Cinco

Al día siguiente, a eso de las cuatro, Lisa fue a San Eustaquio. Para cruzar la plaza se había puesto de tiros largos, toda de seda negra, con su chal de cachemira. La bella Normanda, que, desde la pescadería, la siguió con los ojos hasta la puerta de la iglesia, se quedó sin respiración.

—¡Ah! ¡Bueno!, ¡tiene gracia! —dijo maligna—, a la gorda le da ahora por los curas… La calmará, a esa tía, eso de mojarse el trasero en agua bendita.

Se equivocaba, Lisa no era nada devota. No practicaba, solía decir que trataba de ser honrada en todo, y que eso bastaba. Pero no le gustaba que hablaran mal de la religión delante de ella; con frecuencia mandaba callar a Gavard, que adoraba las historias de curas y monjas, las verdulerías de sacristía. Eso le parecía inconveniente. Había que dejar a cada cual con sus creencias, que respetar los escrúpulos de todo el mundo. Y, además, los sacerdotes eran buenas personas en general. Ella conocía al padre Roustan, de San Eustaquio, un hombre distinguido, buen consejero, cuya amistad le parecía muy segura. Y acababa explicando la absoluta necesidad de la religión que tiene la mayoría; la consideraba como una policía que ayudaba a mantener el orden, y sin la cual no había gobierno posible. Cuando Gavard llevaba las cosas demasiado lejos sobre este capítulo, diciendo que habría que echar a los curas a la calle y cerrarles la tienda, ella se encogía de hombros, respondía:

—¡Pues adelantaría usted mucho!… La gente se mataría en las calles, al cabo de un mes, y nos veríamos obligados a inventar otro Dios. En el 93 ocurrió eso… Usted sabe, ¿no?, que yo no soy muy de iglesia; pero digo que los curas hacen falta, porque hacen falta.

Por eso, cuando Lisa iba a una iglesia, se mostraba recogida. Había comprado un buen devocionario, que no abría jamás, para asistir a funerales y bodas. Se levantaba, se arrodillaba a su debido tiempo, aplicándose a guardar la actitud decente que convenía tener. Era, para ella, una especie de comportamiento oficial que la gente de bien, comerciantes y propietarios, debía guardar ante la religión.

Ese día la bella salchichera, al entrar en San Eustaquio, dejó caer suavemente la doble puerta de paño verde desteñido, desgastado por la mano de las beatas. Humedeció los dedos en la pila, se santiguó correctamente. Después, con pasos ahogados, fue hasta la capilla de Santa Inés, donde dos mujeres arrodilladas, con la cara entre las manos, esperaban, mientras que el vestido azul de una tercera desbordaba del confesionario. Pareció contrariada; y, dirigiéndose a un sacristán que pasaba, con su solideo negro, arrastrando los pies:

—¿Es hoy el día de confesión del padre Roustan? —preguntó.

Él contestó que el señor cura no tenía más que dos penitentes, que no tardaría mucho y que, si quería tomar asiento, le llegaría el turno en seguida. Le dio las gracias, sin decir que no venía a confesarse. Decidió esperar, caminando a pasitos cortos por las losas, yendo hasta la puerta principal, desde donde miró la nave totalmente desnuda, alta y severa, entre las laterales pintadas de colores vivos; levantaba un poco el mentón, opinando que el altar mayor era demasiado sencillo, sin apreciar la fría grandeza de la piedra, prefiriendo los dorados y el abigarramiento de las capillas laterales. Del lado de la calle del Día[27], esas capillas parecían grises, iluminadas por ventanas polvorientas; mientras que, del lado del Mercado Central, la puesta de sol encendía los cristales de las vidrieras, alegrándolos con tonos muy tiernos, verdes y amarillos sobre todo, tan límpidos que le recordaban las botellas de licor, delante del espejo del señor Lebigre. Regresó por aquel lado, que parecía como entibiado por esa luz de ascua, se interesó un instante por los relicarios, por los adornos de los altares, por las pinturas vistas en reflejos de prisma. La iglesia estaba vacía, estremecida con el silencio de sus bóvedas. Algunas faldas femeninas formaban manchas oscuras en el amarillento borroso de las sillas; y de los confesionarios cerrados salían susurros. Al volver a pasar por delante de la capilla de Santa Inés vio que el vestido azul seguía a los pies del padre Roustan.

—Yo habría acabado en diez segundos, si quisiera —pensó, orgullosa de su decencia.

Se fue hasta el fondo. Detrás del altar mayor, en la sombra de la doble hilera de pilares, la capilla de la Virgen está húmeda de silencio y sombras. Los vitrales, muy oscuros, destacan sólo los trajes de los santos, de anchos paños rojos y morados, ardiendo como llamas de amor místico en el recogimiento, la adoración muda de las tinieblas. Es un rincón de misterio, un hueco crepuscular del paraíso, donde brillan las estrellas de dos cirios, donde cuatro arañas con lámparas de metal, cayendo de la bóveda, apenas entrevistas, evocan los grandes incensarios de oro que los ángeles balancean al acostarse María. Entre los pilares siempre hay mujeres, desfallecidas en reclinatorios, abismadas en esa negra voluptuosidad.

Lisa, en pie, miraba, muy tranquilamente. No era nada nerviosa. Opinaba que era una equivocación no encender las arañas, que aquello estaría más alegre con luces. E incluso había una indecencia en aquella sombra, una luz y un hálito de alcoba que le parecían poco convenientes. A su lado, los cirios que ardían en un candelabro le calentaban el rostro, mientras una vieja rascaba con un gran cuchillo la cera caída, congelada en lágrimas pálidas. Y, en medio del temblor religioso de la capilla, del mudo desfallecimiento de amor, oía perfectamente el rodar de los simones que desembocaban en la calle Montmartre, detrás de los santos rojos y morados de las vidrieras. A lo lejos, el Mercado Central rugía, con voz continua.

Cuando iba a salir de la capilla, vio entrar a la menor de las Méhudin, Claire, la vendedora de pescado de agua dulce. Mandó encender un cirio en el candelabro. Después fue a arrodillarse tras un pilar, las rodillas dobladas sobre la piedra, tan pálida con su pelo rubio mal atado que parecía una muerta. Allí, creyéndose oculta, agonizó, lloró a lágrima viva, con ardores de plegaria que la doblaban como bajo un fuerte viento, con todo un arrebato de mujer que se entrega. La bella salchichera se quedó sorprendidísima, pues las Méhudin no eran nada beatas; Claire, sobre todo, solía hablar de la religión y de los curas de una forma que ponía los pelos de punta.

—¿Qué mosca le habrá picado? —se dijo regresando de nuevo a la capilla de Santa Inés. Habrá envenenado a algún hombre, esa golfa.

El padre Roustan salía por fin de su confesionario. Era un hombre apuesto, de unos cuarenta años, de aire sonriente y bondadoso. Cuando reconoció a la señora Quenu, le estrechó las manos, la llamó «querida señora», la llevó a la sacristía, donde se quitó la sobrepelliz, diciéndole que pronto estaría a su disposición. Regresaron, él de sotana, a pelo, ella arrebujándose en su chal, y pasearon a lo largo de las capillas laterales, del lado de la calle del Día. Hablaban en voz baja. El sol moría tras los vitrales, la iglesia se tornaba negra, los pasos de las últimas beatas rozaban suavemente las losas.

Mientras tanto, Lisa explicó sus escrúpulos al padre Roustan. Jamás hablaban entre sí de religión. Ella no se confesaba, simplemente le consultaba en los casos difíciles, a título de hombre discreto y prudente, a quien prefería, decía a veces, a esos turbios hombres de negocios que huelen a presidio. Él se mostraba de una complacencia inagotable: hojeaba el Código para ella, le indicaba buenas inversiones de dinero, resolvía con tacto las dificultades morales, le recomendaba proveedores, tenía una respuesta a todas las preguntas, por complicadas y diversas que fueran, y todo ello con naturalidad, sin meter a Dios en el asunto, sin tratar de obtener un beneficio cualquiera en provecho propio o en provecho de la religión. Le bastaban un «gracias» y una sonrisa. Parecía muy contento de servir a la bella señora Quenu, de la cual su asistenta le hablaba con respeto, como de persona muy estimada en el barrio. Ese día, la consulta fue especialmente delicada. Se trataba de saber qué conducta autorizaba la decencia con respecto a su cuñado; si tenía derecho a vigilarlo, a impedir que los comprometiera, a su marido, su hija y a ella; y, también, hasta dónde se podría llegar en caso de peligro inminente. No preguntó estas cosas tan brutalmente, planteó las cuestiones con miramientos tan bien elegidos que el sacerdote pudo disertar sobre la materia sin descender a personalismos. Estuvo lleno de argumentos contradictorios. En suma, juzgó que un alma justa tenía el derecho, e incluso el deber, de impedir el mal, con libertad para emplear los medios necesarios para el triunfo del bien.

—Ésa es mi opinión, querida señora —dijo al terminar—. La discusión sobre los medios es siempre grave. Los medios son la gran trampa donde tropiezan las virtudes ordinarias… Pero conozco su bella conciencia. Pese cada uno de sus actos, y si nada en su interior protesta, actúe intrépidamente… Las naturalezas decentes poseen la maravillosa gracia de poner su decencia en todo cuanto tocan.

Y, cambiando de voz, continuó:

—Dígale al señor Quenu que le mando saludos. Cuando pase, entraré a besar a la buena Pauline… Hasta la vista, querida señora, siempre a su disposición.

Volvió a la sacristía. Lisa, al marcharse, sintió curiosidad por ver si Claire seguía rezando; pero Claire había vuelto a sus carpas y sus anguilas; sólo había, delante de la capilla de la Virgen, donde se había hecho la oscuridad, una desbandada de reclinatorios, volcados por la cálida devoción de las mujeres que se habían arrodillado allí.

Cuando la bella salchichera cruzó de nuevo la plaza, la Normanda, que acechaba su salida, la reconoció en el crepúsculo por la redondez de sus faldas.

—¡Válgame Dios! —exclamó—, se ha quedado más de una hora. Cuando los curas la vacían a ésa de sus pecados, los monaguillos hacen cadena para tirar los cubos de porquería a la calle.

Al día siguiente, por la mañana, Lisa subió directamente al cuarto de Florent. Se instaló allí con toda tranquilidad, segura de no ser molestada, y decidida por lo demás a mentir, a decir que había ido a cerciorarse de si la ropa estaba limpia, en el caso de que Florent subiese. Lo había visto, abajo, muy ocupado en la plaza del pescado. Sentándose ante la mesita, sacó el cajón, se lo puso en las rodillas, lo vació con grandes precauciones, teniendo cuidado de volver a colocar los paquetes de papeles en el mismo orden. Encontró ante todo los primeros capítulos de la obra sobre Cayena, después los proyectos, los planes de todas clases, la transformación de los consumos en tasas sobre las transacciones, la reforma del sistema administrativo del Mercado Central, y los demás. Aquellas páginas de fina letra, que leía con aplicación, la aburrieron mucho; iba a meter de nuevo el cajón, convencida de que Florent escondía en otra parte la prueba de sus malvados designios, pensando ya en registrar la lana de los colchones, cuando descubrió, en un sobre de carta, el retrato de la Normanda. La fotografía estaba un poco oscura. La Normanda posaba de pie, el brazo derecho apoyado en una columna truncada; y tenía todas sus joyas, un traje de seda nueva que se ahuecaba, una risa insolente. Lisa olvidó a su cuñado, sus terrores, lo que había ido a hacer allí. Se absorbió en una de esas contemplaciones de mujer que escudriña a otra mujer, a sus anchas, sin temor a ser vista. Jamás había tenido ocasión de estudiar a su rival tan de cerca. Examinó el pelo, la nariz, la boca, alejó la fotografía, la acercó. Después, con los labios apretados, leyó en el reverso, escrito con muy mala letra: «Louise, a su amigo Florent». Eso la escandalizó, era una confesión.

Le entraron ganas de coger la tarjeta, de guardarla como un arma contra su enemiga. Volvió a meterla lentamente en el sobre, pensando que eso estaría mal, y que, además, siempre la encontraría allí.

Entonces, hojeando de nuevo las páginas sueltas, colocándolas de una en una, se le ocurrió la idea de mirar al fondo, al sitio donde Florent había empujado el hilo y las agujas de Augustine; y allí, entre el devocionario y La llave de los sueños, descubrió lo que buscaba, notas muy comprometedoras, simplemente protegidas por una funda de papel gris. La idea de una insurrección, del derrocamiento del Imperio, con ayuda de un golpe de mano, aventurada una noche por Logre en el bar de Lebigre, había madurado lentamente en el ardiente espíritu de Florent. Pronto vio en ello un deber, una misión. Fue el objetivo, por fin hallado, de su evasión de Cayena y su regreso a París. Creyéndose en el deber de vengar su flacura contra aquella ciudad atiborrada, mientras los defensores del derecho morían de hambre en el destierro, se volvió justiciero, soñó con alzarse, desde el propio Mercado, para aplastar aquel reino de comilonas y borracheras. En aquel temperamento tierno la idea fija clavaba fácilmente su clavo. Todo se amplificaba de manera formidable, construía las más extrañas historias, se imaginaba que el Mercado se había apoderado de él, a su llegada, para ablandarlo, envenenarlo con sus olores. Y además estaba Lisa, que quería embrutecerlo; la evitaba durante dos o tres días, como a un disolvente que podía fundir su voluntad, si se le hubiera acercado. Estas crisis de pueril terror, estos arrebatos de hombre rebelde, desembocaban siempre en grandes dulzuras, en necesidades de amor, que ocultaba con una vergüenza infantil. De noche, sobre todo, el cerebro de Florent se cargaba de malignos vapores. Desdichado con su día, con los nervios tensos, rechazando el sueño por un sordo temor a la nada, se demoraba aún más en el bar de Lebigre o en casa de las Méhudin; y, cuando volvía a casa, no se acostaba aún, escribía, preparaba la famosa insurrección. Lentamente, encontró un plan de organización. Distribuyó París en veinte secciones, una por distrito, cada una con un jefe, una especie de general, que tenía a sus órdenes veinte lugartenientes que mandaban veinte compañías de afiliados. Todas las semanas se celebraría un consejo de jefes, en un local diferente cada vez; para mayor discreción, además, los afiliados sólo conocerían a su lugarteniente, quien, por su parte, se entrevistaría únicamente con el jefe de su sección; sería útil también que esas compañías se creyeran encargadas todas de misiones imaginarias, lo cual acabaría de despistar a la policía. En cuanto a la puesta en práctica de estos planes, era de lo más sencillo. Se esperaría a la formación completa de los cuadros; luego se aprovecharía la primera conmoción política. Como no tendrían, sin duda, más que unas cuantas escopetas de caza, al principio se apoderarían de las oficinas de Correos, desarmarían a los bomberos, a los guardias de París, a los soldados de línea, sin entablar batalla en la medida de lo posible, invitándoles a hacer causa común con el pueblo. A continuación, marcharían derechos al Cuerpo Legislativo, para ir desde allí al Ayuntamiento. Este plan, sobre el cual Florent volvía cada noche, como a un argumento de drama que aliviara su sobreexcitación nerviosa, sólo estaba escrito aún en trozos de papel, tachados, que mostraban los tanteos del autor, permitiendo seguir las fases de aquella concepción infantil y científica a la vez. Cuando Lisa hubo recorrido las notas, sin entenderlas todas, se quedó temblorosa, sin atreverse a tocar aquellos papeles, con miedo a verlos estallar entre sus manos como un arma cargada.

Una última nota la asustó más aún que las otras. Era una cuartilla en la cual Florent había dibujado la forma de las insignias que distinguirían a jefes y lugartenientes; al lado se encontraban igualmente los banderines de las compañías. Y hasta unas leyendas a lápiz decían el color de los banderines de los veinte distritos. Las insignias de los jefes eran fajines rojos; las de los lugartenientes, brazaletes, igualmente rojos. Fue, para Lisa, la realización inmediata del motín: vio a aquellos hombres, con todas aquellas telas rojas, pasar por delante de su salchichería, disparar balas contra los espejos y los mármoles, robar las salchichas y las andouilles del escaparate. Los infames proyectos de su cuñado constituían un atentado contra ella misma, contra su felicidad. Cerró el cajón, mirando el cuarto, diciéndose que, sin embargo, era ella la que alojaba a ese hombre, que él dormía en sus sábanas, que usaba sus muebles. Y estaba especialmente exasperada por la idea de que ocultaba la abominable e infernal maquinación en aquella mesita de madera blanca, que ella había utilizado en tiempos en casa del tío Gradelle, antes de su boda, una mesa inocente, toda desclavada.

Se quedó de pie, pensando en lo que iba a hacer. Ante todo, era inútil informar a Quenu. Se le ocurrió la idea de tener una explicación con Florent, pero temió que marchara a cometer su crimen lejos de ellos, aunque comprometiéndolos, por pura maldad. Se calmó un poco, prefirió vigilarlo. Al primer peligro, ya vería. En suma, ahora ya tenía con qué hacerlo volver a galeras.

Al entrar en la tienda, vio a Augustine muy emocionada. La pequeña Pauline había desaparecido hacía media hora larga. Ante las preguntas inquietas de Lisa, sólo pudo responder:

—No sé, señora… Estaba ahí hace un momento, en la acera, con un crío… Yo los miraba; después, empecé un jamón para un señor, y no los vi ya.

—Apuesto a que es Órdago —exclamó la salchichera—. ¡Ah, qué niño más sinvergüenza!

Era Órdago, en efecto. Pauline, que precisamente estrenaba ese día un vestido nuevo, de rayas azules, había querido enseñárselo. Permanecía muy tiesa, delante de la tienda, tan formalita, los labios fruncidos en esa mueca grave de una mujercita de seis años que teme ensuciarse. Sus faldas, muy cortas, muy almidonadas, se ahuecaban como faldas de bailarina, mostrando las medias blancas bien estiradas, las botinas de charol de un azul claro; mientras que su gran delantal, que la escotaba, tenía, en los hombros, un estrecho volante bordado, de donde los brazos, adorables de infancia, salían desnudos y rosados. Llevaba pendientes de turquesas en las orejas, una crucecita al cuello, un lazo de terciopelo azul en el pelo, muy bien peinada, con el aire regordete y tierno de su madre, la gracia parisiense de una muñeca nueva.

Órdago la había visto desde el Mercado. Dejaba en el arroyo pececitos muertos que el agua se llevaba, y a los que seguía a lo largo de la acera, diciendo que nadaban. Pero la visión de Pauline, tan guapa, tan limpia, le hizo cruzar la calzada, sin gorra, la blusa desgarrada, el pantalón caído y enseñando la camisa, con el desaliño de un galopín de siete años. Su madre le había prohibido jugar nunca más con «esa niña gordinflona a quien sus padres atiborran hasta reventar». Merodeó un instante, se acercó, quiso tocar el lindo vestido de rayas azules. Pauline, halagada al principio, hizo una mueca de gazmoña, retrocedió, murmurando en tono irritado:

—Déjame… Mamá no quiere.

Eso hizo reír al pequeño Órdago, que era muy espabilado y muy atrevido.

—¡Ah! ¡Bueno! —dijo—. ¡Mira que eres pánfila!… ¿Qué importa que tu madre no quiera?… Vamos a jugar a empujarnos, ¿quieres?

Debía de acariciar la maligna idea de ensuciar a Pauline. Ésta, al verlo preparado para darle un empujón en la espalda, retrocedió aún más, fingió entrar en casa. Entonces él se mostró muy dulce; se subió los pantalones, como un hombre de mundo.

—¡No seas boba! Era de broma… Estás muy guapa así. ¿Es de tu mamá la crucecita?

Se pavoneó, dijo que era suya. Él, despacito, la iba llevando hasta la esquina de la calle Pirouette; tocaba las faldas, se extrañaba, las encontraba terriblemente tiesas, lo cual causaba un infinito placer a la cría. Desde que se hacía la interesante en la acera, estaba muy vejada al ver que nadie la miraba. Pero, a pesar de los cumplidos de Órdago, no quiso bajar de la acera.

—¡Qué furcia! —exclamó éste, volviendo a ser grosero—. ¡Te voy a sentar sobre tu cesta de cagarrutas!, ¿sabes, señora Lindoculo?

Ella se asustó. Él le había cogido la mano y, comprendiendo su error, se mostró de nuevo zalamero, registrándose vivamente los bolsillos:

—Tengo una perra chica —dijo.

La vista de la perra calmó a Pauline. Él sujetaba la moneda con las yemas de los dedos, delante de ella, de modo que ella bajó a la calzada, para seguir a la moneda. Decididamente, el pequeño Órdago estaba de suerte.

—¿Qué te gusta? —preguntó.

No respondió en seguida; no sabía, le gustaban demasiadas cosas. Él nombró un montón de golosinas: regaliz, melaza, bolas de goma, azúcar en polvo. El azúcar en polvo hizo reflexionar mucho a la cría; uno moja el dedo, y lo chupa; es muy rico. Estaba muy seria. Por fin se decidió:

—No, me gustan los cucuruchos.

Entonces él la cogió del brazo, se la llevó, sin que se resistiera. Cruzaron la calle Rambuteau, siguieron la ancha acera del Mercado, fueron a una abacería de la calle de la Cossonnerie, famosa por sus cucuruchos. Los cucuruchos son delgados cucuruchos de papel donde los tenderos meten los restos del escaparate, las peladillas rotas, los marrons glacés hechos pedazos, los fondos sospechosos de los frascos de caramelos. Órdago hizo las cosas galantemente; dejó a Pauline elegir el cucurucho, un cucurucho de papel azul, no se lo quitó, dio la perra chica. En la acera, ella vació las migas de todas clases en los dos bolsillos de su delantal; y los bolsillos eran tan estrechos que se llenaron. Ella mordisqueaba suavemente, migaja a migaja, encantada, mojando el dedo para sacar el polvo demasiado fino; así fundía los caramelos, y dos manchas pardas marcaban ya los dos bolsillos del delantal. Órdago sonreía socarrón. La llevaba de la cintura, arrugándola a sus anchas, mientras le hacía doblar la esquina de la calle Pierre Lescot, hacia la plaza de los Inocentes, diciéndole:

—¿Qué tal? ¿Quieres jugar ahora?… Es rico, lo que tienes en los bolsillos. Ya ves cómo no quería hacerte daño, burra.

Y él mismo metía los dedos hasta el fondo de los bolsillos. Entraron en los jardincillos. Allí era, sin duda, a donde el pequeño Órdago soñaba con conducir a su conquista. Le hizo los honores del jardín, como de una propiedad suya, muy agradable, donde triscaba tardes enteras. Pauline nunca había ido tan lejos; habría sollozado como una señorita raptada, de no haber tenido azúcar en los bolsillos. La fuente, en medio del césped interrumpido por macizos, corría, desgarrando lienzos de agua; y las ninfas de Jean Goujon, todas blancas en el gris de la piedra, inclinaban sus urnas, poniendo su gracia desnuda en medio del aire negro del barrio de Saint Denis. Los niños dieron la vuelta, mirando cómo caía el agua en los seis estanques, interesados por la hierba, soñando seguramente con cruzar el césped central, o con deslizarse bajo los macizos de acebo y rododendros, en el arriate que bordeaba la verja de los jardincillos. Mientras tanto el pequeño Órdago, que había logrado chafar el bonito vestido por detrás, dijo, con su risa solapada:

—Vamos a jugar a tirarnos arena, ¿quieres?

Pauline estaba seducida. Se tiraron arena, cerrando los ojos. La arena entraba por el corpiño escotado de la cría, corría a lo largo, hasta las medias y las botitas. Órdago se divertía mucho, al ver cómo el delantal blanco se ponía amarillo. Pero opinó sin duda que aún estaba demasiado limpia.

—¡Eh! ¿Y si plantáramos árboles? —preguntó de repente—. ¡Sé hacer jardines preciosos!

—¡Jardines! ¿En serio? —murmuró Pauline, llena de admiración.

Entonces, como el guarda de los jardincillos no estaba allí, él le mandó cavar hoyos en un arriate. Ella estaba de rodillas, en medio y medio de la tierra blanda, estirada sobre el vientre, hundiendo hasta los codos sus adorables brazos desnudos. Él buscaba trozos de madera, rompía ramas. Eran los árboles del jardín, que plantaba en los hoyos de Pauline. Sólo que los hoyos nunca le parecían lo bastante profundos, la trataba como a un mal obrero, con rudezas de patrón. Cuando se levantó, estaba negra de pies a cabeza, tenía tierra en el pelo, toda embadurnada, tan divertida con sus brazos de carbonero que Órdago batió palmas, exclamando:

—Y ahora vamos a regarlos… Si no, no crecerían, ¿comprendes?

Fue el colmo. Salían del jardín, recogían agua en el arroyo, en el hueco de las manos, regresaban corriendo para regar los trozos de madera. Por el camino, Pauline, que estaba demasiado gorda y no sabía correr, dejaba escapar todo el agua entre los dedos, a lo largo de las faldas; tanto, que al sexto viaje parecía como si se hubiera revolcado en el arroyo, Órdago la encontró muy bien cuando estuvo sucísima. La hizo sentarse a su lado, bajo un rododendro, junto al jardín que habían plantado. Le contaba que estaba ya creciendo. Le había cogido la mano, llamándola su mujercita.

—No lamentas haber venido, ¿verdad? En vez de quedarte en la acera, donde tienes pinta de aburrirte como una ostra… Ya verás, sé montones de juegos, en la calle. Tendrás que volver, ¿oyes? Pero no hay que hablar de eso con mamá. No hay que hacer el tonto… Si dices algo, ¿sabes?, te tiraré del pelo cuando pase por delante de tu casa.

Pauline contestaba a todo que sí. Él, como última galantería, le llenó de tierra los dos bolsillos del delantal. Ahora la apretaba, tratando de hacerle daño, con crueldad de golfillo. Pero ella no tenía más azúcar, ya no jugaba, y empezaba a inquietarse. Cuando él se puso a pellizcarla, lloró diciendo que quería irse. Eso alegró mucho a Órdago, que se mostró insolente: la amenazó con no llevarla a casa de sus padres. La cría, totalmente aterrorizada, lanzaba suspiros ahogados, como una dama a merced de un seductor, en el fondo de una posada desconocida. Seguramente él habría terminado pegándole, para que se callase, cuando una voz agria, la voz de la señorita Saget, exclamó al lado de ellos:

—¡Ay! ¡Dios me perdone! Si es Pauline… ¿Quieres dejarla en paz, maldito golfo?

La solterona cogió de la mano a Pauline, lanzando exclamaciones sobre el lastimoso estado de su vestimenta. Órdago no se asustó en lo más mínimo; las siguió, riendo taimadamente de su obra, repitiendo que era ella la que había querido venir, y que se había dejado caer al suelo. La señorita Saget era asidua a los jardincillos de los Inocentes. Cada tarde pasaba allí una larga hora, para estar al corriente de las hablillas de la clase humilde. Allí, en los dos lados, hay una larga fila semicircular de bancos, uno pegado a otro. La gente pobre que se ahoga en los cuchitriles de las estrechas calles vecinas se agolpa allí: viejas consumidas, de aire friolero, con cofias arrugadas; jóvenes con blusas, con faldas mal atadas, sin nada en la cabeza, derrengadas, ajadas ya por la miseria; también algunos hombres, viejos aseaditos, cargadores de chaquetas pringosas, señores sospechosos con sombreros negros; mientras que, en los senderos, la chiquillería se revuelca, arrastra coches sin ruedas, llena cubos de arena, llora y se muerde, una chiquillería terrible, harapienta, con los mocos colgando, que pulula al sol como piojos. La señorita Saget era tan menuda que siempre encontraba modo para deslizarse en un banco. Escuchaba, pegaba la hebra con su vecina, alguna mujer de obrero toda amarilla, que zurcía ropa, sacando de un cestito, reparado con cordeles, pañuelos y calcetines acribillados a agujeros. Además, tenía sus conocidos. Entre los intolerables chillidos de la chiquillería y el rodar incesante de los carruajes, detrás, en la calle Saint Denis, había chismorreos sin fin, historias sobre los proveedores, los abaceros, los panaderos, los carniceros, toda una gaceta del barrio, avinagrada por las negativas de crédito y la envidia sorda del pobre. Se enteraba, sobre todo, entre aquellas desdichadas, de las cosas inconfesables, lo que descendía de las turbias habitaciones amuebladas, lo que salía de las negras porterías, las porquerías de la maledicencia, con las que ella realzaba, como con una punta de guindilla, sus apetitos de curiosidad. Además, delante de sí, volviendo la cara hacia el Mercado, tenía la plaza, los tres lienzos de casas, horadados por sus ventanas, en las cuales ella trataba de penetrar con la mirada; parecía elevarse, ir a lo largo de los pisos, como si fueran agujeros de vidrio, hasta los ojos de buey de las buhardillas; escudriñaba las cortinas, reconstruía un drama con la simple aparición de una cabeza entre dos persianas, había acabado por saber la historia de los inquilinos de todas esas casas con sólo mirar las fachadas. El restaurante Baratte le interesaba de modo especial, con su tienda de vinos, su marquesina recortada y dorada, formando terraza, dejando desbordar el verdor de unas macetas, sus cuatro pisos estrechos, adornados y pintarrajeados; le agradaban el fondo de un azul tierno, las columnas amarillas, la estela coronada por una concha, aquel escaparate de templo de cartón, esgrafiado sobre la cara de una casa decrépita, rematada arriba, al borde del tejado, por una galería de cinc pintada de color. Detrás de las persianas flexibles, de tiras rojas, ella leía las comidas opíparas, las cenas finas, las juergas de rompe y rasga. E incluso mentía; era allí donde Florent y Gavard iban de francachela con esas dos guarras de las Méhudin; a los postres ocurrían cosas abominables.

Mientras tanto Pauline lloraba más fuerte desde que la solterona la tenía de la mano. Ésta se dirigía hacia la puerta de los jardincillos, cuando pareció cambiar de opinión. Se sentó en la punta de un banco, tratando de callar a la cría.

—Vamos, no llores, que te cogerán los guardias… Voy a acompañarte a tu casa. Tú me conoces, ¿no? Soy una «buena amiga», ya sabes… Ea, suelta una risita.

Pero las lágrimas la ahogaban, quería marcharse. Entonces la señorita Saget la dejó sollozar, tan tranquila, esperando a que hubiera acabado. La pobre criatura estaba tiritando, con las faldas y las medias mojadas; las lágrimas que se secaba con los puños sucios le dejaban tierra hasta en las orejas. Cuando se hubo calmado un poco, la vieja prosiguió en tono dulzón:

—Tu mamá no es mala, ¿verdad? Te quiere mucho.

—Sí, sí —respondió Pauline, con el corazón aún oprimido.

—Y tu papá tampoco es malo, no te pega, no se pelea con mamá… ¿Qué dicen por la noche, cuando se van a acostar?

—Ah, yo no sé; estoy calentita en mi cama.

—¿Hablan de tu primo Florent?

—No sé.

La señorita Saget adoptó un aire severo, fingiendo levantarse e irse.

—¡Vaya! Eres una mentirosa… Sabes que no hay que mentir… Voy a dejarte ahí, si mientes, y Órdago te pellizcará.

Órdago, que merodeaba en torno al banco, intervino, diciendo con su tono decidido de hombrecito:

—Venga, es demasiado pava para saber nada… Yo sé que mi buen amigo Florent tenía pinta de gaznápiro ayer, cuando mamá le dijo, riendo, que podía besarla, si le apetecía.

Pero Pauline, ante la amenaza de ser abandonada, se había echado a llorar.

—¡Cállate, cállate de una vez, fierabrás! —murmuró la vieja, zamarreándola—. No me voy, te compraré un pirulí, ¿eh?, ¡un pirulí!… Entonces, ¿no quieres a tu primo Florent?

—No, mamá dice que no es honrado.

—¡Ah! Ya ves cómo mamá decía algo.

—Una noche, en mi cama, tenía yo a Cordero, dormía con Cordero… Ella le decía a papá: «Tu hermano sólo ha escapado de presidio para meternos a todos con él».

La señorita Saget lanzó un ligero grito. Se había puesto en pie, toda estremecida. Un rayo de luz acababa de herirla en pleno rostro. Cogió de la mano a Pauline, la hizo trotar hasta la salchichería, sin hablar, los labios apretados en una sonrisa interna, las miradas aceradas de aguda alegría. En la esquina de la calle Pirouette, Órdago, que las acompañaba brincando, disfrutando al ver a la cría con las medias embarradas, desapareció prudentemente. Lisa estaba mortalmente inquieta. Cuando vio a su hija hecha un trapo, se quedó tan sobrecogida que le daba vueltas por todas partes, sin pensar siquiera en pegarle. La vieja decía con su voz maligna:

—Es el pequeño Órdago… Se la he traído, ya comprenderá… Los descubrí juntos, debajo de un árbol de los jardincillos. Si yo fuera usted, la examinaría. Es capaz de todo, ese hijo de perra.

Lisa no encontraba palabras. No sabía por dónde coger a su hija, tanto la asqueaban las botinas enfangadas, las medias manchadas, las faldas rotas, las manos y la cara negras. El terciopelo azul, ios pendientes, la cruz, desaparecían bajo una capa de mugre. Pero lo que acabó de exasperarla fueron los bolsillos llenos de tierra. Se agachó, los vació, sin respetar las baldosas blancas y rosa de la tienda. Después no pudo pronunciar más que una frase, arrastró a Pauline, diciendo:

—Venga usted, basura.

La señorita Saget, parapetada en su sombrero negro, estaba contentísima con esta escena, y cruzó vivamente la calle Rambuteau. Sus pies menudos apenas tocaban los adoquines; la empujaba la alegría, como una ráfaga cargada de halagüeñas caricias. ¡Por fin sabía! Después de consumirse durante casi un año, ahora poseía a Florent, por entero, de repente. Era un contento inesperado, que la sanaba de toda enfermedad; pues percibía que aquel hombre la habría ido matando a fuego lento, hurtándose durante más tiempo a los ardores de su curiosidad. Ahora el barrio del Mercado le pertenecía; ya no había lagunas en su cabeza; podía contar cada calle, tienda a tienda. Y lanzaba pequeños suspiros desfallecientes al entrar en el pabellón de la fruta.

—¡Eh! Señorita Saget —gritó la Sarriette desde su puesto—, ¿qué le pasa, que se ríe sola?… ¿Es que le ha tocado el gordo de la lotería?

—No, no… ¡Ay, hija mía, si usted supiera!…

La Sarriette estaba adorable, en medio de su fruta, con su desaliño de guapa moza. El pelo ensortijado le caía sobre la frente, como pámpanos. Sus brazos al aire, su cuello desnudo, todo cuanto mostraba desnudo y rosado, tenía un frescor de melocotón y de cereza. Por picardía se había colgado unas ambrunesas de las orejas, ambrunesas negras que saltaban sobre sus mejillas cuando se agachaba, sonora de risas. Lo que la divertía tanto era que estaba comiendo grosellas, y que las comía embadurnándose la boca, hasta la barbilla y hasta la nariz; tenía la boca roja, una boca pintada, fresca de zumo de grosellas, como arreglada y perfumada con algún afeite de serallo. Un olor a ciruelas ascendía de sus sayas. Su toquilla mal atada olía a fresas.

Y en el estrecho cajón, a su alrededor, se amontonaba la fruta. Detrás, a lo largo de los anaqueles, había hileras de melones, cantalupos acribillados a verrugas, comunes con encajes grises, chinos con sus jorobas desnudas. En el mostrador, las mejores frutas, delicadamente colocadas en cestos, tenían redondeces de mejillas que se esconden, caras de hermosas niñas entrevistas a medias bajo un telón de hojas; los melocotones, sobre todo, los rubicundos romanos, de piel fina y clara como muchachas del Norte, y los melocotones del Sur, amarillos y quemados, con el bronceado de las muchachas de Provenza. Los albaricoques adquirían sobre el musgo tonalidades ambarinas, esos calores de puesta de sol que caldean la nuca de las morenas, en el sitio donde se rizan unos abuelos. Las cerezas, alineadas de una en una, parecían los labios demasiado estrechos de una china sonriente; las picotas, labios regordetes de mujer gruesa; las guindas, más alargadas y serias; las ambrunesas, carne común, negra, magullada a besos; las gordales, manchadas de blanco y rosa, de risa a la vez alegre y enojada. Manzanas y peras se apilaban, con regularidades de arquitectura, formando pirámides, mostrando rubores de senos nacientes, hombros y caderas dorados, toda una desnudez discreta, en medio de ramas de helechos; eran de pieles diferentes, las manzanas de api todavía en la cuna, las asperiegas deformadas, las camuesas de vestido blanco, las ranetas sanguíneas, las meladuchas con la cara roja, las reinetas rubias, salpicadas de pecas; después las variedades de peras, la almizcleña, la bergamota, la de donguindo, las verdiñales, las de agua, rechonchas, alargadas, con cuellos de cisne u hombros apopléticos, con vientres amarillos y verdes, realzados por una pizca de carmín. Al lado, las ciruelas transparentes mostraban suavidades doróticas de virgen; las Claudias, las ciruelas de fraile, estaban pálidas como una flor inocente; los cascabefillos se desgranaban como las cuentas de oro de un rosario, olvidado en una caja con palitos de vainilla. Y también las fresas exhalaban un perfume fresco, un perfume de juventud, sobre todo las pequeñas, las que se cogen en los bosques, todavía más que los fresones de jardín, que tienen el perfume insulso de las regaderas. Las frambuesas sumaban su fragancia a ese olor puro. Las grosellas, rojas y negras, las avellanas, reían con muecas desvergonzadas; mientras que en las cestas de uvas, pesados racimos, cargados de embriaguez, desfallecían al borde del mimbre, dejando caer sus granos enrojecidos por la voluptuosidad demasiado cálida del sol.

La Sarriette vivía allí como en un huerto, emborrachándose de olores. La fruta barata, las cerezas, las ciruelas, las fresas, amontonadas delante de ella en cestos planos, guarnecidos de papel, se magullaban, manchaban el mostrador de zumo, un zumo fuerte que humeaba con el calor. Por eso ella sentía que la cabeza le daba vueltas, en julio, en las tardes ardientes, cuando los melones la rodeaban de un intenso vapor de almizcle. Entonces, ebria, enseñando más carne bajo la toquilla, apenas madura y con todo el frescor de la primavera, era una tentación para la boca, inspiraba deseos de merodeador. Era ella, eran sus brazos, era su cuello, los que daban a su fruta esa vida amorosa, esa tibieza satinada de mujer. En el puesto de venta de al lado, una vieja frutera, una horrible borracha, no exhibía sino manzanas arrugadas, peras colgantes como senos vacíos, albaricoques cadavéricos, de un infame amarillo de bruja. Pero ella convertía su escaparate en una gran voluptuosidad desnuda. Sus labios habían colocado allí las cerezas, besos rojos, una por una; dejaba caer de su corpiño los melocotones más sedosos; proveía a las ciruelas de su piel más tierna, la piel de sus sienes, la de su barbilla, la de las comisuras de la boca; dejaba correr un poco de su sangre roja en las venas de las grosellas. Sus ardores de guapa moza ponían en celo aquellos frutos de la tierra, todas aquellas simientes, cuyos amores terminaban sobre un lecho de hojas, en el fondo de las alcobas revestidas de musgo de los cestitos. Detrás de la tienda, la calle de las flores tenía un perfume soso, después del aroma de vida que salía de sus cestas empezadas y de sus ropas descompuestas.

Sin embargo, la Sarriette, ese día, estaba embriagada por la afluencia de cascabelillos, que llenaban el mercado. Vio perfectamente que la señorita Saget tenía alguna gran noticia, y quiso hacerla hablar; pero la vieja, pataleando de impaciencia:

—No, no, no tengo tiempo… Corro a ver a la señora Lecoeur. ¡Ah! ¡Sé cada cosa!… Venga, si quiere.

A decir verdad, sólo cruzaba el pabellón de la fruta para recoger a la Sarriette. Ésta no pudo resistir la tentación. El señor Jules estaba allí, columpiándose en una silla, afeitado y fresco como un querubín.

—Cuida un momento la tienda, ¿eh? —le dijo—. Vuelvo en seguida.

Pero él se levantó, le gritó con su voz gruesa, cuando doblaba por el pasillo:

—¡Eh! ¡De eso nada, Lisette! Me largo, ¿sabes?… No quiero esperar una hora como el otro día… Y encima tus ciruelas me dan dolor de cabeza.

Y se marchó tan tranquilo, con las manos en los bolsillos. El puesto quedó solo. La señorita Saget hacía correr a la Sarriette. En el pabellón de la mantequilla, una vecina les dijo que la señora Lecoeur estaba en el sótano.

La Sarriette bajó a buscarla, mientras la vieja se instalaba en medio de los quesos.

Abajo, el sótano está muy oscuro; a lo largo de las callejas, los trasteros están revestidos de una tela metálica de finas mallas, por miedo a los incendios; las lámparas de gas, muy escasas, ponen manchas amarillas sin rayos en el vaho nauseabundo, más pesado aún por el aplastamiento de la bóveda. Pero la señora Lecoeur trabajaba la manteca en una de las mesas colocadas a lo largo de la calle Berger. Los tragaluces dejan caer un pálido resplandor. Las mesas, continuamente lavadas con agua de los grifos, tienen blancuras de mesas nuevas. De espaldas a la bomba del fondo, la vendedora amasaba las pellas, en medio de una caja de roble. Cogía, a su lado, las muestras de las distintas mantequillas, las mezclaba, las corregía una con otra, al igual que se procede con los vinos. Doblada en dos, los hombros puntiagudos, los brazos flacos y nudosos, como espárragos, desnudos hasta los hombros, hundía furiosamente los puños en esa pasta grasienta que adquiría un aspecto blanquecino y gredoso. Sudaba, lanzaba un suspiro a cada esfuerzo.

—La señorita Saget quiere hablar con usted, tía —dijo la Sarriette.

La señora Lecoeur se detuvo, se acomodó la cofia sobre el pelo con los dedos llenos de mantequilla, sin miedo a las manchas, al parecer.

—He acabado, que espere un momento —respondió.

—Tiene algo muy interesante que contarle.

—Sólo un minuto, pequeña.

Había vuelto a hundir los brazos. La manteca le subía hasta los codos. Ablandada previamente en agua tibia, aceitaba su carne de pergamino, haciendo resaltar las gruesas venas moradas que le cruzaban la piel, semejantes a rosarios de varices reventadas. La Sarriette estaba asqueada de aquellos brazos tan feos, ensañándose en medio de la masa fundente. Pero recordaba el oficio; en tiempos también ella metía sus manitas adorables en la mantequilla, durante tardes enteras; e incluso aquello era su crema de almendras, un ungüento que le conservaba la piel blanca, las uñas rosadas, y cuya flexibilidad parecían haber conservado sus finos dedos. Por eso, tras un silencio, prosiguió:

—No va a ser muy especial esa pella, tía… Tiene usted ahí mantecas demasiado fuertes.

—Lo sé muy bien —dijo la señora Lecoeur entre gemidos—, pero ¿qué quieres? Hay que vender de todo… La gente quiere comprar barato, pues se les da barato… ¡Bah, siempre será demasiado bueno para los clientes!

La Sarriette pensaba que no comería de buen grado una mantequilla trabajada por los brazos de su tía. Miró dentro de un tarrito lleno de una especie de tintura roja.

—Su bija está demasiado clara —murmuró.

La bija sirve para dar a las pellas un hermoso color amarillo. Los comerciantes creen guardar religiosamente el secreto de esa tintura, que proviene simplemente de la semilla de la bija; aunque es cierto que la fabrican con zanahorias y con caléndulas.

—¿Qué? ¿Viene o no? —dijo la joven, que se impacientaba y que ya no estaba acostumbrada al olor infecto del sótano—. A lo mejor la señorita Saget se ha marchado ya… Debe de saber cosas muy graves sobre el tío Gavard.

La señora Lecoeur, de golpe, no continuó. Dejó la pella y la bija. Ni siquiera se limpió los brazos. Con una leve palmada se acomodó de nuevo la cofia, pisándole los talones a su sobrina, subiendo la escalera, repitiendo con inquietud:

—¿Crees que no nos habrá esperado?

Pero se tranquilizó al ver a la señorita Saget, en medio de los quesos. Ni se le había ocurrido marcharse. Las tres mujeres se sentaron al fondo del estrecho cajón. Estaban unas encima de otras, hablándose con las narices pegadas a las caras. La señorita Saget guardó silencio durante dos minutos largos; después, cuando vio que las otras dos ardían de curiosidad, con una voz aguda:

—El tal Florent, ¿saben?… ¡Bueno!, pues ahora puedo decirles de dónde sale.

Y las dejó un instante más pendientes de sus labios.

—Sale de presidio —dijo por fin, ensordeciendo terriblemente la voz.

Alrededor de ellas, los quesos apestaban. Sobre los dos anaqueles del puesto, al fondo, se alineaban enormes pellas de mantequilla; las mantequillas de Bretaña, en cestos, desbordaban; las mantequillas de Normandía, envueltas en lienzos, semejaban esbozos de vientres, sobre los cuales un escultor hubiera lanzado paños mojados; otras pellas, empezadas, talladas por los anchos cuchillos como rocas a plomo, llenas de valles y de fracturas, eran como cimas derrumbadas, doradas por la palidez de una tarde de otoño. Bajo la mesa del mostrador, de mármol rojo veteado de gris, los cestos de huevos ponían su palidez de tiza; y en cajas, sobre encellas de paja, quesillos de cabra colocados uno junto a otro, gournays alineados de plano, como medallas, formaban capas más oscuras manchadas con tonos verdosos. Pero los quesos se apilaban sobre todo en la mesa. Allí, al lado de los panes de mantequilla de a libra, sobre hojas de acelga, se desplegaba un cantal enorme, como hendido a hachazos; después venían un chester, de color de oro, un gruyère, semejante a una rueda caída de algún carro bárbaro, quesos de bola, redondos como cabezas cortadas, embadurnadas de sangre seca, con esa dureza de cráneo que les ha valido el nombre de «cabezas de muerto»[28]. Un parmesano, en medio de aquella pesadez de pasta cocida, añadía cierto olor aromático. Tres bries, sobre tablas redondas, tenían melancolías de lunas apagadas; dos de ellos, muy secos, estaban en su punto; el tercero, menos que mediado, se derretía, se vaciaba de una crema blanca, extendida en lago, arrasando las delgadas tablillas con ayuda de las cuales habían intentado en vano contenerlo. Los port-salut, semejantes a discos antiguos, mostraban muy visible el nombre impreso de los fabricantes. Un romantour, vestido con su papel de plata, hacía soñar con una barra de turrón, un queso azucarado, perdido entre aquellas fermentaciones acres. Los roquefort, también, bajo campanas de cristal, adoptaban un porte principesco, con caras jaspeadas y untuosas, veteadas de azul y amarillo, como atacados por una enfermedad vergonzosa de gente rica que ha comido demasiadas trufas; mientras que, en una bandeja, al lado, los quesitos de cabra, del tamaño de un puño de niño, duros y grisáceos, recordaban los guijarros que los machos cabríos, al conducir el rebaño, hacen rodar en los recodos de los senderos pedregosos. Comenzaban entonces los hedores: los montd’or, de un amarillo claro, desprendiendo un olor dulzón; los troyes, muy espesos, magullados en los bordes, de aspereza más fuerte, agregando una fetidez de sótano húmedo; los camemberts, con un aroma de caza demasiado pasada; los neufchâteles, los limburgos, los marolles, los pont-l’évéque, cuadrados, poniendo cada cual su nota aguda y particular en aquella frase ruda hasta la náusea; los livarots, teñidos de rojo, terribles en la garganta como un vapor de azufre; y después, por último, por encima de todos los demás, los olivets, envueltos en hojas de nogal, como esas carroñas que los campesinos cubren de ramas, al borde de un campo, humeantes al sol. El calor de la tarde había ablandado los quesos; los mohos de las cortezas se fundían, se barnizaban con ricos tonos de cobre rojo y de verdín, semejantes a heridas mal cerradas; bajo las hojas de roble, un soplo levantaba la piel de los olivets, que latía como un pecho, con un aliento lento y fuerte de hombre dormido; una oleada de vida había agujereado un livarot, pariendo por ese corte un tropel de gusanos. Y detrás de las balanzas, en su delgada caja, un géromé anisado difundía un olor tan infecto que, alrededor de la caja, sobre el mármol rojo veteado de gris, habían caído moscas.

La señorita Saget tenía ese géromé casi en la nariz. Se echó hacia atrás, apoyó la cabeza en las grandes hojas de papel amarillas y blancas, colgadas por una punta, al fondo del puesto.

—Sí —repitió con una mueca de desagrado—, viene del presidio… ¿Qué? ¿No es como para bajarles los humos a los Quenu-Gradelle?

Pero la señora Lecoeur y la Sarriette lanzaban exclamaciones de asombro. No era posible. ¿Qué es lo que había hecho para ir a presidio? ¡Quién iba a sospechar que la señora Quenu, cuya virtud era la gloria del barrio, escogiera un amante en el presidio!

—¡Eh! No, no lo entienden —exclamó la vieja, impaciente—. Escúcheme de una vez… Ya sabía yo que había visto a ese desgalichado en alguna parte.

Les contó la historia de Florent. Ahora recordaba un vago rumor que había corrido por aquella época, un sobrino del viejo Gradelle enviado a Cayena, por haber matado a seis gendarmes en una barricada; e incluso lo había visto una vez, en la calle Pirouette. Conque aquél era el falso primo. Y se quejaba, añadiendo que perdía memoria, que estaba acabada, que dentro de poco ya no sabría nada. Lloraba por esa muerte de su memoria como un erudito que viera volando al viento las notas acumuladas con el trabajo de toda una existencia.

—¡Seis gendarmes! —murmuró la Sarriette con admiración—; debe de tener puños sólidos, ese hombre.

—Y ha hecho otras muchas —agregó la señorita Saget—. No le recomiendo que se lo encuentre a media noche.

—¡Qué bribón! —balbució la señora Lecoeur, totalmente espantada.

El sol oblicuo entraba bajo el pabellón, los quesos apestaban con más fuerza. En ese momento, dominaba sobre todo el marolles; lanzaba tufaradas poderosas, un olor a paja podrida, entre la insulsez de las pellas de mantequilla. Después, el viento pareció cambiar; bruscamente, estertores de limburgo llegaron entre las tres mujeres, agrios y amargos, como brotados de gargantas de moribundos.

—Pero —prosiguió la señora Lecoeur— es el cuñado de la gorda Lisa, entonces… No se ha acostado con ella…

Se miraron, sorprendidas por este aspecto del nuevo caso de Florent. Las fastidiaba abandonar su primera versión. La vieja señorita aventuró, encogiéndose de hombros:

—Eso no empece…, aunque, la verdad, me parecería verdaderamente fuerte… En fin, no pondría la mano en el fuego.

—Además —hizo observar la Sarriette—, eso ya es viejo, él ya no sigue acostándose con ella, porque usted lo vio con las dos Méhudin.

—Claro que sí, ¡por éstas que son cruces!, guapa —exclamó la señorita Saget, picada, creyendo que no se fiaban de ella—. Está todas las noches, entre las faldas de las Méhudin… Y, además, nos da igual. Que se haya acostado con quien quiera, ¿verdad? Nosotras somos mujeres decentes… ¡Menudo pillo!

—Desde luego —concluyeron las otras dos—. Es todo un sinvergüenza.

En suma, la historia tomaba un sesgo trágico; se consolaban de perdonar a la bella Lisa contando con alguna espantosa catástrofe provocada por Florent. Evidentemente, tenía malos designios; esa gente sólo se escapa para prender fuego por todas partes; así, pues, semejante hombre no podía haber entrado en el Mercado Central sin «maquinar una buena». Entonces empezaron con suposiciones prodigiosas. Las dos vendedoras declararon que iban a añadir un candado a su trastero; y la Sarriette recordó incluso que la semana pasada le habían robado un cesto de melocotones. Pero la señorita Saget las aterrorizó, informándolas de que los «rojos» no procedían así; les traían sin cuidado los cestos de melocotones; se juntaban doscientos o trescientos para matar a todo el mundo, saquear a sus anchas. La política era eso, decía con la superioridad de una persona instruida. La señora Lecoeur se puso enferma; veía arder el Mercado Central, una noche en que Florent y sus cómplices se hubieran escondido al fondo de los sótanos, para lanzarse desde allí sobre París.

—¡Eh! Ahora que lo pienso —dijo de repente la vieja—, está la herencia del viejo Gradelle… ¡Vaya! ¡Vaya! Los Quenu no deberían andarse con bromas.

Estaba de lo más jovial. Los comadreos dieron un giro. Se lanzaron sobre los Quenu, cuando hubo contado la historia del tesoro en el saladero, que conocía hasta en sus menores detalles. Decía incluso la cifra de ochenta y cinco mil francos, sin que Lisa ni su marido recordasen haberla confiado a alma viviente. No importa, los Quenu no habían entregado su parte al «flacucho». Iba demasiado mal vestido para eso. A lo mejor ni siquiera sabía la historia del saladero. Unos ladrones, esa gente. Después, acercaron las cabezas, bajando la voz, decidiendo que quizás fuera peligroso atacar a la bella Lisa, pero que había que «ajustarle las cuentas al rojo», para que no siguiera comiendo el dinero del pobre Gavard.

Al nombre de Gavard, se hizo un silencio. Se miraron las tres, con aire prudente. Y, como resollaban un poco, fue el camembert el que sintieron sobre todo. El camembert, con su perfume de caza, había vencido los olores más sordos del marolles y el limburgo; expandía sus exhalaciones, ahogaba los otros aromas bajo una sorprendente abundancia de alientos podridos. Sin embargo, en medio de esta frase vigorosa, el parmesano lanzaba a ratos un delgado hilillo de flauta campestre; mientras que los bries le añadían insulsas dulzuras de húmedos tamboriles. Hubo una repetición sofocante del livarot. Y esta sinfonía se mantuvo un momento sobre una nota aguda del géromé anisado, prolongada en un calderón.

—He visto a la señora Léonce —prosiguió la señorita Saget, con una ojeada significativa.

Entonces las otras dos se mostraron muy atentas. La señora Léonce era la portera de Gavard, en la calle de la Cossonnerie. Vivía allí en una vieja casa, un poco metida, ocupada en la planta baja por un almacenista de limones y naranjas, que había hecho enlucir las paredes de azul hasta el segundo piso. La señora Léonce le hacía la casa, guardaba las llaves de los armarios, le subía tisanas cuando estaba acatarrado. Era una mujer seria, de cincuenta y pico años, que hablaba lentamente, de forma interminable; se había enfadado un día porque Gavard le había pellizcado en la cintura, lo cual no le impidió ponerle sanguijuelas en un sitio delicado, después de una caída que él tuvo. La señorita Saget, que iba todos los miércoles por la tarde a tomar café en su garita, trabó con ella una amistad aún más estrecha cuando el pollero fue a vivir en la casa. Charlaban sobre el buen hombre horas enteras; lo querían mucho; deseaban su felicidad.

—Sí, he visto a la señora Léonce —repitió la vieja—; tomamos café, ayer… La encontré muy apenada. Parece que el señor Gavard nunca vuelve a casa antes de la una. El domingo le subió un caldo, porque lo vio con muy mala cara.

—Venga, ésa sabe lo que se hace —dijo la señora Lecoeur, a quien inquietaban esas atenciones de la portera.

La señorita Saget se creyó en el deber de defender a su amiga:

—Nada de eso, se equivoca usted… La señora Léonce está por encima de su posición. Es una mujer muy honrada… ¡Ah! ¡Pues sí!, si quisiera llenarse las manos, en casa del señor Gavard, hace tiempo que no habría tenido más que agacharse. Parece que él lo deja todo por ahí… Y justamente quería hablarles a propósito de eso, pero silencio, ¿eh? Les digo esto muy en secreto.

Juraron por todos los dioses que serían mudas. Estiraban el cuello. Entonces la otra, solemnemente:

—Han de saber que el señor Gavard está raro desde hace algún tiempo… Ha comprado armas, una gran pistola que gira, ya saben. La señora Léonce dice que es un horror, que esta pistola está siempre sobre la chimenea o en la mesa, y que ya no se atreve a limpiar… Y eso no es nada. Su dinero…

—Su dinero —repitió la señora Lecocur, cuyas mejillas ardían.

—¡Bueno! Pues ya no tiene acciones, lo ha vendido todo, ahora tiene en un armario un montón de oro…

—Un montón de oro —dijo la Sarriette, fascinada.

—Sí, un gran montón de oro. Hay muchísimo, en un estante. Deslumbra. La señora Léonce me contó que él abrió el armario una mañana delante de ella, y que le hizo daño a la vista, de tanto como brillaba.

Hubo un nuevo silencio. Los párpados de las tres mujeres se agitaban, como si hubieran visto el montón de oro. La Sarriette se echó a reír la primera, murmurando:

—Pues yo, si el tío me lo diera, me divertiría de lo lindo con Jules… No nos levantaríamos más, mandaríamos cosas ricas del restaurante.

La señora Lecoeur estaba como aplastada por esta revelación, bajo aquel oro que ya no podía apartar de su vista. La envidia la oprimía los costados. Por fin levantó sus brazos flacos, sus manos secas, cuyas uñas desbordaban de mantequilla cuajada; y sólo pudo balbucir, en un tono lleno de angustia:

—No hay que pensar en eso, duele demasiado.

—¡Eh! Sería suyo, si ocurriera un accidente —dijo la señorita Saget—. Yo, si fuera usted, velaría por mis intereses… Ya entiende, esa pistola no presagia nada bueno. El señor Gavard está mal aconsejado. Todo esto acabará mal.

Volvieron a Florent. Lo desollaron con más furia aún. Después, sosegadamente, calcularon a dónde podrían llevarlos, a él y a Gavard, aquellas feas historias. Muy lejos, con toda seguridad, si alguien tenía la lengua demasiado larga. Entonces juraron que, en lo que a ellas tocaba, no abrirían la boca, y no porque el canalla de Florent mereciera la menor consideración, sino porque había que evitar a toda costa que el digno señor Gavard se viera comprometido. Se habían levantado y, cuando la señorita Saget se iba, la vendedora de mantequilla preguntó:

—Sin embargo, en caso de accidente, ¿cree usted que se puede una fiar de la señora Léonce? ¿Quizás es ella la que tiene la llave del armario?

—Pregunta usted demasiado —respondió la vieja—. La creo mujer muy decente, pero, después de todo, no sé; hay circunstancias… En fin, las he avisado a las dos, es asunto suyo.

Permanecían en pie, saludándose, entre el perfume final de los quesos. Todos, a esa hora, cantaban a la vez. Era una cacofonía de soplos infectos, desde las blandas pesadeces de las pastas cocidas, del gruyère y el bola, hasta los picores alcalinos del olivet. Estaban los zumbidos sordos del cantal del chester, de los quesos de cabra, semejantes a un amplio canto de bajo, sobre los que destacaban, en notas picadas, los humillos bruscos de los neufchâteles, los troyes y los mont-d’or. Después los olores se espantaban, rodaban unos sobre otros, se espesaban con las tufaradas del port-salut, del limburgo, del géromé, del marolles, del livarot, del pont-l’evéque, poco a poco confundidos, dilatados en una única explosión de hedores. Esto se expandía, se sostenía, en medio de la vibración general, sin tener ya perfumes distintos, con un vértigo continuo de náusea y una fuerza terrible de asfixia. Sin embargo, parecía que lo que apestaba tan fuerte eran las malignas palabras de la señora Lecoeur y la señorita Saget.

—Se lo agradezco mucho —dijo la vendedora de mantequilla—. ¡Ea! Si alguna vez soy rica, la recompensaré.

Pero la vieja no se marchaba. Cogió un quesito de cabra, le dio la vuelta, lo puso sobre la mesa de mármol. Después preguntó cuánto costaba.

—¡Para mí! —agregó con una sonrisa.

—Para usted nada —respondió la señora Lecoeur—. Se lo regalo.

Y repitió:

—¡Ah! ¡Si yo fuera rica!

Entonces la señorita Saget le dijo que un día lo sería. El queso ya había desaparecido en el cabás. La vendedora de mantequilla volvió a bajar al sótano, mientras la vieja señorita acompañaba a la Sarriette hasta su puesto. Allí charlaron un instante sobre el señor Jules. La fruta, a su alrededor, tenía un fresco aroma a primavera.

—Huele mejor aquí que en lo de su tía —dijo la vieja—. Hace un momento estaba mareada. ¿Cómo se las arregla para vivir allí dentro?… Aquí, al menos, se está agradable, a gusto. Esto le da esos colores, guapita.

La Sarriette se echó a reír. Le gustaban los cumplidos. Después vendió una libra de cascabelillos a una señora, diciéndole que eran puro azúcar.

—Ya compraría yo, sí, cascabelillos —murmuró la señorita Saget, cuando la señora se marchó—; pero necesito tan pocos… Una mujer sola, ya comprende…

—Coja un puñado, pues —exclamó la linda morena—. No me arruinaré por eso… Y mándeme a Jules, ¿eh?, si lo ve. Debe de estarse fumando un puro, en el primer banco, saliendo por la calle principal, a la derecha.

La señorita Saget había alargado la mano para coger el puñado de cascabelillos, que fue a reunirse con el queso en el cabás. Fingió salir del Mercado; pero dio un rodeo por una de las calles cubiertas, caminando lentamente, pensando que unos cascabelillos y un quesito componían una cena en exceso frugal. De ordinario, después de su gira de la tarde, cuando no había conseguido que las vendedoras, a quienes colmaba de mimos y de chismes, le llenasen el cabás, se veía reducida a las sobras. Regresó subrepticiamente al pabellón de la mantequilla. Allí, del lado de la calle Berger, detrás de los escritorios de los mayoristas de ostras, se encuentran los puestos de las carnes cocidas. Cada mañana, unos carruajes cerrados, en forma de cajas, forrados de cinc y guarnecidos de tragaluces, se detienen en las puertas de las grandes cocinas, recogen en revoltillo los trincheros de los restaurantes, las embajadas, los ministerios. La clasificación tiene lugar en el sótano. A partir de las nueve, se exhiben los platos, adornados, a quince y veinticinco céntimos, trozos de carne, filetes de caza, cabezas o colas de pescados, verduras, embutidos, y hasta postres, pasteles apenas empezados y caramelos casi enteros. Muertos de hambre, empleaduchos, mujeres tiritando de fiebre hacen cola; y a veces los chavales abuchean a lívidos tacaños, que compran con miradas al soslayo, espiando por si alguien los ve. La señorita Saget se deslizó delante de un puesto, cuya dueña pregonaba su pretensión de vender sólo restos salidos de las Tullerías. Un día incluso le había hecho llevarse un trozo de pierna de cordero, asegurándole que venía del plato del emperador. Aquel trozo de cordero, comido con cierto orgullo, era como un consuelo para la vanidad de la vieja señorita. Si se escondía, además, era para no cerrarse las puertas de las tiendas del barrio, por las que rondaba sin comprar nunca nada. Su táctica consistía en enfadarse con los proveedores, en cuanto sabía su historia; se iba con otros, los dejaba, hacía las paces, daba la vuelta al Mercado; de modo que acababa instalándose en todos los comercios. Hubiera podido pensarse en compras formidables, cuando en realidad vivía de regalos y de sobras pagadas con su dinero, en último extremo.

Esa tarde no había más que un viejo muy alto delante del tenderete. Olía un plato, pescado y carne mezclados. La señorita Saget olió por su parte un lote de pescado frito, frío. Eran quince céntimos. Regateó, lo sacó por diez céntimos. El pescado frito se sumió en el cabás. Pero llegaban otros compradores, las narices se acercaban a los platos, con movimiento uniforme. El olor del mostrador era nauseabundo, un olor a vajilla pringosa y a fregadero mal lavado.

—Pase mañana a verme —dijo la vendedora a la vieja—. Le apartaré algo rico… Esta noche hay una gran cena en las Tullerías.

La señorita Saget prometía ir, cuando, al volverse, divisó a Gavard que había oído y que la miraba. Se puso muy colorada, encogió los flacos hombros, se marchó sin aparentar reconocerlo. Pero él la siguió un instante, alzándose de hombros, mascullando que ya no le extrañaba la mala intención de aquella arpía, «desde el momento en que se envenenaba con porquerías sobre las que habían eructado en las Tullerías».

A partir del día siguiente, un sordo rumor corrió por el Mercado. La señora Lecoeur y la Sarriette cumplían sus grandes juramentos de discreción. En esta circunstancia, la señorita Saget se mostró especialmente hábil: calló, dejando a las otras dos a cargo de difundir la historia de Florent. Al principio fue un relato abreviado, simples palabras que se propagaban muy bajas; después, las diversas versiones se fundieron, los episodios se alargaron, se formó una leyenda, en la cual Florent desempeñaba el papel del coco. Había matado diez gendarmes en la barricada de la calle Grenéta; había regresado en un barco de piratas que ensangrentaban todos los mares; desde su llegada se le veía merodear de noche con hombres sospechosos, cuyo jefe debía de ser él. Y la imaginación de las vendedoras se lanzaba libremente, soñaba con las cosas más dramáticas, una banda de contrabandistas en pleno París, o bien una vasta asociación que centralizaba los robos cometidos en el Mercado. Al tiempo que se hablaba malignamente de la herencia, se compadecía mucho a los Quenu-Gradelle. La tal herencia apasionó. La opinión general fue que Florent había vuelto para recoger su parte del tesoro. Sólo que, como no era muy explicable que aún no hubieran hecho la partición, se inventó que él estaba esperando una buena ocasión para embolsárselo todo. Un día seguramente aparecerían asesinados los Quenu-Gradelle. Se contaba que ya, cada noche, había espantosas peleas entre los dos hermanos y la bella Lisa.

Cuando estos cuentos llegaron a oídos de la bella Normanda, se encogió de hombros riendo.

—Quita allá —dijo—, no lo conocen… Es dulce como un cordero, el pobre hombre.

Acababa de rechazar abiertamente la mano del señor Lebigre, quien había intentado una gestión oficial. Desde hacía dos meses, todos los domingos regalaba a las Méhudin una botella de licor. Era Rose la que llevaba la botella, con su aire sumiso. Siempre estaba encargada de un cumplido para la Normanda, de una frase amable que repetía fielmente, sin parecer molesta en absoluto con tan extraño recado. Cuando el señor Lebigre se vio despedido, para demostrar que no estaba enfadado y que no perdía la esperanza, envió a Rose, al domingo siguiente, con dos botellas de champán y un gran ramo de flores. Se lo entregó todo a la bella pescadera en persona, recitando de un tirón este madrigal del vinatero:

—El señor Lebigre le ruega que se beba esto a su salud, muy quebrantada por lo que usted sabe. Espera que un día acceda usted a sanarlo, siendo con él tan hermosa y tan buena como estas flores.

A la Normanda la divirtió la cara embelesada de la sirvienta. La besó, hablándole de su amo, que era muy exigente, decían. Le preguntó si lo quería mucho, si llevaba tirantes, si de noche roncaba. Después le hizo volver a llevarse el champán y el ramo.

—Dígale al señor Lebigre que no me la mande más… Usted es demasiado buena, chiquilla. Me irrita verla tan dulce, con sus botellas bajo el brazo. ¿Es que no puede arañarle a su señor?

—¡Toma! Él quiere que venga —respondió Rose al marcharse—. Y usted se equivoca al apenarlo… Es un hombre muy guapo.

La Normanda estaba conquistada por el tierno carácter de Florent. Continuaba siguiendo las clases de Órdago, de noche, bajo la lámpara, soñando con que se casaba con aquel chico tan bueno con los niños; ella conservaba su puesto de pescadera, él llegaba a una posición elevada en la administración del Mercado. Pero ese sueño chocaba con el respeto que le testimoniaba el profesor; la saludaba, se mantenía a distancia, cuando ella hubiera querido bromear con él, dejarse hacer cosquillas, amar, en fin, como ella sabía amar. Esta resistencia sorda fue justamente lo que le hizo acariciar la idea de una boda a todas horas. Se imaginaba grandes disfrutes de amor propio. Florent vivía en otro mundo, más elevado y más lejano. Acaso hubiera cedido, de no haberse apegado al pequeño Órdago; y, además, la idea de tener una amante en aquella casa, al lado de la madre y de la hermana, le repugnaba.

La Normanda se enteró de la historia de su amado con gran sorpresa. Jamás había abierto él la boca sobre estas cosas. Ella le regañó. Esas aventuras extraordinarias añadieron un picante más a sus ternuras hacia él. Entonces, durante veladas enteras, tuvo que contar todo lo que le había ocurrido. Ella temblaba por si la policía acababa descubriéndolo; pero él la tranquilizaba, decía que era demasiado viejo, que la policía, ahora, ya no se molestaría. Una noche le habló de la mujer del bulevar Montmartre, de aquella señora de capota rosa, cuyo pecho agujereado había sangrado sobre sus manos. A menudo pensaba aún en ella; había paseado su afligido recuerdo por las noches claras de la Guayana; había regresado a Francia con el loco ensueño de encontrarla en una acera, en un hermoso día de sol, aunque seguía sintiendo su pesadez de muerta a través de las piernas. Aunque a lo mejor se había recuperado. A veces, en la calle, el corazón le había dado un vuelco, creyendo reconocerla. Seguía las capotas rosa, los chales caídos sobre los hombros, con temblores en el alma. Cuando cerraba los ojos, la veía caminar, venir hacia él; pero dejaba resbalar el chal, mostraba las dos manchas rojas del camisolín, se le aparecía con una blancura de cera, con ojos vacíos, labios atormentados. Su gran sufrimiento fue durante mucho tiempo no saber su nombre, no tener de ella sino una sombra, que él nombraba con pesar. Cuando la idea de mujer se alzaba en él, era ella quien surgía, quien se ofrecía como la única buena, la única pura. Se sorprendió muchas veces soñando que ella lo buscaba por aquel bulevar donde se había quedado, que le habría dado toda una vida de gozo, si lo hubiera encontrado unos segundos antes. No quería otra mujer, para él no existían ya. Su voz temblaba tanto al hablar de ella, que la Normanda comprendió, con su instinto de enamorada, y tuvo celos.

—Pardiez —murmuraba maligna—, más vale que no la vuelva a ver. No debe de estar muy guapa a estas alturas.

Florent se quedó palidísimo, con el horror de la imagen evocada por la pescadera. Su recuerdo de amor se hundía en un osario. No le perdonó esa brutalidad atroz, que puso a partir de entonces en la adorable capota de seda la mandíbula saliente, las cuencas de los ojos de un esqueleto. Cuando la Normanda lo embromaba sobre aquella señora «que se había acostado con él, en la esquina de la calle Vivienne», se volvía brutal, la hacía callar con una frase casi grosera.

Pero lo que más impresionó a la bella Normanda de esas revelaciones fue que se había equivocado al creer quitarle un enamorado a la bella Lisa. Eso menguaba su triunfo, hasta el punto de que quiso menos a Florent durante ocho días. Se consoló con la historia de la herencia. La bella Lisa ya no fue una mojigata, fue una ladrona que se quedaba con la fortuna de su cuñado, con modales hipócritas para engañar a la gente. Cada noche, ahora, mientras Órdago copiaba los modelos de caligrafía, la conversación recaía sobre el tesoro del viejo Gradelle.

—¡Mira tú qué ideas, el viejo! —decía la pescadera riendo—. ¡Quería salar sus cuartos, y por eso los metió en el saladero!… Ochenta y cinco mil francos es una linda suma, y encima los Quenu habrán mentido: quizá había el doble, el triple… ¡Ah! ¡Bueno, lo que es yo, exigiría mi parte, y a toda prisa!

—No necesito nada —repetía siempre Florent—. Ni siquiera sabría dónde meterlo, ese dinero.

Entonces ella se enfurecía:

—Mire, no es usted un hombre. Da lástima… ¿Es que no comprende que los Quenu se burlan de usted? La gorda le pasa la ropa usada y los trajes viejos de su marido. No digo eso por herirle, pero, en fin, todo el mundo se da cuenta… Lleva usted unos pantalones, tiesos de grasa, que todo el barrio ha visto en el trasero de su hermano durante tres años… Yo, en su lugar, les arrojaría sus andrajos a la cara, y haría mis cuentas, Son cuarenta y dos mil quinientos francos, ¿no? Pues no saldría de allí sin mis cuarenta y dos mil quinientos francos.

De nada valía que Florent le explicase que su cuñada le ofrecía su parte, que la tenía a su disposición, que era él quien no la quería. Descendía a los más insignificantes detalles, trataba de convencerla de la honradez de los Quenu.

—¡Cuénteselo a Rita! —cantaba ella con voz irónica—. ¡Ya conozco yo su honradez! La gorda la deja dobladita todas las mañanas en su armario de luna, para no ensuciarla… De veras, mi pobre amigo, me da usted pena. Y encima se deja engañar que es un gusto. No ve más claro que un niño de cinco años. Ella le meterá el dinero, un día, en el bolsillo, y se lo quitará otra vez. No hay que andarse con más listezas. ¿Quiere usted que vaya yo a reclamar lo que le deben, a ver? Sería divertido, se lo aseguro. O me dan el calcetín o destrozo toda la tienda, palabra de honor.

—No, no, no estaría usted en su lugar —se apresuraba a decir Florent, asustado—. Ya veré, a lo mejor pronto necesito dinero.

Ella lo dudaba, se encogía de hombros, murmurando que era demasiado blando. Su continua preocupación fue, por ello, lanzarlo sobre los Quenu-Gradelle, empleando todas las armas, la cólera, la burla, la ternura. Después abrigó otro proyecto. Cuando se hubiera casado con Florent, sería ella la que iría a abofetear a la bella Lisa, si ésta no devolvía la herencia. De noche, en la cama, soñaba despierta: entraba en la salchichería, se sentaba en el medio y medio del comercio, a la hora de la venta, hacía una escena espantosa. Acarició tanto este proyecto, acabó por seducirla hasta tal punto, que se habría casado únicamente por ir a reclamar los cuarenta y dos mil quinientos francos del viejo Gradelle.

La vieja Méhudin, exasperada por la despedida a Lebigre, gritaba a quien la quisiera oír que su hija estaba loca, que el «flacucho» había debido de darle a comer alguna asquerosa droga. Cuando conoció la historia de Cayena, fue terrible, lo calificó de galeote, de asesino, dijo que no era sorprendente que estuviera tan chupado, de puro bribón. En el barrio, era ella quien contaba las versiones más atroces de la historia. Pero en casa se contentaba con rezongar, fingiendo cerrar el cajón de la cubertería en cuanto llegaba Florent. Un día, después de una disputa con su hija mayor, exclamó:

—Esto no puede seguir así, ¿es ese canalla, verdad, quien te aparta de mí? No me pongas en el disparadero, porque iría a denunciarlo a la comisaría, ¡tan cierto como que es de día!

—¿Iría a denunciarlo? —repitió la Normanda, temblorosa, los puños apretados—. No haga ese disparate… ¡Ah!, si no fuera mi madre…

Claire, testigo de la disputa, se echó a reír, con una risa nerviosa que le desgarraba la garganta. Desde hacía algún tiempo estaba más sombría, más caprichosa, los ojos enrojecidos, el semblante blanco.

—¡Bueno! ¿Y qué? —preguntó—, le pegarías… ¿Y me pegarías a mí también, a mí, que soy tu hermana? Esto acabará así, ¿sabes? Despejaré la casa, iré yo a la comisaría para evitarle la caminata a mamá.

Y como la Normanda se ahogaba, balbuciendo amenazas, agregó:

—No tendrás que tomarte el trabajo de pegarme… Me tiraré al agua, al pasar el puente.

Gruesas lágrimas rodaban de sus ojos. Escapó a su cuarto, cerrando las puertas con violencia. La señora Méhudin no volvió a hablar de denunciar a Florent. Pero Órdago refirió a su madre que la encontraba charlando con el señor Lebigre en todas las esquinas del barrio.

La rivalidad de la bella Normanda y de la bella Lisa tomó entonces un cariz más mudo e inquietante. Por la tarde, cuando el toldo de la salchichería, de cutí gris con franjas rosas, se encontraba bajado, la pescadera gritaba que la gorda tenía miedo, que se escondía. También la exasperaba la cortinilla del escaparate, cuando estaba bajada; representaba, en el centro de un claro, un almuerzo de caza, con caballeros de frac y damas escotadas, que comían, sobre la amarilla hierba, un pastel rojo tan grande como ellos. La bella Lisa no tenía miedo, no. En cuanto el sol se iba, volvía a subir la cortinilla; miraba tranquilamente, desde su mostrador, calcetando, la manzana del Mercado plantada de plátanos, llena de un hormigueo de golfos que hurgaban en el suelo, bajo las rejas de los árboles; a lo largo de los puestos, los cargadores fumaban en pipa; en los dos extremos de la acera, dos columnas de anuncios estaban como vestidas con trajes de arlequín por los cuadrados verdes, amarillos, rojos, azules, de los carteles de teatro. Ella vigilaba perfectamente a la bella Normanda, pareciendo interesarse por los coches que pasaban. A veces fingía inclinarse, seguir, hasta la parada de la punta de San Eustaquio, el ómnibus que iba desde la Bastilla a la plaza Wagram; era para ver mejor a la pescadera, que se vengaba de su cortinilla poniéndose a su vez anchas hojas de papel gris en la cabeza y sobre su mercancía, con el pretexto de protegerse del sol poniente. Pero la bella Lisa seguía llevando ventaja ahora. Se mostraba muy tranquila al acercarse el golpe decisivo, mientras que la otra, pese a sus esfuerzos por tener un aire distinguido, se dejaba arrastrar siempre a alguna insolencia demasiado grosera que lamentaba a continuación. La ambición de la Normanda era parecer «persona bien». Nada la afectaba más que oír alabar los buenos modales de su rival. La vieja Méhudin se había fijado en este punto flaco, y ya sólo atacaba a su hija por ese lado.

—He visto a la señora Quenu en su puerta —decía a veces—, de noche. Es asombroso lo bien que se conserva esa mujer. Y limpísima, ¡y con pinta de auténtica señora!… Es el mostrador, ya ves. El mostrador mantiene a una mujer, le da distinción.

Había en ello una oculta alusión a las proposiciones del señor Lebigre. La Normanda no respondía, se quedaba un instante pensativa. Se veía en la otra esquina de la calle Pirouette, en el mostrador de la tienda de vinos haciendo juego con la bella Lisa. Ésa fue la primera grieta en su cariño hacía Florent.

Florent, a decir verdad, se estaba volviendo terriblemente difícil de defender. El barrio entero se abalanzaba sobre él. Parecía que cada cual tuviera un interés inmediato en exterminarlo. En el Mercado, ahora, unos juraban que se había vendido a la policía; otros afirmaban que lo habían visto en el sótano de la mantequilla, tratando de agujerear las telas metálicas de los trasteros, para arrojar fósforos encendidos. Había una amplificación de las calumnias, un torrente de insultos, cuya fuente había crecido, sin que se supiera exactamente de dónde salía. El pabellón del pescado fue el último en sumarse a la insurrección. Las pescaderas querían a Florent por su dulzura. Lo defendieron durante algún tiempo; después, trabajadas por las vendedoras que llegaban del pabellón de la mantequilla y de la fruta, cedieron. Entonces recomenzó la lucha de los vientres enormes, de los pechos prodigiosos, contra aquel flaco. Se vio perdido de nuevo entre las faldas, entre los corpiños llenos a rebosar, que rodaban furiosamente en torno a sus hombros puntiagudos. Él no veía nada, caminaba en derechura hacia su idea fija.

Ahora, a todas horas, en todos los rincones, aparecía el sombrero negro de la señorita Saget, en medio de aquel desencadenamiento. Su carita pálida parecía multiplicarse. Había jurado un rencor terrible a la sociedad que se reunía en el reservado acristalado de Lebigre. Acusaba a aquellos señores de haber difundido la historia de las sobras. La verdad era que Gavard, una noche, contó que «aquella estantigua» que iba a espiarlos se alimentaba con las porquerías que la camarilla bonapartista ya no quería. A Clémence le dieron náuseas. Robine tragó a toda prisa un dedo de cerveza, como para lavarse el gaznate. Mientras tanto el pollero repetía su frase:

—Las Tullerías han eructado encima.

Decía eso con una mueca abominable. Aquellas lonchas de carne recogidas del plato del emperador eran para él basuras sin nombre, una hez política, un resto podrido de todas las porquerías del reinado. Entonces, en casa de Lebigre, pusieron a la señorita Saget como chupa de dómine; se convirtió en un estercolero viviente, una bestia inmunda alimentada con podredumbre que los propios perros no habían querido. Clémence y Gavard propalaron la historia por el Mercado, hasta el punto de que las buenas relaciones de la vieja señorita con las vendedoras sufrieron mucho. Cuando regateaba, charlando sin comprar nada, la mandaban a las sobras. Eso le cortó sus fuentes de informes. Ciertos días, ni siquiera sabía lo que pasaba. Lloraba de rabia. Fue en esa ocasión cuando les dijo crudamente a la Sarriette y a la señora Lecoeur:

—Ya no necesitan pincharme, chicas… Le ajustaré las cuentas a su Gavard.

Las otras dos se quedaron un poco cortadas; pero no protestaron. Al día siguiente, por lo demás, la señorita Saget, más calmada, se enterneció de nuevo a cuenta del pobre Gavard, tan mal aconsejado y que decididamente corría a la perdición.

Gavard, en efecto, se comprometía mucho. Desde que la conspiración maduraba, llevaba consigo a todas partes el revólver que tanto asustaba a su portera, la señora Léonce. Era un revólver muy grande que había comprado en la mejor armería de París, con modales misteriosísimos. Al día siguiente, se lo enseñaba a todas las mujeres del pabellón de la volatería, como un colegial que esconde una novela prohibida en su pupitre. Dejaba asomar el cañón por el borde del bolsillo; lo mostraba, con un ligero guiño de ojos; y además se andaba con reticencias, confesiones a medias, toda la comedia de un hombre que finge deliciosamente tener miedo. La tal pistola le daba una enorme importancia; lo alineaba definitivamente entre la gente peligrosa. A veces, en el fondo de su puesto, consentía en sacarla totalmente del bolsillo, para enseñársela a dos o tres mujeres. Quería que las mujeres se pusieran delante de él para, decía, taparlo con sus sayas. Entonces la montaba, la manejaba, apuntaba a un ganso o un pavo colgados sobre el mostrador. El espanto de las mujeres le encantaba; acababa tranquilizándolas, diciéndoles que no estaba cargada. Pero llevaba también cartuchos encima, en una caja que abría con infinitas precauciones. Cuando las otras habían sopesado los cartuchos, se decidía por fin a guardar su arsenal. Y, con los brazos cruzados, eufórico, peroraba horas enteras:

—Un hombre con eso es un hombre —decía con aire de jactancia—. Ahora me río de los guindillas… El domingo fui a probarla con un amigo, en la llanura de Saint Denis. Ya comprenderán, uno no anda contándole a todo el mundo que tiene juguetes de éstos… ¡Ah!, pequeñas mías, disparábamos a un árbol y, cada vez, ¡paf!, tocado el árbol… Ya verán, ya; dentro de algún tiempo oirán ustedes hablar de Anatolio.

Le había puesto Anatolio a su revólver. Se las arregló tan bien que, al cabo de ocho días, todo el pabellón conocía la pistola y los cartuchos. Su camaradería con Florent, además, parecía sospechosa. Era demasiado rico, demasiado gordo, para que los confundieran en el mismo odio. Pero perdió la estimación de la gente hábil, e incluso logró asustar a los miedosos. A partir de entonces, estuvo encantado.

—Es imprudente llevar armas consigo —decía la señorita Saget—. Eso le jugará una mala pasada.

En casa de Lebigre, Gavard exultaba. Desde que ya no comía con los Quenu, Florent vivía allí, en el reservado acristalado. Almorzaba y comía allí, iba a cada momento a encerrarse allí. Lo había convertido en una especie de habitación propia, un escritorio donde dejaba sus levitas viejas, libros, papeles. El señor Lebigre toleraba esta toma de posesión; y hasta había quitado una de las mesas para amueblar la estrecha pieza con una banqueta acolchada sobre la cual, llegado el caso, Florent hubiera podido dormir. Cuando éste sentía algún escrúpulo, el dueño le rogaba que no se cohibiera y ponía la casa entera a su disposición. Logre le atestiguaba igualmente una gran amistad. Se había convertido en su lugarteniente. A todas horas conversaba con él del «asunto», para informarle de sus gestiones y darle los nombres de los nuevos afiliados. En aquella tarea había asumido el papel de organizador: era él quien debía enlazar a la gente, crear las secciones, preparar cada malla de la vasta red en la que caería París a una señal dada. Florent seguía siendo el jefe, el alma del complot. Por lo demás, el jorobado parecía sudar sangre sin llegar a resultados apreciables; aunque había jurado conocer en cada barrio dos o tres grupos de hombres de temple, semejantes al grupo que se reunía en el bar de Lebigre, hasta entonces no había proporcionado ninguna información concreta: lanzaba nombres al aire, contaba caminatas sin fin, en medio del entusiasmo del pueblo. Lo más claro que traía eran apretones de mano; un fulano, a quien tuteaba, le había estrechado la mano diciendo que «sería de los suyos»; en el Gros-Caillou, un tío larguirucho, que sería un espléndido jefe de sección, le había descoyuntado el brazo; en la calle Popincourt, todo un grupo de obreros lo había abrazado. Según él, podían reunirse cien mil hombres de la noche a la mañana. Cuando llegaba, con aire extenuado, dejándose caer en la banqueta del reservado, variando sus historias, Florent tomaba notas, contaba con él para la realización de sus promesas. Pronto el complot vivió en sus bolsillos; las notas se convirtieron en realidades, en datos indiscutibles, sobre los cuales se bosquejó todo el plan; no había sino esperar una buena ocasión. Logre decía, con sus gestos apasionados, que todo iría sobre ruedas.

En esa época Florent fue enteramente feliz. Ya no caminaba sobre la tierra, como levantado por aquella idea intensa de convertirse en justiciero de los males que había visto sufrir. Era de una credulidad infantil y de una confianza de héroe. Logre hubiera podido contarle que el genio de la columna de Julio iba a bajar para ponerse a su cabeza, sin sorprenderlo. En el bar de Lebigre, por las noches, se permitía efusiones, hablaba de la próxima batalla como de una fiesta a la cual estarían invitadas todas las buenas personas. Pero aunque Gavard, encantado, jugara entonces con su revólver, Charvet se volvía más agrio, reía burlón, encogiéndose de hombros. La actitud de jefe del complot adoptada por su rival lo sacaba de quicio, le asqueaba de la política. Una noche que, al llegar temprano, se encontró solo con Logre y el señor Lebigre, se desahogó:

—Ese muchacho —dijo— no tiene dos ideas en política, más le hubiera valido entrar de profesor de caligrafía en un pensionado de señoritas… Sería una desgracia si tuviera éxito, pues nos metería a sus condenados obreros en las narices, con sus quimeras sociales. Ya lo ven ustedes, eso es lo que pierde al partido. Ya basta de llorones, de poetas humanitarios, de gente que se besa al menor rasguño… Pero no se saldrá con la suya. Se hará enjaular, sin más.

Logre y el vinatero no rechistaron. Dejaban seguir a Charvet.

—Ya hace mucho —continuó éste— que estaría enjaulado, si fuera tan peligroso como pretende hacer creer. Ya saben, con esos humos de retornado de Cayena… Da lástima. Les digo que la policía, desde el primer día, ha sabido que estaba en París. Si lo ha dejado tranquilo es porque le trae sin cuidado.

Logre se estremeció ligeramente.

—A mí me vigilan desde hace quince años —prosiguió el hebertista, con una pizca de orgullo—. Y no por eso lo voy pregonando a voz en grito… Sólo que a mí no me meten en su trifulca. No quiero que me pillen como a un imbécil… Quizá tiene ya media docena de soplones a sus espaldas, que lo cogerán por el cuello, el día que la prefectura lo necesite…

—¡Oh! No, ¡vaya idea! —dijo el señor Lebigre que no hablaba jamás.

Estaba un poco pálido, miraba a Logre, cuya joroba resbalaba suavemente sobre el tabique de cristal.

—Eso son suposiciones —murmuró el jorobado.

—Suposiciones, si usted quiere —respondió el profesor particular—. Sé cómo funciona eso… En cualquier caso, no es todavía esta vez cuando me agarrarán los guindillas. Hagan ustedes lo que les parezca; pero más les valdría hacerme caso, sobre todo usted, señor Lebigre, no comprometa su establecimiento, que se lo cerrarán.

Logre no pudo contener una sonrisa. Charvet les habló varias veces en este sentido; debía de acariciar el proyecto de apartar a los dos hombres de Florent, asustándolos. Los encontró siempre de un tranquilo y de un confiado que le sorprendieron mucho. Sin embargo, seguía yendo por allí con bastante regularidad, por las noches, con Clémence. La morena alta ya no estaba empleada en la plaza del pescado. El señor Manoury la había despedido.

—Esos mayoristas son todos unos sinvergüenzas —gruñía Logre.

Clémence, reclinada contra el tabique, liando un cigarrillo con sus largos y delgados dedos, contestaba con su voz nítida:

—¡Bah! Es natural… No teníamos las mismas opiniones políticas, ¿no? Ese gordo de Manoury, que gana más dinero que pesa, le lamería las botas al emperador. Yo, si tuviera una oficina, no lo conservaría ni veinticuatro horas como empleado.

La verdad es que ella gastaba bromas pesadas, y que se había divertido, un día, poniendo, en las tablillas de venta, frente a los gallos, las rayas, las caballas adjudicadas, los nombres de las damas y caballeros más conocidos de la corte. Aquellos motes de peces atribuidos a altos dignatarios, aquellas adjudicaciones de condesas y baronesas, vendidas a franco y medio la pieza, habían asustado terriblemente al señor Manoury. Gavard se reía aún.

—¡No importa —decía dándole golpecitos en el brazo a Clémence—, es usted todo un hombre!

Clémence había inventado una nueva forma de hacer el grog. Llenaba primero el vaso con agua caliente; después, tras haberla azucarado, vertía, sobre la rodaja de limón que flotaba, el ron gota a gota, de modo que no se mezclara con el agua; y le prendía fuego, lo miraba arder, muy seria, fumando lentamente, con el rostro verdeado por la alta llama del alcohol. Pero se trataba de una consumición cara que no pudo seguir tomando cuando perdió su puesto. Charvet le hacía observar, con una risa afectada, que ahora ya no era rica. Vivía de una clase de francés que daba, en lo alto de la calle Miromesnil, muy temprano, a una joven que perfeccionaba su instrucción, a escondidas incluso de su doncella. Desde entonces pidió sólo una jarra de cerveza por las noches. La bebía, por lo demás, con toda filosofía.

Las veladas del reservado acristalado ya no eran tan bulliciosas. Charvet callaba bruscamente, palideciendo de fría rabia, cuando le daban de lado para escuchar a su rival. La idea de que había reinado allí, de que antes de la llegada del otro gobernaba al grupo como un déspota, ponía en su corazón el cáncer de un rey desposeído. Si iba aún por allí es porque sentía nostalgia de aquel estrecho rincón, donde recordaba tan dulces horas de tiranía sobre Gavard y sobre Robine; la propia joroba de Logre le pertenecía entonces, así como los gruesos brazos de Alexandre y el semblante sombrío de Lacaille; con una palabra los doblegaba, les metía su opinión en el pecho, les rompía su cetro sobre los lomos. Pero hoy sufría demasiado, acababa por no hablar ya, enarcando la espalda, silbando con aire desdeñoso, sin dignarse combatir las estupideces difundidas delante de él. Lo que más lo desesperaba era que lo habían suplantado poco a poco, sin que se diera cuenta. No se explicaba la superioridad de Florent. Decía a menudo, tras haberlo oído hablar con su voz dulce, un poco triste, durante horas:

—Ese chico es un cura. Sólo le falta la sotana.

Los demás parecían beber sus palabras. Charvet, que encontraba ropas de Florent en todas las perchas, fingía no saber ya dónde colgar su sombrero, por miedo a mancharlo. Apartaba los papeles que andaban por allí, decía que ya no se estaba a gusto, desde que aquel «señor» hacía todo en el reservado. Incluso se quejó al vinatero, preguntándole si el reservado pertenecía a un solo parroquiano o a la sociedad. Esta invasión de sus estados fue el golpe de gracia. Los hombres eran unos animales. Le entraba un gran desprecio por la humanidad cuando veía a Logre y al señor Lebigre comerse a Florent con los ojos. Gavard lo exasperaba con su revólver. Robine, que permanecía silencioso detrás de su cerveza, le pareció decididamente el hombre más listo de la pandilla; debía de juzgar a la gente por lo que valía, no se contentaba con palabras. En cuanto a Lacaille y Alexandre, lo confirmaban en su idea de que el pueblo es demasiado bruto, que necesita una dictadura revolucionaria de diez años para aprender a comportarse.

Mientras tanto, Logre afirmaba que las secciones pronto estarían totalmente organizadas. Florent empezaba a distribuir los papeles. Entonces, una noche, tras una postrera discusión, en la que llevó la peor parte, Charvet se levantó, cogió su sombrero, diciendo:

—Muy buenas noches, y déjense ustedes romper la crisma, si eso les divierte… Yo no estoy de acuerdo, ya comprenden. Nunca he trabajado para la ambición de nadie. Clémence, que se ponía el mantón, agregó fríamente:

—Es un plan necio.

Y como Robine los miraba salir con ojos afables, Charvet le preguntó si no se iba con ellos. Robine, que tenía aún tres dedos de cerveza en su jarra, se contentó con darles un apretón de manos. La pareja no volvió. Lacaille informó un día a la sociedad de que Charvet y Clémence frecuentaban ahora una cervecería de la calle Serpente; los había visto, por un cristal, gesticulando mucho, en medio de un grupo atento de jovencitos.

Florent nunca pudo alistar a Claude. Soñó por un instante con darle sus ideas en política, con hacer de él un discípulo que lo hubiera ayudado en su tarea revolucionaria. Para iniciarlo, lo llevó una noche al bar de Lebigre. Pero Claude se pasó la velada haciendo un croquis de Robine, con el sombrero y el gabán marrón, la barba apoyada en el pomo del bastón. Después, al salir con Florent, le dijo:

—No, mire, no me interesa todo eso que ustedes cuentan ahí dentro. Puede ser muy inteligente, pero se me escapa… ¡Ah!, eso sí, tienen ustedes un ejemplar espléndido, ese condenado Robine. Ese hombre es profundo como un pozo… Volveré, pero no por la política. Vendré a hacer un croquis de Logre y un croquis de Gavard, para ponerlos con Robine en un cuadro estupendo, en el que pensaba mientras ustedes discutían la cuestión…, ¿cómo dicen?, la cuestión de las dos Cámaras, ¿no?… ¿Qué? ¿Se imagina usted a Gavard, a Logre y a Robine charlando de política, emboscados tras sus jarras de cerveza? Será el éxito del Salón, amigo mío, un éxito de mil demonios, un auténtico cuadro moderno.

A Florent le apenó su escepticismo político. Lo hizo subir a su casa, lo retuvo hasta las dos de la madrugada en la estrecha terraza, frente al azulado Mercado. Lo catequizaba, le decía que no era un hombre si se mostraba tan indiferente a la felicidad de su país. El pintor sacudía la cabeza, contestando:

—Quizá tenga usted razón. Soy un egoísta. Ni siquiera puedo decir que pinto para mi país, porque, en primer lugar, mis bocetos asustan a todo el mundo, y además, cuando pinto, pienso únicamente en mi placer personal. Es como si me hiciera cosquillas a mí mismo cuando pinto; me da la risa por todo el cuerpo… ¿Qué quiere? Uno está hecho así, y no por eso va a tirarse al agua… Y, además, Francia no me necesita, como dice mi tía Lisa… ¿Me permite que le sea franco? ¡Bueno! Pues si usted me gusta, es porque me tiene pinta de hacer política igualito que yo hago mi pintura. Usted se hace cosquillas, amigo mío.

Y como el otro protestaba:

—¡Déjeme! Usted es un artista en su género, usted sueña con la política; apuesto a que se pasa aquí las noches, mirando las estrellas, tomándolas por papeletas de votación del infinito… En fin, usted se hace cosquillas con sus ideas de justicia y de verdad. Y esto es tan cierto, que las ideas de usted, lo mismo que mis bocetos, les dan un miedo atroz a los burgueses… Y, además, aquí entre nosotros, ¿cree usted que me divertiría ser amigo suyo si fuera usted Robine?… ¡Ah, es usted un gran poeta!

A continuación bromeó, diciendo que la política no le molestaba, que había acabado por acostumbrarse, en las cervecerías y en los estudios. A este respecto, habló de un café en la calle Vauvilliers, el café que se encontraba en la planta baja de la casa donde vivía la Sarriette. Aquella famosa sala, con sus banquetas de terciopelo raído, sus mesas de mármol amarilleadas por las rebabas de los carajillos, era el lugar habitual de reunión de la juventud del Mercado. Allí el señor Jules reinaba sobre una pandilla de cargadores, de dependientes de comercio, de señores con blusas blancas, con gorras de terciopelo. Él llevaba, en el nacimiento de las patillas, dos mechones de pelo pegados contra las mejillas en un caracol. Cada sábado se hacía igualar el pelo a navaja, para tener el cuello blanco, en una barbería de la calle de los Dos Escudos, donde estaba abonado por mes. Y así daba la pauta a aquellos señores, cuando jugaba al billar, con estudiada gracia, ensanchando las caderas, redondeando brazos y piernas, acostándose a medias sobre el tapete, en una postura arqueada que daba a sus riñones todo su valor. Una vez acabada la partida, conversaban. La pandilla era muy reaccionaria, muy mundana. El señor Jules leía la prensa ligera. Conocía al personal de los teatrillos, tuteaba a las celebridades del día, sabía el fracaso o el éxito de la pieza representada la víspera. Pero tenía una debilidad por la política. Su ideal era Morny[29], como lo llamaba a secas. Leía las sesiones del Cuerpo Legislativo, riendo de gusto ante las menores frases de Morny. ¡Bien se burlaba Morny de esos sinvergüenzas de republicanos! Y partía de eso para decir que sólo los granujas detestaban al emperador, porque el emperador quería el bienestar de la gente como es debido.

—He ido algunas veces a su café —dijo Claude a Florent—. También esos resultan divertidos, con sus pipas, cuando hablan de los bailes de la corte, como si los hubieran invitado… El chico que está con la Sarriette, ya sabe, se burló de lo lindo de Gavard la otra noche. Le llama mi tío… Cuando la Sarriette bajó a buscarlo, tuvo que pagar; y le costó seis francos, porque había perdido las consumiciones al billar… ¡Guapa chica, eh, la tal Sarriette!

—Se da usted buena vida —murmuró Florent sonriendo—. Cadine, la Sarriette y las otras, ¿verdad?

El pintor se encogió de hombros.

—¡Ah! ¡Bueno! Se equivoca —respondió—. No necesito mujeres, me estorbarían demasiado. Ni siquiera sé para qué sirve una mujer; siempre me dio miedo probar… Buenas noches, que duerma bien. Si un día llega a ministro, le daré ideas para embellecer París.

Florent tuvo que renunciar a hacer de él un discípulo dócil. Eso lo apenó; pues, pese a su gran ceguera de fanático, acababa por notar en torno a sí la hostilidad que iba creciendo a cada hora. Incluso en casa de las Méhudin encontraba una acogida más fría; la vieja se reía por lo bajo, Órdago ya no obedecía, la bella Normanda lo miraba con bruscas impaciencias, cuando acercaba su silla a la de él, sin poder sacarlo de su frialdad. Le dijo una vez que parecía sentir asco de ella, y él no encontró sino una sonrisa cohibida, mientras ella iba a sentarse rudamente al otro lado de la mesa. Había perdido igualmente la amistad de Auguste. El mozo de la salchichería ya no entraba a su cuarto, cuando subía a acostarse. Estaba muy asustado por los rumores que corrían sobre aquel hombre, con quien antes se atrevía a encerrarse hasta medianoche. Augustine le hacía jurar que no volvería a cometer semejante imprudencia. Pero Lisa acabó de enfadarlos, rogándoles que atrasaran la boda hasta que el primo hubiera devuelto la habitación de arriba; no quería darle a su nueva dependienta el gabinete del primer piso. A partir de entonces, Auguste deseó que «pasaportaran al presidiario». Había encontrado la salchichería soñada, no en Plaisance, un poco más lejos, en Montrouge; el tocino estaba a buen precio, Augustine decía que estaba lista, riendo con su risa de gordota pueril. Por ello, cada noche, al menor ruido que lo despertaba, experimentaba un falso gozo, creyendo que la policía echaba el guante a Florent.

En casa de los Quenu-Gradelle no se hablaba para nada de estas cosas. Un tácito entendimiento del personal de la salchichería había hecho el silencio en torno a Quenu. Éste, un poco triste por la desavenencia entre su hermano y su mujer, se consolaba atando sus salchichones y salando sus tiras de tocino. Se acercaba a veces al umbral de la tienda, a exhibir su curtida tez roja, que reía sobre la blancura del delantal tensado por el vientre, sin sospechar el redoble de comadreos que su aparición engendraba en el fondo del Mercado. Lo compadecían, lo encontraban menos gordo, aunque estuviera enorme; otros, por el contrario, lo acusaban de no haber adelgazado lo bastante con la vergüenza de tener un hermano como el suyo. Él, como los maridos engañados, que son los últimos en enterarse de su accidente, tenía una linda ignorancia, una alegría tierna, cuando paraba a alguna vecina en la acera, para pedirle noticias de su queso de Italia o de su cabeza de cerdo en gelatina. La vecina ponía una cara apiadada, parecía presentarle sus condolencias, como si a todos los cerdos de la salchichería les hubiera dado la ictericia.

—¿Qué tienen todas, que me miran con cara de entierro? —le preguntó un día a Lisa—. ¿Me encuentras tú mal aspecto?

Ella lo tranquilizó, le dijo que estaba fresco como una rosa, pues él tenía un miedo atroz a la enfermedad; cuando sufría la menor indisposición, gemía, lo ponía todo patas arriba. Pero la verdad era que la gran salchichería de los Quenu-Gradelle se estaba ensombreciendo: los espejos palidecían, los mármoles tenían blancuras heladas, las carnes cocidas del mostrador dormían en grasas amarillentas, en lagos de gelatina turbia. Hasta Claude entró un día a decirle a su tía que su escaparate tenía pinta de «aburrido». Era cierto. Sobre el lecho de finos recortes azules, las lenguas rellenas de Estrasburgo presentaban melancolías blanquecinas de lenguas enfermas, mientras que las ricas caras redondas de los codillos, todas canijas, estaban coronadas por pompones verdes desolados. Además, en la tienda, las parroquianas eran incapaces de pedir un trozo de morcilla, cincuenta céntimos de tocino, media libra de manteca de cerdo sin bajar la voz, afligida, como en la habitación de un moribundo. Había siempre dos o tres faldas plañideras plantadas delante de la estufa fría. La bella Lisa llevaba el luto de la salchichería con muda dignidad. Dejaba caer de forma aún más correcta los delantales blancos sobre el traje negro. Sus manos limpias, ajustadas en los puños por las grandes mangas, su semblante, embellecido aún más por una tristeza decorosa, decían claramente a todo el barrio, a todas las curiosas que desfilaban desde la mañana a la noche, que los Quenu sufrían una desgracia inmerecida, pero que ella conocía las causas y que sabría triunfar. Y a veces se agachaba, prometía con la mirada días mejores a los dos peces de colores, también inquietos, que nadaban lánguidamente en el acuario del escaparate.

La bella Lisa no se permitía más que un placer. Daba sin temor golpecitos bajo la barbilla satinada de Marjolin. Éste acababa de salir del hospital con el cráneo zurcido, tan grueso y jovial como antes, pero tonto, todavía más tonto, idiota perdido. La raja había debido de llegarle a los sesos. Era un animal. Tenía una puerilidad de niño de cinco años en un cuerpo de coloso. Reía, ceceaba, no podía pronunciar las palabras, obedecía con una dulzura de cordero. Cadine lo recuperó por entero, extrañada al principio, después muy feliz con aquel soberbio animal del cual hacía lo que quería: lo acostaba en los cestos de plumas, lo llevaba a vagabundear, lo utilizaba a su antojo, lo trataba como un perro, una muñeca, un amante. Era de su propiedad, como una golosina, un rincón estercolado del Mercado, una carne rubia que usaba con refinamientos de libertina. Pero aunque la pequeña lo obtuviera todo de él y lo arrastrara tras sus talones como un gigante sumiso, no podía impedirle que volviera por la tienda de la señora Quenu. Le había pegado con sus puños nerviosos, sin que pareciera ni siquiera sentirlo. En cuanto ella se colgaba al cuello su bandeja, para pasear sus flores por la calle del Puente Nuevo o la calle Turbigo, él se iba a rondar la salchichería.

—¡Entra de una vez! —le gritaba Lisa.

Con frecuencia le daba pepinillos. Él los adoraba, se los comía con su risa de inocente, delante del mostrador. La visión de la bella salchichera lo arrobaba, le hacía dar palmadas de gozo. Después saltaba, lanzaba grititos, como un crío al que le ponen enfrente algo rico. Ella, los primeros días, tenía miedo de que él se acordara.

—¿Te sigue doliendo la cabeza? —le preguntó.

Respondió que no, con un balanceo de todo el cuerpo, estallando en un gozo más vivo. Ella prosiguió suavemente:

—Entonces, ¿te habías caído?

—Sí, caído, caído, caído —se puso él a cantar, con un tono de perfecta satisfacción, dándose manotadas en el cráneo.

Después, seriamente, extasiado, repetía, mirándola, las palabras «guapa, guapa, guapa» a ritmo más lento. Eso emocionaba mucho a Lisa. Había exigido a Gavard que lo despidiera. Y cuando él le había cantado su canción de humilde cariño, era cuando ella le acariciaba bajo la barbilla, diciéndole que era un buen chico. Su mano se olvidaba allí, tibia, con un gozo discreto; esta caricia se había convertido en un placer permitido, una señal de amistad que el coloso recibía con todo infantilismo. Hinchaba un poco el cuello, cerraba los ojos complacido, como un animal al que acarician. La bella salchichera, para disculparse a sus propios ojos del honrado placer que sentía con él, se decía que compensaba así el puñetazo con que lo había derribado en el sótano de las aves.

Mientras tanto, la salchichería seguía triste. Florent se aventuraba alguna vez a ir por allí, estrechaba la mano de su hermano, en medio del silencio glacial de Lisa. Incluso se presentaba a cenar de vez en cuando, algún domingo. Quenu hacía entonces grandes esfuerzos de alegría, sin poder animar la comida. Comía mal, acababa enfadándose. Una noche, al salir de una de esas frías reuniones familiares, dijo a su mujer, casi llorando:

—Pero ¿qué es lo que tengo? En serio, ¿no estaré enfermo, no me encuentras cambiado?… Es como si tuviera un peso en alguna parte. Y encima estoy triste, sin saber por qué, palabra de honor… ¿Tú no lo sabrás?

—Una mala disposición, sin duda —contestó Lisa.

—No, no, dura desde hace demasiado tiempo, me ahoga… Sin embargo, los negocios no nos van mal, no tengo grandes pesares, sigo la rutina habitual… Y también tú, chica, no estás bien, pareces como triste… Si esto continúa, mandaré llamar al médico.

La bella salchichera lo miraba gravemente.

—No hay necesidad de médicos —dijo—. Ya pasará… Mira, es un mal viento que sopla en este momento. Todo el mundo está enfermo en el barrio…

Después, como cediendo a una ternura maternal:

—No te preocupes, gordo… No quiero que caigas enfermo. Sería el colmo.

Solía mandarlo a la cocina, sabiendo que el ruido de las tajaderas, la canción de las grasas, el alboroto de las ollas lo alegraban. Además, así evitaba las indiscreciones de la señorita Saget, que ahora se pasaba mañanas enteras en la salchichería. La vieja ponía su empeño en espantar a Lisa, en empujarla a una resolución extrema. Ante todo, obtuvo sus confidencias.

—¡Ay! ¡Qué gente más mala! —dijo—. Gente que haría mejor en ocuparse de sus asuntos… Si usted supiera, querida señora Quenu… No, jamás me atreveré a repetírselo.

Como la salchichera afirmaba que la cosa no podía afectarla, que estaba por encima de las malas lenguas, le murmuró al oído, por encima de las carnes del mostrador:

—¡Bueno! Pues dicen que el señor Florent no es su primo…

Y poco a poco demostró que lo sabía todo. No era sino una manera de tener a Lisa a su merced. Cuando ésta confesó la verdad, igualmente por táctica, para tener a mano una persona que la pusiera al corriente de las habladurías del barrio, la vieja señorita juró que se echaría un candado a la boca, que lo negaría todo así tuviera el cuello bajo la cuchilla. Desde entonces disfrutó a fondo con aquel drama. Cada día abultaba las noticias inquietantes.

—Deberían tomar precauciones —murmuraba—. He vuelto a oír en la casquería a dos mujeres que hablaban de lo que usted sabe. No puedo decirle a la gente que miente, ya comprenderá. Resultaría raro… Y la cosa corre, corre. No se podrá detener. Tendrá que estallar.

Unos días después, se lanzó por fin al auténtico asalto. Llegó muy asustada, esperó con gestos impacientes que no hubiera nadie en la tienda y con voz sibilante:

—¿Sabe usted lo que cuentan?… Esos hombres que se reúnen en casa de Lebigre, ¡pues bueno!, tienen todos fusiles, y esperan para volver a empezar como en el 48. ¡Es un desastre ver al señor Gavard, una buena persona, rico, bien situado, juntarse con unos pordioseros!… He querido avisarla, a causa de su cuñado.

—Son bobadas, no es nada serio —dijo Lisa para aguijonearla.

—¡Conque nada serio! Por la noche, al pasar por la calle Pirouette, se les oye lanzar unos gritos espantosos. No se cohíben, no. Recordará usted que intentaron pervertir a su marido… Y los cartuchos que les veo fabricar desde mi ventana, ¿son bobadas?… Después de todo, se lo digo por su interés.

—Claro, y se lo agradezco. Sólo que se inventan tantas cosas…

—¡Ah! No, por desgracia no es un invento… Todo el barrio habla de eso, por lo demás. Dicen que, si la policía los descubre, habrá muchas personas comprometidas. Por ejemplo, el señor Gavard…

Pero la salchichera se encogió de hombros, como diciendo que Gavard era un viejo loco, y que le estaría bien empleado.

—Hablo del señor Gavard como hablaría de los otros, de su cuñado, por ejemplo —prosiguió taimadamente la vieja—. Al parecer, su cuñado es el jefe… Es muy enojoso para ustedes. Les compadezco mucho; porque, a fin de cuentas, si la policía se personase aquí, podría muy bien llevarse también al señor Quenu. Dos hermanos son como dos dedos de la mano.

La bella Lisa protestó. Pero estaba muy blanca. La señorita Saget acababa de tocarla en lo más vivo de sus inquietudes. A partir de ese día, no trajo sino historias de inocentes arrojados a la cárcel por haber albergado a criminales. Por la noche, al ir a buscar su licor de grosellas a la tienda de vinos, componía un pequeño informe para la mañana siguiente. Y eso que Rose no era nada charlatana. La vieja contaba con sus oídos y sus ojos. Se había fijado perfectamente en el cariño del señor Lebigre hacia Florent, en su interés por retenerlo en su casa, en sus complacencias tan poco pagadas por el gasto que el muchacho hacía en la tienda. Esto la sorprendía tanto más cuanto que no ignoraba la situación de los dos hombres respecto a la bella Normanda.

—Se diría —pensaba— que lo está cebando con mimo… ¿A quién querrá vendérselo?

Una noche que estaba en la tienda, vio a Logre lanzarse sobre la banqueta del reservado, hablando de sus caminatas por los barrios, diciéndose muerto de cansando. Le miró vivamente los pies. Los zapatos de Logre no tenían una mota de polvo. Entonces sonrió discretamente, se llevó su licor, con los labios apretados.

A continuación completaba su informe desde la ventana. Esta ventana, muy alta, dominando las casas vecinas, le procuraba infinitos disfrutes. Se instalaba en ella a cualquier hora del día, como en un observatorio, desde el que acechaba al barrio entero. En primer lugar, todas las habitaciones, enfrente, a la derecha, a la izquierda, le eran familiares, hasta los más insignificantes muebles; habría podido contar, sin omitir detalle, las costumbres de los inquilinos, si se llevaban bien o mal, cómo se lavaban, qué comían de cena; conocía incluso a las personas que iban a verlos. Tenía además una vista sobre el Mercado, de forma que una mujer del barrio no podía cruzar la calle Rambuteau sin que ella la viera; decía, sin equivocarse, de dónde venía la mujer, a dónde iba, qué llevaba en el cesto, y su historia, y su marido, y sus vestidos, sus hijos, su fortuna. Ésa es la señora Loret, hace dar una buena educación a su hijo; ésa es la señora Hutin, una pobre mujercita a quien su marido descuida; ésa es la señorita Cécile, la hija del carnicero, una chica imposible de casar porque es escrofulosa. Y habría podido continuar días y días, ensartando frases vacías, divirtiéndose extraordinariamente con hechos menudos, sin ningún interés. Pero, a partir de las ocho, sólo tenía ojos para la ventana de cristales esmerilados donde se dibujaban las sombras negras de los consumidores del reservado. Comprobó allí la escisión Charvet y de Clémence, al no encontrar sobre el transparente lechoso sus secas siluetas. Ni un solo acontecimiento ocurría allí sin que ella acabara por adivinarlo, gracias a ciertas revelaciones bruscas de aquellos brazos y aquellas cabezas que surgían silenciosamente. Se volvió muy aguda, interpretó las narices alargadas, los dedos separados, las bocas hendidas, los hombros desdeñosos, siguió la suerte de la conspiración paso a paso, hasta el punto de que hubiera podido decir cada día cómo estaban las cosas. Una noche, se le apareció el brutal desenlace. Vio la sombra de la pistola de Gavard, un perfil enorme de revólver, todo negro en la palidez de los cristales, con el cañón apuntado. La pistola iba y venía, se multiplicaba. Eran las armas de que había hablado a la señora Quenu. Después, otra noche, no comprendió, se imaginó que fabricaban cartuchos, al ver alargarse interminables tiras de tela. Al día siguiente bajó a las once, con el pretexto de pedirle a Rose si le podía prestar una vela; y, con el rabillo del ojo, entrevió, en la mesa del reservado, un montón de trapos rojos que le pareció espantoso. Su informe del día siguiente tuvo una gravedad decisiva.

—No quisiera asustarla, señora Quenu —dijo—; pero esto se está poniendo horrible… ¡Tengo miedo, palabra! No repita por nada del mundo lo que voy a confiarle. Me cortarían el cuello, si lo supieran.

Entonces, cuando la salchichera le hubo jurado que no la comprometería, le habló de los trapos rojos.

—No sé lo que podrá ser. Había un montón enorme. Parecían trapos empapados en sangre… Logre, ya sabe, el jorobado, se había puesto uno sobre los hombros. Tenía pinta de verdugo… No cabe duda, se trata de una nueva artimaña.

Lisa no contestaba, parecía reflexionar, con los ojos bajos, jugando con el mango de un tenedor, ordenando los trozos de saladillo en su fuente. La señorita Saget prosiguió suavemente:

—Yo, en su lugar, no me quedaría tan tranquila, querría saber… ¿Por qué no sube a mirar en la habitación de su cuñado?

Entonces Lisa tuvo un ligero estremecimiento. Soltó el tenedor, examinó a la vieja con ojos inquietos, creyendo que le adivinaba las intenciones. Pero la otra continuó:

—Está permitido, después de todo… Su cuñado los llevaría muy lejos, si lo dejaran… Ayer hablaban de usted, en casa de la señora Taboureau. Ahí tiene usted una amiga muy fiel. La señora Taboureau decía que usted era demasiado buena, que, en su lugar, ella hace tiempo que hubiera puesto orden en todo esto.

—¿Ha dicho eso la señora Taboureau? —murmuró la salchichera, pensativa.

—Cabalito, y la señora Taboureau es una mujer a la que se puede dar crédito… Intente saber, pues, qué son los trapos rojos. Luego me lo dirá, ¿verdad?

Pero Lisa no la escuchaba. Miraba vagamente los quesitos frescos y los caracoles, a través de las guirnaldas de salchichas del escaparate. Parecía perdida en una lucha interior, que ahondaba dos delgadas arrugas en su rostro mudo. Mientras tanto, la vieja señorita había metido la nariz encima de las bandejas del mostrador. Murmuraba, como hablando para sí:

—¡Vaya! Hay salchichón cortado… Debe de secarse, el salchichón cortado de antemano… Y esa morcilla está reventada. Claro, la habrán pinchado con un tenedor. Habría que retirarla, está manchando la bandeja.

Lisa, todavía distraída, le dio la salchicha y las rodajas de salchichón, diciendo:

—Es para usted, si le apetece.

Todo desapareció en el cabás. La señorita Saget estaba tan acostumbrada a los regalos que ni daba ya las gracias.

Cada mañana se llevaba todos los recortes de la salchichería. Se marchó, con intención de encontrar el postre en las tiendas de la Sarriette y de la señora Lecoeur, hablándoles de Gavard.

Cuando se quedó sola, la salchichera se sentó en la banqueta del mostrador, como para tomar mejor su decisión, poniéndose cómoda. Llevaba ocho días muy inquieta. Una noche Florent le había pedido quinientos francos a Quenu, con toda naturalidad, como hombre que tiene una cuenta abierta. Quenu lo remitió a su mujer. Eso le fastidió, temblaba un poco al dirigirse a la bella Lisa. Pero ésta, sin pronunciar palabra, sin tratar de conocer el destino de la suma, subió a su cuarto, le entregó los quinientos francos. Se limitó a decir que los había apuntado en la cuenta de la herencia. Tres días después, cogió mil francos más.

—No valía la pena de hacerse el desinteresado —dijo Lisa a Quenu por la noche, al acostarse—. ¿Ves cómo hice bien en guardar esa cuenta…? Espera, no he anotado los mil francos de hoy.

Se sentó ante el escritorio, releyó la página de los cálculos. Después agregó:

—Hice bien al dejar blancos. Señalaré al margen las entregas a cuenta… Ahora lo va a derrochar todo así, a poquitos… Hace tiempo que me esperaba esto.

Quenu no dijo nada, se acostó de pésimo humor. Todas las veces que su mujer abría el escritorio, el tablero lanzaba un grito de tristeza que le desgarraba el alma. Se prometió incluso amonestar a su hermano, impedirle que se arruinara con la Méhudin; pero no se atrevió. Florent, en dos días, pidió mil quinientos francos más. Logre había dicho una noche que, si encontraban dinero, las cosas irían mucho más rápidas. Al día siguiente, quedó encantado al ver cómo esta frase lanzada al aire caía en sus manos en forma de rollito de oro, que se embolsó bromeando, con la joroba saltando de alegría. Entonces hubo continuas necesidades: tal sección pedía alquilar un local; tal otra debía sostener a patriotas pobres; estaban también las compras de armas y municiones, los reclutamientos, los gastos de vigilancia. Florent lo habría dado todo. Se había acordado de la herencia, de los consejos de la Normanda. Acudía al escritorio de Lisa, retenido sólo por el sordo temor que sentía ante su rostro serio. Nunca, según él, gastaría su dinero por una causa más santa. Logre, entusiasmado, llevaba corbatas rosas sorprendentes y botinas de charol, cuya visión ensombrecía a Lacaille.

—Son tres mil francos en siete días —contó Lisa a Quenu—. ¿Tú qué dices? ¿No está mal, verdad? Si sigue a esta marcha, sus cincuenta mil francos le durarán como mucho cuatro meses… ¡Y el viejo Gradelle, que tardó cuarenta años en amasar su tesoro!

—¡Peor para ti! —exclamó Quenu—. No tenías necesidad de hablarle de la herencia.

Pero ella lo miró severamente, diciendo:

—Es su dinero, puede cogerlo todo… Lo que me contraría no es entregarle el dinero; es saber el mal empleo que debe de darle… Hace mucho tiempo que te lo estoy diciendo: esto tiene que acabar.

—Haz lo que quieras, no seré yo quien te lo impida —terminó declarando el salchichero, a quien la avaricia torturaba.

Quería mucho a su hermano, empero; pero la idea de los cincuenta mil francos comidos en cuatro meses le resultaba insoportable. Lisa, por las habladurías de la señorita Saget, adivinaba a dónde iba el dinero. Al permitirse la vieja una alusión a la herencia, ella aprovechó la ocasión para enterar al barrio de que Florent cogía su parte y se la comía como le petaba. Al día siguiente, la historia de los trapos rojos la decidió. Permaneció todavía unos instantes luchando, mirando a su alrededor la triste cara de la salchichería; los cerdos colgaban con aire huraño; Cordero, sentado junto a un tarro de grasa, tenía el pelaje erizado, los ojos tristones de un gato que ya no digiere en paz. Entonces llamó a Augustine para que atendiera el mostrador, y subió al cuarto de Florent.

Arriba, se sobresaltó al entrar en el cuarto. La suavidad infantil de la cama estaba manchada por un paquete de fajines rojos que colgaban hasta el suelo. Sobre la chimenea, entre las cajas doradas y los viejos tarros de crema, había brazaletes rojos, con paquetes de escarapelas que formaban enormes y anchas gotas de sangre. Después, en todos los clavos, sobre el gris borroso del papel pintado, pedazos de tela empavesaban las paredes, banderas cuadradas, amarillas, azules, verdes, negras, en las cuales la salchichera reconoció los banderines de las veinte secciones. La puerilidad de la pieza parecía estupefacta con aquella decoración revolucionaria. La crasa tontería ingenua que la dependienta había dejado allí, aquel aire blanco de las cortinas y los muebles, adquiría un reflejo de incendio; mientras que la fotografía de Auguste y Augustine parecía pálida de espanto. Lisa dio una vuelta, examinó los banderines, los brazaletes, los fajines, sin tocar nada, como si temiera que aquellos horrorosos andrajos la quemasen. Pensaba que no se había equivocado, que el dinero se iba en esas cosas. Esto, para ella, era una abominación, un hecho casi increíble que sublevaba todo su ser. Su dinero, ese dinero ganado tan honradamente, ¡sirviendo para organizar y pagar motines! Permanecía en pie, viendo las flores abiertas del granado de la terraza, semejantes a sangrientas escarapelas, escuchando el canto del pinzón, como un eco lejano de fusilería. Entonces se le ocurrió la idea de que la insurrección iba a estallar al día siguiente, quizá esa noche. Los banderines flameaban, los fajines desfilaban, un brusco redoble de tambor estallaba en sus oídos. Y bajó vivamente, sin siquiera demorarse leyendo los papeles desplegados sobre la mesa. Se detuvo en el primer piso, se vistió.

En aquella hora grave, la bella Lisa se peinó cuidadosamente, con mano tranquila. Estaba perfectamente resuelta, sin un temblor, con una severidad mayor en los ojos.

Mientras se abrochaba el vestido de seda negra, tensando tela con toda la fuerza de sus gruesas muñecas, recordaba las palabras del padre Roustan. Se interrogaba, y su conciencia le respondía que iba a cumplir un deber. Cuando se echó sobre los anchos hombros el chal de cachemira, sintió que llevaba a cabo un acto de elevada honradez. Se puso guantes violeta oscuro, y sujetó al sombrero un tupido velillo. Antes de salir, cerró el escritorio con doble vuelta, con aire esperanzado, como para decirle que por fin iba a poder dormir tranquilo.

Quenu exhibía su vientre blanco en el umbral de la salchichería. Quedó sorprendido al verla salir vestida de gala, a las diez de la mañana.

—¡Vaya! ¿A dónde vas? —le preguntó.

Ella inventó unas compras con la señora Taboureau. Agregó que pasaría por el teatro de la Gaité, a reservar entradas. Quenu corrió, la llamó, le recomendó que cogiera localidades centrales, para ver mejor. Después, cuando él se metió en la tienda, ella se dirigió a la parada de coches, a lo largo de San Eustaquio, subió a un simón, cuyas cortinillas bajó, diciendo al cochero que la llevara al teatro de la Gaité. Temía ser seguida. Cuando tuvo su cupón, se hizo llevar al Palacio de Justicia. Allí, delante de la verja, pagó el coche y lo despidió. Y despacito, a través de salones y corredores, llegó a la prefectura de policía.

Como se había perdido entre un barullo de guardias municipales y de señores con grandes levitas, dio medio franco a un hombre, que la guió hasta el despacho del comisario. Pero se necesitaba una carta de audiencia para penetrar hasta él. La hicieron pasar a una pieza estrecha, de un lujo de hotel amueblado, donde un personaje gordo y calvo, todo de negro, la recibió con huraña frialdad. Podía hablar. Entonces, levantándose el velillo, dijo su nombre, y lo contó todo, resueltamente, de un tirón. El personaje calvo la escuchaba, sin interrumpirla, con aire cansado. Cuando hubo acabado, preguntó, simplemente:

—Usted es la cuñada de ese hombre, ¿no?

—Sí —respondió claramente Lisa—. Somos gente honrada… No quiero que mi marido se vea comprometido.

Él se encogió de hombros, como para decir que todo aquello era muy fastidioso. Después, con aire impaciente:

—Mire usted, desde hace cerca de un año me están abrumando con este asunto. Me hacen denuncia tras denuncia, me empujan, me empujan. Ya comprenderá que, si no actúo, es porque prefiero esperar. Tenemos nuestras razones… Vea, ahí tiene el legajo. Puedo enseñárselo.

Le puso delante un enorme paquete de papeles, en una carpeta azul. Ella hojeó las piezas. Eran como capítulos sueltos de la historia que acababa de contar. Los comisarios de policía de El Havre, de Ruán, de Vernon anunciaban la llegada de Florent. A continuación venía un informe que daba cuenta de su instalación en casa de los Quenu-Gradelle. Después, su entrada en el Mercado Central, su vida, sus veladas en el bar de Lebigre, no se había omitido ni un detalle. Lisa, estupefacta, observó que los informes eran dobles, que habían debido de tener dos fuentes diferentes. Por fin encontró un montón de cartas, cartas anónimas de todos los formatos y todas las caligrafías. Fue el colmo. Reconoció una letra de gato, la letra de la señorita Saget, denunciando el reservado acristalado. Reconoció una gran hoja de papel grasienta, manchada con los gruesos palotes de la señora Lecoeur, y una página glaseada, adornada con un pensamiento amarillo, cubierta de los garabatos de la Sarriette y el señor Jules; las dos cartas advertían al gobierno que tuviera cuidado con Gavard. Reconoció también el estilo de verdulera de la vieja Méhudin, que repetía en cuatro páginas casi indescifrables las historias absurdas que corrían por el Mercado a cuenta de Florent. Pero la emocionó sobre todo una factura de su casa, que llevaba como encabezamiento las palabras: Salchichería Quenu-Gradelle, y sobre el dorso de la cual Auguste había vendido al hombre que consideraba un obstáculo para su boda.

El agente había obedecido a un secreto pensamiento al colocarle el legajo delante de los ojos:

—¿Reconoce alguna de esas letras? —le preguntó.

Balbuceó que no. Se había levantado. Estaba toda sofocada por lo que acababa de saber con el velillo bajado de nuevo, ocultando la vaga confusión que sentía ascender a sus mejillas. Su vestido de seda crujía; sus guantes oscuros desaparecían bajo el gran chal. El hombre calvo sonrió débilmente, diciendo:

—Ya ve, señora, que sus informes llegan un poco tarde… Pero se tendrá en cuenta este paso, se lo prometo. Y, sobre todo, recomiende a su marido que no se mueva… Pueden producirse ciertas circunstancias…

No terminó, saludó ligeramente, levantándose a medias del sillón. Era una despedida. Ella se marchó. En la antesala, vislumbró a Logre y al señor Lebigre, que se volvieron vivamente. Pero estaba más turbada que ellos. Cruzaba salones, enfilaba corredores, se hallaba como atrapada por aquel mundo de la policía, donde, a esas horas, estaba persuadida de que se sabía todo, se veía todo. Por fin salió por la plaza Dauphine. En el muelle del Reloj, caminó lentamente, refrescada por las ráfagas del Sena.

Lo que sentía con más claridad era la inutilidad de su gestión. Su marido no corría el menor peligro. Eso la aliviaba, aunque la dejaba con remordimientos. Estaba irritada contra aquel Auguste y aquellas mujeres que acababan de ponerla en una situación ridícula. Aflojó aún más el paso, mirando correr el Sena; unas chalanas, negras de polvo de carbón, bajaban por el agua verde, mientras que, a lo largo de la orilla, los pescadores lanzaban las cañas. En resumen, no era ella quien había entregado a Florent. Esta idea, que se le presentó bruscamente, le extrañó. ¿Conque habría cometido una mala acción, si lo hubiera entregado? Se quedó perpleja, sorprendida de haber podido ser engañada por su conciencia. Las cartas anónimas le parecían una cosa feísima, sin duda. Ella, en cambio, iba directamente, daba su nombre, salvaba a todo el mundo. Y al pensar de pronto en la herencia del viejo Gradelle, se interrogó, se encontró dispuesta a arrojar ese dinero al río, si hacía falta, para sanar a la salchichería de su enfermedad. No, ella no era avara, el dinero no la había empujado. Al cruzar el puente del Cambio, se tranquilizó del todo, recobró su hermoso equilibrio. Más valía que lo hubieran denunciado los otros a la comisaría; ella no tendría que engañar a Quenu, dormiría mejor.

—¿Tienes las localidades? —le preguntó Quenu, cuando volvió.

Quiso verlas, se hizo explicar en qué lugar exacto de la platea se encontraban. Lisa había creído que la policía acudiría corriendo, en cuanto la hubiera avisado, y su proyecto de ir al teatro no era sino una forma hábil de alejar a su marido, mientras arrestaban a Florent. Contaba con animarlo por la tarde a dar un paseo, uno de esos asuetos que se tomaban a veces; iban al Bosque de Bolonia, en simón, comían en un restaurante, se distraían en algún café cantante. Pero consideró inútil salir. Pasó el día como de costumbre, en su mostrador, con la cara rosada, más alegre y amistosa, como al salir de una convalecencia.

—¡Ya te decía yo que el aire te sienta bien! —le repitió Quenu—. Ya ves, tus compras de la mañana te han remozado.

—No creas —acabó por responderle, recuperando su porte severo—. Las calles de París no son tan buenas para la salud.

Por la noche, en la Gaité, vieron La Gracia de Dios[30]. Quenu, de levita y guantes grises, peinado con cuidado, se ocupaba sólo de buscar en el programa los nombres de los actores. Lisa estaba soberbia, con un corpiño escotado, apoyando en el terciopelo rojo del palco las muñecas, oprimidas por unos guantes blancos demasiado estrechos. Los dos se conmovieron mucho con los infortunios de Marie; el comendador era un hombre malísimo, realmente, y Pierrot les hacía reír en cuanto entraba en escena. La salchichera lloró. La marcha del niño, la oración en la habitación virginal, el regreso de la pobre loca humedecieron sus hermosos ojos con lágrimas discretas, que se secaba con golpecitos del pañuelo. Pero esa velada se convirtió en un auténtico triunfo para ella cuando, al levantar la cabeza, distinguió a la Normanda y a su madre en la segunda galería. Entonces se hinchó aún más, mandó a Quenu a buscar una caja de caramelos al ambigú, se dio aire con su abanico, un abanico de nácar, muy dorado. La pescadera estaba vencida; agachaba la cabeza, escuchando a su madre que le hablaba en voz baja. Cuando salieron, la bella Lisa y la bella Normanda se encontraron en el vestíbulo, con una vaga sonrisa.

Ese día Florent había cenado temprano en casa de Lebigre. Esperaba a Logre, quien debía presentarle a un ex sargento, hombre muy capaz, con quien hablarían del plan de ataque al Palacio Borbón[31] y al Ayuntamiento. Llegaba la noche, una lluvia fina, que había empezado a caer por la tarde, ahogaba de gris el gran Mercado. Éste se recortaba en negro sobre los humos rojizos del cielo, mientras corrían jirones de nubes sucias, casi al ras de los tejados, como enganchadas y desgarradas por las puntas de los pararrayos. Florent estaba entristecido por el lodazal del pavimento, por el raudal de agua amarillenta que parecía arrastrar y apagar el crepúsculo en el fango. Miraba a la gente refugiada en las aceras de las calles cubiertas, los paraguas deslizándose bajo el chaparrón, los simones que pasaban más rápidos y sonoros, en medio de la calzada vacía. Entonces todo un ejército de barrenderos apareció en la entrada de la calle Montmartre, empujando a escobazos un lago de barro líquido.

Logre no trajo al sargento. Gavard había ido a cenar a casa de unos amigos, en Batignolles. Florent se vio forzado a pasar la velada mano a mano con Robine. Habló sin parar, acabó por ponerse muy triste; el otro meneaba suavemente la barba, sólo alargaba el brazo, a cada cuarto de hora, para tomar un trago de cerveza. Florent, aburrido, subió a acostarse. Pero Robine, al quedarse solo, no se marchó; miraba su jarra de cerveza, la frente pensativa bajo el sombrero. Rose y el chico, que pensaban cerrar más temprano, ya que el grupo del reservado no estaba, esperaron media hora larga que tuviera a bien retirarse.

A Florent, en su cuarto, le dio miedo meterse en cama. Era presa de uno de esos malestares nerviosos que lo tenían a veces, durante noches enteras, en medio de pesadillas sin fin. La víspera, en Clamart, había enterrado al señor Verlaque, muerto tras una espantosa agonía. Se sentía aún muy entristecido por aquel estrecho ataúd descendido a la tierra. Y sobre todo no podía ahuyentar la imagen de la señora Verlaque, con voz lacrimosa, sin una lágrima en los ojos; lo seguía, hablaba del féretro que no estaba pagado, del entierro que no sabía cómo encargar, pues no había un céntimo en la casa, porque, la víspera, el boticario había exigido el monto de su nota, al enterarse de la muerte del enfermo. Florent tuvo que adelantar el dinero del féretro y del entierro; hasta dio la propina a los sepultureros. Cuando iba a marcharse, la señora Verlaque lo miró con tal aire de aflicción que le dejó veinte francos.

En ese momento, esa muerte lo contrariaba. Volvía a poner en tela de juicio su situación de inspector. Lo molestarían, pensarían en nombrarlo titular. Eran complicaciones enojosas que podían alertar a la policía. Hubiera querido que el movimiento insurreccional estallase al día siguiente, para tirar a la calle su gorra galoneada. Con la cabeza llena de estas preocupaciones subió a la terraza, con la frente ardiendo, pidiéndole a la noche cálida una ráfaga de aire. El chaparrón había calmado el viento. Un calor de tormenta llenaba aún el cielo, de un azul oscuro, sin una nube. El Mercado Central, lavado, extendía debajo de él su enorme masa, del color del cielo, salpicada como éste de estrellas amarillas por las llamas vivas del gas.

Acodado en la barandilla de hierro, Florent pensaba que tarde o temprano se vería castigado por haber accedido a coger aquella plaza de inspector. Era como una mancha en su vida. Había cobrado del presupuesto de la policía, perjurando, sirviendo al Imperio, pese a los juramentos hechos tantas veces en el destierro. El deseo de contentar a Lisa, el empleo caritativo del sueldo recibido, la forma honesta en que se había esforzado en cumplir con sus funciones, no le parecían ya argumentos de peso para disculpar su cobardía. Si sufría en aquel ambiente graso y demasiado alimentado, merecía ese sufrimiento. Y evocó el mal año que acababa de pasar, la persecución de las pescaderas, las náuseas de los días húmedos, la indigestión continua de su estómago de flaco, la sorda hostilidad que sentía crecer a su alrededor. Todas estas cosas las aceptaba en castigo. Aquel sordo gruñido de rencor, cuya causa se le escapaba, anunciaba una vaga catástrofe, bajo la cual él doblegaba de antemano los hombros, con la vergüenza de una culpa que debía expiar. Luego se encolerizó consigo mismo, al pensar en el movimiento popular que preparaba; se dijo que no era lo bastante puro para el éxito.

¡Cuántos sueños había tenido, allá arriba, con los ojos perdidos sobre las alargadas techumbres de los pabellones! La mayoría de las veces las veía como mares grises, que le hablaban de remotas comarcas. En las noches sin luna se ensombrecían, se convertían en lagos muertos, en aguas negras, infectas y estancadas. Las noches límpidas las mudaban en fuentes de luz; los rayos corrían por los dos pisos de tejados, mojando las grandes chapas de cinc, desbordándose y cayendo por el borde de aquellos inmensos pilones superpuestos. Los días fríos las atiesaban, las helaban, cual bahías de Noruega, donde se deslizan los patinadores; mientras que los calores de julio las dormían con pesado sueño. Una noche de diciembre, al abrir la ventana, las había encontrado todas blancas de nieve, de una blancura virgen que iluminaba el cielo color de herrumbre; se extendían sin la mancha de un paso, semejantes a llanuras del Norte, a soledades respetadas por los trineos; tenían un hermoso silencio, una dulzura de coloso inocente. Y él, ante cada aspecto de este horizonte cambiante, se abandonaba a ensoñaciones tiernas o crueles; la nieve lo calmaba, la inmensa sábana blanca le parecía un velo de pureza arrojado sobre las basuras del Mercado; las noches límpidas, los raudales de luna, lo arrastraban al mágico país de los cuentos. Sólo sufría en las noches negras, las noches ardientes de junio, que desplegaban el pantano nauseabundo, el agua durmiente de una mar maldita. Y siempre reaparecía la misma pesadilla.

Estaban allí sin cesar. No podía abrir la ventana, acodarse en la barandilla, sin tenerlas delante, llenando el horizonte. Abandonaba los pabellones, por la tarde, para encontrar al acostarse las techumbres sin fin. Le tapaban París, le imponían su enormidad, entraban en su vida de cada hora. Aquella noche, su pesadilla lo espantó de nuevo, acrecentada por las sordas inquietudes que lo agitaban. La lluvia de la tarde había llenado el Mercado de una humedad infecta. Le soplaba a la cara todos sus malos alientos, que rodaban por el centro de la ciudad como un borracho debajo de la mesa, con la última botella. Le parecía que un espeso vapor ascendía de cada pabellón. A lo lejos, la carnicería y la casquería humeaban, con un insulso humo de sangre. Después, los mercados de frutas y verduras exhalaban olores a coles agrias, a manzanas podridas, a verduras tiradas al estercolero. Las mantequillas apestaban, la plaza del pescado tenía un frescor salpimentado. Y veía sobre todo, a sus pies, el pabellón de las aves que desprendía, por la torrecilla de su ventilador, un aire caliente, una hediondez que rodaba como un hollín de fábrica. La nube de todos esos alientos se amasaba por encima de las techumbres, llegaba a las casas vecinas, se ensanchaba en pesado nubarrón sobre París entero. Era el Mercado Central reventando en su cintura de fundición, demasiado estrecha, y calentando con el sobrante de su indigestión de la noche el sueño de la ciudad atiborrada.

Abajo, en la acera, oyó un ruido de voces, unas risas de gente feliz. La puerta de la calle se cerró ruidosamente. Quenu y Lisa regresaban del teatro. Entonces Florent, aturdido, como borracho por el aire que respiraba, dejó la terraza, con la angustia nerviosa de esa tormenta que sentía sobre su cabeza. Su desgracia estaba ahí, en ese Mercado cálido del día. Empujó violentamente la ventana, lo dejó tendido al fondo de las sombras, desnudo, aún sudoroso, despechugado, mostrando su vientre hinchado y aliviándose bajo las estrellas.