Cuatro

A Marjolin lo encontraron en el mercado de los Inocentes, en un montón de coles, debajo de una col blanca, enorme, una de cuyas hojas abiertas tapaba su cara rosada de niño dormido. Siempre se ignoró qué infeliz mano lo había dejado allí. Era ya un hombrecito de dos o tres años, muy gordo, muy feliz de vivir, pero tan poco precoz, tan cebado, que farfullaba apenas unas cuantas palabras, sin saber más que sonreír. Cuando una verdulera lo descubrió bajo la gran col blanca, lanzó tal grito de sorpresa que las vecinas acudieron corriendo, maravilladas; y él, él extendía las manos, todavía en pañales, envuelto en un trozo de manta. No pudo decir quién era su madre. Ponía unos ojos asombrados, al apretarse contra el hombro de una gorda casquera que lo había cogido en brazos. Hasta la noche ocupó al mercado. Se había tranquilizado, comía rebanadas de pan, sonreía a todas las mujeres. La casquera gorda se lo quedó; después, pasó a una vecina; un mes después, dormía en casa de una tercera. Cuando le preguntaban: «¿Dónde está tu madre?», tenía un gesto adorable: su mano trazaba un círculo, mostrando a todas las vendedoras a la vez. Fue el hijo del Mercado, seguía las sayas de una o de otra, encontraba siempre un hueco en una cama, comía un plato de sopa en cualquier parte, vestido a la buena de Dios, y, sin embargo, con unas monedas en el fondo de sus bolsillos agujereados. Una guapa pelirroja, que vendía plantas oficinales, le había llamado Marjolin, sin que se supiera por qué[16].

Marjolin iba a cumplir cuatro años cuando la tía Chantemesse encontró a su vez una niñita, en la acera de la calle Saint Denis, en la esquina del mercado. La cría podía tener unos dos años, pero charlaba ya como una cotorra, chapurreando las palabras en su balbuceo infantil; tanto que la tía Chantemesse creyó entender que se llamaba Cadine, y que su madre, la noche anterior, la había sentado en una puerta, diciéndole que la esperara. La niña había dormido allí; no lloraba, contaba que le pegaban. Después, siguió a la tía Chantemesse, muy contenta, encantada de aquella gran plaza, donde había tanta gente y tantas verduras. La tía Chantemesse, que vendía al menudeo, era una buena mujer, muy tosca, frisando ya en los sesenta; adoraba a los niños, habiendo perdido tres hijos en la cuna. Pensó que «aquella basura parecía demasiado mala hierba para morir», y adoptó a Cadine.

Pero una noche, cuando la tía Chantemesse se marchaba, llevando a Cadine de la mano derecha, Marjolin le cogió sin más cumplidos la mano izquierda.

—¡Eh! ¡Hijo mió! —dijo la vieja deteniéndose—, el sitio está ocupado… ¿Ya no estás con la grandota de Thérése? Buen pinta estás tú hecho, ¿sabes?

Él la miraba, con su risa, sin soltarla. No pudo seguir regañándole, tan lindo y ensortijado estaba. Murmuró:

—Vamos, venid, chiquillos. Os acostaré juntos.

Y llegó a la calle del Tocino[17], donde vivía, con un niño de cada mano. Marjolin se quedó en casa de la tía Chantemesse. Cuando armaban demasiado alboroto, ella les arreaba unos pescozones, feliz de poder chillar, enfadarse, lavarlos, meterlos bajo la misma manta. Les había instalado una camita en un viejo coche de vendedor ambulante, al que le faltaban las ruedas y las varas. Era como una ancha cuna, un poco dura, todavía olorosa a las verduras que durante mucho tiempo ella había conservado frescas bajo paños mojados. Cadine y Marjolin durmieron allí, a los cuatro años, uno en brazos del otro.

Entonces crecieron juntos, se les vio siempre cogidos por la cintura. De noche, la tía Chantemesse los oía parlotear bajito. La voz aflautada de Cadine contaba, durante horas, cosas interminables, que Marjolin escuchaba con sordo asombro. Era muy mala, inventaba historias para meterle miedo, le decía que, la noche pasada, había visto a un hombre todo blanco, al pie de su cama, mirándolos, sacándoles una enorme lengua roja. Marjolin sudaba de angustia, le pedía detalles; y ella se burlaba de él, acababa por llamarle «animal de bellota». Otras veces no se portaban bien, se daban patadas por debajo de las mantas; Cadine encogía las piernas, ahogaba sus carcajadas cuando Marjolin, con todas sus fuerzas, fallaba y se golpeaba contra la pared. Esas noches era preciso que la tía Chantemesse se levantara a remeter las mantas; los dormía a los dos de un tortazo, sobre la almohada. La cama fue así, durante mucho tiempo, un lugar de diversión; se llevaban los juguetes, comían zanahorias y nabos robados; cada mañana, su madre adoptiva quedaba sorprendidísima al encontrar en ella objetos extraños, guijarros, hojas, corazones de manzana, muñecas hechas con trozos de trapos. Y, los días de mucho frío, los dejaba allí, dormidos, las greñas negras de Cadine revueltas con los rizos rubios de Marjolin, las bocas tan cerca una de otra que parecían calentarse con el aliento.

La habitación de la calle del Tocino era una gran zahúrda, desvencijada, iluminada por una sola ventana, de cristales deslustrados por las lluvias. Los niños jugaban allí al escondite, en el alto armario de nogal y bajo la colosal cama de la tía Chantemesse. Había también dos o tres mesas, debajo de las cuales andaban a cuatro patas. Era estupendo, porque no había mucha claridad, y por los rincones más negros aparecían verduras. La calle del Tocino también era muy divertida, estrecha, poco concurrida, con su ancha arcada que se abre sobre la calle de la Lencería[18]. La puerta de la casa se encontraba exactamente al lado de la arcada, una puerta baja, cuya hoja sólo se abría a medias sobre los peldaños pringosos de una escalera de caracol. Esta casa, con tejadillo, panzuda, oscura de humedad, con la caja verdosa de la atarjea en cada piso, se convertía también en un gran juguete. Cadine y Marjolin se pasaban las mañanas tirando piedras desde abajo, de manera que dieran en la atarjea; las piedras descendían entonces a lo largo de los conductos de bajada, armando un jaleo muy divertido. Pero rompieron dos cristales, llenaron los conductos de guijarros, y la tía Chantemesse, que vivía en la casa hacía cuarenta y tres años, estuvo a punto de ser despedida.

Cadine y Marjolin se dedicaron entonces a las jardineras, a los carromatos, a los camiones, que estacionaban en la calle desierta. Se subían a las ruedas, se columpiaban del extremo de una cadena, escalaban las cajas, los cestos amontonados. Las trastiendas de los almacenes de los asentadores de la calle de la Alfarería[19] abrían allí oscuras tarbeas, que se llenaban y se vaciaban en un día, procurando a cada momento nuevos y fascinantes agujeros, escondites, donde los chavales se entretenían entre un olor a frutos secos, a naranjas, a manzanas frescas. Después se cansaban, iban a buscar a la tía Chantemesse al mercado de los Inocentes. Llegaban allá del brazo, cruzando las calles entre carcajadas, en medio de los coches, sin miedo a que los aplastaran. Conocían el adoquinado, hundían sus piernecitas hasta las rodillas en la hojarasca de las verduras; no resbalaban, se morían de risa cuando algún carretero, con sus pesados zapatones, daba con su cuerpo en tierra por haber pisado un rabo de alcachofa. Eran los diablos rosados y familiares de aquellas calles pringosas. Sólo se les veía a ellos. En época de lluvias, paseaban muy serios debajo de una inmensa sombrilla hecha jirones, con la que la vendedora al menudeo había resguardado su tenderete durante veinte años; la plantaban muy serios en un rincón del mercado, la llamaban «su casa». Los días de sol, correteaban, hasta el punto de no poder moverse por la noche; tomaban baños de pies en la fuente, hacían esclusas obstruyendo los arroyos, se escondían bajo pilas de verduras, y allí se quedaban, al fresco, parloteando, como por la noche en su cama. Con frecuencia se oía, al pasar junto a una montaña de lechugas o de escarolas, una cháchara sofocada. Cuando se apartaban las hortalizas se les veía, tumbados uno junto a otro, sobre su cama de hojas, el ojo vivo, inquietos como pájaros descubiertos en lo hondo de un zarzal. Ahora Cadine no podía prescindir de Marjolin, y Marjolin lloraba cuando perdía a Cadine. Si llegaban a quedarse separados, buscaban detrás de todas las sayas del mercado, en las cajas, bajo las coles. Fue sobre todo entre las coles donde crecieron y se amaron.

Marjolin iba a cumplir ocho años, y Cadine seis, cuando la tía Chantemesse les echó en cara su pereza. Les dijo que los asociaba a su venta al menudeo; les prometió cinco céntimos diarios si querían ayudarla a pelar sus verduras. Los primeros días, los niños se mostraron muy diligentes. Se instalaban a los dos lados del tenderete, con cuchillos finos, muy atentos a su tarea. La tía Chantemesse estaba especializada en verduras peladas; tenía, en su mesa revestida de un trozo de lana negra mojada, hileras de patatas, nabos, zanahorias, cebollas blancas, alineadas de cuatro en cuatro, en pirámide, tres en la base, una en la punta, preparadas para que las amas de casa retrasadas las metieran en el puchero. También tenía paquetes atados para el cocido, cuatro puerros, tres zanahorias, una chirivía, dos nabos, dos briznas de apio; por no hablar de la juliana fresca cortada muy fina sobre hojas de papel, de las coles partidas en cuatro, de los montones de tomates y las rebanadas de calabaza que ponían estrellas rojas y medias lunas de oro en la blancura de las otras hortalizas lavadas con mucha agua. Cadine se mostró mucho más hábil que Marjolin, aunque era más pequeña; les sacaba a las patatas una monda tan fina que se veía la luz a su través; ataba los paquetes del cocido de una forma tan bonita que parecían ramilletes; por último, sabía hacer montoncitos que parecían muy grandes, sólo con tres zanahorias o tres nabos. Los transeúntes se paraban riendo, cuando chillaba con su voz aguda de chiquilla:

—¡Señora, señora, venga a ver…! ¡A diez céntimos el montón!

Tenía clientas fijas, sus montoncitos eran muy conocidos. La tía Chantemesse, sentada entre los dos niños, reía con una risa interna, que le hacía subir el pecho hasta la barbilla, al verlos tan serios en su tarea. Les daba religiosamente sus cinco céntimos. Pero los montoncitos acabaron por aburrirles. Crecían en edad, soñaban con comercios más lucrativos. Marjolin siguió siendo infantil hasta muy tarde, lo cual impacientaba a Cadine. No tenía más ideas que un melón, decía ella. Y, en verdad, por muchos métodos de ganar dinero que ella le inventase, él no ganaba nada, ni siquiera sabía hacer un recado. Ella era muy lista. A los ocho años, se hizo reclutar por una de esas vendedoras que se sientan en un banco, en los alrededores del Mercado, con un cesto de limones, que toda una banda de chiquillas venden a sus órdenes; ofrecía los limones en la mano, dos a quince céntimos, corriendo tras los transeúntes, metiéndoles su mercancía por los ojos a las mujeres, regresando a aprovisionarse cuando tenía la mano vacía; se ganaba diez céntimos en la docena de limones, lo cual le reportaba, en la buena época, hasta un real o treinta céntimos diarios. Al año siguiente vendió gorras a cuarenta y cinco céntimos; las ganancias eran mayores, aunque había que abrir mucho el ojo, porque esas ventas callejeras están prohibidas; olía los agentes de policía a cien pasos, las gorras desaparecían bajo sus sayas, mientras mordisqueaba una manzana, con pinta de inocencia. Después tuvo pasteles, galletas, tartas de cerezas, almendrados, bizcochos de maíz, gruesos y amarillos, sobre cañizos de mimbre; pero Marjolin se le comió su fondo. Por fin, a los once años, puso en práctica una gran idea que la atormentaba hacía tiempo. Ahorró cuatro francos en dos meses, compró un pequeño cuévano y se puso a vender pamplinas.

Era un gran negocio. Se levantaba muy temprano, compraba a los vendedores al por mayor su provisión de pamplinas, de mijo en rama, de tortitas; después se marchaba, cruzaba el río, recorría el Barrio Latino, desde la calle Saint Jacques a la calle Dauphine, y hasta el Luxemburgo. Marjolin la acompañaba. Ella no quería ni siquiera que llevase el cuévano; decía que sólo valía para el pregón; y él pregonaba en tono tosco y cansino:

—¡Pamplinas para los pajaritos!

Y ella repetía, con notas de flauta, sobre una extraña frase musical que terminaba con un sonido puro y ahilado, muy alto:

—¡Pamplinas para los pajaritos!

Iban cada uno por una acera, mirando hacia arriba. Por esa época Marjolin llevaba un gran chaleco rojo que le llegaba hasta los rodillas, el chaleco del difunto tío Chantemesse, ex cochero de simón; Cadine llevaba un traje de cuadros blancos y azules, cortado de un tartán usado de la tía Chantemesse. Los canarios de todas las buhardillas del Barrio Latino los conocían. Cuando pasaban, repitiendo su frase, lanzándose el eco de su pregón, las jaulas cantaban.

Cadine vendió también berros. «¡Diez céntimos el manojo! ¡Diez céntimos el manojo!» Y era Marjolin quien entraba en las tiendas para ofrecer «¡Ricos berros de la fuente! ¡La salud del cuerpo!». Pero acababan de construir el Mercado Central; la chiquilla se quedaba extasiada delante de la calle de las flores que cruza el pabellón de la fruta. Allí, a lo largo, los puestos de venta, como arriates a los dos bordes de un sendero, florecen, abren sus grandes ramilletes; es una cosecha olorosa, dos espesos setos de rosas, entre los cuales a las chicas del barrio les gusta pasar, sonrientes, un poco sofocadas por el aroma demasiado intenso; y, en lo alto de los tenderetes, hay flores artificiales, follajes de papel donde gotas de goma forman las gotas de rocío, coronas de cementerio de cuentas negras y blancas tornasoladas con reflejos azules. Cadine abría su nariz rosada con sensualidades de gata; se detenía entre aquel dulce frescor, se llevaba cuanto perfume podía. Cuando metía el moño bajo la nariz de Marjolin, éste decía que olía a clavel. Ella juraba que ya no empleaba pomada, que bastaba con pasar por la calle de las flores. Después intrigó de tal manera que entró al servicio de una de las floristas. Vivía entre rosas, lilas, alhelíes, muguetes. Él, olisqueando su falda largamente, a guisa de juego, parecía buscar, acababa diciendo: «Huele a muguete». Subía hasta la cintura, hasta el corpiño, husmeaba más fuerte: «Huele a alhelí». Y en las mangas, en la articulación de las muñecas: «Huele a lilas». Y en nuca, todo alrededor del cuello, en las mejillas, en los labios: «Huele a rosa». Cadine reía, le llamaba «tontorrón», le gritaba que acabase, porque le hacía cosquillas con la punta de la nariz. Tenía un aliento de jazmín. Era un ramillete tibio y viviente.

Ahora la chiquilla se levantaba a las cuatro, para ayudar a su patrona en las compras. Eran, cada mañana, brazadas de flores compradas a los horticultores de los arrabales, paquetes de musgo, paquetes de hojas de helecho y de vincapervinca, para rodear los ramos. Cadine se quedaba maravillada con los brillantes y los Valenciennes que llevaban las hijas de los grandes jardineros de Montreuil, llegadas con sus rosas. Los días de Santa María, de San Pedro, de San José, de los santos patronos muy celebrados, la venta empezaba a las dos; en el mercado de las flores se vendían más de cien mil francos de flores frescas; ciertas revendedoras ganaban hasta doscientos francos en unas cuantas horas. Esos días, de Cadine solo aparecían las mechas rizadas de sus cabellos por encima de los manojos de pensamientos, de reseda, de margaritas; estaba ahogada, perdida bajo las flores; durante todo el día armaba ramilletes con tallos de junco. En unas semanas había adquirido gran habilidad y una original gracia. No a todo el mundo le gustaban sus ramos; hacían sonreír y resultaban inquietantes, a causa de su cruel ingenuidad. Dominaban en ellos los rojos, cortados por tonos violentos, azules, amarillos, violetas, de un bárbaro encanto. Las mañanas en que pinchaba a Marjolin, en que lo embromaba hasta hacerlo llorar, hacía ramos feroces, ramos de muchacha encolerizada, de perfumes duros, de colores irritados. Otras mañanas, cuando estaba enternecida por alguna pena o alguna alegría, inventaba ramos de un gris plateado, muy suave, velados, de olor discreto. Luego eran rosas, sangrantes como corazones abiertos, en un lago de claveles blancos; gladiolos rojizos, ascendiendo en penachos de llamas entre pasmados verdores; tapices de Esmirna, de complicados dibujos, hechos flor a flor, igual que un cañamazo; abanicos tornasolados que se abrían con suavidades de puntilla; purezas adorables, talles engrosados, sueños para poner en las manos de las pescaderas o de las marquesas, torpezas de virgen y ardores sensuales de fulana, toda la fantasía exquisita de una chiquilla de doce años en la cual despertaba la mujer.

Cadine no sentía más que dos respetos: respeto por las lilas blancas, cuyo manojo de ocho o diez ramas cuesta, en invierno, de quince a veinte francos; y respeto por las camelias, todavía más caras, que llegan por docenas, en cajas, acostadas sobre un lecho de musgo, recubiertas por una hoja de guata. Las cogía como hubiera cogido joyas, delicadamente, sin respirar, por miedo a estropearlas con un soplo; luego, con infinitas precauciones, sujetaba sus cortos rabos sobre tallos de junco. Hablaba de ellas seriamente. Le decía a Marjolin que una buena camelia blanca, sin mancha de herrumbre, era una cosa rara, enteramente bella. Al hacerle admirar una, un día, él exclamó:

—Sí, es bonita, pero prefiero la parte de abajo de tu barbilla, ahí, en ese sitio; es mucho más suave y más transparente que tu camelia… Tiene venillas azules y rosa que parecen las venas de una flor.

La acariciaba con la yema de los dedos; después acercó la nariz, murmurando:

—Vaya, hoy hueles a azahar.

Cadine tenía muy mal carácter. No se adaptaba al papel de criada. Por eso acabó estableciéndose por su cuenta. Como contaba entonces trece años, y no podía soñar con el comercio en grande, con un puesto de venta en la calle de las flores, vendió ramilletes de violetas de a perra chica, metidos en un lecho de musgo, sobre una cesta de mimbre colgada del cuello. Rondaba todo el día por el Mercado, alrededor del Mercado, paseando su trocito de césped. Ésa era su alegría, ese continuo callejear, que le desentumecía las piernas, que la sacaba de las largas horas transcurridas haciendo ramos, con las rodillas dobladas, en una silla baja. Ahora hacía girar sus violetas mientras caminaba, las hacía girar como husos, con una maravillosa ligereza de dedos; contaba seis y ocho flores, según la estación, doblaba en dos un tallo de junco, agregaba una hoja, enrollaba un hilo mojado; y, entre sus dientes de lobezno, cortaba el hilo. Los ramilletes parecían crecer solos en el musgo de la cesta, de tan rápidamente como los plantaba allí. A lo largo de las aceras, en medio de los codazos de la calle, sus rápidos dedos florecían, sin que ella los mirara, con la cara descaradamente alzada, entretenida con las tiendas y los transeúntes. Después descansaba un instante en el vano de una puerta; ponía al borde de las alcantarillas, grasientas de las aguas de fregar, un rincón de primavera, un lindero de bosque de hierbas azuladas. Sus ramilletes seguían reflejando sus malos humores y sus enternecimientos; los había erizados, terribles, que no se desencolerizaban en su cucurucho arrugado; había otros pacíficos, amorosos, sonriendo al fondo de su aseada gorguera. Cuando pasaba, dejaba un suave olor. Marjolin la seguía beatíficamente. De pies a cabeza, ella no olía sino a un perfume. Cuando él la cogía, cuando iba de sus sayas a su corpiño, de sus manos a su cara, decía que no era más que una violeta, una gran violeta. Hundía la cabeza, repitiendo:

—¿Te acuerdas del día que fuimos a Romainville? Es exactamente igual, sobre todo ahí, en la manga… No cambies más. Hueles demasiado bien.

No cambió más. Fue su último oficio. Pero los dos niños crecían, a menudo ella olvidaba su cesta para correr por el barrio. La construcción del Mercado Central fue para ellos un continuo tema de escapadas. Penetraban hasta el centro mismo de las obras, por alguna rendija de los cercados de tablas; bajaban hasta los cimientos, trepaban por las primeras columnas de hierro colado. Fue entonces cuando pusieron un poco de sí, de sus juegos, de sus peleas, en cada hoyo, en cada armazón. Los pabellones se elevaron bajo sus manitas. De ahí vino el cariño que sintieron por el gran Mercado, y el cariño que el gran Mercado les devolvió. Se mostraban familiares con aquella gigantesca nave, como viejos amigos que habían visto colocar los más insignificantes pernos. No tenían miedo del monstruo, golpeaban con sus flacos puños su inmensidad, lo trataban como a un buen chico, como un camarada con el cual uno no se siente incómodo. Y el Mercado parecía sonreír con aquellos dos chiquillos que eran la canción libre, el idilio descarado de su vientre de gigante.

Cadine y Marjolin ya no dormían juntos en casa de la tía Chantemesse, en el carro de vendedor ambulante. La vieja, que seguía oyéndolos parlotear de noche, hizo una cama aparte para el crío, en el suelo, delante del armario; pero a la mañana siguiente lo encontró abrazado al cuello de la cría, bajo la misma manta. Entonces lo mandó a dormir a casa de una vecina. Eso hizo muy desgraciados a los niños. De día, cuando la tía Chantemesse no estaba, se abrazaban totalmente vestidos, se tendían sobre las baldosas, como en una cama; y eso les divertía mucho. Más adelante empezaron a golfear, buscaron los rincones oscuros del cuarto, se escondieron con más frecuencia en el fondo de los almacenes de la calle del Tocino, detrás de los montones de manzanas y las cajas de naranjas. Eran libres y no sentían vergüenza, como los gorriones que se aparean al borde de un tejado.

Fue en el sótano del pabellón de las aves donde encontraron la manera de seguir acostándose juntos. Era una costumbre dulce, una sensación de agradable calor, una forma de dormirse uno al lado del otro, que no podían perder. Había allí, cerca de las mesas de matanza, grandes cestos de plumas en los que cabían cómodamente. En cuanto caía la noche, bajaban, se quedaban toda la velada, dándose calor, felices de la blandura de aquel lecho, con plumón hasta los ojos. Solían arrastrar su cesto lejos del gas; estaban solos, entre el fuerte olor de las aves, despertados por bruscos cantos de gallo que salían de la sombra. Y reían, se besaban, llenos de una viva amistad que no sabían cómo testimoniarse. Marjolin era muy bruto, Cadine le pegaba, encolerizada con él, sin saber por qué. Ella lo espabilaba con su chulapería de chica de la calle. Lentamente, en los cestos de plumas, fueron sabiendo mucho. Era un juego. Las gallinas y los gallos que dormían a su lado no tenían su hermosa inocencia.

Más adelante, llenaron el gran Mercado con sus amores de gorriones despreocupados. Vivían como animalillos felices, abandonados al instinto, satisfaciendo sus apetitos en medio de aquellos montones de alimentos, en los cuales habían crecido como plantas de carne. Cadine, a los dieciséis años, era una chica impulsiva, una gitana negra del arroyo, muy golosa, muy sensual. Marjolin, a los dieciocho años, tenía la adolescencia ya ventruda de un gordo, una inteligencia nula, vivía por los sentidos. A menudo ella abandonaba su cama para ir a pasar la noche con él en el sótano de las aves; al día siguiente se reía atrevida en las narices de la tía Chantemesse, escapando de la escoba con la cual la vieja golpeaba a diestro y siniestro a través de la habitación, sin alcanzar jamás a la bribona, que se burlaba con rara impertinencia, diciendo que había pasado la noche en vela «para ver si le crecían cuernos a la luna». Él vagabundeaba; las noches que Cadine lo dejaba solo, se quedaba con el plantón de cargadores de guardia en los pabellones; dormía sobre sacos, sobre cajas, en el fondo del primer rincón. Los dos acabaron por no abandonar nunca el Mercado. Fue su pajarera, su establo, el pesebre colosal donde dormían, se amaban, vivían, sobre un lecho inmenso de carnes, de mantequilla y de verduras.

Pero tuvieron siempre una amistad especial con los grandes cestos de plumas. Volvían allá, las noches de ternura. Las plumas no estaban escogidas. Había largas plumas negras de pavo y plumas de ganso, blancas y lisas, que les hacían cosquillas en las orejas cuando se daban la vuelta; además había plumón de pato, en el cual se hundían como en algodón en rama, plumas ligeras de gallina, doradas, abigarradas, que a cada soplo levantaban el vuelo, semejante a un vuelo de moscas zumbando al sol. En invierno, se acostaban también en la púrpura de los faisanes, en la ceniza gris de las alondras, en la seda moteada de las perdices, las codornices y los tordos. Las plumas estaban aún vivas, tibias y olorosas. Ponían entre sus labios temblores de alas, calores de nido. Les parecían un ancho lomo de pájaro, sobre el cual se tumbaban, y que se los llevaba, desfallecidos uno en brazos del otro. Por la mañana, Marjolin buscaba a Cadine, perdida en el fondo del cesto, como si hubiera nevado sobre ella. Se levantaba desgreñada, se sacudía, salía de una nube, con su moño en el que siempre quedaba clavado algún penacho de gallo.

Encontraron otro lugar de delicias en el pabellón de venta al por mayor de mantequilla, huevos y queso. Allí se amontonan, cada mañana, enormes muros de cestos vacíos. Los dos se deslizaban, agujereaban aquel muro, se preparaban un escondite. Después, cuando habían practicado una habitación en aquella pila, agarraban un cesto, se encerraban. Estaban entonces en su casa, tenían una vivienda. Se abrazaban impunemente. Lo que les hacía reírse de la gente era que sólo unos delgados tabiques de mimbre los separaban del gentío del Mercado, cuyas voces oían a su alrededor. Con frecuencia reventaban de risa, cuando alguien se detenía a dos pasos, sin sospechar que estaban allí; abrían troneras, se arriesgaban a mirar; Cadine, en la época de las cerezas, lanzaba los huesos a la nariz de todas las viejas que pasaban, lo cual les divertía tanto más cuanto que las viejas, pasmadas, nunca adivinaban de dónde salía aquella granizada de huesos. Merodeaban también por el fondo de los sótanos, conocían los agujeros en sombra, sabían traspasar las verjas mejor cerradas. Una de sus grandes correrías consistía en penetrar por la vía del ferrocarril subterráneo, instalado en el subsuelo, y al que unas líneas proyectadas debían enlazar con las diferentes estaciones; tramos de esta vía pasan por debajo de las calles cubiertas, seeparando los sótanos de cada pabellón; e incluso, en todos los cruces, están colocadas plataformas giratorias, listas para funcionar. Cadine y Marjolin habían acabado descubriendo, en la barrera de tablones que protege la vía, un trozo de madera menos sólido, que habían convertido en movible, y por el cual entraban a sus anchas. Estaban separados del mundo, con el continuo pataleo de París arriba, en el mercado. La vía extendía sus avenidas, sus galerías desiertas, salpicadas de luz, bajo las trampillas con rejas de hierro colado; en los rincones oscuros ardía el gas. Paseaban como por el fondo de un castillo de su propiedad, seguros de que nadie los molestaría, felices de aquel silencio zumbador, de aquellos resplandores turbios, de aquella discreción de subterráneo, donde sus amores de niños guasones tenían estremecimientos de melodrama. De los sótanos vecinos les llegaba toda clase de olores a través de los tablones: la insulsez de las verduras, la aspereza del pescado, la rudeza pestilente de los quesos, el calor vivo de las aves. Eran continuos efluvios nutritivos que aspiraban entre sus besos, en la alcoba de sombras donde se demoraban, acostados de través sobre los rieles. Después, otras veces, en las noches serenas, las madrugadas claras, trepaban a los tejados, subían la escalera empinada de las torrecillas situadas en las esquinas de los pabellones. Arriba, se extendían campos de cinc, paseos, plazas, toda una campiña accidentada de la que ellos eran los dueños. Daban una vuelta por las techumbres cuadradas de los pabellones, seguían la techumbre alargada de las calles cubiertas, subían y bajaban las pendientes, se perdían en viajes sin fin. Cuando estaban hartos de las tierras bajas, entonces iban aún más arriba, se arriesgaban a lo largo de las escalerillas de hierro, donde las sayas de Cadine ondeaban como banderas. Entonces corrían por el segundo piso de tejados, en pleno cielo. Por encima de ellos no había sino estrellas. De las profundidades del sonoro Mercado se elevaban rumores, ruidos que rodaban, una tormenta a lo lejos, oída por la noche. A esa altura el viento matinal barría los olores podridos, los malos alientos del despertar de los mercados. Al despuntar el día, se besuqueaban al borde de los canalones, como hacen los pájaros cuando golfean bajo las tejas. Estaban muy rosados, con las primeras rojeces del sol. Cadine se reía de estar en el aire, con la garganta tornasolada, como la de una paloma; Marjolin se inclinaba para ver las calles aún llenas de tinieblas, con las manos aferradas al cinc, como patas de torcaz. Cuando bajaban, con la alegría del aire libre, sonriendo como enamorados que salen arrugados de un campo de trigo, decían que regresaban del campo.

Fue en la casquería donde conocieron a Claude Lantier. Iban por allí todos los días, por afición a la sangre, con la crueldad de galopines que se divierten viendo cabezas cortadas. Alrededor del pabellón, las alcantarillas corrían enrojecidas; metían la punta del pie, empujaban hasta ellas montones de hojas que las obstruían, extendiendo charcos sangrientos. La llegada de los despojos en carricoches hediondos, lavados con mucha agua, les interesaba. Miraban desembalar los paquetes de manos de cordero que se apilan en el suelo como adoquines sucios, las grandes lenguas tiesas que muestran los desgarramientos sangrantes de la garganta, los corazones de buey sólidos y descolgados como campanas mudas. Pero lo que les provocaba, sobre todo, escalofríos a flor de piel eran las grandes cestas rezumantes de sangre, llenas de cabezas de carnero, de cuernos grasientos, de hocico negro, que dejaban colgar aún de las carnes vivas jirones de piel lanosa; soñaban con una guillotina que arrojaba a esas cestas las cabezas de interminables rebaños. Las seguían hasta el fondo del sótano, a lo largo de los rieles colocados sobre los peldaños de la escalera, escuchando el grito de las ruedecitas de los vagones de mimbre, que tenían un silbido de sierra. Abajo era un horror exquisito. Entraban en un olor a osario, caminaban en medio de charcos oscuros, donde parecían encenderse a veces ojos de púrpura; las suelas se les pegaban, chapoteaban, inquietos, fascinados por aquel barro horrible. Las lámparas de gas tenían una llama corta, un párpado sanguinolento que latía. En torno a las fuentes, bajo la pálida luz de los tragaluces, se aproximaban a las tablas de carnicero. Allí disfrutaban viendo a los casqueros, con el mandil rígido por las salpicaduras, partir una a una las cabezas de carnero, de un mazazo. Y se quedaban horas y horas esperando a que las cestas estuvieran vacías, retenidos por el crujido de los huesos, queriendo ver hasta el final cómo arrancaban las lenguas y desprendían los sesos de los cráneos astillados. A veces un barrendero pasaba detrás de ellos, lavando el sótano con una manga; chorreaban lienzos de agua con un ruido de esclusa, el rudo surtidor de la manga raspaba las losas, sin poder arrastrar la herrumbre ni el hedor de la sangre.

Al atardecer, entre las cuatro y las cinco, Cadine y Marjolin estaban seguros de encontrar a Claude en la venta al por mayor de bofes de buey. Allí estaba, en medio de los coches de los casqueros aculados a las aceras, entre un tropel de hombres con blusas azules y mandiles blancos, zarandeado, con los oídos destrozados por las ofertas hechas en voz alta; pero no sentía siquiera los codazos, permanecía extasiado frente a los grandes bofes colgados de los ganchos de la subasta. Con frecuencia les explicó a Cadine y Marjolin que no había nada más hermoso. Los bofes eran de un rosa tierno, que se acentuaba poco a poco, bordeado, abajo, por vivo carmín; y decía que eran de muaré de raso, no encontrando otra palabra para pintar esa suavidad sedosa, esas largas avenidas frescas, esas carnes ligeras que caían en anchos pliegues, como las faldas recogidas de una bailarina. Hablaba de gasas, de encaje que dejaba ver la cadera de una linda mujer. Cuando un rayo de sol, cayendo sobre los grandes bofes, les ponía un cinturón de oro, Claude, con ojos pasmados, era más dichoso que si hubiera visto desfilar las desnudeces de las diosas griegas y los trajes de brocado de las castellanas románticas.

El pintor se hizo muy amigo de los dos chiquillos. Sentía amor por los animales hermosos. Soñó durante mucho tiempo con un cuadro colosal, Cadine y Marjolin amándose en medio del Mercado Central, en las verduras, en el pescado, en la carne. Los habría sentado sobre su lecho de alimentos, con los brazos en el talle, intercambiando un beso idílico. Y veía en eso un manifiesto artístico, el positivismo del arte, el arte moderno, totalmente experimental y materialista; veía también una sátira de la pintura de ideas, un bofetón a las viejas escuelas. Pero durante cerca de dos años recomenzó los bocetos sin poder encontrar la nota justa. Rompió una docena de lienzos. Le quedó un gran rencor contra sí mismo, y continuó viviendo con sus dos modelos, por una especie de amor sin esperanzas hacia el cuadro fallido. A menudo, por la tarde, cuando los encontraba merodeando, recorría el barrio del Mercado, callejeando, las manos en el fondo de los bolsillos, interesado profundamente por la vida de las calles.

Los tres echaban a andar, arrastrando los talones por las aceras, ocupando toda la anchura, obligando a la gente a bajar. Aspiraban los olores de París, con la nariz levantada. Habrían reconocido cualquier rincón con los ojos cerrados, sólo por los hálitos de licor que salían de las tiendas de vino, por los soplos cálidos de las panaderías y las confiterías, por los escaparates sosos de las fruteras. Eran grandes paseos. Les divertía cruzar la rotonda del Mercado de Trigo, la enorme y pesada jaula de piedra, en medio de las pilas de sacos blancos de harina, escuchando el ruido de sus pasos en el silencio de la bóveda sonora. Les gustaban los rincones de las calles vecinas, desiertos, negros y tristes como una ciudad abandonada, la calle Babille, la calle Sauval, la calle de los Dos Escudos[20], la calle de Viarmes, pálida por la vecindad de los molineros, y donde bulle a las cuatro de la madrugada la bolsa de los cereales. Solían salir de allí. Lentamente, seguían la calle Vativilliers, deteniéndose ante los cristales de los figones de mala nota, señalándose con el rabillo del ojo, entre risas, el gran número amarillo de una casa de persianas cerradas. En el estrangulamiento de la calle Prouvaires, Claude guiñaba los ojos, miraba, enfrente, al extremo de la calle cubierta, encuadrado bajo esa nave inmensa de estación moderna, un pórtico lateral de San Eustaquio, con su rosetón y sus dos pisos de ventanas de medio punto; decía, a modo de desafío, que toda la Edad Media y todo el Renacimiento cabrían bajo el Mercado Central. Después, bordeando las anchas calles nuevas, la calle del Puente Nuevo y la calle del Mercado, explicaba a los dos chiquillos la nueva vida, las aceras magníficas, las altas casas, el lujo de los almacenes; anunciaba un arte original que sentía llegar, decía, y se mordía los nudillos por no poder revelarlo. Pero Cadine y Marjolin preferían la paz provinciana de la calle de los Bordoneros[21], donde se puede jugar a las bolas, sin temor a verse aplastados; la cría se hacía la interesante al pasar ante los mayoristas de géneros de punto y de guantes, mientras que, en cada puerta, unos dependientes sin sombrero, con la pluma en la oreja, la seguían con la mirada, con aire aburrido. Preferían también los trozos del viejo París que habían quedado en pie, las calles de la Alfarería y la Lencería, con sus casas ventrudas, sus tiendas de mantequilla, huevos y queso; las calles de la Ferretería y de Alfileritos[22], las hermosas calles de antaño, de estrechos almacenes oscuros; sobre todo la calle Courtalon, una calleja negra, sórdida, que va de la plaza de Santa Oportuna a la calle Saint Denis, agujereada por pasajes pestilentes, en el fondo de los cuales habían golfeado cuando eran más jóvenes. En la calle Saint Denis les entraba la glotonería; sonreían a las manzanas con caramelo, a los palos de regaliz, a las ciruelas, al azúcar cande de abaceros y drogueros. Sus callejeos desembocaban siempre en ideas de cosas ricas, en ganas de comerse los escaparates con los ojos. El barrio era para ellos una gran mesa siempre servida, un eterno postre, hacia el cual les habría gustado alargar los dedos. Visitaban apenas un momento la otra manzana de casuchas bamboleantes, las calles Pirouette, Mondétour, la Truhanería Chica, la Truhanería Grande[23], no muy interesados por los almacenes de caracoles, los vendedores de verduras cocidas, los tugurios de casqueros y licoristas; había, sin embargo, en la calle de la Truhanería Grande una fábrica de jabón, muy suave en medio de los hedores vecinos, que detenía a Marjolin, a la espera de que alguien entrase o saliera, para recibir en pleno rostro el soplo de la puerta. Y regresaban de prisa, por las calles Pierre Lescot y Rambuteau. Cadine adoraba las salazones, se quedaba admirada ante los paquetes de arenques ahumados, los barriles de anchoas y alcaparras, los toneles de pepinillos y aceitunas, en los que nadaban cucharas de madera; el olor del vinagre le raspaba deliciosamente la garganta; la aspereza de los bacalaos enrollados, de los salmones ahumados, de los tocinos y los jamones, el picor agridulce de las cestillas de limones, le hacían asomar al borde de los labios la punta de la lengua, húmeda de apetito; y le gustaba también ver los montones de latas de sardinas que forman, en medio de sacos y cajas, columnas labradas de metal. En la calle Montorgueil, en la calle Montmartre, había también buenas abacerías, restaurantes cuyas lumbreras olían bien, gloriosos escaparates de aves y de caza, tiendas de conservas en cuyas puertas las barricas desfondadas desbordaban una chucrut amarilla, recortada como un viejo guipur. Pero en la calle de Conchas[24] el olor de trufas los dejaba clavados. Allí se encuentra una gran tienda de comestibles que exhala hasta la acera tal perfume que Cadine y Marjolin cerraban los ojos, imaginándose que engullían cosas exquisitas. Claude estaba turbado; decía que eso le abría el apetito; se iba a ver de nuevo el Mercado de Trigo, por la calle Oblin, estudiando las vendedoras de lechugas, en los portales, y la loza común desplegada en las aceras, dejando a los «dos animales» acabar su callejeo entre aquel aroma de trufas, el aroma más agudo del barrio.

Ésas eran sus grandes excursiones. Cadine, cuando paseaba ella sola sus ramos de violetas, hacía escapadas, visitaba en especial ciertos comercios que le gustaban. Sentía sobre todo un vivo cariño por la panadería Taboureau, donde había toda una vitrina reservada a los pasteles; seguía la calle Turbigo, regresaba diez veces, para pasar por delante de las tartas de almendra, los brazos de gitano, los bizcochos borrachos, los flanes, las tartas de fruta, las bandejas con tocinos de cielo, petisús, canutillos; y también la enternecían los tarros llenos de pastas, de mostachones y de magdalenas. La panadería, muy clara, con sus anchos espejos, sus mármoles, sus dorados, su casillero de hierro calado para el pan, su otra vitrina, donde unos panes largos y barnizados se inclinaban, con la punta en una tablita de cristal, retenidos arriba por una varilla de latón, tenía una grata tibieza de masa cocida, que la hacía esponjarse cuando, cediendo a la tentación, entraba a comprar un bollo de leche de diez céntimos. Otra tienda, frente a los jardinillos de los Inocentes, le inspiraba curiosidades glotonas, todo un ardor de deseos insatisfechos. Su especialidad eran las albóndigas. Se detenía a contemplar las albóndigas corrientes, las albóndigas de lucio, las albóndigas de foie-gras trufado; y allí se quedaba, soñando, diciéndose que un buen día tendría que probarlas.

Cadine tenía también sus horas de coquetería. Se compraba entonces atavíos magníficos en el muestrario de las Fábricas de Francia, que empavesan la punta de San Eustaquio con inmensas piezas de tela, colgadas y flotantes del entresuelo a la acera. Un poco incómoda con su bandeja, en medio de las mujeres del Mercado, con delantales sucios ante aquellos atavíos de futuros domingos, tocaba las lanas, las franelas, los algodones, para cerciorarse de la textura y la flexibilidad del tejido. Se prometía un vestido de franela vistosa, de algodón rameado o de popelín escarlata. A veces, incluso, escogía en los escaparates, entre los cortes plegados y favorecidos por la mano de los dependientes, una seda tierna, azul cielo o verde manzana, que soñaba con llevar con cintas rosas. Por la noche iba a recibir en pleno rostro el deslumbramiento de los grandes joyeros de la calle Montmartre. Esa terrible calle la ensordecía con sus interminables hileras de coches, la apretujaba con su raudal continuo de gente, sin que ella abandonara el lugar, los ojos llenos de aquel esplendor llameante, bajo la línea de reverberos colgados fuera, en el escaparate del comercio. Primero era la blancura mate, los brillos agudos de la plata, los relojes alineados, las cadenas colgadas, los cubiertos en cruz, y los vasos, las petacas, los aros de servilleta, los peines, colocados en los estantes; pero sentía un cariño especial por los dedales de plata, alineados en pequeñas gradas de porcelana, que recubría un fanal. Luego, al otro lado, el resplandor leonado del oro amarilleaba los espejos. Una serie de largas cadenas se deslizaba desde arriba, tornasoladas de destellos rojos; los relojitos de mujer, vueltos del lado de la caja, tenían redondeces centelleantes de estrellas caídas; las alianzas se ensartaban en delgadas varillas; las pulseras, los broches, las alhajas caras brillaban sobre el terciopelo negro de los estuches; las sortijas encendían cortas llamas azules, verdes, amarillas, violetas, en grandes joyeros cuadrados; mientras que en todos los estantes, en dos o tres filas, hileras de pendientes, de cruces, de medallones, ponían en los bordes del escaparate listones, flecos ricos de tabernáculo. El reflejo de todo ese oro iluminaba la calle con un rayo de sol, hasta el centro de la calzada. Y Cadine creía entrar en alguna cosa santa, en los tesoros del emperador. Examinaba largamente aquellas toscas joyas de pescaderas, leyendo con cuidado las etiquetas en gruesas cifras que acompañaban cada alhaja. Se decidía por unos pendientes, por unas peras imitación coral, prendidas en rosas de oro.

Una mañana, Claude la sorprendió extasiada delante de una peluquería de la calle Saint Honoré. Miraba los cabellos con aire de profunda envidia. En lo alto había profusión de melenas, blandas colas, trenzas deshechas, lluvias de rizos, rodetes de tres pisos, toda una oleada de crines y sedas, con mechas rojas que llameaban, espesuras negras, palideces rubias, hasta cabelleras blancas para enamoradas de sesenta años. Abajo, caracoles discretos, tirabuzones rizados, moños peinados con fijador dormían en cajas de cartón. Y en medio de este marco, al fondo de una especie de capilla, bajo las puntas desflecadas de los cabellos colgados, giraba un busto de mujer. La mujer llevaba un chal de raso cereza, que un broche de cobre fijaba en el canal de los senos, tenía un peinado de novia muy alto, realzado por ramitas de azahar, y sonreía con su boca de muñeca, los ojos claros, las pestañas muy tiesas y demasiado largas, las mejillas de cera, los hombros de cera como cocidos y ahumados por el gas. Cadine esperaba que regresara, con su sonrisa; y entonces era feliz, a medida que el perfil se acentuaba y la hermosa mujer, lentamente, pasaba de izquierda a derecha. Claude se indignó. Sacudió a Cadine, preguntándole qué hacía allí, delante de aquella basura, «esa chica tísica, sacada del depósito de cadáveres». Y se enfurecía con aquella desnudez de difunta, aquella fealdad de lo bonito, diciendo que sólo se pintaban ya mujeres así. La cría no se convenció; opinaba que la mujer era muy guapa. Después, resistiéndose contra el pintor, que la arrastraba de un brazo, rascándose aburrida la negra pelambrera, le señaló una cola pelirroja, enorme, arrancada a alguna fuerte yegua, confesándole que le gustaría tener un pelo así.

Y en los grandes paseos, cuando los tres, Claude, Cadine y Marjolin, vagabundeaban en torno al Mercado, distinguían, al final de cada calle, una esquina del gigante de hierro colado. Eran bruscas perspectivas, arquitecturas imprevistas, pues el mismo horizonte se ofrecía sin cesar bajo aspectos diversos. Claude se daba la vuelta, sobre todo en la calle Montmartre, después de haber pasado la iglesia. A lo lejos, el Mercado Central, visto al sesgo, lo entusiasmaba: una gran arcada, una puerta alta, enorme, se abría; después se amontonaban los pabellones, con sus dos pisos de tejados, sus persianas continuas, sus inmensos toldos; hubiérase dicho perfiles de casas y de palacios superpuestos, una Babilonia de metal, de ligereza hindú, cruzada por terrazas colgantes, corredores aéreos, puentes volantes lanzados sobre el vacío. Volvían siempre allá, a aquella ciudad en torno a la cual rondaban, sin poder alejarse más de cien pasos. Regresaban durante las tibias tardes del Mercado. En lo alto, las persianas están cerradas, los toldos bajados. Bajo las calles cubiertas, el aire se duerme, de un gris ceniza cortado a rayas amarillas por las manchas de sol que caen de las largas vidrieras. Murmullos dulcificados salen de los mercados; los pasos de los escasos transeúntes ajetreados suenan en las aceras; mientras que los cargadores, con su placa, están sentados en fila sobre los rebordes de piedra, en las esquinas de los pabellones, quitándose los zapatones, cuidando los pies doloridos. Es una paz de coloso en reposo, en la que asciende a veces un canto de gallo, desde el fondo del sótano de las aves. A menudo iban a ver entonces cómo cargaban cestos vacíos en los camiones que, cada tarde, vienen a recogerlos, para devolverlos a los expedidores. Los cestos, etiquetados con letras y cifras negras, formaban montañas delante de los almacenes de los asentadores de la calle Berger. Unos hombres iban ordenándolos pila a pila simétricamente. Pero cuando el montón del camión alcanzaba la altura de un primer piso, era preciso que el hombre de abajo tomara impulso, balanceando la pila de cestos, para lanzársela a su camarada, inclinado allá arriba, con los brazos hacia adelante. Claude, a quien le gustaban la fuerza y la destreza, se quedaba horas siguiendo el vuelo de aquellas masas de mimbre, riendo cuando un impulso demasiado fuerte se las llevaba, las lanzaba por encima del montón, al centro de la calzada. Adoraba también la acera de la calle Rambuteau y la de la calle del Puente Nuevo, en la esquina del pabellón de la fruta, el lugar donde se sitúan las vendedoras al menudeo. Las verduras al aire libre lo fascinaban, sobre las mesas recubiertas de paños negros mojados. A las cuatro, el sol encendía todo aquel rincón de verdor. Seguía los pasillos, curioso ante las cabezas coloreadas de las vendedoras; las jóvenes, con el pelo recogido en una red, ya quemadas por su dura vida; las viejas, achacosas, encogidas, la cara roja, bajo el pañuelo amarillo anudado en el mentón. Cadine y Marjolin se negaban a seguirlo, al reconocer de lejos a la tía Chantemesse que les mostraba el puño, furiosa, al verlos golfear juntos. Se reunía con ellos en la otra acera. Allí, a través de la calle, encontraba un magnífico tema de cuadro: las vendedoras del menudeo bajo sus grandes sombrillas desteñidas, rojas, azules, moradas, sujetas a palos, como jorobas del mercado, poniendo sus vigorosas redondeces en el incendio del poniente, que moría sobre las zanahorias y los nabos. Una vendedora, un viejo guiñapo de cien años, amparaba tres lechugas entecas bajo un quitasol de seda rosa, roto y lamentable.

Mientras tanto Cadine y Marjolin habían conocido a Léon, el aprendiz de salchichero de los Quenu-Gradelle, un día que llevaba una tortada a las cercanías. Lo vieron levantar la tapa de la cacerola, en el fondo de un rincón oscuro de la calle Mondétour, y coger una albóndiga con los dedos, delicadamente. Sonrieron, eso les inspiró un gran concepto del chiquillo. Cadine concibió el proyecto de satisfacer por fin uno de sus deseos más queridos; cuando encontró de nuevo al crío, con su cacerola, se mostró muy amable, hizo que le ofreciera una albóndiga, riendo, chupándose los dedos. Pero sintió cierta desilusión, creía que iba a ser más rica. El crío, sin embargo, le pareció gracioso, todo de blanco como una chica que va a comulgar, con su jeta astuta y glotona. Lo invitó a un almuerzo monstruo, que dio en los cestos de la subasta de mantequilla. Se encerraron los tres, ella, Marjolin y Léon, entre las cuatro paredes de mimbre, lejos del mundo. Pusieron la mesa sobre un ancho cesto plano. Había peras, nueces, requesón, gambas, patatas fritas y rábanos. El requesón provenía de una frutera de la calle de la Cossonnerie; era un regalo. Un tendero de la calle de la Truhanería Grande había vendido a crédito los diez céntimos de patatas fritas. El resto, las peras, las nueces, las gambas, los rábanos, había sido robado en las cuatro esquinas del Mercado. Fue un festín exquisito. Léon no quiso ser menos y correspondió amablemente al almuerzo con una cena, a la una de la mañana, en su cuarto. Sirvió morcilla frita, rodajas de salchichón, un trozo de saladillo, pepinillos y grasa de ganso. La salchichería de los Quenu-Gradelle había suministrado todo. Y la cosa no acabó ahí, las cenas de rumbo sucedieron a los almuerzos delicados, unas invitaciones siguieron a otras. Tres veces por semana hubo fiestas íntimas en el hueco de los cestos y en aquella buhardilla donde Florent, en las noches de insomnio, oía ruidos ahogados de mandíbulas y risas de flautín hasta el amanecer.

Entonces los amores de Cadine y Marjolin se exhibieron aún más. Fueron perfectamente felices. Él se hacía el galante, la llevaba a mordisquear patatas crudas o corazones de apio a algún rincón negro de los sótanos, como si fuera un reservado. Robó un día un arenque ahumado que se comieron deliciosamente en el tejado del pabellón del pescado, al borde de los camiones. El Mercado Central no tenía un solo agujero de sombra donde no fueran a ocultar sus tiernos festines de enamorados. El barrio, las filas de tiendas abiertas, llenas de fruta, de pasteles, de conservas, ya no fue un paraíso cerrado, ante el cual merodeaba su hambre de golosos, con sordos deseos. Extendían la mano al pasar a lo largo de los aparadores, birlando una ciruela, un puñado de cerezas, un trozo de bacalao. Se aprovisionaban igualmente en el Mercado, vigilando los pasillos de los puestos, recogiendo todo lo que caía, e incluso ayudando a caer, de un empujón, un cesto de mercancías. A pesar de todas estas rapiñas, unas cuentas terribles iban aumentando en el tendero de la calle de la Truhanería Grande. Este tendero, cuyo tenderete se apoyaba en una casa bamboleante, sostenida por gruesos tablones verdes de musgo, tenía mejillones cocidos nadando en un agua clara, en el fondo de grandes ensaladeras de loza, bandejas de pequeños gallos amarillos y tiesos, bajo una capa demasiado espesa de masa, cuadrados de callos haciéndose a fuego lento en el fondo de la sartén, arenques asados, negros, carbonizados, tan duros que sonaban como madera. Cadine, ciertas semanas, debía hasta un franco; esa deuda la abrumaba, necesitaba vender un número incalculable de ramos de violetas, pues con Marjolin no podía contar para nada. Además, se veía obligada a corresponder a las amabilidades de Léon; e incluso se sentía un poco avergonzada de no tener nunca un plato de carne. Él acababa cogiendo jamones enteros. De ordinario lo escondía todo en la camisa. Cuando subía de la salchichería, de noche, sacaba del pecho cabos de salchicha, rebanadas de pastel de hígado, paquetes de cortezas de tocino. Faltaba el pan, y no se bebía. Marjolin vio a Léon abrazando a Cadine, una noche, entre dos bocados. La cosa le hizo reír. Habría podido matar al crío de un puñetazo; pero no estaba celoso de Cadine, la trataba como a una amiguita que se tiene desde hace mucho tiempo.

Claude no asistía a estos banquetes. Un día que sorprendió a la ramilletera robando una remolacha, en un cestito guarnecido de heno, le había tirado de las orejas, calificándola de golfa. Era lo que le faltaba, decía. Y experimentaba, a su pesar, una especie de admiración por aquellos animales sensuales, ladronzuelos y glotones, sueltos para disfrutar de cuanto sobraba, recogiendo las migajas caídas del trinchero de un gigante.

Marjolin había entrado a trabajar con Gavard, feliz de no tener otra cosa que hacer que escuchar las interminables historias de su patrón. Cadine vendía sus ramos, acostumbrada a las reprimendas de la tía Chantemesse. Continuaban su infancia, sin vergüenza, satisfaciendo sus apetitos, con vicios muy ingenuos. Eran las vegetaciones de aquel pavimento fértil del barrio del Mercado, donde incluso durante el buen tiempo el fango sigue siendo negro y viscoso. La chica de dieciséis años, el muchacho de dieciocho, conservaban la hermosa impudencia de las crías que se levantan las faldas en los mojones de las esquinas. Sin embargo, en Cadine crecían inquietas ensoñaciones, cuando caminaba por las aceras, haciendo girar los rabos de las violetas como si fueran husos. Y también Marjolin sentía un malestar que no se explicaba. A veces dejaba a la cría, abandonaba un callejeo, faltaba a un festín, para ir a ver a la señora Quenu, a través de los cristales de la salchichería. Era tan guapa, tan gruesa, tan redonda, que le hacía bien. Experimentaba delante de ella cierta plenitud, como si hubiera comido o bebido algo muy rico. Cuando se marchaba, se llevaba el hambre y la sed de volver a verla. Esto duraba desde hacía meses. Al principio le había dirigido las miradas respetuosas que echaba a los escaparates de las abacerías y de las tiendas de salazones. Después, cuando llegaron los días de gran merodeo, soñó, al verla, que alargaba las manos hacia su fuerte talle, hacia sus gruesos brazos, al igual que las hundía en los barriles de aceitunas y en las cajas de manzanas con caramelo.

Desde hacía algún tiempo Marjolin veía a la bella Lisa todos los días, de mañana. Ella pasaba por delante del puesto de Gavard, se detenía un instante, charlaba con el pollero. Hacía ella misma la compra, decía, para que la robasen menos. La verdad es que trataba de provocar las confidencias de Gavard; en la salchichería, éste desconfiaba; en su puesto, peroraba, contaba todo lo que quisieran. Ella se había dicho que por él sabría lo que pasaba exactamente en casa de Lebigre; pues tenía a la señorita Saget, su policía secreta, en mediocre estima. Se enteró así, por el terrible charlatán, de cosas confusas que la asustaron mucho. Dos días después de la explicación que había tenido con Quenu, regresó palidísima del mercado. Hizo señas a su marido de que la siguiera al comedor. Allí, tras haber cerrado las puertas:

—¿Es que tu hermano quiere mandarnos al patíbulo?… ¿Por qué me has ocultado lo que sabes?

Quenu juró que no sabía nada. Hizo un gran juramento, afirmando que no había vuelto a ir por casa de Lebigre y que no volvería jamás. Ella se encogió de hombros, prosiguiendo:

—Harás bien, a menos que desees dejarte allí el pellejo… Florent está metido en algún asunto feo, lo noto. Acabo de enterarme de lo bastante para adivinar hacia dónde va… Vuelve a presidio, ¿oyes?

Después, al cabo de un silencio, continuó con voz más tranquila:

—¡Ay! ¡Qué infeliz!… Lo tratábamos aquí a cuerpo de rey, podía volver a ser honrado, no tenía más que buenos ejemplos. No, lo lleva en la sangre; se romperá la crisma, con su política… Quiero que esto acabe, ¿oyes, Quenu? Te había avisado.

Recalcó claramente estas últimas palabras. Quenu bajaba la cabeza, esperando su fallo.

—En primer lugar —dijo ella—, no comerá más aquí. Ya es suficiente con que duerma. Gana dinero, pues que se alimente.

Él hizo un gesto de protesta, pero ella le cerró la boca, añadiendo con fuerza:

—Entonces, elige entre él y nosotras. Te juro que me voy con mi hija, si él se queda. ¿Quieres que te lo diga de una vez? Es un hombre capaz de todo, que ha venido a perturbar nuestro matrimonio. Pero yo pondré orden en todo esto, te lo aseguro… Me has oído bien: o él o yo.

Dejó a su marido mudo, regresó a la salchichería, donde sirvió media libra de pastel de hígado, con su afable sonrisa de bella salchichera. Gavard, en una discusión política que ella había provocado hábilmente, se había acalorado hasta decirle que ya vería, que iban a acabar con todo aquello, y que bastarían dos hombres decididos, como su cuñado y él para no dejar títere con cabeza. Era el feo asunto de que ella hablaba, una conspiración a la cual el pollero aludía de continuo, con aire discreto, con risitas que pretendían dejar adivinar muchas cosas. Ella veía un pelotón de agentes de policía invadir la salchichería, amordazarlos, a ella, a Quenu y a Pauline, y arrojarlos a los tres a una mazmorra.

Por la noche, en la cena, se mostró glacial; no sirvió a Florent, dijo en varias ocasiones:

—¡Qué raro! ¡Desde hace algún tiempo comemos mucho pan!

Florent comprendió por fin. Se sintió tratado como un pariente a quien se pone en la puerta de la calle. Lisa, en los dos últimos meses, lo vestía con los pantalones viejos y las viejas levitas de Quenu; y como era tan enjuto como regordete era su hermano, aquellas ropas en jirones le caían de una forma extrañísima. También le pasaba la ropa de casa vieja, pañuelos zurcidos veinte veces, toallas desflecadas, sábanas propias para hacer trapos, camisones usados, dados de sí por el vientre de su hermano y tan cortos que hubieran podido servirle de chaqueta. Además, ya no encontraba a su alrededor la blandura benévola de los primeros tiempos. Toda la casa se encogía de hombros, como veían hacer a la bella Lisa; Auguste y Augustine fingían darle la espalda, mientras que la pequeña Pauline tenía palabras crueles, de niña mal criada, sobre las manchas de sus trajes y los agujeros de su ropa blanca. Los últimos días, sufría sobre todo en la mesa. No se atrevía a comer, viendo a la hija y la madre que lo miraban cuando se cortaba pan. Quenu metía la nariz en el plato, y evitaba alzar la mirada, con el fin de no mezclarse en lo que pasaba. Entonces lo que le torturó fue no saber cómo irse. Durante una semana le dio vueltas en la cabeza a una frase, para decir que en adelante comería fuera.

Aquel tierno espíritu vivía entre tales ilusiones que temía herir a su hermano y a su cuñada al no comer en su casa. Había tardado más de dos meses en percibir la sorda hostilidad de Lisa; e incluso a veces temía equivocarse, opinaba que era muy buena con él. El desinterés, en él, llegaba a tal extremo que le hacía olvidar sus necesidades; no era ya una virtud, sino una suprema indiferencia, una falta absoluta de personalidad. Nunca pensó, ni siquiera cuando se vio expulsado poco a poco, en la herencia del viejo Gradelle, en las cuentas que su cuñada quería rendirle. Por lo demás, de antemano había preparado todo un proyecto de presupuesto: con el dinero que la señora Ver laque le dejaba de sueldo, y los treinta francos de una clase que le había proporcionado la bella Normanda, calculaba que tendría que gastar noventa céntimos en el almuerzo y un franco treinta en la cena. Era más que suficiente. Por fin una mañana se arriesgó, aprovechó la nueva clase que daba, para pretender que le resultaba imposible encontrarse en la salchichería a las horas de las comidas. Esa laboriosa mentira le hizo ruborizarse. Y se disculpaba:

—No lo tomen a mal, el niño sólo está libre a esa hora… No importa, comeré un bocado fuera, vendré a decirles hola por las noches.

La bella Lisa permanecía imperturbable, lo cual lo trastornaba aún más. No había querido despedirlo, para que no le pudieran echar nada en cara, prefiriendo esperar a que él se cansara. Se marchaba, ¡menos mal!, y ella evitaba cualquier demostración de amistad que hubiera podido retenerlo. Pero Quenu exclamó, un poco emocionado:

—Estás en tu casa, come fuera, si te conviene más… ¡Ya sabes que no te echamos, qué diablos! Vendrás a comer la sopa con nosotros, a veces, los domingos.

Florent se apresuró a salir. Tenía el corazón oprimido. Cuando ya no estuvo allí, la bella Lisa no se atrevió a reprocharle a su marido su debilidad, esa invitación para los domingos. Victoriosa, respiraba a sus anchas en el comedor de roble claro, con ganas de quemar azúcar, para ahuyentar de él el olor a flaco perverso que notaba. Por lo demás, siguió a la defensiva. E incluso, al cabo de una semana, sintió inquietudes más vivas. Sólo veía a Florent raramente, de noche, se imaginaba cosas terribles, una máquina infernal fabricada allá arriba, en el cuarto de Augustine, o bien señales transmitidas desde la terraza, para cubrir el barrio de barricadas. Gavard tenía una facha sombría; sólo respondía con meneos de cabeza, dejaba la tienda al cuidado de Marjolin durante días enteros. La bella Lisa resolvió saber a qué atenerse. Se enteró de que Florent tenía un permiso, y que iba a pasarlo con Claude Lantier, en casa de la señora François, en Nanterre. Como tenía que marcharse al amanecer, para no regresar hasta la noche, pensó en invitar a Gavard a cenar; seguro que hablaría, con el vientre pegado a la mesa. Pero en toda la mañana no pudo encontrar al pollero. Por la tarde, regresó al Mercado.

Marjolin estaba solo en el puesto. Dormitaba allí durante horas, descansando de sus largos callejeos. De ordinario se sentaba, estiraba las piernas sobre la otra silla, con la cabeza apoyada contra el pequeño aparador del fondo. En invierno, los mostradores de caza lo fascinaban: los corzos colgados cabeza abajo, las patas delanteras rotas y atadas por encima del cuello; los collares de alondras en guirnaldas alrededor de la tienda, como aderezos de salvajes; las grandes liebres rojizas, las perdices moteadas, los animales acuáticos de un gris de bronce, las gangas de Rusia que llegan en una mezcla de paja de avena y carbón, y los faisanes, los espléndidos faisanes, con su caperuza escarlata, su gorguera de raso verde, su capa de oro nielado, su cola de llama arrastrando como un traje cortesano. Todas esas plumas le recordaban a Cadine las noches transcurridas abajo, en la blandura de los cestos.

Ese día la bella Lisa encontró a Marjolin en medio de la volatería. La tarde era tibia, pasaban ráfagas por las estrechas calles del pabellón. Tuvo que bajarse para distinguirlo, tumbado en el fondo del puesto, bajo las carnes crudas del mostrador. En lo alto, colgados de la barra dentada, pendían gordos gansos, con el gancho hundido en la herida sangrante del cuello, el cuello largo y tieso, con la masa enorme del vientre, rojizo bajo el fino plumón, hinchándose como una desnudez, entre la blancura de colada de la cola y las alas. Había también, cayendo de la barra, las patas apartadas como para un salto formidable, las orejas caídas, conejos de lomo gris, manchado por el penacho de pelos blancos de la cola levantada, y cuya cabeza, de dientes agudos, de ojos turbios, reía con una risa de animal muerto. Sobre la mesa del mostrador, unos pollos con plumas mostraban la pechuga carnosa, tensada por la arista de la quilla; las palomas, apretujadas en cañizos de mimbre, tenían una piel desnuda y tierna de inocentes; los patos, de piel más tosca, desplegaban las palmas de sus patas; tres magníficos pavos, con pintas azules como una barbilla recién rasurada, dormían sobre el dorso, la garganta recosida, en el abanico negro de su ancha cola. Al lado, en platos, estaban los menudillos, el hígado, la molleja, el cuello, las patas, los alones, mientras que, en una fuente ovalada, estaba acostado un conejo despellejado y vaciado, con los cuatro miembros separados, la cabeza sanguinolenta, la piel del vientre hendida, mostrando los dos riñones; un hilillo de sangre había corrido a todo lo largo de la rabadilla hasta la cola, donde había manchado, gota a gota, la palidez de la porcelana. Marjolin ni siquiera había limpiado la tabla de cortar, cerca de la cual andaban aún las patas del conejo. Cerraba los ojos a medias, teniendo a su alrededor, en los tres estantes que guarnecían el interior de la tienda, otros montones de aves muertas, aves en cucuruchos de papel como ramilletes, cordones continuos de muslos doblados y pechugas abombadas, entrevistos confusamente. Al fondo de todos aquellos alimentos, su corpachón rubio, sus mejillas, sus manos, su poderoso cuello, con un vello rojizo, tenían la carne fina de los magníficos pavos y la redondez del vientre de los gordos gansos.

Cuando vio a la bella Lisa, se levantó bruscamente, ruborizándose por haber sido sorprendido así, tumbado. Siempre se mostraba muy tímido, muy cohibido delante de ella. Y cuando le preguntó si estaba el señor Gavard:

—No, no sé —balbució—; estaba hace un momento, pero se ha vuelto a marchar.

Ella sonreía al mirarlo, sentía una gran simpatía por él. Al dejar colgar una mano, sintió un roce tibio, lanzó un gritito. Debajo de la mesa del mostrador, en un caja, unos conejos vivos estiraban el cuello, olfateaban sus faldas.

—¡Ah! —dijo riendo—, son tus conejos que me hacen cosquillas.

Se bajó, quiso acariciar un conejo blanco que se refugió en un rincón de la caja. Después, incorporándose:

—¿Y volverá pronto el señor Gavard?

Marjolin contestó de nuevo que no sabía. Sus manos temblaban un poco. Prosiguió con voz vacilante:

—A lo mejor está en el trastero… Me dijo, creo, que bajaba.

—Me dan ganas de esperarle, entonces —prosiguió Lisa—. Se le podría avisar que estoy aquí… A menos que baje yo. ¡Vaya, es una idea! Hace cinco años que me prometo ver los trasteros… Me vas a guiar, ¿verdad? Tú me explicarás.

Se había puesto muy colorado. Salió precipitadamente del puesto, caminando delante de ella, abandonando el mostrador, repitiendo:

—Sí, sí, claro… Todo lo que usted quiera, doña Lisa.

Pero, abajo, el aire negro del sótano sofocó a la bella salchichera. Permanecía en el último escalón, alzando los ojos, mirando la bóveda, a franjas de ladrillos blancos y rojos, formada por arcos rebajados, embutidos en nervaduras de hierro colado y sostenidos por columnitas. Lo que la detenía allí, más aún que la oscuridad, era un olor cálido, penetrante, una exhalación de animales vivos, cuyos álcalis le picaban en la nariz y la garganta.

—Huele muy mal —murmuró—. No sería muy sano vivir aquí.

—Yo estoy como una rosa —respondió Marjolin, extrañado—. El olor no es malo, cuando uno está acostumbrado. Y, además, en invierno hace calor; se está muy a gusto.

Lo siguió, diciendo que aquel aroma violento a aves le repugnaba, que seguramente no comería pollo en dos meses. Mientras tanto, los trasteros, las estrechas casetas donde los comerciantes guardan los animales vivos, alargaban sus callejas regulares, cortadas en ángulo recto. Los faroles de gas eran raros, las callejas dormían, silenciosas, semejantes al rincón de una aldea, cuando la provincia duerme. Marjolin hizo que Lisa tocara la alambrada de apretadas mallas, tendida sobre recuadros de fundición. Y, mientras marchaba a lo largo de una calle, iba leyendo los nombres de los arrendatarios, escritos en placas azules.

—El señor Gavard está al fondo del todo —dijo el joven, que seguía caminando.

Doblaron a la izquierda, llegaron a un callejón sin salida, a un agujero negro, donde no se deslizaba ni un hilo de luz. Gavard no estaba.

—No importa —prosiguió Marjolin—. Voy a enseñarle nuestros animales. Tengo una llave del trastero.

La bella Lisa entró detrás de él en aquella noche espesa. Allí, se lo encontró de pronto en medio de sus faldas; creyó que se había adelantado demasiado hacia él, retrocedió; reía, decía:

—Si te figuras que voy a ver a tus animales, en este pozo.

Él no contestó en seguida; después balbució que siempre tenía una vela en el trastero. Pero no terminaba, no podía encontrar el agujero de la cerradura. Al ayudarle ella, sintió un aliento cálido en el cuello. Cuando por fin él hubo abierto la puerta y encendido la vela, lo vio tan tembloroso que exclamó:

—¡Eres tonto de capirote! ¿Puede uno ponerse de semejante manera porque una puerta no quiere abrirse? Con tus grandes puños, eres una señorita.

Entró en el trastero. Gavard había alquilado dos compartimientos, con los que había hecho un solo gallinero, quitando el tabique. En el suelo, entre el estiércol, chapoteaban los animales grandes, gansos, pavos, patos; arriba, en las hileras de anaqueles, chatas cajas caladas contenían gallinas y conejos. La alambrada del trastero estaba toda polvorienta, con telarañas colgantes, hasta el punto de parecer guarnecida de toldos grises; la orina de los conejos corroía los paneles de abajo; los excrementos de las aves manchaban las tablas con salpicaduras blanquecinas. Pero Lisa no quería disgustar a Marjolin mostrando aún más su asco. Metió los dedos entre los barrotes de las cajas, lamentando la suerte de aquellas pobre gallinas amontonadas, que ni siquiera podían estar de pie. Acarició a un pato acurrucado en un rincón, con la pata rota, mientras el joven le decía «que lo matarían esa misma tarde, por miedo a que muriera de noche».

—Pero —preguntó ella—, ¿cómo hacen para comer?

Entonces él le explicó que las aves no quieren comer sin luz. Los comerciantes se ven obligados a encender una vela y a esperar allí, hasta que los animales han terminado.

—Eso me divierte —continuó—; los alumbro durante horas y horas. Hay que ver los picotazos que dan. Después, cuando tapo la vela con la mano, se quedan todos con el cuello estirado, como si se hubiera puesto el sol… Está prohibidísimo dejarles la vela e irse. Una vendedora, la tía Palette, usted la conoce, estuvo a punto de quemarlo todo el otro día; una gallina debió de hacer caer la luz en la paja.

—¡Qué bien! —dijo Lisa—, ¡no están tan incómodas, estas aves, si hay que encenderles las arañas a cada comida!

Eso le hizo reír. Había salido del trastero, limpiándose los pies, subiéndose un poco el vestido, para preservarlo de la porquería. Él sopló la vela, cerró la puerta. A ella le dio miedo andar así en la oscuridad, al lado de aquel mocetón; se adelantó un poco, para no sentirlo de nuevo entre sus faldas. Cuando él la alcanzó:

—Estoy contenta, de todos modos, de haberlo visto. Hay, debajo de este Mercado, cosas que una nunca sospecharía. Te lo agradezco… Voy a subir a toda prisa; en la tienda no deben de saber dónde me he metido. Si el señor Gavard regresa, dile que tengo que hablarle en seguida.

—Pero —dijo Marjolin—, seguro que está en las piedras de matanza… Podemos ir, si quiere.

No contestó, oprimida por aquel aire tibio que le caldeaba el rostro. Estaba muy rosada, y su corpiño tenso, tan muerto de ordinario, se estremecía. Eso la inquietó, le infundió cierto malestar, al oír a sus espaldas el paso apresurado de Marjolin, que le parecía como jadeante. Se apartó, lo dejó pasar delante. La aldea, las negras callejas seguían durmiendo. Lisa se dio cuenta de que su compañero cogía el camino más largo. Cuando desembocaron frente a la vía férrea, le dijo que había querido enseñarle el ferrocarril; y permanecieron allí un instante, mirando a través de los gruesos tablones de la empalizada. Él se ofreció a guiarla para que visitara la vía. Ella se negó, diciendo que no valía la pena, que ya veía muy bien cómo era. Al regresar, encontraron a la tía Palette delante de su trastero, soltando las cuerdas de un ancho cesto cuadrado, en el cual se oía un furioso ruido de alas y patas. Cuando hubo desatado el último nudo, bruscamente, aparecieron grandes cuellos de ganso, haciendo fuerza y levantando la tapa. Los gansos escaparon, asustados, con la cabeza hacía adelante, con silbidos y chasquidos de pico que llenaron la sombra del sótano de una música espantosa. Lisa no pudo dejar de reír, pese a los lamentos de la vendedora de aves que, desesperada, juraba como un carretero, llevando por el cuello dos gansos que había conseguido atrapar. Marjolin se había puesto a perseguir a un tercer ganso. Se le oyó correr a lo largo de las calles, despistado, divirtiéndose con la caza; después hubo un ruido, de lucha, al fondo del todo, y regresó, trayendo el animal. La tía Palette, una anciana amarilla, lo cogió en brazos, lo conservó un momento sobre su vientre, en la actitud de la Leda antigua.

—¡Ah! ¡Bueno! —dijo—. ¡Si no hubieras estado aquí!… El otro día me peleé con uno; tenía mi cuchillo y le corté el cuello.

Marjolin estaba sin resuello. Cuando llegaron a las piedras de matanza, en la claridad más viva del gas, Lisa lo vio sudoroso, en sus ojos brillaba una llama que ella no les conocía. De ordinario bajaba los párpados delante de ella, como una chiquilla. Le pareció un hombre guapo, con sus anchos hombros, su gran semblante, rosado, con los bucles de su pelo rubio. Lo miraba tan complacida, con ese aire de admiración sin peligro que se puede testimoniar a los muchachos muy jóvenes, que a él le entró una vez más la timidez.

—Ya ves que el señor Gavard no está aquí —dijo ella—. Me estás haciendo perder el tiempo.

Entonces él, con voz rápida, le explicó el matadero, los cinco enormes bancos de piedra que se extendían del lado de la calle Rambuteau, bajo la claridad amarilla de los tragaluces y las lámparas de gas. Una mujer sangraba pollos, en un extremo, lo cual lo llevó a hacerle observar que la mujer desplumaba las aves casi vivas, porque es más fácil. Después quiso que cogiera puñados de plumas en los bancos de piedra, en los enormes montones que había por allí; le decía que se clasificaban y se vendían, hasta a cuarenta y cinco céntimos la libra, según la finura. También tuvo que hundir la mano en el fondo de los grandes cestos llenos de plumón. A continuación él abrió los grifos de las fuentes, colocadas en cada pilar. No paraba de hablar, con lujo de detalles: la sangre corría a lo largo de los bancos, formaba charcos sobre el enlosado; cada dos horas los barrenderos la lavaban con mucha agua, sacaban con cepillos duros las manchas rojas. Cuando Lisa se inclinó por encima del sumidero que sirve de desagüe, contó toda una historia: los días de tormenta, el agua invadía el sótano por ese sumidero; e incluso una vez había alcanzado los treinta centímetros, había habido que refugiar a las aves en el otro extremo del sótano, que está en cuesta. Se reía aún del estrépito de los animales asustados. Mientras tanto, había terminado, ya no se le ocurría nada, hasta que se acordó del ventilador. La llevó al fondo, le hizo alzar la mirada, y ella vio el interior de una de las torrecillas de esquina, una especie de ancho tubo de salida, por donde subía el aire nauseabundo de los trasteros.

Marjolin enmudeció en aquel rincón, pestilente por la afluencia de los olores. Había una rudeza alcalina de guano. Pero parecía despierto y estimulado. Las aletas de su nariz palpitaron, respiró hondo, como recobrando la osadía de su apetito. En el cuarto de hora que llevaba en el subsuelo con la bella Lisa ese aroma, ese calor de animales vivos lo embriagaba. Ahora ya no sentía timideces, estaba lleno del celo que caldeaba el estiércol de los gallineros, bajo la bóveda aplastada, negra de sombras.

—Vámonos —dijo la bella Lisa—; eres un buen chico, por haberme enseñado todo eso… Cuando vengas por la salchichería, te daré algo.

Le había cogido la barbilla, como hacía a menudo, sin ver que él había crecido. La verdad es que estaba un poco emocionada; emocionada por aquel paseo bajo tierra, con una emoción muy dulce, que le agradaba saborear, como una cosa permitida y carente de consecuencias. Quizá olvidó su mano un poco más de tiempo que de costumbre, bajo esa barbilla de adolescente, tan delicada al tacto. Entonces, ante esa caricia, él, cediendo a un impulso del instinto, asegurándose con una mirada oblicua de que allí no había nadie, respiró hondo y se lanzó sobre la bella Lisa con la fuerza de un toro. La había cogido por los hombros. La derribó sobre un cesto de plumas, donde cayó como una masa, con las faldas por encima de las rodillas. E iba a cogerla del talle, como cogía a Cadine, con una brutalidad de animal que roba y se sacia, cuando, sin gritar, palidísima por aquel brusco ataque, ella salió de un salto del cesto. Levantó el brazo, como había visto hacer en los mataderos, cerró su puño de mujer guapa, tumbó a Marjolin de un solo golpe, entre los dos ojos. Él se desplomó, se abrió la cabeza contra la esquina de una piedra de matanza. En ese momento, un canto de gallo, ronco y prolongado, ascendió de las tinieblas.

La bella Lisa permaneció impertérrita. Sus labios se habían fruncido, su pecho había recuperado las mudas redondeces que le hacían asemejarse a un vientre. Sobre su cabeza oía el sordo fragor del Mercado. Por los tragaluces de la calle Rambuteau, en el gran silencio ahogado del sótano, caían los ruidos de la acera. Y pensaba que sólo sus gruesos brazos la habían salvado. Se sacudió algunas plumas pegadas a las faldas. Después, temiendo ser sorprendida allí, se marchó sin mirar a Marjolin. En la escalera, cuando hubo pasado la verja, la claridad de pleno día resultó un gran alivio.

Volvió a la salchichería muy tranquila, un poco pálida.

—Has tardado mucho —dijo Quenu.

—No encontré a Gavard, lo busqué por todas partes, —respondió tranquilamente—. Nos comeremos la pierna de cordero sin él.

Mandó llenar el tarro de manteca de cerdo que encontró vacío, cortó chuletas para su amiga la señora Taboureau, que le había enviado a su criadita. Los golpes que dio con la cuchilla sobre la tabla le recordaron a Marjolin abajo, en el sótano. Pero no se reprochaba nada. Había obrado como una mujer honesta. No iba a comprometer su paz por aquel crío; estaba demasiado a gusto, entre su marido y su hija. Sin embargo, miró a Quenu; tenía en la nuca una piel tosca, una corteza rojiza, y su barbilla afeitada era de una rugosidad de madera nudosa; mientras que la nuca y la barbilla del otro parecían de terciopelo rosa. No había que acordarse más de eso, no volvería a tocarlo, puesto que él pensaba en cosas imposibles. Era un pequeño placer permitido que ahora echaba de menos, diciéndose que realmente los niños crecen demasiado de prisa.

Como a sus mejillas ascendían ligeras llamas, Quenu la encontró «endiabladamente lozana». Se había sentado un instante junto a ella, en el mostrador, repetía:

—Deberías salir más a menudo. Te sienta bien… Si quieres, iremos al teatro, una de estas noches, a la Gaité[25], donde la señora Taboureau ha visto esa pieza que está tan bien…

Lisa sonrió, dijo que ya verían. Después desapareció de nuevo. Quenu pensó que era demasiado buena al correr así detrás de ese animal de Gavard. No la había visto coger la escalera. Acababa de subir a la habitación de Florent, cuya llave colgaba de un clavo en la cocina. Esperaba saber algo en esa habitación, pues ya no contaba con el pollero. Dio una lenta vuelta, examinó la cama, la chimenea, las cuatro esquinas. La ventana de la terracita estaba abierta, el granado, con sus brotes, se bañaba en el polvillo de oro del sol poniente. Entonces le pareció que su dependienta no había abandonado aquella pieza, que había dormido todavía allí la noche anterior; no olía a hombre. Fue una sorpresa, pues esperaba encontrar cajas sospechosas, muebles con fuertes cerraduras. Fue a palpar el traje de verano de Augustine, que seguía colgado de la pared. Después se sentó por fin ante la mesa, leyendo una página empezada donde la palabra «revolución» se repetía dos veces. Se espantó, abrió el cajón, que vio lleno de papeles. Pero su honradez despertó frente a aquel secreto, tan mal guardado por la endeble mesa de madera blanca. Permanecía inclinada sobre los papeles, tratando de comprender sin tocar, muy emocionada, cuando el canto agudo del pinzón, a cuya jaula llegaba un rayo oblicuo, la hizo estremecerse. Cerró el cajón. Estaba muy mal lo que iba a hacer.

Mientras se abstraía, cerca de la ventana, diciéndose que debía aconsejarse con el padre Roustan, un hombre prudente, divisó, abajo, en la calle del Mercado, una aglomeración en torno a una camilla. La noche caía, pero reconoció perfectamente a Cadine, que lloraba, en medio del grupo; mientras que Florent y Claude, con los pies blancos de polvo, charlaban animadamente al borde de la acera. Se apresuró a bajar, sorprendida por su regreso. Apenas había llegado al mostrador cuando entró la señorita Saget diciendo:

—Acaban de encontrar a ese granuja de Marjolin en el sótano, con la cabeza rota… ¿No viene a ver, señora Quenu?

Ésta cruzó la calzada para ver a Marjolin. El joven estaba tendido, palidísimo, los ojos cerrados, con un mechón de rubio pelo tieso y manchado de sangre. En el grupo decían que no sería nada, que la culpa también era suya, de aquel pilluelo que hacía barrabasadas en los sótanos; suponían que había querido saltar una de las mesas de matanza, uno de sus juegos favoritos, y que se había caído con la frente contra la piedra. La señorita Saget murmuraba, señalando a Cadine, que lloraba:

—Debe de ser esa bribona la que lo ha empujado. Siempre andan juntos por los rincones.

Marjolin, reanimado por el fresco de la calle, abrió unos grandes ojos asombrados. Examinó a todo el mundo; después, habiendo encontrado el rostro de Lisa inclinado sobre él, le sonrió dulcemente, con aire humilde, con una caricia de sumisión. Parecía no acordarse. Lisa, tranquilizada, dijo que había que trasladarlo en seguida al hospital; ella iría a verlo, le llevaría naranjas y galletas. La cabeza de Marjolin había vuelto a caer. Cuando se llevaron la camilla, Cadine la siguió, con su bandeja al cuello, sus ramitos de violetas pinchados en un césped de musgo, sobre los cuales lloraba a lágrima viva, sin acordarse para nada de las flores que quemaba así con su gran pena.

Cuando Lisa regresaba a la salchichería, oyó a Claude que estrechaba la mano de Florent y se separaba de él, murmurando:

—¡Ah! ¡Condenado crío! Me ha estropeado el día… ¡Y eso que nos hemos divertido de lo lindo!

Claude y Florent, en efecto, regresaban agotados y felices. Traían un buen perfume de aire libre. Esa mañana, antes de amanecer, la señora François había vendido ya sus verduras. Se fueron los tres a buscar el carro, a la calle Montorgueil, al Compás de Oro. Fue como un anticipo de la campiña, en pleno París. Detrás del restaurante Philippe, cuyas maderas doradas suben hasta el primer piso, se encuentra un corral de granja, negro y bullente, rebosante de un olor a paja fresca y a estiércol caliente; bandadas de gallinas hurgan con el pico en la tierra blanda; construcciones de madera pintada, escaleras, galerías, techumbres reventadas, se adosan a las viejas casas vecinas; y, en el fondo, bajo una cochera de gruesa armazón, Baltasar esperaba, ya enganchado, comiendo avena en un saco colgado del ronzal. Bajó la calle Montorgueil al trote corto, con pinta de satisfecho por volver tan pronto a Nanterre. Pero no se marchaba de vacío. La hortelana tenía un trato con la compañía encargada de la limpieza del Mercado Central; dos veces por semana se llevaba una carretada de hojas, cogidas con horquilla entre los montones de basura que atestan la plaza. Era un excelente abono. En unos minutos el carruaje desbordó. Claude y Florent se extendieron sobre ese lecho espeso de verdor; la señora François cogió las riendas, y Baltasar echó a andar con su paso lento, la cabeza un poco gacha al tener que llevar a tanta gente.

La excursión estaba proyectada desde hacía tiempo. La hortelana se reía de gusto; quería a los dos hombres, les prometía una tortilla de tocino de las que no se comen en «este París del diablo». Ellos saboreaban el disfrute de este día de pereza y vagabundeo cuyo sol apenas despuntaba. A lo lejos, Nanterre era una pura alegría en la cual iban a entrar.

—¿Están bien, por lo menos? —preguntó la señora François al coger la calle del Puente Nuevo.

Claude juró que «era suave como un colchón de recién casada». Tumbados ambos de espaldas, con las manos cruzadas bajo la cabeza, miraban el pálido cielo, donde las estrellas se apagaban. A lo largo de la calle Rivoli guardaron silencio, a la espera de no ver más casas, escuchando a la buena mujer que charlaba con Baltasar, diciéndole bajito:

—Tómatelo con calma, chico, ea… No tenemos prisa, llegaremos lo mismo…

En los Campos Elíseos, como el pintor ya no veía a ambos lados sino copas de árboles, con la gran masa verde del jardín de las Tullerías al fondo, tuvo que despertar, se puso a hablar solo. Al pasar por delante de la calle del Rollo[26] había mirado el pórtico lateral de San Eustaquio, que se ve de lejos, por debajo del cobertizo gigantesco de una calle cubierta del Mercado. Y volvía sobre ello sin cesar, quería encontrar un símbolo.

—Es una curiosa coincidencia —decía—, ese trozo de iglesia enmarcado bajo esa avenida de hierro colado… Éste matará a aquél, el hierro matará a la piedra, y los tiempos están cercanos… ¿Usted, Florent, cree en el azar? Yo me imagino que no es sólo la necesidad de alineación la que ha puesto así un rosetón de San Eustaquio en medio y medio del Mercado Central. Fíjese, se trata de todo un manifiesto: es el arte moderno, el realismo, el naturalismo, como quiera usted llamarlo, que ha crecido enfrente del arte antiguo… ¿No es usted de esa opinión?

Como Florent guardaba silencio, él continuó:

—Esa iglesia es de una arquitectura bastarda, por otra parte; la Edad Media agoniza en ella, y el Renacimiento balbucea… ¿Se ha fijado usted en qué iglesias nos construyen hoy? Se parecen a lo que uno quiera, a bibliotecas, a observatorios, a palomares, a cuarteles; pero, seguramente, nadie está convencido de que Dios viva en su interior. Los albañiles del buen Dios han muerto, lo más sabio sería no construir más esos feos esqueletos de piedra, donde no tenemos a quién alojar… Desde comienzos de siglo no se ha construido más que un monumento original, un monumento que no esté copiado de ninguna parte, que haya crecido naturalmente en el suelo de la época; y es el Mercado Central, ¿oye, Florent?, una obra estupenda, sí, y que no es aún sino una tímida revelación del siglo veinte… ¡Por eso San Eustaquio está ahí metido, pardiez! San Eustaquio está allá abajo con su rosetón, vacío de pueblo devoto, mientras que el Mercado se agranda a su lado, bullente de vida… ¡Eso es lo que veo, amigo mío!

—¡Ah! ¡Bueno! —dijo riendo la señora François—; ¿sabe, don Claude, que la mujer que le cortó el frenillo no le robó su real? Baltasar aguza las orejas para escucharle… ¡Arre, Baltasar!

El carruaje subía lentamente. A esa hora matinal, la avenida estaba desierta, con sus sillas de hierro alineadas en las dos aceras, y sus céspedes, cortados por macizos, que se hundían bajo el azulear de los árboles. En la rotonda pasaron al trote corto un jinete y una amazona. Florent, que se había hecho una almohada con un paquete de hojas de col, seguía mirando al cielo, donde se encendía un gran resplandor rosado. A veces cerraba los ojos para sentir mejor cómo el fresco de la mañana corría sobre su cara, tan feliz de alejarse del Mercado, de marchar hacia el aire puro, que se quedaba sin voz, sin escuchar siquiera lo que decía a su alrededor.

—¡También están buenos esos que meten el arte en una caja de juguetes! —prosiguió Claude, tras un silencio—. Es su gran frase: no se hace arte con la ciencia, la industria mata la poesía; y todos esos imbéciles se echan a llorar por las flores, ¡como si alguien pensara en portarse mal con las flores!… Me ponen nervioso, al fin y al cabo, en serio. Me dan ganas de responder a esos lloriqueos con obras de desafío. Me divertiría escandalizar un poco a esa buena gente… ¿Quiere usted que le diga cuál ha sido mi obra más hermosa, desde que trabajo, aquélla cuyo recuerdo me satisface más? Es toda una historia… el año pasado, la víspera de Navidad, cuando yo me encontraba en casa de mi tía Lisa, el mozo de la salchichería, Auguste, ese idiota, ya sabe usted, estaba preparando el escaparate. ¡Ah, qué miserable! Me sacó de quicio por la forma blanda en que componía el conjunto. Le rogué que se quitara de allí, diciéndole que yo iba a pintar aquello, limpiamente. ¿Comprende?, tenía todos los tonos vigorosos, el rojo de las lenguas rellenas, el amarillo de los codillos, el azul de los recortes de papel, el rosa de las piezas empezadas, el verde de las hojas de helecho, y sobre todo el negro de las morcillas, un negro soberbio que jamás he podido encontrar en mi paleta. Naturalmente, las tripas, las salchichas, las butufarras, las manos de cerdo empanadas, me daban grises de gran finura. Entonces hice una auténtica obra de arte. Cogí las fuentes, los platos, las cazuelas, los tarros; fui colocando los tonos, tracé un asombroso bodegón, donde estallaban petardos de color, sostenidos por sabias gamas. Las lenguas rojas se alargaban con glotonería de llama, y las morcillas negras, en el canto claro de las salchichas, ponían las tinieblas de una formidable indigestión. Había pintado, ¿no?, la glotonería de Nochebuena, la hora de medianoche consagrada a la comilona, la tragonería de los estómagos vaciados por los cánticos. Arriba, un gran pavo mostraba su pechuga blanca, jaspeada, bajo la piel, por manchas negras de trufas. Era bárbaro y soberbio, algo así como un vientre visto en la gloria, pero con un toque de crueldad, un transporte de burla tales que el gentío se agolpó delante de la vitrina, inquieto por aquel escaparate que llameaba tan toscamente… Cuando mi tía Lisa regresó de la cocina, le dio miedo, imaginándose que yo había prendido fuego a las grasas de la tienda. El pavo, sobre todo, le pareció tan indecente, que me puso en la calle, mientras Auguste restablecía las cosas, desplegando su necedad. ¡Esos brutos jamás comprenderán el lenguaje de una mancha roja puesta al lado de una mancha gris!… No importa, es mi obra maestra. Nunca he hecho nada mejor.

Enmudeció, sonriente, concentrado en sus recuerdos. El carro había llegado al Arco de Triunfo. En esa cima, grandes ráfagas venían de las avenidas abiertas alrededor de la inmensa plaza. Florent se incorporó, aspiró intensamente los primeros olores a hierba que ascendían de las fortificaciones. Se dio la vuelta, no miró más París, quiso ver la campiña, a lo lejos. A la altura de la calle de Longchamps, la señora François le señaló el sitio donde lo había recogido. Eso lo dejó pensativo. Y la contemplaba, tan sana y calmosa, los brazos un poco tensos, sosteniendo las riendas. Era más guapa que Lisa, con su pañuelo en la frente, su tez ruda, su aire de brusca bondad. Cuando hacia un ligero chasquido con la lengua, Baltasar; irguiendo las orejas, alargaba el paso sobre el adoquinado.

Al llegar a Nanterre, el carro cogió a la izquierda, entró en una estrecha calleja, bordeó unas tapias y fue a detenerse al fondo de un callejón sin salida. Era el fin del mundo, como decía la hortelana. Hubo que descargar las hojas de col. Claude y Florent no quisieron que el mozo, ocupado en plantar lechugas, se molestara. Se armaron cada cual con un bieldo para echar el montón en el hoyo del estiércol. Eso les divirtió. Claude le tenía cariño al estiércol. Las mondas de verduras, el barro del Mercado, las basuras caídas de aquella mesa gigantesca seguían vivos, volvían allá donde habían crecido las verduras, para dar calor a otras generaciones de coles, de nabos, de zanahorias. Volvían a brotar en frutos soberbios, volvían a exhibirse en la plaza. París lo pudría todo, lo devolvía todo a la tierra que, sin cansarse nunca, reparaba la muerte.

—Mire —dijo Claude al meter por última vez el bieldo—, hay ahí un troncho de col que reconozco. Por lo menos es la décima vez que crece en ese rincón, allí, cerca del albaricoquero.

La frase hizo reír a Florent. Pero volvió a ponerse serio, paseó lentamente por la huerta, mientras Claude hacía un boceto de la cuadra y la señora François preparaba el almuerzo. La huerta formaba una larga franja de terreno, separada en el centro por un estrecho sendero. Subía un poco; y arriba del todo, alzando la cabeza, se distinguían los bajos cuarteles del monte Valérien. Setos vivos la separaban de otras parcelas de tierra; estos muros de espinos albares, muy altos, limitaban el horizonte con un verde telón, hasta el punto de que, en toda la comarca circundante, hubiérase dicho que sólo el monte Valérien se alzaba curiosamente para mirar el cercado de la señora François. Una gran paz provenía de aquella campiña, que no se veía. Entre los cuatro setos, a lo largo de la huerta, el sol de mayo tenía como un desfallecimiento de tibieza, un silencio lleno de zumbidos de insectos, una somnolencia de feliz alumbramiento. Por ciertos crujidos, por ciertos leves suspiros, parecía que se oyeran nacer y crecer las verduras. Los cuadros de espinacas y de acederas, las franjas de rábanos, de nabos, de zanahorias, las grandes plantas de patatas y coles, desplegaban sus lienzos regulares, su mantillo negro, verdeado por los penachos de las hojas. Más lejos, hileras de lechugas, cebollas, puerros, apios, alineados, plantados a cordel, parecían soldaditos de plomo en un desfile; mientras que los guisantes y las judías verdes empezaban a enrollar su delgado tallo en el bosque de rodrigones que debían, en junio, cambiar en selva espesa. No se veía ni una mala hierba. Hubiera podido tomarse la huerta por dos alfombras paralelas de dibujos regulares, verde sobre fondo rojizo, cepilladas cuidadosamente cada mañana. Borduras de tomillo formaban franjas grises a ambos lados del sendero.

Florent iba y venía, entre el olor a tomillo, calentado por el sol. Estaba profundamente feliz con la paz y la limpieza de la tierra. Desde hacía casi un año sólo conocía las verduras magulladas por los traqueteos de los volquetes, arrancadas la víspera, todavía sangrantes. Se regocijaba al encontrarlas allí en su sitio, tranquilas en el mantillo, sanas y con todos sus miembros. Las coles tenían un ancho semblante de prosperidad, las zanahorias estaban alegres, las lechugas marchaban en fila con despreocupación de holgazanas. Entonces el Mercado, que había dejado esa madrugada, le pareció un vasto osario, un lugar de muerte donde sólo había cadáveres de seres, un cementerio de pestilencia y descomposición. Y aflojaba el paso, descansaba en la huerta de la señora François, como tras una larga marcha en medio de ruidos ensordecedores y olores infectos. El jaleo, la humedad nauseabunda del pabellón del pescado huían de él; renacía en el aire puro. Claude tenía razón, en el Mercado todo agonizaba. La tierra era la vida, la eterna cuna, la salud del mundo.

—¡La tortilla está lista! —gritó la hortelana.

Cuando se sentaron los tres a la mesa de la cocina, con la puerta abierta al sol, comieron tan alegremente que la señora François miraba maravillada a Florent, repitiendo a cada bocado:

—No es usted el mismo, tiene diez años menos. Es ese condenado París el que le ensombrece así la cara. Ahora me parece como si tuviera un rayo de sol en los ojos… Ya lo ven, las grandes ciudades no valen nada; deberían venirse a vivir aquí.

Claude reía, decía que París era magnífico. Defendía hasta las alcantarillas, aunque conservaba una gran ternura por el campo. Por la tarde, la señora François y Florent se encontraron solos en un extremo de la huerta, en un rincón de terreno plantado con unos frutales. Se habían sentado en el suelo, charlaban juiciosamente. Ella le aconsejaba con gran amistad, a la vez maternal y tierna. Le hizo mil preguntas sobre su vida, sobre lo que pensaba hacer más adelante, ofreciéndose sencillamente a él, si algún día la necesitaba para su felicidad. Él se sentía muy emocionado. Nunca una mujer le había hablado así. Le hacía el efecto de una planta sana y fuerte, que había crecido al igual que las verduras sobre el mantillo de la huerta; mientras que se acordaba de las Lisas, de las Normandas, de las guapas mozas del Mercado, como si fueran carnes sospechosas, engalanadas para su exhibición. Respiró allí unas horas de bienestar total, liberado de los olores a comida en medio de los cuales enloquecía, renaciendo en la savia del campo, semejante a la col que Claude pretendía haber visto brotar más de diez veces.

Hacia las cinco se despidieron de la señora François. Querían regresar a pie. La hortelana los acompañó hasta el extremo de la calleja, y, reteniendo un instante la mano de Florent en la suya, dijo suavemente:

—Vuelva por aquí, si tiene algún pesar.

Durante un cuarto de hora Florent caminó sin hablar, ensombrecido ya, diciéndose que dejaba su salud a sus espaldas. La carretera de Courbevois estaba blanca de polvo. A los dos les gustaban las grandes caminatas, los zapatos gruesos resonando sobre la tierra dura. A cada paso, pequeñas humaredas ascendían detrás de sus tacones. El sol oblicuo cogía la avenida al sesgo, alargaba sus dos sombras a través de la calzada, tan desmesuradas que sus cabezas llegaban hasta el otro borde, deslizándose por la acera opuesta.

Claude, con los brazos colgantes, dando grandes zancadas regulares, miraba complacido las dos sombras, feliz y perdido en la cadencia de la marcha, que exageraba aún más marcándola con los hombros. Después, como saliendo de un ensueño, preguntó:

—¿Conoce usted la batalla de los Gordos contra los Flacos?

Florent, sorprendido, dijo que no. Entonces Claude se entusiasmó, habló de aquella serie de láminas con muchos elogios. Citó ciertos episodios: los Gordos, enormes hasta reventar, preparando la comilona de la noche, mientras los Flacos, doblados por el ayuno, miran desde la calle con cara de espárragos envidiosos; y luego los Gordos, a la mesa, con las mejillas desbordantes, expulsando a un Flaco que ha tenido la audacia de introducirse humildemente, y que parece un bolo en medio de un pueblo de bolas. Él veía en eso todo el drama humano; acabó clasificando a los hombres en Flacos y Gordos, dos grupos hostiles, uno de los cuales devora al otro, se redondea el vientre y disfruta.

—Seguro —dijo—, que Caín era Gordo y Abel, Flaco. Desde el primer asesinato, siempre los de buen apetito han chupado la sangre de los poco comedores… Es una continua comilona, desde el más débil al más fuerte, cada cual engulle a su vecino y resulta engullido a su vez… Ya sabe, amigo mío, desconfíe de los Gordos.

Calló un instante, siempre siguiendo con los ojos sus dos sombras, que el sol poniente alargaba aún más. Y murmuró:

—Nosotros somos Flacos, ¿comprende?… Dígame si, con vientres planos como los nuestros, se ocupa mucho lugar al sol.

Florent miró sonriente las dos sombras. Pero Claude se enfadaba. Gritaba:

—Se equivoca usted al opinar que eso es divertido. Yo sufro por ser Flaco. Si fuera Gordo, pintaría tranquilamente, tendría un buen estudio, vendería mis cuadros a peso de oro. En lugar de eso, soy Flaco, quiero decir que me como la sangre intentando encontrar chismes que hacen encogerse de hombros a los Gordos. Me moriré, seguro, con la piel pegada a los huesos, tan plano que podrán meterme entre dos hojas de un libro para enterrarme… Pues, ¡y usted! Usted es un Flaco sorprendente, el rey de los Flacos, palabra de honor. ¿Se acuerda de su pelea con las pescaderas? Era magnífico, aquellos gigantescos pechos lanzados contra su estrecho tórax; y ellas obraban instintivamente, expulsaban al Flaco, como las gatas expulsan a los ratones… En principio, ¿entiende?, un Gordo siente horror por un Flaco, hasta el punto de que experimenta la necesidad de quitárselo de la vista, a dentelladas o a patadas. Por eso yo, en su lugar, me tomaría mis precauciones. Los Quenu son Gordos, los Méhudin son Gordos, en fin, sólo tiene Gordos a su alrededor. A mí me inquietaría.

—¿Y Gavard, y la señorita Saget, y su amigo Marjolin? —preguntó Florent, que seguía sonriendo.

—¡Oh! Si usted quiere —respondió Claude—, voy a clasificar a todas nuestras amistades. Hace mucho que tengo sus cabezas en un cartapacio, en mi taller, con indicación del orden al cual pertenecen. Es todo un capítulo de historia natural… Gavard es un Gordo, pero un Gordo que se las da de Flaco. La variedad es bastante común… La señorita Saget y la señora Lecoeur son Flacas; y, además, variedades muy temibles, Flacas desesperadas, capaces de todo por engordar… Mi amigo Marjolin, la pequeña Cadine, la Sarriette, tres Gordos, inocentes aún, sin tener más que las amables hambres de la juventud. Es preciso observar que el Gordo, mientras no envejece, es un ser encantador… El señor Lebigre, un Gordo, ¿verdad? En cuanto a sus amigos políticos, son generalmente Flacos: Charvet, Clémence, Logre, Lacaille. Sólo hago una excepción con ese animalote de Alexandre y con el prodigioso Robine. Éste me ha dado mucho trabajo.

El pintor continuó con este tono, desde el puente de Neuilly al Arco de Triunfo. Volvía sobre el tema, remataba ciertos retratos con un rasgo característico: Logre era un Flaco que tenía el vientre entre los dos hombros; la bella Lisa era todo vientre, y la bella Normanda toda pecho; la señorita Saget seguramente había dejado escapar en su vida una ocasión de engordar, porque detestaba a los Gordos, aunque conservaba su desprecio hacia los Flacos; Gavard comprometía su grasa, acabaría chato como una chincheta.

—¿Y la señora François? —dijo Florent.

Claude se quedó muy cortado con esa pregunta. Buscó, balbució:

—La señora François, la señora François… No, no sé, nunca he pensado en clasificarla… Es una buena mujer, la señora François, y eso es todo… ¡No está ni entre los Gordos ni entre los Flacos, pardiez!

Se rieron los dos. Se encontraban frente al Arco de Triunfo. El sol, a ras de las laderas de Suresnes, estaba tan bajo sobre el horizonte que las sombras colosales de los dos manchaban la blancura del monumento, muy arriba, más arriba que las estatuas enormes de los grupos, con dos barras negras, semejantes a dos trazos hechos con carboncillo. Claude se alegró aún más, balanceó los brazos, se dobló; después, al marcharse:

—¿Ha visto? Cuando el sol se ha puesto, nuestras dos cabezas han tocado el cielo.

Pero Florent ya no se reía. París lo recobraba, París, que lo asustaba ahora, tras haberle costado tantas lágrimas en Cayena. Cuando llegó al Mercado, la noche caía, los olores eran sofocantes. Bajó la cabeza, al entrar de nuevo en su pesadilla de alimentos gigantescos, con el recuerdo suave y triste de ese día de salud clara, todo perfumado de tomillo.