaneje. Ya se lo decía yo, se acordarán: «Hay un tejemaneje en casa de los Quenu que no huele nada bien». Ya ven que tenía buen olfato… A Dios gracias, el barrio va a poder respirar un poco. Hacía falta un buen barrido; porque, palabra de honor, una acababa temiendo que la asesinaran en pleno día. Ya no se vivía. Eran chismes, enfados, degollinas. Y eso por culpa de un solo hombre, de ese Florent… La bella Lisa y la bella Normanda ya se han arreglado; está muy bien por su parte, se lo debían a la tranquilidad de todos. Ahora el resto marchará bien, ya verán… Vaya, el pobre señor Quenu se ríe.
Quenu, en efecto, estaba de nuevo en la acera, desbordando su delantal blanco, bromeando con la criadita de la señora Taboureau. Estaba muy vivaracho esa mañana. Apretaba las manos de la criadita, le rompía las muñecas hasta hacerla chillar, con su buen humor de salchichero. Lisa se las veía y se las deseaba para mandarlo a la cocina. Caminaba impaciente por el interior de la tienda, temiendo que Florent llegara, llamando a su marido para evitar un encuentro.
—Se hace mala sangre —dijo la señorita Saget—. El pobre señor Quenu no sabe nada. ¡Se ríe como un inocente!… Ya saben que la señora Taboureau decía que regañaría con los Quenu si se desacreditaban aún más conservando en su casa a su Florent.
—De momento, conservan la herencia, hizo observar la señora Lecoeur.
—¡Ah, no!, amiga mía… El otro recibió su parte.
—¿De veras?… ¿Cómo lo sabe?
—¡Pardiez! Se ve —prosiguió la vieja, tras una corta vacilación, y sin dar otra prueba—. E incluso cogió más que su parte. Los Quenu tendrán que pagar varios miles de francos… Hay que decir que, cuando se tienen vicios, se gasta sin tino… ¡Ah!, a lo mejor ustedes lo ignoran: había otra mujer…
—No me extraña —interrumpió la Sarriette—; esos tipos flacos son muy hombres.
—Pues sí, y encima nada joven, esa mujer. Ya saben, cuando un hombre quiere, quiere: las recogería del suelo… La señora Verlaque, la mujer del ex inspector, la conocen bien, esa señora amarilla…
Pero las otras dos protestaron. No era posible. La señora Verlaque que era abominable. Entonces la señorita Saget se encolerizó.
—¡Cuándo yo se lo digo! Acúsenme de que miento, ¿no?… Hay pruebas, se han encontrado cartas de esa mujer, todo un paquete de cartas, en las cuales le pedía dinero, diez y veinte francos cada vez. Está clarísimo, además… Entre los dos habrán matado al marido.
La Sarriette y la señora Lecoeur quedaron tan convencidas. Pero perdían la paciencia. Hacía más de una hora que esperaban en la acera. Decían que, durante todo ese tiempo, a lo mejor estaban robando en sus puestos. Entonces la señorita Saget las retenía con una nueva historia. Florent no podía haberse escapado; iba a volver; sería muy interesante ver cómo lo detenían. Y daba detalles minuciosos sobre la ratonera, mientras la vendedora de mantequilla y la frutera seguían examinando la casa de arriba abajo, espiando cada abertura, esperando ver sombreros de guardias en todas las rendijas. La casa, tranquila y muda, se bañaba beatífica en el sol matinal.
—¡Nadie diría que está llena de policías! —murmuró la señora Lecoeur.
—Están en la buhardilla, allá arriba —dijo la vieja—. Miren, han dejado la ventana tal cual la encontraron… ¡Ah!, fíjense, hay uno, creo, escondido detrás del granado, en la terraza.
Estiraron el cuello, no vieron nada.
—No, es la sombra —explicó la Sarriette—. Ni siquiera se mueven los visillos. Han debido de sentarse todos en el cuarto, sin moverse.
En ese momento divisaron a Gavard que salía del pabellón del pescado, con aire preocupado. Se miraron con ojos relucientes, sin hablar. Se habían acercado, muy tiesas con sus faldas caídas. El pollero fue hacia ellas.
—¿Han visto pasar a Florent? —preguntó.
No contestaron.
—Necesito hablar con él en seguida —continuó Gavard—. No está en la plaza del pescado. Debe de haber subido a su cuarto… Pero ustedes tendrían que haberlo visto.
Las tres mujeres estaban un poco pálidas. Seguían mirándose, con aire profundo, con leves temblores en la comisura de los labios. Como su cuñado vacilaba:
—No llevamos aquí ni cinco minutos —dijo categóricamente la señora Lecoeur—. Habrá pasado antes.
—Entonces, subo, me arriesgo a los cinco pisos —prosiguió Gavard, riendo.
La Sarriette hizo un movimiento, como para detenerlo; pero su tía la cogió del brazo, la apartó, susurrándole al oído:
—¡Déjalo, boba! Le está bien empleado. Eso le enseñará a no pisotearnos.
—No volverá a decir que como «carne podrida» —murmuró, todavía más bajo, la señorita Saget.
Después no agregaron nada. La Sarriette estaba muy colorada; las otras dos seguían amarillas. Volvían la cabeza, ahora, molestas con sus propias miradas, sin saber qué hacer con las manos, que escondieron bajo los delantales. Sus ojos acabaron por alzarse instintivamente hacia la casa, siguiendo a Gavard a través de la piedra, viéndolo subir los cinco pisos. Cuando lo creyeron en el cuarto, se examinaron de nuevo, con ojeadas al soslayo. La Sarriette soltó una risa nerviosa. Les pareció por un instante que se movían los visillos de la ventana, lo cual les hizo pensar en una lucha. Pero la fachada de la casa conservaba su tranquilidad tibia; transcurrió un cuarto de hora, de una paz absoluta, durante el cual una emoción creciente puso un nudo en sus gargantas. Se desanimaban ya cuando un hombre, saliendo del pasaje, corrió por fin a buscar un simón. Cinco minutos después bajaba Gavard, seguido por dos agentes. Lisa, que había salido a la acera, al ver el simón, se apresuró a entrar en la salchichería.
Gavard estaba lívido. Arriba lo habían registrado, le habían encontrado encima la pistola y la caja de cartuchos. Por la rudeza del comisario, por el movimiento que acababa de hacer al oír su nombre, se juzgaba perdido. Era un desenlace terrible, en el cual jamás había pensado claramente. Las Tullerías no le perdonarían. Las piernas se le doblaban, como si lo esperara el pelotón de ejecución. Cuando vio la calle, sin embargo, sacó fuerzas de su jactancia para marchar erguido. Lanzó incluso una postrera sonrisa, al pensar que el Mercado lo veía y que moriría como un valiente.
Entre tanto habían acudido corriendo la Sarriette y la señora Lecoeur. Cuando pidieron una explicación, la vendedora de mantequilla prorrumpió en sollozos, mientras la sobrina, emocionadísima, abrazaba a su tío. Éste la retuvo entre sus brazos, entregándole una llave y murmurándole al oído:
—Coge todo, y quema los papeles.
Subió al simón, con el aire con el que hubiera subido al cadalso. Cuando el coche hubo desaparecido por la esquina de la calle Pierre Lescot, la señora Lecoeur vio que la Sarriette trataba de esconder la llave en el bolsillo.
—Es inútil, niña —le dijo apretando los dientes—, vi que te la metía en la mano… Tan cierto como que hay Dios que iré a contárselo todo a la cárcel, si no eres buena conmigo.
—Pero tía, si soy buena —respondió la Sarriette con una sonrisa embarazada.
—Pues vamos a su casa ahora mismo, entonces. No vale la pena de dejar que los guindillas metan las zarpas en los armarios.
La señorita Saget, que había escuchado, con miradas llameantes, las siguió, corrió tras ellas todo lo que le daban sus piernecitas. Ahora le importaba un pepino esperar a Florent. Desde la calle Rambuteau a la de la Cossonnerie se puso muy humilde; rebosaba cortesía, se ofrecía a hablar la primera con la portera, la señora Léonce.
—Veremos, veremos —repetía brevemente la vendedora de mantequilla.
Hubo que parlamentar, en efecto. La señora Léonce no quería dejar subir a las señoras al piso de su inquilino. Tenía una cara muy severa, chocada por la toquilla mal atada de la Sarriette. Pero cuando la vieja señorita le hubo dichos unas palabras en voz baja, y le hubieron enseñado la llave, se decidió. Arriba, sólo entregó las piezas una por una, exasperada, con el corazón sangrándole como si tuviera que indicar a unos ladrones el lugar dónde se encontraba escondido su dinero.
—Ea, cójanlo todo —exclamó, desplomándose en un sillón.
La Sarriette estaba ya probando la llave en todos los armarios. La señora Lecoeur, con pinta desconfiada, la seguía tan de cerca, estaba tan encima de ella, que le dijo:
—Tía, me estorba usted. Déjeme los brazos libres, al menos.
Por fin se abrió un armario, frente a la ventana, entre la chimenea y la cama. Las cuatro mujeres lanzaron un suspiro. En el anaquel del medio había una decena de miles de francos en piezas de oro, metódicamente alineadas en pequeñas pilas. Gavard, cuya fortuna estaba prudentemente depositada en un notario, guardaba esta suma en reserva para «la asonada». Como decía con solemnidad, tenía preparada su aportación a la revolución. Había vendido unos cuantos títulos, y saboreaba un goce especial al contemplar cada noche los diez mil francos, comiéndoselos con los ojos, encontrándoles un aspecto atrevido e insurrecto. De noche, soñaba que en su armario se luchaba; oía disparos de fusil, adoquines arrancados que rodaban, voces estrepitosas y de triunfo; su dinero también era de la oposición.
La Sarriette había alargado las manos, con un grito de alegría.
—¡Abajo esas uñas, niña! —dijo la señora Lecoeur con voz ronca.
Estaba todavía más amarilla, con el reflejo del oro, con la cara veteada por la bilis, los ojos quemados por la enfermedad del hígado que la minaba sordamente. Detrás de ella la señorita Saget se ponía de puntillas, extasiada, mirando al fondo del armario. La señora Léonce se había levantado también, mascullando palabras sordas.
—Mi tío me dijo que lo cogiera todo —replicó claramente la joven.
—Y yo, que he cuidado a ese hombre, me quedaré sin nada, entonces —exclamó la portera.
La señora Lecoeur se ahogaba; las rechazó, se aferró al armario, tartamudeando:
—Es mío, soy la parienta más próxima, son ustedes unas ladronas, ¿oyen?… Preferiría tirarlo todo por la ventana.
Hubo un silencio, durante el cual se miraron las cuatro con miradas turbias. La pañoleta de la Sarriette estaba desatada del todo; mostraba la garganta, adorable de vida, la boca húmeda, las ventanillas de la nariz rosadas. La señora Lecoeur se ensombreció aún más al verla tan embellecida por el deseo.
—Escucha —le dijo con voz sorda—, no nos peleemos… Tú eres su sobrina, me parece bien repartirlo… Vamos a coger una pila cada una, por turno.
Entonces apartaron a las otras dos. Empezó la vendedora de mantequilla. La pila desapareció en sus sayas. Después, la Sarriette cogió igualmente una pila. Se vigilaban, dispuestas a darse palmetazos en las manos. Sus dedos se alargaban regularmente, dedos horribles y nudosos, dedos blancos y de una flexibilidad de seda. Se llenaron las faltriqueras. Cuando no quedó más que una pila, la sobrina no quiso que su tía se la quedase, puesto que era ella la que había empezado. La repartió bruscamente entre la señorita Saget y la señora Léonce, que las habían mirado embolsarse el oro con febriles pataditas.
—Gracias —rezongó la portera—, ¡cincuenta francos por haberlo mimado con tisanas y caldos! El zalamero del viejo decía que no tenía familia.
La señora Lecoeur, antes de cerrar el armario, quiso inspeccionarlo de arriba abajo. Contenía todos los libros políticos prohibidos en la frontera, los panfletos de Bruselas, las historias escandalosas de los Bonaparte, las caricaturas extranjeras que ridiculizaban al emperador. Uno de los grandes placeres de Gavard era encerrarse a veces con un amigo para enseñarle aquellas cosas comprometedoras.
—Me recomendó que quemara los papeles —observó la Sarriette.
—¡Bah! No tenemos fuego, sería demasiado largo… Huelo la policía. Hay que salir pitando.
Y se marcharon las cuatro. Aún no habían bajado del todo la escalera cuando se presentó la policía. La señora Léonce tuvo que volver a subir para acompañar a aquellos caballeros. Las otras tres, encogiéndose de hombros, se apresuraron a alcanzar la calle. Caminaban de prisa, en fila, tía y sobrina estorbadas por el peso de sus faltriqueras repletas. La Sarriette, que iba la primera, se dio la vuelta, al subir a la acera de la calle Rambuteau, y dijo con su risa tierna:
—Me golpea contra los muslos.
Y la señora Lecoeur soltó una obscenidad, que las divirtió. Saboreaban cierto gozo al sentir aquel peso que les tiraba de las faldas, que se colgaba de ellas como cálidas manos acariciadoras. La señorita Saget había guardado los cincuenta francos en el puño cerrado. Permanecía seria, hilvanaba un plan para sacar aún algo de aquellos bolsillos llenos a los que seguía. Al encontrarse en la esquina de la plaza del pescado:
—¡Vaya! —dijo la vieja—, volvemos en el buen momento, ahí está Florent, que se va a dejar pillar.
Florent, en efecto, regresaba de su larga caminata. Fue a cambiarse de gabán al despacho, se dedicó a su tarea cotidiana, vigilando el lavado de las piedras, paseando lentamente a lo largo de los pasillos. Le parecía que lo miraban de forma extraña; las pescaderas cuchicheaban a su paso, bajaban la vista, con miradas al soslayo. Pensó en alguna nueva vejación. Desde hacía algún tiempo aquellas gordas y terribles mujeres no le dejaban una mañana de descanso. Pero cuando pasaba por delante del puesto de las Méhudin, se quedó sorprendidísimo al oír a la madre decirle con voz dulzona:
—Señor Florent, ha venido alguien a preguntar por usted hace un rato. Es un señor de cierta edad. Ha subido a esperarle en su habitación.
La vieja pescadera, encogida en su silla, disfrutaba, al decir estas cosas, con el refinamiento de una venganza que agitaba su enorme masa con un temblor. Florent, todavía desconfiado, miró a la bella Normanda. Ésta, totalmente reconciliada con su madre, abría el grifo, golpeaba los pescados, parecía no oír.
—¿Está usted segura? —preguntó él.
—¡Oh! Segura del todo, ¿verdad, Louise? —prosiguió la vieja, con voz más aguda.
Él pensó que sin duda era para el gran asunto, y se decidió a subir. Iba a salir del pabellón cuando, volviéndose maquinalmente, vio a la bella Normanda que lo seguía con los ojos, con cara muy grave. Pasó al lado de las tres comadres.
—¿Se han fijado ustedes? —murmuró la señorita Saget. La salchichería está vacía. La bella Lisa no es mujer como para comprometerse.
Era cierto, la salchichería estaba vacía. La casa conservaba su fachada soleada, su aspecto plácido de buena casa que se calienta decentemente la tripa con los primeros rayos. Arriba, en la terraza, el granado había florecido del todo. Al atravesar Florent la calzada, le hizo un amistoso ademán con la cabeza a Logre y al señor Lebigre, que parecían tomar el aire en el umbral del establecimiento de este último. Aquellos señores le sonrieron. Iba a meterse por el pasaje cuando creyó distinguir, al final de aquel corredor estrecho y oscuro, la cara pálida de Auguste, que se desvaneció bruscamente. Entonces regresó, echó un vistazo a la salchichería, para asegurarse de que el señor de cierta edad no se había detenido allí. Pero sólo vio a Cordero, sentado en un tajo, contemplándolo con sus dos ojazos amarillos, con su papada y sus grandes bigotes erizados de gato desafiante. Cuando se decidió a entrar en el pasaje, el rostro de la bella Lisa apareció al fondo, tras el visillo de una puerta acristalada.
Hubo como un silencio en la plaza del pescado. Los vientres y las gargantas enormes contuvieron el aliento, esperando a que él desapareciera. Luego todo se desbordó. Las gargantas se exhibieron, los vientres reventaron de maligna alegría. La broma había salido bien. Nada más divertido. La vieja Méhudin reía con sordas sacudidas, como un odre lleno que se vacía. Su historia del señor de cierta edad daba la vuelta al mercado, les parecía sumamente graciosa a aquellas damas. Por fin pasaportaban al flacucho, no tendrían siempre allí su dichosa cara, sus ojos de presidiario. Y todas le deseaban buen viaje, contando con un inspector que fuera un tipo guapo. Corrían de un puesto a otro, habrían bailado alrededor de sus piedras como muchachas juguetonas. La bella Normanda miraba esa alegría, muy tiesa, sin osar moverse por miedo a llorar, las manos sobre una gran raya para calmar su fiebre.
—Miren a esas Méhudin, cómo lo abandonan, ahora que no tiene un céntimo —dijo la señora Lecoeur.
—¡Hombre!, tienen razón —respondió la señorita Saget—. Y, además, querida, esto es el fin, ¿no? Ya no hay que devorarse… Usted está contenta, ¿verdad? Pues deje a las otras que se las arreglen solas.
—Las viejas son las únicas que ríen —hizo observar la Sarriette—. La Normanda no parece muy alegre.
Entretanto, en su habitación, Florent se dejaba prender como un cordero. Los agentes se arrojaron sobre él con rudeza, pensando sin duda en una resistencia desesperada. Él les rogó suavemente que lo soltaran. Después se sentó, mientras los hombres embalaban los papeles, los fajines rojos, los brazaletes y los banderines. Este desenlace no parecía sorprenderle; era un alivio para él, sin que quisiera confesárselo claramente. Pero sufría con la idea del odio que acababa de empujarlo hasta aquel cuarto. Volvía a ver la cara lívida de Auguste, la vista bajada de las pescaderas; recordaba las palabras de la vieja Méhudin, el silencio de la Normanda, la salchichería vacía; y se decía que el Mercado era cómplice, que el barrio entero lo entregaba. A su alrededor ascendía el lodo de aquellas calles pringosas.
Cuando, en medio de esas caras redondas que pasaban en un relámpago, evocó de pronto la imagen de Quenu, su corazón, sufrió una angustia mortal.
—Vamos, baje —dijo brutalmente un agente.
Se levantó, bajó. En el tercer piso pidió volver a subir; pretendía haber olvidado algo. Los hombres no quisieron, lo empujaron. Él les suplicó. Hasta les ofreció algún dinero que llevaba encima. Dos consintieron por fin en acompañarlo al cuarto, amenazándole con romperle la crisma si trataba de jugarles una mala pasada. Sacaron los revólveres del bolsillo. En el cuarto, se fue derecho a la jaula del pinzón, cogió el pájaro, lo besó entre las dos alas, y lo soltó. Y miró, en el sol, cómo se posaba en el tejado de la plaza del pescado, como aturdido, y cómo, después, con otro vuelo, desaparecía por encima del Mercado, hacia los jardincillos de los Inocentes. Se quedó aún un instante frente al cielo, al cielo libre; pensaba en las torcaces zureantes de las Tullerías, en las palomas de los trasteros, con el cuello reventado por Marjolin. Entonces todo se rompió en su interior, siguió a los agentes que se metían los revólveres en el bolsillo, encogiéndose de hombros.
Tras bajar la escalera, Florent se detuvo ante la puerta que daba a la cocina de la salchichería. El comisario, que lo esperaba allí, casi impresionado por su dulzura obediente, le preguntó:
—¿Quiere decirle adiós a su hermano?
Vaciló un instante. Miraba la puerta. De la cocina llegaba un terrible ruido de tajaderas y ollas. Lisa, para tener ocupado a su marido, había ideado hacerle embuchar por la mañana la morcilla que solía preparar por la noche. La cebolla cantaba en el fuego. Florent oyó la voz alegre de Quenu que dominaba el estruendo, diciendo:
—¡Ah! ¡Caramba! La morcilla será buena… Auguste, ¡páseme la grasa!
Y Florent le dio las gracias al comisario, temiendo entrar en aquella cocina caliente, llena del fuerte olor de la cebolla frita. Pasó por delante de la puerta, feliz de creer que su hermano no sabía nada, apretando el paso para evitar un último pesar a la salchichería. Pero, al recibir en el rostro todo el sol de la calle, sintió vergüenza, subió al simón, doblando el espinazo, la cara terrosa. Sentía frente a él la triunfante plaza del pescado, le parecía que todo el barrio estaba allí, disfrutando.
—¡Ay! ¡Esa dichosa cara! —dijo la señorita Saget.
—Una verdadera cara de presidiario cogido con las manos en la masa —agregó la señora Lecoeur.
Yo —prosiguió la Sarriette, enseñando sus dientes blancos—, yo he visto guillotinar a un hombre que tenía una cara igualita que ésa.
Se habían acercado, alargaban el cuello, para ver más, dentro del simón. En el momento en que el coche arrancaba, la vieja señorita tiró vivamente de las faldas de las otras, mostrándoles a Claire que desembocaba por la calle Pirouette, enloquecida, el pelo suelto, las uñas ensangrentadas. Había desencajado la puerta. Cuando comprendió que llegaba demasiado tarde, que se llevaban a Florent, se lanzó tras el simón, se detuvo casi al punto con un gesto de rabia impotente, mostró el puño a las ruedas que huían. Después, muy colorada bajo el fino polvo de yeso que la cubría, regresó corriendo a la calle Pirouette.
—¡Es que él le había prometido casarse! —exclamó la Sarriette riendo—. ¡Está chalada, esa grandísima idiota!
El barrio se calmó. Hasta el cierre de los pabellones, hubo grupos conversando sobre los acontecimientos de la mañana. Miraban curiosamente hacia la salchichería. Lisa evitó aparecer, dejando a Augustine en el mostrador. Por la tarde, se creyó en el deber de decírselo todo a Quenu, temiendo que alguna chismosa le asestara el golpe con demasiada rudeza. Esperó a estar a solas con él en la cocina, sabiendo que allí se encontraba a gusto, que lloraría menos. Procedió, además, con miramientos maternales. Pero cuando él conoció la verdad se derrumbó sobre la mesa de picar, prorrumpió en llanto como un becerro.
—Vamos, mi pobre gordo, no te desesperes así, te va a hacer daño —le dijo Lisa cogiéndolo en sus brazos.
Sus ojos chorreaban sobre el delantal blanco, su masa inerte tenía sacudidas de dolor. Se aplastaba, se fundía. Cuando pudo hablar:
—No —balbució—, no sabes lo bueno que era conmigo, cuando vivíamos en la calle Royer Collard. Era él el que barría, el que guisaba… Me quería como a un hijo, ya ves; regresaba embarrado, cansado hasta el punto de no moverse; y yo comía bien, tenía calor, en casa… Y ahora lo van a fusilar.
Lisa protestó, dijo que no lo fusilarían. Pero él meneaba la cabeza. Continuó:
—Da igual, no lo he querido bastante. Puedo decirlo en este momento. He tenido mal corazón, vacilé en devolverle su parte de la herencia…
—¡Eh! Yo se la ofrecí, más de diez veces —exclamó ella—. No tenemos nada que reprocharnos.
—¡Oh! Tú ya lo sé, tú eres buena, se lo habrías dado todo… Pero a mí eso me daba grima, ¡qué quieres! Será el pesar de toda mi vida. Siempre pensaré que, si hubiera repartido con él, no se habría echado a perder por segunda vez… La culpa es mía, soy yo quien lo entregó.
Ella se puso más dulce, le dijo que no había que mortificarse así. Compadecía incluso a Florent. Además, él tenía mucha culpa. Si hubiera manejado más dinero, quizá habría hecho más tonterías. Poco a poco, iba dando a entender que la cosa no podía acabar de otro modo, que todo el mundo iba a encontrarse mejor. Quenu seguía llorando, se limpiaba las mejillas con el delantal, ahogando sus sollozos para escucharla, y después prorrumpiendo en seguida en lágrimas más abundantes. Había metido maquinalmente los dedos en un montón de carne de salchichas que había en la mesa de picar; hacía hoyos, la amasaba rudamente.
—Acuérdate de que no te sentías bien —continuó Lisa—. Es porque ya no teníamos nuestras costumbres. Yo estaba muy inquieta, aunque no te lo dijera; veía perfectamente que te desmejorabas.
—¿Verdad que sí? —murmuró él, cesando un instante de sollozar.
—Y la casa tampoco ha marchado este año. Era como un mal de ojo… Ea, no llores, verás cómo todo se arregla. Pero tienes que conservarte para mí y para tu hija. También tienes deberes con nosotras.
Él amasaba más despacio la carne de salchichas. La emoción le volvía, pero una emoción tierna que ponía ya una sonrisa vaga en su cara afligida. Lisa lo notaba convencido. Llamó inmediatamente a Pauline, que jugaba en la tienda, se la puso en las rodillas, diciendo:
—Pauline, ¿verdad que tu padre debe ser razonable? Pídele amablemente que no nos apene.
La niña lo pidió amablemente. Se miraron, apretados en el mismo abrazo, enormes, desbordantes, ya convalecientes de aquel malestar de un año del que acababan de desprenderse; y se sonrieron, con sus anchas caras redondas, mientras la salchichera repetía:
—Después de todo, importamos nosotros tres, gordo, sólo nosotros tres.
Dos meses después, Florent era condenado de nuevo a la deportación. El caso hizo un ruido enorme. Los periódicos se apoderaron de los menores detalles, dieron los retratos de los acusados, los dibujos de banderines y fajines, los planes de los lugares donde la banda se reunía. Durante quince días sólo se habló en París del complot del Mercado Central. La policía lanzaba notas cada vez más inquietantes; terminaron por decir que todo el barrio de Montmartre estaba minado. En el Cuerpo Legislativo la emoción fue tan intensa que el centro y la derecha olvidaron la malhadada ley de dotación que los había dividido por un instante, y se reconciliaron, votando, por aplastante mayoría, el proyecto de impuesto impopular del que los propios arrabales no se atrevían a quejarse con el pánico que soplaba sobre la ciudad. El proceso duró una semana entera. Florent se encontró profundamente sorprendido con el número de cómplices que le atribuyeron. Conocía a lo sumo a seis o siete de los veintitantos sentados en el banquillo de los acusados. Después de la lectura del fallo, creyó distinguir el sombrero y la espalda inocentes de Robine, marchándose despacito en medio del gentío. Logre fue absuelto, al igual que Lacaille. Alexandre se ganó dos años de cárcel por haberse comprometido como un niño grande. En cuanto a Gavard, era condenado, como Florent, a la deportación. Fue un mazazo que lo aplastó en sus últimos goces, al final de aquellos largos debates que había conseguido llenar con su persona. Pagaba cara su labia opositora de tendero parisiense. Dos gruesas lágrimas corrieron por su cara asustada de chiquillo de pelo blanco.
Y una mañana de agosto, en medio del despertar del Mercado, Claude Lantier, que paseaba entre las verduras que llegaban, con el vientre apretado por su faja roja, fue a estrechar la mano de la señora François, en la punta de San Eustaquio. Allí estaba, con su gran semblante triste, sentada en sus nabos y sus zanahorias. El pintor seguía sombrío, pese al claro sol que suavizaba ya el terciopelo verde oscuro de las montañas de coles.
—¡Bueno, se acabó! —dijo—. Lo vuelven a mandar allá… Creo que ya lo han despachado para Brest.
La hortelana hizo un gesto de mudo dolor. Paseó la mano lentamente a su alrededor, murmuró con voz sorda:
—Es París, este condenado París.
—No, yo sé quién es, son unos miserables —prosiguió Claude, cuyos puños se apretaban—. Imagínese, señora François, que no hay estupidez que no hayan dicho, en el tribunal… ¡Han ido hasta a rebuscar en los cuadernos de deberes de un crío! Ese imbécil del fiscal ha soltado una monserga sobre eso, el respeto a la infancia por aquí, la educación demagógica por allá… Me ha puesto enfermo.
Le dio un temblor nervioso; prosiguió, hundiendo los hombros en su gabán verdoso:
—Un muchacho dulce como una chica, a quien vi ponerse malo al mirar cómo sangraban a las palomas… Me hizo reír, de lástima, cuando lo divisé entre dos gendarmes. Vamos, no lo volveremos a ver, esta vez se quedará allá.
—Habría debido escucharme —dijo la hortelana, tras un silencio—, venir a Nanterre, vivir allí, con mis gallinas y mis conejos… Yo lo quería, ya ve, porque había comprendido que era bueno… Consuélese, señor Claude, ¿eh? Lo espero a comer una tortilla un día de éstos.
Tenía lágrimas en los ojos. Se levantó, como mujer valiente que soporta con dureza sus penas.
—¡Vaya! —prosiguió—, ahí está la tía Chantemesse, que viene a comprarme nabos. Siempre tan terne, esa gorda de la Chantemesse…
Claude se marchó, vagando por las calles. El día, como un surtidor blanco, ascendía por el fondo de la calle Ranbuteau. El sol, a ras de los tejados, lanzaba rayos rosados, lienzos oblicuos que tocaban ya los adoquines. Y Claude notaba una alegría que despertaba en el gran Mercado sonoro, en el barrio repleto de alimentos amontonados. Era como el gozo de una curación, un alboroto más fuerte de gente aliviada por fin de un peso que le molestaba en el estómago. Vio a la Sarriette con un reloj de oro, cantando en medio de sus ciruelas y sus fresas, tirándole de los bigotitos al señor Jules, vestido con un chaquetón de terciopelo. Distinguió a la señora Lecoeur y a la señorita Saget, que pasaban por una calle cubierta, menos amarillas, con las mejillas casi rosadas, como buenas amigas, divertidas por alguna historia. En la plaza del pescado, la vieja Méhudin, que había recobrado su puesto, golpeaba los pescados, ponía como un trapo a la gente, cerraba el pico del nuevo inspector, un joven a quien había jurado tratar a latigazos; mientras que Claire, más blanda, más perezosa, cogía, con sus manos azuladas por el agua de los viveros, un enorme montón de caracoles que la baba veteaba con hilos de plata. En la casquería, Auguste y Augustine venían a comprar manos de cerdo, con sus caras tiernas de recién casados, y se marchaban en carricoche a su salchichería de Montrouge. Luego, cuando eran las ocho, y hacía ya calor, encontró, al regresar a la calle Rambuteau, a Órdago y Pauline jugando al caballito; Órdago andaba a cuatro patas, mientras que Pauline, sentada en su espalda, se le agarraba al pelo para no caer. Y una sombra que pasó sobre los tejados del Mercado, al borde de los canalones, le hizo alzar la cabeza: eran Cadine y Marjolin riendo y abrazándose, ardiendo en el sol, dominando el barrio con sus amores de animales felices.
Entonces Claude les mostró el puño. Estaba exasperado por aquella fiesta del suelo y del cielo. Insultaba a los Gordos, decía que los Gordos habían ganado. A su alrededor no veía sino Gordos, redondeándose, reventando de salud, saludando un nuevo día de buena digestión. Cuando se detuvo frente a la calle Pirouette, el espectáculo que tenía a su derecha e izquierda le asestó el último golpe.
A su derecha, la bella Normanda, la bella señora Lebigre, como la llamaban ahora, estaba de pie en el umbral de su tienda. Su marido había conseguido por fin añadir a su comercio de vinos un estanco, sueño largamente acariciado, y que se había realizado por fin, gracias a los grandes servicios prestados. La bella señora Lebigre le pareció soberbia, con su traje de seda, el pelo rizado, dispuesta a sentarse en su mostrador, donde todos los señores del barrio iban a comprarle sus cigarros y sus paquetes de tabaco. Se había vuelto distinguida, toda una dama. Detrás de ella, la sala, pintada de nuevo, tenía pámpanos frescos, sobre un fondo tierno; el cinc del mostrador brillaba; mientras que las ampollas de licor encendían en el espejo fuegos más vivos. Y ella reía en la clara mañana.
A su izquierda, la bella Lisa, en el umbral de la salchichería, ocupaba todo el ancho de la puerta. Nunca sus ropas habían tenido tal blancura; nunca su carne reposada, su cara rosa, había estado encuadrada por crenchas mejor alisadas. Mostraba una gran calma ahíta, una tranquilidad enorme, no turbada por nada, ni siquiera por una sonrisa. Era el sosiego absoluto, una felicidad completa, sin sacudidas, sin vida, bañándose en el aire cálido. Su corpiño tenso estaba aún digiriendo la felicidad de la víspera; sus manos rollizas, perdidas en el delantal, no se extendían siquiera para coger la felicidad del día, seguras de que iría a ellas. Y, a su lado, el escaparate tenía una felicidad similar; estaba curado, las lenguas rellenas se alargaban más rojas y más sanas, los codillos recobraban sus ricas caras redondas, las guirnaldas de salchichas ya no tenían el aire desesperado que consternaba a Quenu. Una gran carcajada sonaba al fondo, en la cocina, acompañada por una regocijante batahola de tarteras. La salchichería rezumaba de nuevo salud, una salud untuosa. Las tiras de tocino entrevistas, las mitades de cerdo colgadas contra los mármoles, ponían allí redondeces de vientres, todo un triunfo del vientre, mientras Lisa, inmóvil, con su digno porte, daba al Mercado los buenos días matinales, con sus ojazos de gran comilona.
Después, las dos se inclinaron. La bella señora Lebigre, y la bella señora Quenu intercambiaron un amistoso saludo.
Y Claude, que seguramente se había olvidado de cenar la víspera, presa de cólera al verlas tan rozagantes, tan honorables, con sus gruesos pechos, se apretó la faja, gruñendo con voz enojada: «¡Qué bribonas, las personas decentes!».
(1873)