Tres

Tres días después, cumplidas las formalidades, la prefectura de policía aceptaba a Florent de la mano del señor Verlaque, casi a ojos cerrados, a simple título de sustituto, por los demás. Gavard había querido acompañarlos. Cuando se encontró solo con Florent, en la acera, le dio codazos en las costillas, riendo sin decir nada, con socarrones guiños. Los agentes de policía que encontró en el muelle del Reloj[10] le parecieron sin duda muy ridículos, pues al pasar por delante de ellos enarcó ligeramente la espalda, un además de hombre que se contiene para no estallar en las narices de la gente.

Al día siguiente, el señor Verlaque empezó a poner al nuevo inspector al tanto de sus tareas. Durante unas cuantas mañanas iba a guiarlo en medio del mundo turbulento que tendría que vigilar. El pobre Verlaque, como le llamaba Gavard, era un hombrecito pálido, que tosía mucho, arrebujado en franelas, pañoletas, tapabocas, que paseaba entre la fresca humedad y las aguas corrientes de la plaza del pescado con unas piernas flacas de niño malsano.

La primera mañana, cuando Florent llegó a las siete, se encontró perdido, los ojos pasmados, la cabeza rota. Alrededor de los nueve pupitres de subasta rondaban ya las revendedoras, mientras los empleados llegaban con sus registros, y los agentes de los expedidores, con sus escarcelas de cuero colgadas al cuello, esperaban su dinero, sentados en sillas tumbadas contra las oficinas de venta. Estaban descargando, desembalando el pescado, en el recinto cerrado de los pupitres, y hasta en las aceras. Había, a lo largo del suelo, montones de pequeñas banastas, una afluencia continua de cajas y cestas, sacos de mejillones apilados que dejaban correr regueros de agua. Los tasadores, muy atareados, saltando sobre las pilas, arrancaban de un tirón la paja de las banastas, las vaciaban, las arrojaban, vivamente; y sobre grandes canastas redondas, de un solo manotazo, distribuían los lotes, les daban un aspecto atractivo. Cuando las canastas se exhibieron, Florent pudo creer que un banco de peces acababa de varar allí, sobre aquella acera, agonizando aún, con los nácares rosados, los corales sangrantes, las perlas lechosas, todos los tornasoles y todas las palideces glaucas del Océano.

En revoltillo, al azar de las redadas, las algas profundas, donde duerme la vida misteriosa de las inmensas aguas, habían entregado todo: bacalaos, abadejos, acedías, platijas, gallos, animales comunes, de un gris sucio, con manchas blanquecinas; congrios, esas gruesas culebras de un azul cieno, de finos ojos negros, tan viscosas que parecen reptar, todavía vivas; anchas rayas, de vientre pálido bordeado de rojo tierno, cuyos soberbios dorsos, alargando los nudos salientes del espinazo, se jaspean, hasta las ballenas extendidas de las aletas, con placas de cinabrio cortadas por rayas de bronce florentino, sombrío abigarramiento de sapo y de flor malsana; perros marinos, horribles, con sus cabezas redondas, sus bocas ampliamente rajadas de ídolos chinos, sus cortas alas de murciélagos carnosos, monstruos que deben guardar con sus ladridos los tesoros de las grutas marinas. Después venían los peces hermosos, aislados, uno en cada bandeja de mimbre: salmones de plata labrada, cuyas escamas parecen cada una un golpe de buril en un metal bruñido; mújoles de escamas más fuertes, de cincelado más rudimentario; grandes rodaballos, grandes barbadas, de un grano apretado y blanco como leche cuajada; atunes, lisos y acharolados, semejantes a bolsos de cuero negruzco; lubinas redondeadas, abriendo una boca enorme, haciendo pensar en un alma demasiado gorda devuelta con toda la garganta, en la estupefacción de la agonía. Y por todas partes los lenguados, a pares, grises o rubios, pululaban; las delgadas agujas, rígidas, parecían virutas de estaño; los arenques, ligeramente retorcidos, mostraban todos, sobre su vestido tisú, la magulladura de las agallas sangrantes; los gruesos besugos se teñían con una pizca de carmín, mientras que las caballas, doradas, el dorso estriado de bruñidos verdosos, hacían relucir el cambiante nácar de sus flancos, y las trillas rosadas, de vientres blancos, las cabezas alineadas en el centro de las canastas, las colas formando radios, difundían extrañas floraciones, empenachadas de blanco de perla y de vivo bermellón. Había también salmonetes de roca, de carne exquisita, con el rojo encendido de los peces de colores, cajas de merluzas con reflejos opalinos, cestas de eperlanos, cestillos muy limpios, tan bonitos como las cestas de fresas, que dejaban escapar un intenso olor a violetas. Mientras tanto, las gambas, los camarones, en canastas, ponían, en medio de la suavidad borrosa de sus montones, los imperceptibles botones de azabache de sus miles de ojos; las langostas espinosas, los bogavantes atigrados de negro, todavía vivos, crujían al arrastrarse sobre patas rotas.

Florent escuchaba mal las explicaciones del señor Verlaque. Una franja de sol, cayendo de la alta vidriera de la calle cubierta, encendió aquellos colores preciosos, lavados y suavizados por las olas, irisados y fundidos en los tonos de las conchas, el ópalo de las merluzas, el nácar de las caballas, el oro de los salmonetes, el vestido de tisú de los arenques, las grandes piezas de platería de los salmones. Era como los cofrecillos, vaciados en el suelo, de una hija de las aguas, aderezos inauditos y raros, un raudal, un amontonamiento de collares, de pulseras monstruosas, de broches gigantescos, de bárbaras alhajas cuyo uso no se adivinaba. Sobre el lomo de las rayas y de los perros marinos, gruesas piedras oscuras, violáceas, verdosas, se engastaban en un metal ennegrecido; y las delgadas barras de las agujas, las colas y las aletas de los eperlanos tenían delicadezas de bisutería fina.

Pero lo que ascendía hasta el rostro de Florent era un soplo fresco, un viento marino que reconocía, amargo y salado. Se acordaba de las costas de la Guayana, del buen tiempo durante la travesía. Le parecía que allí estaba una bahía, cuando el agua se retira y las algas humean al sol; las rocas al desnudo se secan, los guijarros exhalan un fuerte hálito salobre. A su alrededor, el pescado, de gran frescura, desprendía un grato perfume, ese perfume un poco áspero e irritante que deprava el apetito.

El señor Verlaque tosió. La humedad lo impregnaba, se arropaba más estrechamente con la bufanda.

—Ahora —dijo— vamos a pasar al pescado de agua dulce.

Allí, al lado del pabellón de la fruta, y el último que daba a la calle Rambuteau, el pupitre de la subasta está rodeado por dos viveros circulares, separados en compartimientos distintos por verjas de hierro colado. Unos grifos de cobre, de cuello de cisne, sueltan delgados hilos de agua. En cada compartimiento hay hormigueos confusos de camarones, movedizos lienzos de los lomos negruzcos de las carpas, vagos nudos de anguilas, sin cesar desanudados y vueltos a anudar. Al señor Verlaque le entró otra vez una tos terca. La humedad era más sosa, un blando olor a río, a agua tibia dormida sobre la arena.

La afluencia de cangrejos de Alemania, en cajas y cestos, era muy grande esa mañana. Los pescados blancos de Holanda e Inglaterra atestaban también el mercado. Se desembalaban carpas del Rin, de un pardo dorado, tan hermosas con sus rojizos tintes metálicos, y cuyas placas de escamas parecen esmaltes tabicados y bronceados, grandes lucios, que alargaban sus picos feroces, bandidos de las aguas, de un gris de hierro; tencas, oscuras y magníficas, semejantes a cobre rojo manchado de herrín. En medio de estos dorados severos, las canastas de gobios y de percas, los lotes de truchas, los montones de albures comunes, de peces planos pescados con esparavel, adquirían vivas blancuras, espinazos azulados de acero dulcificados poco a poco por la suavidad transparente de los vientres; y los grandes barbos, de un blancor de nieve, eran la nota aguda de luz de esta colosal naturaleza muerta. Vertían despacito, en los viveros, sacos de jóvenes carpas; las carpas giraban sobre sí mismas, se quedaban un instante aplastadas, luego escapaban, se perdían. Cestos de pequeñas anguilas vaciados en bloque caían al fondo de los compartimientos como un solo nudo de serpientes; mientras que las grandes, las que tenían el grosor del brazo de un niño, se deslizaban por sí solas bajo el agua, alzando la cabeza, con el flexible impulso de las culebras que se esconden en una zarza. Y, acostados sobre el mimbre sucio de las canastas, peces cuya agonía se prolongaba desde la mañana terminaban lentamente de morir, en medio del alboroto de las pujas; abrían la boca, con los flancos contraídos, como para beber la humedad del aire, y esos silenciosos hipos, cada tres segundos, bostezaban desmesuradamente.

Mientras tanto el señor Verlaque había vuelto a llevar a Florent a los puestos de pescado de mar. Lo paseaba, le daba detalles complicadísimos. En los tres lados interiores del pabellón, alrededor de las nueve oficinas, se habían agolpado tropeles de gente, que formaban a cada lado un rebaño de cabezas, dominadas por unos empleados, sentados en lo alto, escribiendo en unos registros.

—Pero —preguntó Florent—, ¿todos esos empleados pertenecen a los mayoristas?

Entonces el señor Verlaque, dando la vuelta por la acera, lo llevó al recinto de uno de los puestos de subasta. Le explicó los compartimientos y el personal de la gran oficina de madera amarilla, que apestaba a pescado, manchada por las salpicaduras de las canastas. Arriba del todo, en la cabina de vidrio, el agente de la recaudación municipal anotaba las cifras de las pujas. Más abajo, en sillas altas, con los puños apoyados en estrechos pupitres, estaban sentadas las dos mujeres que sostenían las tablillas de venta por cuenta del mayorista. El puesto es doble; a cada lado, en un extremo de la mesa de piedra que se extiende delante del escritorio, un subastador depositaba las canastas, ponía precio a los lotes y a las piezas grandes, mientras que la tablillista, por encima de él, pluma en ristre, esperaba la adjudicación. Y le señaló, fuera del recinto, enfrente, en otra cabina de madera amarilla, a la cajera, una anciana enorme, que alineaba pilas de monedas y piezas de cinco francos.

—Hay dos controles —decía—, el del Ayuntamiento y el de la prefectura de policía. Esta última, que designa a los mayoristas, pretende tener a su cargo su vigilancia. La administración de la ciudad, por su parte, exige asistir a las transacciones que grava con un impuesto.

Continuó, con su vocecita fría, contando por extenso la querella entre la dos jurisdicciones. Florent no lo escuchaba. Miraba a la tablillista que tenía enfrente, en una de las sillas altas. Era una chica alta y morena, de treinta años, con grandes ojos negros y aire muy sosegado; escribía estirando mucho los dedos, como una señorita que ha recibido instrucción.

Pero su atención se vio desviada por el chillido del subastador, que sacaba a subasta un magnífico rodaballo.

—¿Hay comprador a treinta francos?… ¡Treinta francos!… ¡Treinta francos!

Y repetía la cifra en todos los tonos, en una extraña gama ascendente, llena de sacudidas. Era jorobado, con la cara torcida, el pelo enmarañado, llevaba un gran delantal azul con peto. Y con el brazo estirado, violentamente, echando llamas por los ojos:

—¡Treinta y uno!, ¡treinta y dos!, ¡treinta y tres!, ¡treinta y tres y medio!… ¡Treinta y tres y medio!…

Tomó aliento, dio la vuelta a la canasta, adelantándola sobre la mesa de piedra, mientras las pescaderas se inclinaban, tocaban el rodaballo, levemente, con la yema del dedo. Después volvió a empezar, con renovada furia, lanzando una cifra con la mano a cada pujador, sorprendiendo las menores señas, un dedo levantado, unas cejas alzadas, un labio salido, un guiño de ojos; y ello con tal rapidez, tal farfulleo, que Florent, que no podía seguirlo, se quedó desconcertado cuando el jorobado, con voz más cantarina, salmodió con el tono del chantre que acaba un versículo:

—¡Cuarenta y dos! ¡Cuarenta y dos!… ¡El rodaballo en cuarenta y dos francos!

La bella Normanda había hecho la última oferta. Florent la reconoció, en la fila de las pescaderas, alineadas contra las varillas de hierro que cerraban el recinto de la subasta. La mañana era fresca. Había allí una hilera de palatinas, un despliegue de grandes delantales blancos, redondeando vientres, pechos, hombros enormes. Con el rodete alto, rodeado de abuelos, y su piel blanca y delicada, la bella Normanda exhibía su moña de encaje, en medio de las pelambres crespas, cubiertas por una pañoleta, de las narices de borracha, de las bocas insolentemente hendidas, de aquellas caras deformadas como vasijas rotas. También ella reconoció al primo de la señora Quenu, sorprendida de verlo allí, hasta el punto de que cuchicheó con sus vecinas.

El estruendo de las voces se volvía tal que el señor Verlaque renunció a sus explicaciones. En los puestos, los hombres anunciaban los pescados grandes con prolongados pregones que parecían salir de gigantescos altavoces; sobre todo había uno que gritaba: «¡Mejillones! ¡Mejillones!», con un clamor entrecortado, ronco, y que hacía temblar los tejados del Mercado. Los sacos de mejillones, volcados, caían en cestos; otros ios vaciaban con pala. Las canastas desfilaban, rayas, lenguados, caballas, congrios, salmones, traídos y llevados por los tasadores, en medio de los farfulleos que se redoblaban, y del agolpamiento de las pescaderas, que hacían crujir las barras de hierro. El subastador jorobado, excitado, batiendo el aire con sus flacos brazos, tendía las mandíbulas hacía adelante. Al final subió a un taburete, azotado por las sartas de cifras que lanzaba a todo correr, la boca torcida, los cabellos al viento, arrancando apenas a su seco gaznate un silbido ininteligible. Arriba, el empleado de la recaudación municipal, un viejecito muy arrebujado en un cuello de imitación de astracán, sólo enseñaba la nariz, bajo un bonete de terciopelo negro; y la alta empleada morena, en su elevada silla de madera, escribía apaciblemente, los ojos tranquilos en su cara un poco arrebolada por el frío, sin parpadear siquiera con los ruidos de carraca del jorobado, que ascendían a lo largo de sus sayas.

—Este Logre es espléndido —murmuró sonriente el señor Verlaque—. Es el mejor subastador del mercado… Vendería suelas de zapatos como si fueran un par de lenguados.

Regresó con Florent al pabellón. Al pasar de nuevo por delante de la subasta del pescado de agua dulce, donde las pujas eran más frías, le dijo que esa venta bajaba, que la pesca fluvial en Francia se hallaba muy amenazada. Un subastador, de rubia cara de hurón, adjudicaba sin un gesto, con voz monótona, lotes de anguilas y de camarones, mientras que, a lo largo de los viveros, los tasadores iban pescando con cortas redes de mango.

Entre tanto aumentaba el gentío alrededor de las oficinas de venta. El señor Verlaque cumplía concienzudamente con su papel de instructor, abriéndose paso a codazos, prosiguiendo el paseo con su sucesor entre lo más nutrido de las subastas. Allí estaban las grandes revendedoras, apacibles, a la espera de las mejores piezas, cargando a hombros de los porteadores atunes, salmones, rodaballos. Por el suelo, las vendedoras ambulantes se repartían canastas de arenques y gallos pequeños, compradas en común. Había también burgueses, algunos rentistas de barrios alejados que venían a las cuatro de la mañana a comprar un pescado fresco, y acababan por dejarse adjudicar todo un enorme lote, cuarenta o cincuenta francos de pescado, que luego tardaban todo un día en ceder a amigos y conocidos. Una pescadera demasiado apretujada se abrió paso, los puños alzados, la boca rebosando indecencias. Luego volvían a formarse muros compactos. Entonces Florent, que se ahogaba, declaró que había visto bastante, que había comprendido.

Mientras el señor Verlaque lo ayudaba a abrirse paso, se encontraron de cara con la bella Normanda. Se quedó plantada delante de ellos, y con su aire de reina:

—¿Está ya decidido, señor Verlaque? ¿Nos deja?

—Sí, sí —respondió el hombrecillo—. Voy a descansar al campo, a Clamart. Parece que el olor del pescado me sienta mal… Mire, este señor me reemplaza.

Se había vuelto, señalando a Florent. La bella Normanda se sofocó. Y, al alejarse, Florent creyó oírla murmurar al oído de sus vecinas, con risas ahogadas:

—¡Ah, qué bien! ¡Vamos a divertirnos!

Las pescaderas exhibían su mercancía. En todas las mesas de mármol, los grifos de las esquinas corrían a la vez, a chorros. Era un ruido de chaparrón, un raudal de chorros rígidos que resonaban y volvían a brotar; y por el borde de las mesas inclinadas escurrían gruesas gotas, cayendo con suavizado murmullo de manantial, salpicando las calles, por donde corrían pequeños arroyos, llenando con un lago ciertos hoyos, y después partían en mil brazos, bajaban la pendiente hacia la calle Rambuteau. Ascendía un vaho a humedad, un polvillo de lluvia, que soplaba hacia el rostro de Florent aquel hálito fresco, aquel viento marino que él reconocía, amargo y salado; mientras que encontraba, en los primeros pescados exhibidos, los nácares rosados, los corales sangrantes, las perlas lechosas, todos los tornasoles y todas las palideces glaucas del Océano.

Esa primera mañana lo dejó muy vacilante. Lamentaba haber cedido ante Lisa. Ya al día siguiente, liberado de la somnolencia pringosa de la cocina, se había acusado de cobarde con una violencia que casi puso lágrimas en sus ojos. Pero no se atrevió a desdecirse, Lisa lo asustaba un poco; veía el pliegue de sus labios, el reproche mudo de su hermoso rostro. La tenía por mujer demasiado seria y demasiado satisfecha para ser contrariada. Gavard, felizmente, le inspiró una idea que lo consoló. Se lo llevó aparte, la misma noche del día en que el señor Verlaque lo había paseado entre las subastas, y le explicó, con muchas reticencias, que «aquel pobre diablo» era muy desdichado. Luego, tras otras consideraciones sobre esos bribones del Gobierno que matan a trabajar a sus empleados, sin asegurarles siquiera con qué morir, se decidió a darle a entender que sería caritativo pasarle al viejo inspector una parte de su sueldo. Florent acogió la idea con alegría. Era más que justo, él se consideraba sustituto interino del señor Verlaque; por otra parte, no tenía necesidad de nada, ya que dormía y comía en casa de su hermano. Gavard agregó que, de los ciento cincuenta francos mensuales, le parecía muy bonito que renunciara a cincuenta; y, bajando la voz, le hizo observar que eso no duraría mucho, pues el infeliz estaba tísico hasta la médula. Se convino que Florent vería a la mujer, se entendería con ella, para no herir al marido. Esta buena acción lo alivió, ahora aceptaba el empleo con una idea abnegada, seguía con su papel de toda la vida. Sólo que hizo jurar al pollero que no hablaría con nadie de aquel arreglo. Como éste también sentía un vago terror de Lisa, guardó el secreto, cosa muy meritoria.

Entonces toda la salchichería fue feliz. La bella Lisa se mostraba muy amistosa con su cuñado; lo mandaba a acostarse tempranito, para que pudiera levantarse de madrugada; le guardaba su almuerzo al calor; ya no le daba vergüenza charlar con él en la acera, ahora que llevaba una gorra galoneada. Quenu, encantado con aquellas buenas disposiciones, nunca se había sentado tan a gusto, de noche, entre su hermano y su mujer. La cena se prolongaba a menudo hasta las nueve, mientras Augustine se quedaba en el mostrador. Era una larga digestión, interrumpida por historias del barrio, por juicios positivos sobre política de la salchichera. Florent tenía que contar cómo había ido la venta del pescado. Se abandonaba poco a poco, llegaba a saborear la beatitud de aquella vida ordenada. El comedor amarillo claro tenía una nitidez y una tibieza burguesas que lo ablandaban ya en el umbral. Las atenciones de la bella Lisa lo rodeaban de un cálido edredón, en el cual se hundían todos sus miembros. Fue una época de estimación y de entendimiento totales.

Pero Gavard juzgaba que el ambiente de los Quenu-Gradelle era demasiado soñoliento. Perdonaba las ternuras de Lisa con el emperador porque, decía, nunca hay que hablar de política con las mujeres, y porque la bella salchichera era, después de todo, una mujer honrada que llevaba a las mil maravillas su comercio. Sólo que, por afición, prefería pasar las veladas en el bar de Lebigre, donde encontraba todo un grupito de amigos que compartían sus opiniones. Cuando nombraron a Florent inspector del pescado, trató de distraerlo, se lo llevó durante horas, induciéndolo a vivir como un soltero, ahora que tenía un puesto.

El señor Lebigre tenía un establecimiento muy bonito, de un lujo muy moderno. Situado en la rinconada derecha de la calle Pirouette, dando a la calle Rambuteau, flanqueado por cuatro pequeños pinos de Noruega en macetones pintados de verde, hacía digno juego con la gran salchichería de los Quenu-Gradelle. Las lunas claras permitían ver la sala, adornada con guirnaldas de follaje, pámpanos y racimos de uvas, sobre un fondo verde tierno. El pavimento era blanco y negro, de grandes baldosas. Al fondo, el agujero negro del sótano se abría bajo la escalera de caracol, con rodapié de paño rojo, que llevaba al billar del primer piso. Pero sobre todo el mostrador, a la derecha, era muy rico, con su ancho reflejo de plata bruñida. El cinc caía sobre el zócalo de mármol blanco y rojo, con un alto reborde abombado, lo rodeaba de una tornasolada capa metálica, como un altar mayor cargado de bordados. En uno de los extremos, las teteras de porcelana para el vino caliente y el ponche, con sus aros de cobre, dormían sobre el hornillo de gas; en el otro extremo, una fuente de mármol, muy alta, muy labrada, dejaba caer perpetuamente en una jofaina un hilo de agua tan continuo que parecía inmóvil; y en el medio, en el centro de las tres pendientes de cinc, se abría una honda pileta para refrescar y aclarar, donde botellas de vino empezadas alineaban sus golletes verdosos. Después, el ejército de vasos, ordenado en bandas, ocupaba los dos lados: las copitas de aguardiente, los vasos gruesos para los chatos, las copas para la fruta, los vasos de ajenjo, las jarras de cerveza, las grandes copas de pie, todos invertidos, con el culo hacia arriba, reflejando en su palidez los brillos del mostrador. Había también, a la izquierda, una urna de alpaca montada sobre un pie que servía de tronco, mientras que, a la derecha, una urna parecida se erizaba con un abanico de cucharillas.

De ordinario el señor Lebigre reinaba tras su mostrador, sentado en una banqueta de cuero rojo almohadillado. Tenía a mano los licores, frascos de cristal tallado, semihundidos en los huecos de una consola; y apoyaba su redonda espalda en un inmenso espejo que ocupaba todo el panel, cruzado por dos anaqueles, dos láminas de vidrio que sostenían tarros y botellas. En uno, tarros de frutas, cerezas, ciruelas, melocotones, formaban manchas oscuras; en otro, entre simétricos paquetes de galletas, ampollas claras, verde tierno, rojo tierno, amarillo tierno, hacían soñar en licores desconocidos, en extractos de flores de exquisita limpidez. Parecía que esas ampollas estaban colgadas en el aire, deslumbrantes y como encendidas, en el gran resplandor blanco del espejo.

Para dar a su establecimiento un aire de café, el señor Lebigre había colocado, frente al mostrador, pegados a un muro, dos veladores de hierro pintado, con cuatro sillas. Una araña de cinco luces con globos esmerilados colgaba del techo. El ojo de buey, un reloj dorado, estaba a la izquierda, sobre una puerta giratoria embutida en la pared. Después, al fondo, había un reservado, un rincón de la tienda separado por un tabique, de vidrios blanqueados por un dibujo de cuadraditos; durante el día, una ventana que daba a la calle Pirouette lo iluminaba con una claridad turbia; de noche, ardía allí una lámpara de gas, encima de dos mesas pintadas imitando mármol. Era allí donde Gavard y sus amigos políticos se reunían después de cenar todas las noches. Se consideraban como en su casa, habían acostumbrado al dueño a reservarles el sitio. Cuando el último en llegar había tirado de la puerta del tabique de vidrios, se sabían tan bien guardados que hablaban abiertamente «de la vuelta de la tortilla». Ni un solo consumidor se habría atrevido a entrar.

El primer día, Gavard le dio a Florent algunos detalles sobre el señor Lebigre. Era un buen hombre que a veces iba a tomar café con ellos. No se recataban delante de él, porque había dicho un día que en el 48 había peleado. Hablaba poco, parecía bobo. Al pasar, antes de entrar en el reservado cada uno de los señores le daba un silencioso apretón de manos, por encima de los vasos y las botellas. Con frecuencia tenía a su lado, en la banqueta de cuero rojo, a una mujercita rubia, una chica que había cogido para atender el mostrador, además del mozo de delantal blanco que se ocupaba de las mesas y del billar. Se llamaba Rose, era muy dulce, muy sumisa. Gavard, guiñando el ojo, le contó a Florent que llevaba muy lejos su sumisión con el dueño. Por lo demás, aquellos señores se hacían servir por Rose, que entraba y salía, con su aire humilde y feliz, en medio de las más tormentosas discusiones políticas.

El día que el pollero presentó a Florent a sus amigos, sólo encontraron, al entrar en el reservado acristalado, a un señor de unos cincuenta años, de aspecto pensativo y dulce, con un sombrero deformado y un gran sobretodo marrón. Con la barbilla apoyada en el pomo de marfil de un grueso junco, frente a una jarra de cerveza llena, tenía la boca tan perdida al fondo de una espesa barba, que su cara parecía muda y sin labios.

—¿Cómo le va, Robine? —preguntó Gavard.

Robine le estrechó silenciosamente la mano, sin contestar, los ojos suavizados aún más por una vaga sonrisa de saludo; después volvió a poner la barbilla en el pomo del bastón, y miró a Florent por encima de su jarra. Éste le había hecho jurar a Gavard que no contaría su historia, para evitar indiscreciones peligrosas; no le desagradó percibir cierta desconfianza en la prudente actitud de aquel señor de espesa barba. Pero se equivocaba. Robine nunca hablaba mucho más. Llegaba el primero, al dar las ocho, se sentaba en el mismo rincón, sin soltar el bastón, sin quitarse el sombrero ni el sobretodo; nadie había visto a Robine sin el sombrero en la cabeza. Y allí se quedaba, escuchando a los otros, hasta medianoche, tardando cuatro horas en apurar su cerveza, mirando sucesivamente a los que hablaban, como si oyera con los ojos. Cuando Florent, más adelante, interrogó a Gavard sobre Robine, aquél pareció atribuirle gran importancia; era un hombre muy listo; sin poder decir claramente dónde se había fogueado, lo presentó como uno de los hombres de la oposición más temidos por el gobierno. Vivía en la calle Saint Denis, en una vivienda en la que nadie entraba. El pollero contaba, sin embargo, que él había ido allí una vez. El entarimado encerado estaba protegido por tiras de paño verde; había fundas y un reloj de alabastro con columnas. La señora Robine, a quien creía haber visto de espaldas, entre dos puertas, debía de ser una anciana señora muy honorable, peinada con tirabuzones, aunque no pudiera asegurarlo, sin embargo. Se ignoraba por qué el matrimonio había ido a alojarse en medio del alboroto de un barrio comercial; el marido no hacía absolutamente nada, pasaba los días no se sabía dónde, vivía de no se sabía qué, y aparecía cada noche, como cansado y fascinado por un viaje a las cimas de la alta política.

—¿Qué? ¿Ha leído usted ese discurso del trono? —preguntó Gavard, cogiendo un periódico de la mesa.

Robine se encogió de hombros. Pero la puerta del tabique acristalado se batió con violencia, apareció un jorobado. Florent reconoció al jorobado de la subasta, las manos lavadas, vestido de limpio, con una gran bufanda roja, una de cuyas puntas colgaba sobre su joroba, como el paño de una capa veneciana.

—¡Ah! Aquí está Logre —prosiguió el vendedor de aves—. Nos va a decir lo que piensa del discurso del trono.

Pero Logre estaba furioso. Casi arrancó la percha al colgar el sombrero y la bufanda. Se sentó violentamente, dio un puñetazo en la mesa, rechazó el diario, diciendo:

—¡Como si yo fuera a leer sus malditas mentiras! Después estalló.

—¡Habrase visto! ¡Los patronos se ponen el mundo por montera! Hace dos horas que espero mi salario. Estábamos unos diez en la oficina. ¡Ah, sí, pues muy bien, quédense de plantón, corderitos míos!… Por fin llegó el señor Manoury, en coche, de casa de alguna fulana, seguro. Esos mayoristas son unos ladrones, unos chulos… Y, encima, ese cerdo me lo dio todo en monedas grandes.

Robine abrazaba la causa de Logre, con un leve parpadeo. El jorobado, bruscamente, encontró una víctima.

—¡Rose! ¡Rose! —llamó, asomando fuera del reservado.

Y cuando la joven estuvo ante él, toda temblorosa:

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo va a mirarme?… ¡Me ve entrar y no me trae mi mazagrán![11].

Gavard pidió otros dos mazagranes. Rose se apresuró a servir las tres consumiciones, bajo los ojos severos de Logre, que parecía estudiar los vasos y los platillos de azúcar. Bebió un trago, se calmó un poco.

—Charvet —dijo al cabo de un instante— debe de estar harto… Está esperando a Clémence en la acera.

Pero Charvet entró, seguido por Clémence. Era un muchacho alto y huesudo, cuidadosamente afeitado, con una nariz fina y labios delgados, que vivía en la calle Vavin, detrás del Luxemburgo. Decía ser profesor particular. En política, era hebertista[12]. De pelo largo y cortado en redondo, con las solapas de su raída levita exageradamente abiertas, solía jugar a que estaba en la Convención, con un raudal de palabras agrias, una erudición tan extrañamente altanera, que de ordinario derrotaba a sus adversarios. Gavard le tenía miedo, sin confesarlo; declaraba, cuando Charvet no estaba, que realmente iba demasiado lejos. Robine aprobaba todo con los párpados. Sólo Logre se las tenía tiesas a veces con Charvet, sobre la cuestión de los salarios. Pero Charvet seguía siendo el déspota del grupo, al ser el más autoritario y el más instruido. Hacía más de diez años que Clémence y él vivían maritalmente, sobre unas bases establecidas, según un contrato estrictamente observado por una y otra parte. Florent, que miraba a la joven con cierta extrañeza, recordó por fin dónde la había visto; no era otra que la empleada morena y alta que escribía, con los dedos muy estirados, como una señorita que ha recibido instrucción.

Rose apareció pisándoles los talones a los recién llegados; colocó, sin decir nada, una jarra de cerveza delante de Charvet, y una bandeja delante de Clémence, que se puso a preparar lentamente su grog, vertiendo el agua caliente sobre el limón, que aplastaba con la cucharilla, azucarando, poniendo el ron, consultando la garrafa para no sobrepasar la copita reglamentaria. Entonces Gavard presentó a Florent a aquellos señores, y en particular a Charvet. Señaló la condición de profesores de uno y otro, hombres muy capaces, que se entenderían. Pero era de creer que había cometido ya alguna indiscreción, pues todos intercambiaron apretones de manos estrechándose muy fuerte los dedos, a la manera masónica. El propio Charvet estuvo casi amable. Por lo demás, evitaron hacer la menor alusión.

—¿Manoury le ha pagado con suelto? —preguntó Logre a Clémence.

Ella respondió que sí, sacó unos rollos de piezas de uno y dos francos, que desplegó. Chavet la miraba; seguía los rollos que ella volvía a meterse en el bolsillo uno a uno, tras haber comprobado su contenido.

—Tendremos que hacer cuentas —dijo a media voz.

—Claro que sí, esta noche —murmuró ella—. Además, debemos de estar en paz. He almorzado contigo cuatro veces, ¿no?, pero te presté cinco francos la semana pasada.

Florent, sorprendido, volvió la cabeza para no ser indiscreto. Cuando Clémence hizo desaparecer el último rollo, bebió un trago de grog, se adosó al tabique acristalado, y escuchó tranquilamente a los hombres que hablaban de política. Gavard había vuelto a coger el periódico, y leía, con una voz que en su intención era cómica, jirones del discurso del trono pronunciado esa mañana, en la apertura de las Cámaras. A Charvet le resultó fácil, con aquella fraseología oficial: no dejó una línea en pie. Una frase, sobre todo, los divirtió enormemente: «Confiamos, señores, en que apoyado en vuestras luces y en los sentimientos conservadores del país, conseguiremos aumentar día tras día la prosperidad pública». Logre, de pie, declamó esta frase; imitaba muy bien de nariz la voz pastosa del emperador.

—Pues sí que es buena, su prosperidad —dijo Charvet—. Todo el mundo se muere de hambre.

—El comercio va muy mal —afirmó Gavard.

—Y, además, ¿qué es eso de un señor «apoyado en las luces»? —prosiguió Clémence, que se preciaba de entender de literatura.

El propio Robine dejó escapar una risita, desde el fondo de su barba. La conversación se caldeaba. Llegaron al Cuerpo legislativo, al que pusieron de vuelta y media. Logre no se calmaba, Florent volvía a encontrar en él al excelente subastador de pescado, la mandíbula hacia adelante, las manos arrojando palabras en el vacío, una actitud concentrada y aullante; solía hablar de política con el aire furibundo con que subastaba una canasta de lenguados. En cuanto a Charvet, se volvía más frío, entre el vaho de las pipas y del gas que llenaba el estrecho reservado; su voz adquiría sequedades de cuchilla, mientras Robine bamboleaba suavemente la cabeza, sin que su barbilla abandonase el marfil del bastón. Luego, ante una frase de Gavard, se pusieron a hablar de las mujeres.

—La mujer —declaró rotundamente Charvet— es igual al hombre; y, por esta razón, no debe estorbarle en la vida. El matrimonio es una sociedad… Todo a medias, ¿verdad, Clémence?

—Evidentemente —respondió la joven, la cabeza contra el tabique, los ojos en lo alto.

Pero Florent vio entrar al vendedor ambulante, Lacaille, y a Alexandre, el cargador, el amigo de Claude Lantier. Aquellos dos hombres habían permanecido mucho tiempo sentados a la otra mesa del reservado; no pertenecían al mismo mundo de aquellos señores. Después, con ayuda de la política, sus sillas se acercaron, formaron parte de la sociedad. Charvet, a los ojos del cual representaban al pueblo, los adoctrinó a fondo, mientras Gavard se hacía el tendero sin prejuicios brindando con ellos. Alexandre tenía una estupenda y franca alegría de coloso, un aire de niño grande y feliz. Lacaille, agriado, ya canoso, encorvado cada noche por su eterno viaje a través de las calles de París, miraba a veces con ojos turbios la placidez burguesa, los buenos zapatos y el grueso abrigo de Robine. Se hicieron servir un chato cada uno, y la conversación continuó, más tumultuosa y acalorada, ahora que la sociedad estaba completa.

Esa noche Florent, por la puerta entreabierta del tabique, divisó de nuevo a la señorita Saget, de pie ante el mostrador. Había sacado una botella de debajo del delantal y miraba a Rose, que la llenaba con una medida grande de licor de grosellas y una medida de aguardiente, más pequeña. Después la botella desapareció de nuevo bajo el delantal; y, con las manos escondidas, la señorita Saget siguió charlando, en el ancho reflejo blanco del mostrador, frente al espejo, donde los tarros y las botellas de licor parecían colgar hileras de farolillos venecianos. Por la noche, el establecimiento recalentado brillaba con todos sus metales y todos sus cristales. La solterona, con sus sayas negras, ponía una extraña mancha de insecto en medio de las crudas claridades. Florent, al ver que intentaba hacer hablar a Rose, sospechó que lo había vislumbrado por la puerta entreabierta. Desde que había entrado en el Mercado, la encontraba a cada paso, parada en las calles cubiertas, a menudo en compañía de la señora Lecoeur y de la Sarriette, examinándolo las tres a hurtadillas, profundamente sorprendidas, al parecer, de su nueva condición de inspector. Rose, sin duda, estuvo parca de palabras, pues la señorita Saget se dio la vuelta un momento, pareció querer acercarse al señor Lebigre, que jugaba un piquet con un parroquiano, en una de las mesas de hierro pintado. Despacito, había acabado por colocarse junto al tabique, cuando Gavard la reconoció. La detestaba.

—Cierre la puerta, Florent —dijo brutalmente—. Uno no puede estar a gusto.

A medianoche, al salir, Lacaille intercambió unas palabras en voz baja con el señor Lebigre. Éste, en un apretón de manos, le deslizó cuatro piezas de cinco francos, que nadie vio, murmurándole al oído:

—Ya sabe, son veintidós francos mañana. La persona que presta ya no quiere por menos… No olvide que debe también tres días de coche. Habrá que pagar todo.

El señor Lebigre dio las buenas noches a aquellos caballeros. Iba a dormir bien, decía; y bostezaba ligeramente, enseñando sus fuertes dientes, mientras Rose lo contemplaba, con su pinta de sirvienta sumisa. Él le metió prisa, le ordenó que fuera a apagar el gas del reservado.

En la acera, Gavard tropezó, estuvo a punto de caer. Como estaba en vena:

—¡Arrea! —dijo—, ¡yo no estoy apoyado en las luces, claro! La frase pareció muy chusca, y se separaron. Florent regresó, se envició con aquel reservado acristalado, con los silencios de Robine, los arrebatos de Logre, los odios fríos de Charvet. Por la noche, al regresar a casa, no se acostaba en seguida. Le gustaba su desván, esa habitación de jovencita, donde Augustine había dejado pedazos de trapos, esas cosas tiernas y bobas de las mujeres, que rondaban por allí. Sobre la chimenea había aún horquillas, cajas de cartón dorado llenas de botones y pastillas, imágenes recortadas, potes de crema que olían todavía a jazmín; en el cajón de la mesa, una mala mesa de madera blanca, habían quedado hilo, agujas, un devocionario, al lado de un ejemplar cochambroso de La llave de los sueños; y un traje de verano, blanco con lunares amarillos, colgaba, olvidado en un clavo, mientras que, sobre la tabla que servía de tocador, detrás de la jarra de agua, un frasco de bandolina[13] volcado había dejado una gran mancha. Florent hubiera sufrido en una alcoba de mujer; pero, de toda la pieza, de la estrecha cama de hierro, de las dos sillas de paja, y hasta del papel pintado, de un gris borroso, no se desprendía sino un olor de ingenua necedad, un olor a gorda pueril. Y él estaba encantado con aquella pureza de las cortinas, con el infantilismo de las cajas doradas y La llave de los sueños, con la torpe coquetería que manchaba las paredes. Eso lo refrescaba, lo devolvía a sus sueños de juventud. Hubiera querido no conocer a Augustine, con sus tiesos cabellos castaños, creer que estaba en el cuarto de una hermana, de una buena chica, que ponía alrededor de él, en las menores cosas, su gracia de mujer naciente.

Pero por la noche seguía siendo un gran alivio para él acodarse en la ventana de su buhardilla. Esta ventana cortaba en el tejado un estrecho balcón, de alta barandilla de hierro, donde Augustine cuidaba un granado en maceta. Florent, desde que las noches se volvían frías, metía el granado en la habitación, al pie de la cama. Se quedaba allí unos minutos, aspirando a fondo el aire fresco que le llegaba del Sena, por encima de las casas de la calle de Rivoli. Abajo, confusamente, la techumbre del Mercado Central desplegaba sus lienzos grises. Era como lagos dormidos, en medio de los cuales el reflejo furtivo de algún vidrio encendía el resplandor plateado de una ola. A lo lejos, los tejados de los pabellones de la carne y del Valle se oscurecían aún más, no eran sino amasijos de tinieblas que hacían retroceder el horizonte. Disfrutaba con el gran trozo de cielo que tenía ante sí, con la dilatada inmensidad del Mercado, que le ofrecía, en medio de las calles estranguladas de París, la visión vaga de la orilla del mar, con las aguas muertas y pizarrosas de una bahía, apenas estremecidas por el lejano rodar de la marejada. Se ensimismaba, soñaba cada noche con una costa nueva. Eso lo ponía muy triste y muy dichoso a la vez, el regresar a los ocho años de desesperación que había pasado fuera de Francia. Después, todo estremecido, cerraba la ventana. Con frecuencia, cuando se quitaba el cuello postizo delante de la chimenea, la fotografía de Auguste y Augustine lo inquietaba: lo miraban desnudarse, con su sonrisa pálida, cogidos de la mano.

Las primeras semanas que Florent pasó en el pabellón del pescado fueron muy penosas. Había encontrado en las Méhudin una abierta hostilidad que lo enfrentó con el mercado entero. La bella Normanda pretendía vengarse de la bella Lisa, y el primo era una víctima que ni pintada.

Las Méhudin procedían de Ruán. La madre de Louise contaba aún cómo había llegado a París, con un cesto de anguilas. No abandonó ya la pescadería. Se casó con un empleado de consumos, que murió dejándole dos hijitas. Fue ella, en tiempos, quien mereció, por sus anchas caderas y su soberbia frescura, el mote de la bella Normanda, heredado por su hija mayor. Hoy, encogida, deformada, llevaba sus sesenta y cinco años como una matrona a quien el pescado húmedo había enronquecido la voz y azuleado la piel. Era enorme, por la vida sedentaria, con una cintura desbordante, una cabeza echada hacia atrás por la opulencia del pecho y la oleada ascendente de la grasa. Por otra parte, jamás quiso renunciar a las modas de su época: conservó el vestido rameado, la toquilla amarilla, el pañuelo anudado a la barbilla de las pescaderas clásicas, con la voz alta, el gesto pronto, los puños en las caderas, en los labios las barbaridades del catecismo de las verduleras. Añoraba el mercado de los Inocentes, hablaba de los antiguos derechos de las damas del mercado, mezclaba historias de puñetazos intercambiados con los inspectores de policía con relatos de visitas a la Corte, en tiempos de Carlos X y Luis Felipe, con trajes de seda y grandes ramos en la mano. La tía Méhudin, como la llamaban, había sido mucho tiempo portaestandarte de la cofradía de la Virgen, en Saint Leu. En las procesiones, en la iglesia, llevaba un vestido y un gorro de tul, con cintas de raso, y sostenía muy alta, con sus dedos hinchados, la barra dorada del estandarte de seda con ricos flecos, donde estaba bordada una Madre de Dios.

La tía Méhudin, según los comadreos del barrio, debía de haber hecho una gran fortuna. Sólo lo parecía por las joyas de oro macizo con que se cargaba el cuello, los brazos y el talle en los grandes días. Más adelante, sus dos hijas no se entendieron. La menor, Claire, una rubia perezosa, se quejaba de las brutalidades de Louise, decía con su voz lenta que jamás sería la criada de su hermana. Como habrían acabado peleándose, con toda seguridad, su madre las separó. Le cedió a Louise su puesto de pescado. Claire, a quien el olor de las rayas y de los arenques hacía toser, se instaló en un puesto de pescado de agua dulce. Y, aunque había jurado retirarse, la madre iba de un puesto a otro, mezclándose en las ventas, causando continuas molestias a sus hijas con sus insolencias demasiado gruesas.

Claire era una criatura antojadiza, muy dulce, y en continua querella. Sólo hacía lo que le daba la gana, decían. Tenía, con su semblante soñador de virgen, una cabezonería muda, un espíritu de independencia que la empujaba a vivir aparte, sin aceptar nada como los demás, de una rectitud absoluta un día y una injusticia indignante al siguiente. En su puesto, revolucionaba a veces el mercado, alzando o bajando los precios sin que nadie se explicara por qué. Hacia la treintena, su finura natural, su piel suave que el agua de los viveros refrescaba eternamente, su carita de dibujo diluido, sus miembros flexibles, iban a espesarse, a caer en la pesadez de una santa de vitral, encanallada en el Mercado. Pero a los veintidós años era un Murillo, en medio de sus carpas y sus anguilas, según la frase de Claude Lantier, un Murillo a menudo despeinado, con zapatones, trajes cortados a hachazos que la vestían como una tabla. No era coqueta; se mostraba muy despreciativa cuando Louise, ostentando sus moñas de raso, se burlaba de sus pañoletas anudadas de través. Contaban que el hijo de un rico tendero del barrio viajaba por despecho, por no haber podido arrancarle una palabra amable.

Louise, la bella Normanda, se había mostrado más tierna. Estaba decidida su boda con un empleado del Mercado de Trigo, cuando el infeliz muchacho se rompió el espinazo con la caída de un saco de harina. No por ello dejó ella de parir, siete meses después, un robusto niño. En el círculo de las Méhudin consideraban viuda a la bella Normanda. La vieja pescadera decía a veces:

—Cuando vivía mi yerno…

Las Méhudin eran una potencia. Cuando el señor Verlaque acabó de poner a Florent al tanto de sus nuevas ocupaciones, le recomendó tratar con miramientos a ciertas vendedoras, si no quería hacerse la vida imposible; llevó incluso su simpatía hasta enseñarle los secretillos del oficio, las tolerancias necesarias, las severidades de comedia, los regalos aceptables. Un inspector es a la vez un comisario de policía y un juez de paz, ha de velar por la buena marcha del mercado, conciliando las diferencias entre comprador y vendedor. Florent, de carácter débil, era rígido, se excedía en sus objetivos, todas las veces que debía dar muestras de autoridad; y, además, tenía en contra la amargura de sus prolongados sufrimientos, su cara sombría de paria.

La táctica de la bella Normanda consistió en atraerlo a alguna disputa. Había jurado que no conservaría su plaza ni quince días.

—¡Ah! ¡Bueno! —le dijo a la señora Lecoeur, a quien encontró una mañana—, ¡esa gorda de Lisa se cree que queremos sus sobras!… Tenemos mejor gusto que ella. ¡Su hombre es horrible!

Después de las subastas, cuando Florent iniciaba su gira de inspección, a pasitos cortos, a lo largo de las calles que chorreaban agua, veía perfectamente a la bella Normanda que lo seguía con una risa descarada. Su puesto, en la segunda fila, a la izquierda, cerca de los puestos de pescado de agua dulce, daba a la calle Rambuteau. Ella se volvía, sin quitarle ojo a su víctima, burlándose con las vecinas. Después, cuando pasaba delante de ella, examinando lentamente las piedras, afectaba una alegría inmoderada, golpeaba los pescados, abría del todo su grifo, inundaba la calle. Florent permanecía impasible.

Pero una mañana, fatalmente, la guerra estalló. Ese día Florent, al llegar delante del puesto de la bella Normanda, notó un hedor insoportable. Había allí, sobre el mármol, un salmón magnífico, empezado, mostrando el rubio rosado de su carne; rodaballos de una blancura de nata; congrios, pinchados con el alfiler negro que sirve para marcar las rodajas; pares de lenguados, salmonetes, róbalos, todo un despliegue de frescor. Y en medio de aquellos pescados de ojos vivos, cuyas agallas sangraban aún, una gran raya rojiza, salpicada de manchas oscuras, magnífica con sus tonos extraños; la gran raya estaba podrida, la cola se caía, las ballenas de las aletas atravesaban la tosca piel.

—Hay que tirar esa raya —dijo Florent, acercándose.

La bella Normanda soltó una risita. Él levantó los ojos, la vio de pie, apoyada en el poste de bronce de los dos reverberos de gas que iluminaban los cuatro cajones de cada puesto. Le pareció muy alta, subida a una silla, para protegerse los pies de la humedad. Se mordía los labios, más guapa que de costumbre, peinada con rizos, la cabeza un poco baja, taimada, las manos demasiado rosa en la blancura del gran delantal. Nunca le había visto tantas joyas: llevaba largos pendientes, una cadena al cuello, un broche, sartas de anillos en dos dedos de la mano izquierda y en un dedo de la derecha.

Como ella seguía mirándolo por encima, sin responder, él prosiguió:

—¿Me ha oído? Haga desaparecer esa raya.

Pero no se había fijado en la tía Méhudin, sentada en una silla, acurrucada en un rincón. Se levantó, con su pañuelo a la barbilla, y apoyando los puños en la mesa de mármol:

—¡Vaya! —dijo insolentemente—, ¿y por qué va a tirar su raya?… ¿Es que se la va a pagar usted, por un casual?

Entonces Florent comprendió. Las otras vendedoras reían burlonas. Sentía a su alrededor una sorda rebelión, que sólo esperaba una palabra para estallar. Se contuvo, sacó él mismo, de debajo del puesto, el cubo de los desperdicios, tiró a él la raya. La tía Méhudin se ponía ya los puños en las caderas, pero la bella Normanda, que no había abierto la boca, soltó de nuevo una risita maligna, y Florent se marchó entre abucheos, con aire severo, fingiendo no oír nada.

Cada día fue un nuevo invento. El inspector seguía ya las calles ojo avizor, como en país enemigo. Atrapaba las salpicaduras de las esponjas, estaba a punto de caer sobre los desperdicios extendidos a sus pies, recibía en la nuca las canastas de los mozos de cuerda. E incluso una mañana que se peleaban dos vendedoras y él había acudido con el fin de impedir la batalla, tuvo que agacharse para evitar que abofeteara sus mejillas una lluvia de gallos pequeños, que volaron por encima de su cabeza; se rieron mucho, y él creyó siempre que las dos vendedoras participaban en la conspiración de las Méhudin. Su antiguo oficio de profesor de mala muerte lo armaba de una paciencia angelical; sabía conservar una magistral frialdad cuando la cólera ascendía en su interior y todo su ser sangraba de humillación. Pero nunca los chiquillos de la calle de la Estrapade habían tenido la ferocidad de las damas del Mercado, aquella saña de mujeres enormes, cuyos vientres y pechos saltaban con una alegría gigantesca cuando él se dejaba coger en alguna trampa. Las caras coloradotas lo miraban de hito en hito. En las inflexiones canallas de las voces, en las caderas altas, los cuellos hinchados, los meneos de muslos, los abandonos de las manos, adivinaba todo un raudal de porquerías dirigidas a él. Gavard habría desfallecido de gusto en medio de aquellas sayas imprudentes y de fuerte olor, dispuesto a dar azotes a diestro y siniestro si ellas lo acorralaban demasiado. Florent, a quien las mujeres seguían intimidando, se sentía perdido poco a poco entre una pesadilla de muchachas de encantos prodigiosos, que lo rodeaban en un corro inquietante, con su ronquera y sus gruesos brazos desnudos de luchadoras.

Entre aquellas hembras desatadas tenía una amiga, sin embargo. Claire declaraba rotundamente que el nuevo inspector era un buen hombre. Cuando pasaba, entre las palabrotas de sus vecinas, ella le sonreía. Allí estaba, con sus mechones de pelo rubio en el cuello y las sienes, el vestido mal abrochado, displicente detrás de su puesto. Más a menudo la veía de pie, las manos en el fondo de los viveros, cambiando los peces de estanque, divirtiéndose al abrir los pequeños delfines de cobre, que echan un hilo de agua por la boca. Aquel chorro le imprimía una gracia estremecida de bañista, a orillas de una fuente, con las ropas todavía mal ajustadas.

Una mañana, sobre todo, estuvo amabilísima. Llamó al inspector para enseñarle una gruesa anguila que había sido la maravilla del mercado en la subasta. Abrió la verja, que había cerrado prudentemente sobre el estanque en cuyo fondo la anguila parecía dormir.

—Espere —dijo—, va usted a ver.

Metió suavemente en el agua su brazo desnudo, un brazo un poco flaco, cuya piel de seda mostraba el azulenco tierno de las venas. Cuando la anguila se sintió tocada, se enrolló sobre sí misma, en rápidos nudos, llenando la estrecha pila con el verdoso tornasol de sus anillos. Y, en cuanto volvía a dormirse, Claire se divertía irritándola de nuevo, con la punta de las uñas.

—Es enorme —se creyó en el deber de decir Florent—. Raramente he visto una tan hermosa.

Entonces ella le confesó que, al principio, las anguilas le daban miedo. Ahora sabía cómo hay que apretar la mano para que no puedan escurrirse. Y cogió una, al lado, más pequeña. La anguila se retorcía a ambos lados de su puño cerrado. Eso la hacía reír. La dejó, agarró otra, hurgó en el estanque, removió aquel montón de serpientes con sus dedos delgados.

Después permaneció allí un momento, charlando de las ventas, que no marchaban. Los feriantes, los de los tenderetes de la calle cubierta, las perjudicaban mucho. El brazo desnudo, que no había secado, chorreaba, fresco con la frescura del agua. Gruesas gotas caían de cada dedo.

—Ah —dijo bruscamente—, tengo que enseñarle también mis carpas.

Abrió una tercera reja; y, con las dos manos, sacó una carpa que daba coletazos entre boqueadas. Pero buscó una menos gruesa; ésa pudo sujetarla con una sola mano, que el aliento de los costados abría un poco, a cada boqueada. Se le ocurrió introducir el pulgar en uno de los bostezos de la boca.

—No muerde —murmuraba con su dulce risa—, no es mala… Es como los cangrejos, no les tengo miedo.

Había hundido ya de nuevo el brazo, sacaba, de un compartimiento lleno de un confuso bullir, un cangrejo de río, que le había cogido el meñique entre sus pinzas. Lo sacudió un momento; pero el cangrejo le apretó sin duda demasiado fuerte, porque se puso muy colorada y le rompió la pata, con un rápido gesto de rabia, sin cesar de sonreír.

—Por ejemplo —dijo para ocultar su emoción—, no me fiaría de un lucio. Podría cortarme los dedos como un cuchillo.

Y mostraba, sobre unas tablas fregoteadas, de limpieza excesiva, grandes lucios colocados por orden de tamaño, al lado de tencas bronceadas y de lotes de gobios en montoncitos. Ahora tenía las manos pringosas del rezumo de las carpas; las apartaba, de pie entre la humedad de los viveros, por encima de los pescados mojados del mostrador. Hubiérase dicho que estaba envuelta en un olor a freza, uno de esos olores espesos que ascienden de los juncos y de los nenúfares cenagosos, cuando los huevos hacen estallar los vientres de los peces, desfallecidos de amor al sol. Se secó las manos en el delantal, sin dejar de sonreír, con su aire tranquilo de mocetona de sangre helada, entre aquel temblor de las voluptuosidades frías y sosas de los ríos.

Esta simpatía de Claire era un flaco consuelo para Florent. Le atraía bromas más sucias, cuando se paraba a charlar con la joven. Ésta se encogía de hombros, decía que su madre era una vieja tunanta y que su hermana no valía gran cosa. La injusticia del mercado con el inspector la sacaba de quicio, la encolerizaba. No obstante, la guerra continuaba, más cruel cada día. Florent estaba pensando en dejar el puesto; no se habría quedado veinticuatro horas, si no hubiera temido parecerle cobarde a Lisa. Le inquietaba lo que ésta diría, lo que pensaría. Estaba forzosamente al tanto del gran combate entre las pescaderas y su inspector, pues sus rumores llenaban el sonoro Mercado, y el barrio juzgaba cada nueva treta con comentarios sin fin.

—¡Ah! ¡Bueno! —decía a menudo, de noche, después de cenar—, ¡ya me encargaría yo de meterlas en cintura! ¡Son todas mujeres a las que no quisiera tocar ni con la punta de los dedos, unas sinvergüenzas, una basura! Esa Normanda es la peor de las peores… ¡Yo le cerraría el puesto, mire! Lo único que vale es la autoridad, ¿oye, Florent? Está usted en un error, con sus ideas. Demuestre su fuerza, ya verá como todo el mundo se porta bien.

La última crisis fue terrible. Una mañana, la criada de la señora Taboureau, la panadera, buscaba una barbada en la pescadería. La bella Normanda, que la veía dando vueltas desde hacía unos minutos, le hizo ofertas, zalamerías.

—Venga a verme, se lo pongo barato… ¿Quiere un par de lenguados, un buen rodaballo?

Y cuando por fin se acercó, olisqueó una barbada, con la mueca de asco que ponen las clientes para pagar menos.

—Pésela —continuó la bella Normanda, colocándole en la mano abierta la barbada envuelta en una hoja de grueso papel amarillo.

La criada, una auvernesa bajita y llorosa, sopesaba la barbada, le abría las agallas, siempre con su mueca, sin decir nada. Después, como a regañadientes:

—¿Y a cuánto?

—Quince francos —respondió la pescadera.

Entonces la otra dejó a toda prisa el pescado sobre el mármol. Pareció escapar. Pero la bella Normanda la retuvo.

—Veamos, dígame su precio.

—No, no, es demasiado cara.

—Dígalo, de todos modos.

—¿Me la deja en ocho?

La tía Méhudin, que parecía despertarse, lanzó una risa inquietante. ¿Es que se creían que ellas robaban la mercancía?

—¡Ocho francos, una barbada de ese tamaño! ¡Pero si está vivita y coleando! ¡Y qué peso!

La bella Normanda, con pinta de ofendida, volvía la cabeza. Pero la criada regresó dos veces, ofreció nueve francos, llegó hasta los diez. Y después, cuando se marchaba en serio:

—Vamos, venga —le gritó la pescadera—, deme el dinero.

La criada se plantó delante del puesto, charlando amistosamente con la vieja Méhudin. ¡La señora Taboureau se mostraba tan exigente! Tenía gente a cenar, esa noche: unos primos de Blois, un notario con su señora. La familia de la señora Taboureau era muy honorable, y ella misma, aunque panadera, había recibido una excelente educación.

—Vacíemela bien, ¿eh? —dijo interrumpiéndose.

La bella Normanda, con un dedo, había vaciado la barbada y arrojado los desperdicios al cubo. Deslizó una punta del delantal bajo las agallas para eliminar unos granos de arena. Después, metiendo ella misma el pescado en la cesta de la auvernesa:

—Ya me felicitará por esto, guapita.

Pero, al cabo de un cuarto de hora, apareció corriendo la criada, muy roja; había llorado, su personilla temblaba de cólera. Tiró la barbada sobre el mármol, mostrando, por un lado del vientre, un ancho desgarrón que cortaba la carne hasta la espina. Un raudal de palabras entrecortadas salió de su garganta, en la que las lágrimas ponían un nudo.

—La señora Taboureau no la quiere. Dice que no la puede servir. Y me ha dicho también que yo era una imbécil, que me dejaba robar por todo el mundo… Ya ve usted que está estropeada. Yo no le di la vuelta, confié en usted… Devuélvame mis diez francos.

—Hay que mirar la mercancía —respondió tranquilamente la bella Normanda.

Y como la otra alzaba la voz, la vieja Méhudin se levantó.

—¡Déjenos usted en paz, oye! ¡No se devuelve un pescado que ha andado de acá para allá! ¿Es que sabemos dónde lo dejó caer usted, para ponerlo en esas condiciones?

—¡Yo! ¡Yo!

Se sofocaba. Después, estallando en sollozos:

—¡Son ustedes un par de ladronas, sí, un par de ladronas! Ya me lo dijo la señora Taboureau.

Entonces fue formidable. Madre e hija, furibundas, con los puños hacia adelante, se desahogaron. La criadita, aterrada, cogida entre aquella voz ronca y aquella voz aflautada, que se la tiraban como una pelota, sollozaba con más fuerza.

—¡No te joroba! Tu señora Taboureau es menos fresca aún; a ella habría que zurcirla para servirla.

—¡Un pescado enterito por diez francos! ¡Qué bien! ¡Es como para morirse!

—¿Y tus pendientes, cuánto cuestan?… Se ve que los ganas abierta de piernas.

—¡Pardiez! Hace su guardia en la esquina de la calle Mondétour.

Florent, a quien había ido a buscar el guarda del mercado, llegó en lo más vivo de la disputa. El pabellón se sublevaba, decididamente. Las vendedoras, terriblemente celosas entre sí, se entienden de maravilla contra los clientes cuando se trata de vender un arenque de diez céntimos. Canturreaban: «La panadera tiene escudos que no le cuestan nada», golpeaban con los pies, excitaban a las Méhudin, como a animales a los que se instiga a morder; y había algunas, en la otra punta de la calle, que se lanzaban fuera de sus puestos, como para saltar al moño de la criadita, perdida, ahogada, arrollada por aquella enormidad de insultos.

—Devuélvale los diez francos a la señorita —dijo severamente Florent, enterado del asunto.

Pero la vieja Méhudin estaba lanzada:

—A ti, canijo, te… ¡y mira! ¡Así devuelvo yo los diez francos!

Y, con todas sus fuerzas, lanzó la barbada a la cabeza de la auvernesa, que la recibió en plena cara. Brotó sangre de la nariz, la barbada se despegó, cayó al suelo, donde se aplastó con un ruido de trapo mojado. Esta brutalidad sacó a Florent de sus casillas. La bella Normanda tuvo miedo, retrocedió, mientras él exclamaba:

—¡Las voy a suspender por ocho días! ¡Haré que les retiren el permiso, me oyen!

Y como a sus espaldas se oían abucheos, se volvió con un aire tan amenazador que las pescaderas, domadas, se hicieron las inocentes. Cuando las Méhudin hubieron devuelto los diez francos, les obligó a cesar la venta de inmediato. La vieja se ahogaba de rabia. La hija seguía muda, muy blanca. ¡Ella, la bella Normanda, expulsada de su puesto! Claire dijo con su voz tranquila que lo tenía bien merecido, lo cual estuvo a punto de hacer que las dos hermanas se agarraran del moño, por la tarde, en su casa, en la calle Pirouette. Al cabo de ocho días, cuando las Méhudin volvieron, se mostraron prudentes, muy estiradas, muy lacónicas, con una cólera fría. Por otra parte, encontraron el pabellón en calma, vuelto al orden. La bella Normanda debió de abrigar, a partir de ese día, la idea de una venganza terrible. Sentía que el golpe venía de la bella Lisa; la había encontrado, al día siguiente de la batalla, con la cabeza tan alta, que juraba que le haría pagar muy cara su mirada de triunfo. Hubo, en los rincones del Mercado, interminables conciliábulos con la señorita Saget, la señora Lecoeur y la Sarriette; pero, cuando se hartaban de patrañas inverosímiles sobre el desenfreno de Lisa con su primo y sobre los pelos que aparecían en la longaniza de los Quenu, la cosa no podía ir más lejos, ni la consolaba nada. Buscaba algo muy malo, que hiriera a su rival en el corazón.

Su hijo crecía libremente en medio de la plaza del pescado. Desde la edad de tres años permanecía sentado en un pedazo de trapo, en pleno mercado. Dormía fraternalmente al lado de los grandes atunes, se despertaba entre caballas y pescadillas. El granuja apestaba a arenque hasta el punto de parecer salido del vientre de algún enorme pez. Su juego favorito fue, durante mucho tiempo, cuando su madre le daba la espalda, construir muros y casas con arenques; jugaba también a las batallas, en la mesa de mármol, alineaba rubios unos frente a otros, los empujaba, les golpeaba la cabeza, imitaba con los labios la trompeta y el tambor, y finalmente los amontonaba de nuevo, diciendo que estaban muertos. Más adelante fue a rondar alrededor de su tía Claire, para que le diera las vejigas de las carpas y los lucios que ella vaciaba; las colocaba en el suelo, las hacía estallar, eso le entusiasmaba. A los siete años corría por las calles, se metía bajo los puestos, entre las cajas de madera forradas de cinc, era el galopín mimado de las pescaderas. Cuando éstas le enseñaban algún objeto nuevo que lo fascinaba, juntaba las manos balbuceando extasiador: «¡Oh! ¡Es de órdago!». Y el nombre de Órdago se le quedó[14]. Órdago por aquí, Órdago por allá. Todas lo llamaban. Se le encontraba por todas partes, en el fondo de las oficinas de subastas, en los montones de banastas, entre los cubos de los desperdicios. Estaba allí como un joven barbo, de rosada blancura, bullicioso, escurriéndose, soltado en plena agua. Sentía un cariño de pececillo por las aguas chorreantes. Se arrastraba por los charcos de los corredores, recibía el goteo de las mesas. A menudo, abría a hurtadillas un grifo, feliz con las salpicaduras del chorro. Pero era sobre todo a las fuentes, debajo de la escalera de los sótanos, donde su madre iba a buscarlo por la noche; se lo llevaba todo mojado, con las manos azules, con agua en los zapatos y hasta en los bolsillos.

Órdago, a los siete años, era un hombrecito guapo como un ángel y grosero como un carretero. Tenía cabellos castaños crespos, hermosos ojos tiernos, una boca pura que juraba, que decía palabrotas que hubieran desollado la garganta de un gendarme. Criado entre las groserías del Mercado, deletreaba el catecismo verduleril, se ponía un puño en la cadera, imitando a mamá Méhudin cuando ésta montaba en cólera. Entonces las «guarras», las «furcias», los «vete a meneársela a tu tío», los «a cuánto cobras el polvo» pasaban por el hilo cristalino de su voz de niño de coro. Y se empeñaba en ganguear, encanallaba su infancia exquisita de niño sonriente en las rodillas de una Virgen. Las pescaderas lloraban de risa. Él, envalentonado, no decía ya dos palabras sin colocar un «me cago en diez» al final. Pero seguía siendo adorable, desconocedor de aquellas indecencias, sano gracias a los soplos frescos y los fuertes olores del pescado, y recitaba su sarta de insultos escabrosos con un aire arrobado, como si hubiera rezado sus oraciones.

Llegaba el invierno; Órdago se sintió friolero ese año. Con los primeros fríos le entró una viva curiosidad por el despacho del inspector. El despacho de Florent se encontraba en la rinconada izquierda del pabellón, del lado de la calle Rambuteau. Estaba amueblado con una mesa, un casillero, un sillón, dos sillas y una estufa. Órdago soñaba con esa estufa. Florent adoraba a los niños. Cuando vio a aquel chiquillo, con las piernas mojadas, que miraba a través de los cristales, le hizo entrar. La primera conversación de Órdago le extrañó enormemente. Se había sentado delante de la estufa y decía con su voz tranquila:

—Voy a tostarme un pelín los pinreles, ¿entiendes?… Hace un frío de puta madre.

Después lanzó unas risas cristalinas, agregando:

—Mi tía Claire parece un penco viejo esta mañana… ¿Dime, señor, es cierto que vas a calentarle los pies por la noche?

Florent, consternado, sintió un gran interés por aquel chaval. La bella Normanda seguía estirada, dejaba a su hijo que fuera a verlo, sin decir una palabra. Entonces se creyó autorizado a recibirlo; lo atrajo, por las tardes, inclinado poco a poco hacia la idea de convertirlo en un hombrecito formal. Le parecía que su hermano Quenu volvía a ser pequeño, que se encontraban todavía los dos en la gran habitación de la calle Royer Collard. Su alegría, su secreto sueño de abnegación consistía en vivir siempre en compañía de un ser joven, que no crecería, a quien él instruiría sin cesar, en cuya inocencia amaría a los hombres. A partir del tercer día llevó un abecedario. Órdago lo maravilló con su inteligencia. Aprendió las letras con la labia parisiense de un niño de la calle. Las imágenes del abecedario le divertían extraordinariamente. Además, en el estrecho despacho, se tomaba formidables recreos, la estufa siguió siendo su gran amiga, motivo de placeres sin fin. Primero asó en ella patatas y castañas; pero eso le pareció insípido. Le robó entonces a tía Claire gobios, que puso a asar uno por uno, en el extremo de un alambre, delante de la boca ardiente; se los comía con deleite, sin pan. Un día hasta trajo una carpa; ésta no quiso cocinarse, apestó el despacho, hasta el punto de que hubo que abrir la puerta y la ventana. Florent, cuando el olor de toda esa cocina resultaba demasiado fuerte, tiraba los peces a la calle. Pero más a menudo se reía. Órdago, al cabo de dos meses, empezaba a leer de corrido y sus cuadernos de caligrafía eran muy limpios.

Mientras tanto el chaval, por la noche, le daba la lata a su madre con historias sobre su buen amigo Florent. El buen amigo Florent había dibujado árboles y hombres metidos en cabañas. El buen amigo Florent ponía un gesto así, cuando decía que los hombres serían mejores si todos supieran leer. Tanto que la Normanda vivía en la intimidad del hombre a quien soñaba con estrangular. Un día encerró a Órdago en la casa, para que no fuera a ver al inspector; pero él lloró de tal forma que al día siguiente le devolvió su libertad. Era muy débil a pesar de su aire audaz y decidido. Cuando el niño le contaba que había estado muy caliente, cuando volvía con las ropas secas, experimentaba un vago agradecimiento, una satisfacción de saberlo al abrigo, los pies junto al fuego. Más adelante se enterneció mucho cuando leyó delante de ella un trozo de periódico cochambroso que envolvía una rodaja de congrio. Poco a poco llegó a pensar así, sin decirlo, que Florent quizá no fuera mala persona; sintió respeto por su instrucción, mezclado con una curiosidad creciente por verlo más de cerca, por penetrar en su vida. Después, bruscamente, se inventó un pretexto, se persuadió de que ya tenía su venganza: había que ser amable con el primo, malquistarlo con la gorda Lisa; sería más divertido.

—¿Tu buen amigo Florent te habla de mí? —preguntó una mañana a Órdago, mientras lo vestía.

—¡Ah, no! —respondió el niño—. Nos divertimos.

—¡Bueno! Pues dile que no le guardo rencor y que le agradezco que te enseñe a leer.

Desde entonces, cada día el niño llevó un recado. Iba de su madre al inspector, y del inspector a su madre, cargado de frases amables, de preguntas y respuestas, que repetía sin entenderlas; habrían podido hacerle decir las mayores barbaridades. Pero la bella Normanda tuvo miedo de parecer tímida; un día acudió ella en persona, se sentó en la segunda silla, mientras Órdago recibía su clase de caligrafía. Estuvo muy dulce, muy cumplimentera. Florent se quedó más cohibido que ella. Sólo hablaron del niño. Como él manifestara el temor de no poder continuar las clases en el despacho, ella le ofreció que fuera a su casa, por la noche. Luego habló de dinero. Él se ruborizó, declaró que no iría, si se trataba de eso. Entonces ella se prometió pagarle con regalos, con buenos pescados.

Fueron las paces. La bella Normanda tomó incluso a Florent bajo su protección. Por otra parte, el inspector iba acabando por ser aceptado; las pescaderas lo consideraban mejor persona que el señor Verlaque, a pesar de sus ojos malignos. Sólo la vieja Méhudin se encogía de hombros; le guardaba rencor al «flacucho», como lo llamaba de forma despreciativa. Y una mañana que Florent se detuvo con una sonrisa delante de los viveros de Claire, la joven, soltando una anguila que sujetaba, le dio la espalda, furiosa, toda hinchada y color de púrpura. Se quedó tan sorprendido que lo comentó con la Normanda.

—¡No le haga caso… —dijo ésta—, está chiflada!… Nunca es de la opinión de los demás. Ha hecho eso para hacerme rabiar.

Estaba exultante, se pavoneaba en su puesto, más coqueta, con peinados sumamente complicados. Habiéndose cruzado con la bella Lisa, le devolvió su mirada de desdén; y hasta le lanzó una carcajada a la cara. La certeza de que iba a desesperar a la salchichera, atrayendo a su primo, le daba una hermosa risa sonora, una risa de garganta, cuyos temblores se notaban en su cuello grueso y blanco. En ese momento se le ocurrió la idea de vestir muy bien a Órdago, con una chaquetita escocesa y una gorra de terciopelo. Órdago nunca había ido más que con blusas desaliñadas. Ahora bien, ocurrió que, justamente por esa época, a Órdago le asaltó de nuevo un gran cariño por las fuentes. El hielo se había fundido, la temperatura era tibia. Dio un buen baño a la chaqueta escocesa, dejando correr todo el agua del grifo, desde el codo hasta la mano, lo que él llamaba jugar al canalón. Su madre lo sorprendió en compañía de otros dos galopines, mirando cómo nadaban, en la gorra de terciopelo llena de agua, dos pececitos blancos que le había robado a la tía Claire.

Florent vivió cerca de ocho meses en el Mercado, como presa de una continua necesidad de sueño. Al salir de sus siete años de sufrimientos, caía en una calma tal, en una vida tan regulada, que apenas se sentía existir. Se abandonaba, con la cabeza un poco vacía, sorprendido de continuo al encontrarse cada mañana en el mismo sillón, en el estrecho despacho. Esa pieza le agradaba, con su desnudez, su pequeñez de camarote. Se refugiaba en ella, lejos del mundo, en medio del fragor continuo del Mercado, que le hacía soñar con algún gran mar, cuyas aguas lo hubieran rodeado y aislado por todas partes. Pero, poco a poco, lo desesperó una sorda inquietud; estaba descontento, se acusaba de culpas que no precisaba, se rebelaba contra los vacíos que parecían ahondarse cada vez más en su cabeza y en su pecho. Después unos efluvios pestilentes, hálitos a pescado podrido, pasaron sobre él con grandes náuseas. Fue un lento desequilibrio, un vago fastidio que se tornó viva sobreexcitación nerviosa.

Todos sus días se parecían. Caminaba entre los mismos ruidos, entre los mismos olores. Por la mañana, los zumbidos de las subastas lo ensordecían con un remoto tañido de campanas; y a menudo, según la lentitud de la afluencia de mercancías, las subastas acababan muy tarde. Entonces se quedaba en el pabellón hasta mediodía, incomodado a cada minuto por discusiones y peleas, en medio de las cuales se esforzaba por mostrarse muy justo. Necesitaba horas para salir de alguna miserable historia que revolucionaba al mercado. Paseaba entre el barullo y el escándalo de las ventas, seguía los pasillos a pasitos cortos, se detenía a veces delante de las pescaderas cuyos puestos bordean la calle Rambuteau. Éstas tienen grandes montones rosados de gambas, cestos rojos de langostas cocidas, atadas, con la cola enrollada; mientras que las langostas vivas mueren, achatadas, sobre el mármol. Allí miraba cómo regateaban los señores de sombrero y guantes negros, que acababan llevándose una langosta cocida, envuelta en un periódico, en un bolsillo de la levita. Más lejos, delante de los veladores donde se vende el pescado común, reconocía a las mujeres del barrio, que acudían a la misma hora, sin nada en la cabeza. A veces se interesaba por alguna dama bien trajeada, que arrastraba sus puntillas a lo largo de las piedras mojadas, seguida por una criada de delantal blanco; a ésta la acompañaba a cierta distancia, viendo los hombros que se encogían ante sus mohines de asco. Esta confusión de cestos, de bolsos de cuero, de cestas, todas aquellas faldas desfilando por los pasillos chorreantes, lo ocupaban, lo llevaban hasta el almuerzo, feliz por el agua que corría, por la frescura que soplaba, pasando de la aspereza marina de los mariscos al aroma amargo de las salazones. Siempre terminaba su inspección en las salazones; las cajas de arenques ahumados, las sardinas de Nantes sobre lechos de hojas, el bacalao enrollado, que se exhibían delante de gordas vendedoras insulsas, le hacían pensar en una partida, en un viaje, entre barriles de salazones. Luego, por la tarde, el Mercado se calmaba, dormía. Se encerraba en su despacho, ponía en limpio sus notas, disfrutaba de sus mejores horas. Si salía, si cruzaba la plaza del pescado, la encontraba casi siempre desierta. Ya no había aglomeraciones, empujones, la batahola de las diez. Las pescaderas, sentadas detrás de sus mesas vacías, calcetaban, muy tiesas; y unas cuantas amas de casa rezagadas daban vueltas, mirando de reojo, con esa mirada lenta, esos labios apretados de las mujeres que calculan al céntimo el precio de la cena. Caía el crepúsculo, había un ruido de cajas movidas, el pescado era colocado para la noche en lechos de hielo. Entonces, Florent, tras haber asistido al cierre de las verjas, se llevaba consigo en la ropa, en la barba, en el pelo, el pescado.

Los primeros meses no sufrió demasiado con ese olor penetrante. El invierno era duro; las heladas mudaban las calles en espejos, los carámbanos ponían un guipur blanco en las mesas de mármol y en las fuentes. Por la mañana había que encender pequeños anafes bajo los grifos para obtener un hilillo de agua. Los pescados, helados, con la cola torcida, sin brillo y ásperos como metales mates, sonaban con un ruido quebradizo de hierro colado. Hasta febrero el pabellón siguió lamentable, erizado, desolado, con su sudario de hielo. Pero llegó el deshielo, el tiempo suave, las nieblas y las lluvias de marzo. Entonces los pescados se ablandaron, se anegaron; olores de carnes descompuestas se mezclaron con los sosos efluvios de fango que llegaban de las calles vecinas. Hedor vago todavía, dulzor repugnante de humedad, que se arrastraba a ras del suelo. Después, en las tardes ardientes de junio, el hedor ascendió, el aire se cargó de un vaho pestilente. Se abrían las ventanas superiores, grandes toldos de lienzo gris colgaban bajo el cielo candente, una lluvia de fuego caía sobre el Mercado, lo calentaba como un horno de chapa; y ni un viento barría ese vapor de pescado podrido. Los puestos de venta humeaban.

Florent sufrió entonces por aquel cúmulo de alimentos en medio del cual vivía. Volvieron a entrarle los ascos de la salchichería, más intolerables. Había soportado hedores igual de terribles, pero no procedían del vientre. Su estómago estrecho de hombre flaco se rebelaba, al pasar por delante de aquellos mostradores de pescados mojados con abundante agua, que el calor echaba a perder. Lo alimentaban con sus perfumes fuertes, lo ahogaban, como si tuviera una indigestión de olores. Cuando se encerraba en su despacho, la repugnancia lo seguía, penetrando por las maderas mal encajadas de la puerta y la ventana. Los días de cielo gris, el cuartito estaba muy oscuro; era como un largo crepúsculo, en el fondo de un nauseabundo pantano. A menudo, presa de ansiedades nerviosas, sentía necesidad de caminar, bajaba a los sótanos, por la ancha escalera que se abre en medio del pabellón. Allí, en el aire cerrado, en la penumbra de algunos faroles de gas, encontraba de nuevo el frescor del agua pura. Se detenía ante el gran vivero, donde se guardan en reserva los peces vivos; escuchaba la canción continua de los cuatro hilos de agua que caen de las cuatro esquinas de la urna central, deslizándose con el suave ruido de una corriente perpetua bajo las rejas de los estanques cerrados con llave. Este manantial subterráneo, este arroyo conversando en las sombras, lo calmaba. Le agradaban también, por la tarde, las hermosas puestas de sol que recortaban en negro, sobre los resplandores rojos del cielo, los finos encajes del Mercado; la luz de las cinco, el polvillo volante de los últimos rayos entraba por todos los vanos, por todas las rayas de las persianas; era como un transparente luminoso y esmerilado, donde se dibujaban las finas aristas de los pilares, las curvas elegantes del armazón, las figuras geométricas de la techumbre. Se llenaba ios ojos con ese inmenso dibujo lavado en tinta china sobre una vitela fosforescente, volviendo a recoger su sueño de una máquina colosal, con sus ruedas, sus palancas, sus balancines, entrevista en la sombría púrpura del carbón llameante bajo la caldera. A cada momento los juegos de luces cambiaban así el perfil del Mercado, desde los azules de la madrugada y las sombras negras de mediodía, hasta el incendio del sol poniente, extinguiéndose en la ceniza gris del crepúsculo. Pero en las tardes de llamas, cuando ascendían los hedores, cruzando con un estremecimiento, los grandes rayos amarillos, como humaredas cálidas, las náuseas lo sacudían de nuevo, su mente se extraviaba, imaginándose estufas gigantescas, infectas cubas de descuartizador donde se fundía la mala grasa de todo un pueblo.

Sufría además con aquel ambiente grosero, del que parecían haber tomado su olor las palabras y los gestos. Era buen chico, sin embargo, no le amedrentaba nada. Sólo las mujeres le molestaban. Sólo se sentía a sus anchas con la señora François, a quien había vuelto a ver. Dio muestras de tanta alegría al saber que estaba colocado, feliz, que había salido de apuros, como decía ella, que se enterneció mucho. Lisa, la Normanda, las otras, lo inquietaban con sus risas. A ella, en cambio, le hubiera contado todo. No reía para burlarse; tenía una risa de mujer feliz con la alegría ajena. Y además era una valiente; su oficio era muy duro, en invierno, los días de helada; y la época de lluvias resultaba aún más penosa. Florent la vio ciertas mañanas, con terribles aguaceros, con lluvias que caían desde la víspera, lentas y frías. Las ruedas del carro, de Nanterre a París, se habían metido en el barro hasta los cubos. Baltasar tenía cazcarrias hasta en el vientre. Y ella lo compadecía, se apiadaba de él, al secarlo con viejos delantales.

—Estos animales —decía— son muy delicados; cogen cólicos por una fruslería… ¡Ah!, ¡mi pobrecito Baltasar! Cuando hemos pasado por el puente de Neuilly, creía que habíamos bajado al Sena, de tanto como llovía.

Baltasar iba a la posada. Ella se quedaba bajo el chaparrón, a vender sus verduras. El mercado se transformaba en una ciénaga de fango líquido. Las coles, las zanahorias, los nabos, azotados por el agua gris, se anegaban en aquel raudal de torrentes fangosos, que corrían por toda la calzada. Ya no eran las hortalizas soberbias de las mañanas claras. Los hortelanos, arropados en sus capotes, enarcaban la espalda, jurando contra la administración que, tras haber investigado, ha declarado que la lluvia no daña a las verduras, y que no hay por qué construir refugios.

Entonces, las mañanas lluviosas desesperaron a Florent. Pensaba en la señora François. Se escapaba, iba a charlar un instante con ella. Pero jamás la encontraba triste. Se sacudía como un perro de lanas, decía que se las había visto en peores, que no era de azúcar para derretirse así, sin más, con las primeras gotas de agua. Él la obligaba a entrar unos minutos bajo una calle abierta; e incluso varias veces la llevó al bar de Lebigre, donde tomaron vino caliente. Mientras ella lo miraba amistosamente, con su cara tranquila, él estaba feliz con aquel olor sano de los campos que ella le traía, entre los malos efluvios del Mercado. Olía a tierra, a heno, a aire libre, a cielo abierto.

—Tiene que venir a Nanterre, hijo mío —decía ella—. Verá mi huerta; he plantado borduras de tomillo por todas partes… ¡Su condenado París apesta!

Y se iba chorreando. Florent se sentía remozado cuando la dejaba. Probó también a trabajar, para combatir las angustias nerviosas que sufría. Era un espíritu metódico que llevaba a veces el estricto empleo de sus horas hasta la manía. Se encerró dos veces por semana, con el fin de escribir una gran obra sobre Cayena. Su cuarto de interno era excelente, pensaba, para calmarlo y predisponerlo al trabajo. Encendía el fuego, veía si el granado, al pie de la cama, iba bien; después se acercaba a la mesita, se quedaba trabajando hasta medianoche. Había empujado el devocionario y La llave de los sueños al fondo del cajón, que poco a poco se llenó de notas, de hojas sueltas, de manuscritos de todas clases. La obra sobre Cayena no avanzaba mucho, interrumpida por otros proyectos, planes de obras gigantescas, cuyo boceto trazaba en unas cuantas líneas. Esbozó sucesivamente una reforma total del sistema administrativo del Mercado Central, una transformación de los consumos en impuestos sobre las transacciones, una distribución nueva del abastecimiento de los barrios pobres y, por último, una ley humanitaria, aún muy confusa, que almacenaba en común las entradas de mercancías y aseguraba cada día un mínimo de provisiones a todos los hogares de París. Doblando el espinazo, perdido en cosas graves, dibujaba su gran sombra negra en medio de la suavidad borrosa de la buhardilla. Y a veces un pinzón que había recogido en el Mercado, un día de nieve, se equivocaba al ver la luz, lanzaba su grito en el silencio, turbado sólo por el ruido de la pluma al correr sobre el papel. Fatalmente Florent volvió a la política. Había sufrido demasiado por ella para no convertirla en la más cara ocupación de su vida. Se hubiera convertido, sin el ambiente y las circunstancias, en un buen profesor provinciano, feliz con la paz de su pequeña ciudad. Pero lo habían tratado como a un lobo, y ahora se encontraba como marcado por el destierro para alguna tarea de combate. Su malestar nervioso no era sino el despertar de los largos ensueños de Cayena, de sus amarguras ante sufrimientos inmerecidos, de sus juramentos de vengar un día a la humanidad tratada a latigazos y a la justicia hollada. El gigantesco Mercado Central, los alimentos desbordantes y fuertes, habían apresurado la crisis. Le parecía la fiera satisfecha en su digestión, París atiborrado, incubando su grasa, apoyando sordamente al Imperio. Ponía a su alrededor pechos enormes, lomos monstruosos, caras redondas, como continuos argumentos contra su delgadez de mártir, su rostro amarillo de descontento. Era el vientre de los tenderos, el vientre de la mediocre honradez, hinchándose feliz, brillando al sol, opinando que todo iba de la mejor manera, que jamás la gente de costumbres pacíficas había engordado tan espléndidamente. Entonces sintió que se le cerraban los puños, dispuesto a luchar, más irritado por el pensamiento de su destierro de lo que lo estaba al regresar a Francia. El odio lo invadió por entero. A menudo dejaba caer la pluma, soñaba. El fuego mortecino manchaba su cara con una gran llamarada; la lámpara de carbón humeaba, mientras el pinzón, con la cabeza bajo el ala, se dormía sobre una pata.

A veces, a las once, Auguste, al ver luz por debajo de la puerta, llamaba, antes de irse a acostar. Florent le abría con cierta impaciencia. El mozo de la salchichería se sentaba, se quedaba delante del fuego, hablaba poco, no explicaba nunca por qué entraba allí. Miraba todo el tiempo la fotografía que los representaba, a Augustine y él, cogidos de la mano, endomingados. Florent creyó acabar por entender que le agradaba de forma especial aquella habitación donde la joven había vivido. Una noche, sonriendo, le preguntó si había dado en el clavo.

—Puede ser —respondió Auguste, muy sorprendido por el descubrimiento que hacía él también—. Nunca había pensado en eso. Venía a verle sin saber… ¡Ah! ¡Bueno! Si le dijera eso a Augustine, cómo se reiría… Cuando uno tiene que casarse, no piensa en semejantes tontadas.

Cuando se mostraba charlatán, era para volver eternamente sobre la salchichería que abriría en Plaisance, con Augustine. Parecía tan perfectamente seguro de disponer su vida a su gusto, que Florent terminó experimentando hacia él una especie de respeto mezclado con irritación. En resumen, aquel muchacho era muy listo, por tonto que pareciese; iba derecho a una meta, la alcanzaría sin sacudidas, con perfecta beatitud. Esas noches Florent no podía ponerse de nuevo al trabajo; se acostaba descontento, y sólo recobraba su equilibrio cuando se le ocurría pensar: «¡Pero ese Auguste es un animal!».

Iba a Clamart cada mes, a ver al señor Verlaque. Era casi una alegría para él. El pobre hombre iba tirando, con gran asombro de Gavard, que no le había dado más de seis meses. A cada visita de Florent el enfermo decía que se sentía mejor, que tenía grandes deseos de reanudar su trabajo. Pero transcurrían los días, se producían recaídas. Florent se sentaba junto a la cama, hablaba de la plaza del pescado, trataba de aportar un poco de alegría. Dejaba en la mesilla de noche los cincuenta francos que le cedía al inspector titular; y éste, aunque fuera un asunto convenido, se enfadaba todas las veces, no quería el dinero. Después hablaban de otra cosa, el dinero quedaba en la mesilla. Cuando Florent se marchaba, la señora Verlaque lo acompañaba a la puerta de la calle. Era bajita, blanda, muy llorosa. Sólo hablaba de los gastos ocasionados por la enfermedad de su marido, del caldo de gallina, de las carnes poco hechas, del burdeos, y del boticario y del médico. Esta conversación quejumbrosa molestaba mucho a Florent. Las primeras veces no comprendió. Por fin, como la pobre señora seguía llorando, diciendo que, antes, eran felices con los mil ochocientos francos del cargo de inspector, él le ofreció tímidamente entregarle algo, a escondidas de su marido. Ella rehusó y, sin transición, por sí sola, aseguró que le bastaría con cincuenta francos. Pero, en el curso del mes, escribía a menudo a su salvador, como le llamaba; tenía una letra inglesa muy fina, frases fáciles y humildes con las que llenaba tres páginas cabales para pedir diez francos; hasta el punto de que los ciento cincuenta francos del empleado pasaban enteramente a la pareja Verlaque. El marido lo ignoraba, sin duda, la mujer le besaba las manos. Esa buena acción era su gran goce; la ocultaba como un placer prohibido que se permitía egoístamente.

—Ese diablo de Verlaque se burla de usted —decía a veces Gavard—. Se da la gran vida, ahora que usted le pasa una renta.

Acabó por responder, un día:

—Está arreglado, no le entrego más que veinticinco francos.

Por lo demás, Florent no tenía necesidades. Los Quenu seguían dándole cama y comida. Los pocos francos que le quedaban bastaban para pagar sus consumiciones de la noche, en el bar de Lebigre. Poco a poco, su vida se había regulado como un reloj: trabajaba en su cuarto; continuaba con sus clases al pequeño Órdago dos veces a la semana, de ocho a nueve; concedía una velada a la bella Lisa, para no irritarla; y pasaba el resto de su tiempo en el reservado acristalado, en compañía de Gavard y sus amigos.

A casa de la Méhudin llegaba con su dulzura un poco tiesa de profesor. La vieja vivienda le agradaba. Abajo, pasaba entre los insulsos olores del vendedor de verduras cocidas; cuencos de espinacas, cazuelas de acederas se enfriaban al fondo de un patizuelo. Luego subía por la escalera de caracol, rezumante de humedad, cuyos peldaños, amontonados y hundidos, se inclinaban de forma inquietante. Las Méhudin ocupaban toda la segunda planta. Nunca había querido mudarse la madre, cuando llegó el bienestar, pese a las súplicas de las dos hijas, que soñaban con vivir en una casa nueva, en una calle ancha. La vieja se empeñaba, decía que había vivido allí, y que allí moriría. Por lo demás, se contentaba con un gabinete sin ventilación, dejando las habitaciones a Claire y a la Normanda. Ésta, con su autoridad de primogénita, se había apoderado de la pieza que daba a la calle; era la habitación más grande, la mejor. Claire se sintió tan vejada que rechazó la pieza contigua, cuya ventana miraba al patio; quiso irse a dormir, del otro lado del descansillo, a una especie de zaquizamí que ni siquiera mandó encalar. Tenía su llave, era libre; a la menor contrariedad, se encerraba en su cuarto.

Cuando Florent se presentaba, las Méhudin estaban acabando de cenar. Órdago le saltaba al cuello. Se quedaba un rato sentado, con el niño charloteando entre sus piernas. Después, cuando habían limpiado el hule, comenzaba la clase, en una esquina de la mesa. La bella Normanda lo acogía muy bien. Calcetaba o zurcía ropa, acercando su silla, trabajando con la misma lámpara; a menudo soltaba la aguja para escuchar la clase, que la sorprendía. Pronto sintió gran estimación por aquel mozo tan sabio, que parecía dulce como una mujer al hablarle al crío, y que tenía una paciencia angelical para repetir siempre los mismos consejos. Ya no lo encontraba nada feo. Hasta el punto de que tuvo como celos de la bella Lisa. Acercaba más su silla, miraba a Florent con una sonrisa turbadora.

—¡Mamá, me empujas el codo, no me dejas escribir! —decía Órdago, enfadado—. ¡Mira, ahora un borrón! ¡Échate para atrás de una vez!

Poco a poco, empezó a hablar muy mal de la bella Lisa. Pretendía que ocultaba su edad, que se apretaba hasta ahogarse en el corsé; si, de mañanita, la chacinera bajaba muy pulida, sin que un pelo se saliera de su sitio, era porque debía de estar espantosa en paños menores. Entonces alzaba un poco los brazos, para mostrar que ella, dentro de casa, no llevaba corsé; y conservaba la sonrisa mientras tensaba su torso soberbio, que se sentía palpitar y vivir bajo la delgada blusa mal abrochada. La clase quedaba interrumpida. Órdago, interesado, miraba a su madre alzar los brazos. Florent escuchaba, y hasta se reía, con la idea de que las mujeres eran muy raras. La rivalidad de la bella Normanda y la bella Lisa le divertía.

Órdago, mientras tanto, acababa su página de caligrafía. Florent, que tenía buena letra, preparaba modelos, tiras de papel, en las cuales escribía, a dos tamaños, palabras muy largas, que llenaban toda la línea, Adoraba las palabras «tiránicamente, liberticida, anticonstitucional, revolucionario», o bien hacía copiar al niño frases de este corte: «Llegará el día de la justicia… El sufrimiento del justo es la condenación del perverso… Cuando suene la hora, el culpable caerá». Obedecía muy ingenuamente, al escribir los modelos de caligrafía, a las ideas que obsesionaban su cerebro; olvidaba a Órdago, a la bella Normanda, todo lo que le rodeaba. Órdago, por su parte, habría copiado el Contrato Social. Alineaba, durante páginas enteras, «tiránicamente» y «anticonstitucional», dibujando cada letra.

Hasta la marcha del profesor, la vieja Méhudin daba vueltas alrededor de la mesa, rezongando. Continuaba alimentando un terrible rencor contra Florent. Según ella, no tenía ningún sentido hacer trabajar así al crío de noche, a una hora en que los niños deben estar durmiendo. Con toda seguridad, habría puesto de patitas en la calle al «flacucho», si la bella Normanda, tras una explicación tormentosísima, no le hubiera declarado rotundamente que se iría a vivir a otra parte, si no era dueña de recibir en su casa a quien le pareciera. Por lo demás, la discusión recomenzaba cada noche.

—Por mucho que digas —repetía la anciana—, tiene una mirada falsa… Y, además, desconfío de los flacos. Un hombre flaco es capaz de todo. Nunca encontré uno que fuera bueno… A ése el vientre se le ha caído entre las nalgas, seguro, porque es plano como una tabla… ¡Y encima es una birria! Yo, que tengo sesenta y cinco años, no lo quisiera en mi mesilla de noche.

Decía eso porque veía perfectamente el giro que tomaban las, cosas. Y hablaba con admiración del señor Lebigre, que se mostraba muy galante, en efecto, con la bella Normanda; amén de olfatear una buena dote, pensaba que la joven estaría espléndida tras el mostrador. No había modo de callar a la vieja: al menos éste no estaba chupado; debía de ser fuerte como un toro; llegaba hasta a entusiasmarse con sus pantorrillas, que tenía muy gruesas. Pero la Normanda se encogía de hombros, respondiendo agriamente:

—Mucho me importan a mí sus pantorrillas; no necesito las pantorrillas de nadie… Hago lo que me peta.

Y si la madre quería continuar y se ponía demasiado clara:

—Bueno, ¿y qué? —gritaba la hija—, no es asunto suyo… Y no es cierto, además. Y si fuera cierto, no le pediría permiso a usted, ¿verdad? Déjeme en paz.

Entraba en su cuarto batiendo la puerta. Había adquirido en la casa un poder del cual abusaba. La vieja, de noche, cuando creía sorprender algún ruido, se levantaba, descalza, para escuchar a la puerta de su hija si Florent había venido a verla. Pero éste tenía en casa de las Méhudin una enemiga más temible. En cuanto él llegaba, Claire se levantaba sin decir palabra, cogía una palmatoria, se metía en su cuarto, al otro lado del descansillo. Se la oía dar dos vueltas de llave en la cerradura, con una rabia fría. Una noche que su hermana invitó a cenar al profesor, ella guisó aparte y comió en su habitación. A menudo se encerraba de tal forma que no se la veía en una semana. Seguía siendo blanda, con caprichos de hierro, miradas de animal desconfiado, bajo su pelambrera de un leonado pálido. La vieja Méhudin, que creyó poder desahogarse con ella, la enfureció al hablarle de Florent. Entonces la anciana, exasperada, dijo a quien la quiso oír que se marcharía, si no tuviera miedo de dejar a sus hijas devorándose entre sí.

Una noche que Florent se retiraba, pasó ante la puerta de Claire, que había quedado de par en par. La vio muy colorada, mirándolo. Le apenaba la actitud hostil de la joven; sólo su timidez con las mujeres le impedía provocar una explicación. Esa noche habría entrado en su habitación, seguramente, de no haber vislumbrado, en el piso superior, la carita blanca de la señorita Saget, inclinada sobre la barandilla. Pasó de largo. Y aún no había bajado diez peldaños cuando la puerta de Claire, cerrada violentamente a sus espaldas, sacudió todo el hueco de la escalera. Fue en esa ocasión cuando la señorita Saget se convenció de que el primo de la señora Quenu se acostaba con las dos Méhudin.

Florent no pensaba para nada en esas guapas chicas. De ordinario trataba a las mujeres como hombre que no tiene éxito con ellas. Y, además, gastaba gran parte de su virilidad en sus sueños. Llegó a experimentar una auténtica amistad por la Normanda; ésta tenía buen corazón, cuando no se le subía la sangre a la cabeza. Pero nunca fue más lejos. De noche, bajo la lámpara, mientras ella acercaba su silla, como para inclinarse sobre la página de caligrafía de Órdago, sentía incluso su cuerpo poderoso y tibio, a su lado, con cierto malestar. Le parecía colosal, muy pesada, casi inquietante, con su pecho de giganta; él echaba hacia atrás sus codos agudos, sus hombros enjutos, presa del vago temor de hundirse en aquella carne. Sus huesos de flaco sentían cierta angustia en contacto con los pechos exuberantes. Bajaba la cabeza, se empequeñecía aún más, incómodo con el fuerte hálito que emanaba de ella. Cuando la blusa se le entreabría, creía ver salir, entre dos blancuras, unos vapores de vida, un aliento de salud que le pasaba sobre la cara, cálido aún, como sazonado por una pizca del hedor del Mercado, por las ardientes veladas de julio. Era un perfume persistente, pegado a la piel fina como la seda, un rezumar de pescado que despedían los senos soberbios, los brazos regios, el talle flexible, poniendo un aroma rudo en su olor de mujer. Ella había probado todos los aceites aromáticos; se lavaba con mucha agua; pero en cuanto el frescor del baño desaparecía, la sangre volvía a nevar hasta la punta de los miembros la sosería de los salmones, el violeta almizclado de los eperlanos, las acritudes de los arenques y las rayas. Entonces el balanceo de sus sayas desprendía un vaho; caminaba en medio de una evaporación de algas fangosas; era, con su gran cuerpo de diosa, su pureza y su palidez admirables, como un hermoso mármol antiguo arrastrado por el mar y devuelto a la costa en la red de un pescador de sardinas. Florent sufría; no la deseaba nada, con los sentidos sublevados por las tardes de la plaza del pescado; la encontraba irritante, demasiado salobre, demasiado amarga, de una belleza demasiado vasta y con un tufo demasiado fuerte.

La señorita Saget, por su parte, juraba por lo más sagrado que él era su amante. Se había enfadado con la bella Normanda por un gallo de medio franco. Desde esa desavenencia, testimoniaba una gran amistad a la bella Lisa. Así esperaba llegar a enterarse más pronto de lo que llamaba «el tejemaneje de los Quenu». Como Florent continuaba escurriéndose, ella era un cuerpo sin alma, como decía ella misma, sin confesar la causa de sus quejas. Una jovencita que corriese tras los pantalones de un mozo no habría estado más desolada que aquella terrible vieja, al sentir cómo el secreto del primo se le escurría entre los dedos. Acechaba al primo, lo seguía, lo desvestía, lo miraba por todas partes, con una rabia furiosa de que su curiosidad en celo no lograra poseerlo. Desde que iba a casa de las Méhudin, no se apartaba de la barandilla de la escalera. Luego comprendió que la bella Lisa estaba muy irritada al ver a Florent tratar a «esas mujeres». Entonces, todas las mañanas le dio noticias de la calle Pirouette. Entraba en la salchichería, los días de frío, toda arrugada, achicada por la helada; colocaba las manos azuladas sobre la estufa de alpaca, calentándose los dedos, de pie delante del mostrador, sin comprar nada, repitiendo con su voz de pito:

—Estaba otra vez ayer en su casa, no sale de allí… La Normanda le llamó «cariño» en la escalera.

Mentía un poco para quedarse y calentarse las manos más tiempo. Al día siguiente de aquel en que creyó ver salir a Florent de la habitación de Claire, llegó corriendo y prolongó la historia media hora larga. Era una vergüenza: ahora el primo iba de una cama a otra.

—Lo he visto —dijo—. Cuando se harta de la Normanda, va de puntillas a visitar a la rubita. Ayer dejaba a la rubia, y sin duda volvía con la morenaza, cuando me vio, y eso le hizo desandar el camino. Oigo las dos puertas todas las noches, el cuento de nunca acabar… ¡Y esa vieja Méhudin que duerme en un gabinete entre los cuartos de sus hijas!

Lisa hacía un mohín de desprecio. Hablaba poco, alentaba los comadreos de la señorita Saget con su silencio. Escuchaba atentamente. Cuando los detalles resultaban demasiado escabrosos:

—No, no —murmuraba—, eso no está bien… ¿Cómo puede haber mujeres así?

Entonces la señorita Saget le contestaba que, ¡caray!, no todas las mujeres eran tan honestas como ella. Y a continuación se mostraba muy tolerante con el primo. Los hombres, ya se sabe, siempre detrás de las faldas; y además él no estaba casado, quizás. Y hacía sus preguntas como quien no quiere la cosa. Pero Lisa jamás juzgaba a su primo, se encogía de hombros, fruncía los labios. Cuando la señorita Saget se había marchado, miraba, con cara de asco, la tapa de la estufa, donde la vieja había dejado, en el brillo del metal, la mancha apagada de sus manitas.

—¡Augustine! —gritaba—, traiga una bayeta para limpiar la estufa. Está asquerosa.

La rivalidad de la bella Lisa y la bella Normanda se volvió entonces formidable. La bella Normanda estaba convencida de que le había quitado un amante a su enemiga, y la bella Lisa se sentía furiosa contra aquella insignificante que acabaría comprometiéndolos, al atraer a su casa al hipócrita de Florent. Cada una aportaba su temperamento a su hostilidad: una, tranquila, despreciativa, con modales de mujer que se levanta las faldas para no embarrarse; la otra, más descarada, estallando en una alegría insolente, ocupando todo el ancho de la acera, con la fanfarronería de un duelista que busca pendencia. Uno de sus encuentros tenía ocupada a la plaza del pescado un día entero. La bella Normanda, cuando veía a la bella Lisa en el umbral de la salchichería, daba un rodeo para pasar junto a ella, para rozarla con su delantal; entonces sus miradas negras se cruzaban como espadas, con el centelleo y la agudeza rápidos del acero. Por su parte, cuando la bella Lisa iba a la plaza del pescado, fingía una mueca de asco al acercarse al puesto de la bella Normanda; compraba alguna pieza de primera, un rodaballo, un salmón, a una pescadera vecina, exhibiendo su dinero sobre el mármol, pues se había fijado que eso le llegaba al alma a la «insignificante», que dejaba de reír. Además, de dar crédito a las dos rivales, la una vendía pescado podrido y la otra embutidos pasados. Pero el campo de batalla era, sobre todo, para la bella Normanda su puesto, para la bella Lisa su mostrador; se fulminaban a través de la calle Rambuteau. Se pavoneaban entonces, con sus grandes delantales blancos, sus vestidos y sus alhajas. La lucha comenzaba desde por la mañana.

—¡Vaya! ¡Ya se ha levantado esa vaca! —gritaba la bella Normanda—. ¡Esa mujer se aprieta igual que sus salchichones!… ¡Ah, qué bien! Se ha vuelto a poner el cuello del sábado y sigue llevando aún el vestido de popelín.

En ese mismo instante, del otro lado de la calle, la bella Lisa decía a su empleada:

—Fíjese, Augustine, en esa criatura que tanto nos mira desde allí. ¡Cómo está de deformada! Claro, con la vida que lleva… ¿Distingue usted los pendientes? Creo que son las perlas grandes, ¿no? ¡Qué lástima, una chica así con brillantes!

—¡Para lo que le cuestan! —respondía complaciente Augustine.

Cuando una de ellas tenía una alhaja nueva, era una victoria; la otra reventaba de despecho. Toda la mañana se envidiaban sus clientes, se mostraban hurañas si imaginaban que la venta iba mejor en «esa desgalichada de enfrente». Después venía el espionaje del almuerzo; sabían lo que la otra comía, se espiaban hasta las digestiones. Por la tarde, sentada la una entre sus carnes cocidas, la otra entre sus pescados, presumían, se hacían las interesantes, se tomaban infinitas molestias. Era la hora que decidía el éxito del día. La bella Normanda bordaba, escogía labores de aguja muy delicadas, lo cual exasperaba a la bella Lisa.

—Más le valdría —decía— zurcir las medias de su hijo, que va descalzo… ¡Fíjense en la señoritinga, con sus manos rojas que apestan a pescado!

Ella solía hacer calceta.

—Siempre está con el mismo calcetín —observaba la otra—, se duerme sobre la labor, come demasiado… ¡Si el cabrón de su marido espera eso para tener los pies calientes, está aviado!

Hasta la noche seguían implacables, comentando cada visita, con mirada tan viva que captaban los menores detalles de sus personas, cuando otras mujeres, a esa distancia, declaraban no haber visto nada. La señorita Saget quedó admirada de la buena vista de la señora Quenu un día que ésta distinguió un rasguño en la mejilla izquierda de la pescadera.

—Con ojos así —decía— se podría ver a través de las puertas.

Caía la noche, y a menudo la victoria estaba indecisa; a veces una salía descalabrada, pero al día siguiente se tomaba su desquite. En el barrio se cruzaban apuestas por la bella Lisa o por la bella Normanda.

Acabaron prohibiéndoles a sus hijos que se hablaran. Pauline y Órdago eran buenos amigos antes; Pauline, con sus faldas tiesas de señorita formal; Órdago, andrajoso, mal hablado, alborotador, un perfecto carretero. Cuando se divertían juntos en la ancha acera, delante del pabellón del pescado Pauline hacía de carreta. Pero un día que Órdago fue a buscarla, con toda ingenuidad, la bella Lisa lo puso en la puerta, motejándolo de galopín.

—¡Nunca se sabe —dijo— con estos chicos mal educados!… Éste tiene tan malos ejemplos delante de las narices, que no estoy tranquila cuando anda con mi hija.

El niño tenía siete años. La señorita Saget, que se encontraba allí, agregó:

—Tiene usted toda la razón. Siempre está metido con las chiquillas del barrio, ese granuja… Lo han encontrado en un sótano, con la hija del carbonero.

La bella Normanda, cuando Órdago llegó llorando a contarle la aventura, se encolerizó de manera terrible. Quería ir a romperlo todo en casa de los Quenu-Gradelle. Luego se contentó con azotar a Órdago.

—¡Como vuelvas otra vez por allí —gritó furiosa—, tendrás que vértelas conmigo!

Pero la verdadera víctima de las dos mujeres era Florent. En el fondo, sólo él las había puesto en pie de guerra, sólo peleaban por él. Desde su llegada todo iba de mal en peor: comprometía, enfadaba, perturbaba a aquella gente que hasta entonces había vivido en una paz tan oronda. La bella Normanda le habría arañado de buena gana cuando lo veía entretenerse demasiado en casa de los Quenu; lo que la empujaba a desear a aquel hombre era, en buena parte, el ardor de la lucha. La bella Lisa conservaba una actitud de juez ante la mala conducta de su cuñado, cuyas relaciones con las dos Méhudin constituían el escándalo del barrio. Se sentía horriblemente vejada; se esforzaba por no demostrar sus celos, unos celos muy especiales que, pese a su desdén por Florent y a su frialdad de mujer honesta, la exasperaban cada vez que él salía de la salchichería para ir a la calle Pirouette, y ella se imaginaba los placeres prohibidos que debía de saborear allá.

La cena, de noche, en casa de los Quenu, se volvía menos cordial. La limpieza del comedor adquiría un carácter agudo y quebradizo. Florent notaba un reproche, una especie de condena en el roble claro, la lámpara demasiado limpia, la estera demasiado nueva. Casi no se atrevía ya a comer, por miedo a dejar caer migas de pan y a manchar su plato. Sin embargo, su simplicidad le impedía ver. Alababa en todas partes la dulzura de Lisa. Y ésta seguía siendo muy dulce, en efecto. Le decía, con una sonrisa, como bromeando:

—Es curioso, usted no come mal ahora, y sin embargo no engorda… No le aprovecha.

Quenu reía más fuerte, golpeaba a su hermano en el vientre, pretendiendo que podía pasar por él toda la salchichería, sin dejar siquiera el espesor de grasa de una perra gorda. Pero en la insistencia de Lisa había el odio, la desconfianza hacia los flacos que la vieja Méhudin testimoniaba más brutalmente; y había también una encubierta alusión a la vida de excesos que Florent llevaba. Por lo demás, nunca hablaba delante de él de la bella Normanda. Una noche que Quenu había gastado una broma, ella se mostró tan glacial que el buen hombre no insistió. Después del postre se quedaban un rato allí. Florent, que había observado el mal humor de su cuñada, cuando se marchaba demasiado pronto, buscaba un retazo de conversación. Ella estaba muy cerca de él. No la encontraba tibia y palpitante, como a la pescadera; no tenía tampoco el mismo olor a pescado, picante y fuerte; olía a grasa, tenía la insulsez de las buenas carnes. Ni un temblor formaba un pliegue en su tenso corpiño. El contacto demasiado firme de la bella Lisa inquietaba más aún sus huesos de flaco que la proximidad tierna de la bella Normanda. Gavard le dijo una vez, con toda confianza, que la señora Quenu era una hermosa mujer, ciertamente, pero que a él le gustaban «menos blindadas».

Lisa evitaba hablar con Quenu de Florent. De ordinario hacía gala de una gran paciencia. Y además no creía decente entremeterse entre los dos hermanos, sin tener motivos muy serios. Era muy buena, según decía ella misma, pero no había que ponerla en el disparadero. Estaba entonces en el período de tolerancia, rostro mudo, estricta cortesía, fingida indiferencia, evitando todavía con cuidado todo cuanto hubiera podido dar a entender al empleado que dormía y comía en su casa sin que jamás hubieran visto un céntimo suyo; no es que ella hubiera aceptado un pago, estaba por encima de eso, pero, realmente, él habría podido almorzar fuera, al menos. Un día le hizo observar a Quenu:

—Ya no estamos solos. Cuando queremos hablar ahora, hay que esperar a estar acostados, de noche.

Y una noche le dijo, en la almohada:

—Tu hermano gana ciento cincuenta francos, ¿no?… Es raro que no pueda ahorrar nada para comprarse ropa. Me he visto obligada a darle de nuevo tres viejas camisas tuyas.

—¡Bah!, no importa —respondió Quenu—, mi hermano es de buen contentar… Hay que dejarle su dinero.

—¡Oh! Claro —murmuró Lisa, sin insistir más—, no lo decía por eso… Que se lo gaste bien o mal, no es asunto nuestro.

Estaba persuadida de que se comía el sueldo con las Méhudin. Sólo una vez abandonó su actitud tranquila, aquella reserva hija de su temperamento y del cálculo. La bella Normanda le había regalado a Florent un salmón espléndido. Él, muy incómodo con su salmón, no se atrevió a rechazarlo y se lo llevó a la bella Lisa.

—Puede hacer con él un pastel —dijo ingenuamente.

Ella lo miraba fijamente, blancos los labios; después, con una voz que trataba de contener:

—¿Es que usted se cree que tenemos necesidad de comida? ¡Lo que faltaba! ¡A Dios gracias hay bastante de comer aquí!… ¡Lléveselo!

—Pero guísemelo, al menos —prosiguió Florent, extrañado de su cólera—. Me lo comeré yo.

Entonces ella estalló.

—¡Esta casa no es una fonda! ¡Dígales a las personas que se lo han dado que lo guisen ellas, si quieren! Yo no tengo ganas de apestar mis cacerolas… Lléveselo, ¿entiende?

Lo habría cogido y lo habría tirado a la calle. Él se lo llevó al bar de Lebigre, donde Rose recibió la orden de hacer con él un pastel. Y una noche, en el reservado acristalado, comieron el pastel. Gavard invitó a ostras. Florent, poco a poco, iba más por allí, ya no abandonaba el reservado. Encontraba en él un ambiente recalentado, donde sus fiebres políticas ardían a sus anchas. A veces, ahora, cuando se encerraba en su buhardilla a trabajar, la suavidad de la pieza lo impacientaba, la búsqueda teórica de la libertad no le bastaba, tenía que bajar, que ir a contentarse con los axiomas cortantes de Charvet y los arrebatos de Logre. Las primeras noches, aquel alboroto, aquella oleada de palabras le habían molestado; todavía notaba su vaciedad, pero experimentaba la necesidad de aturdirse, de espolearse, de verse inducido a cualquier resolución extremada que calmase las inquietudes de su ánimo. El olor del reservado, aquel olor a licores, cálido por el humo del tabaco, lo embriagaba, le daba una beatitud especial, un abandono de sí, cuyo arrullo le hacía aceptar sin dificultad cosas muy fuertes. Llegó a amar los semblantes que estaban allí, a buscarlos, a demorarse con ellos con el placer de un hábito. La cara dulce y barbuda de Robine, el perfil serio de Clémence, la pálida flacura de Charvet, la joroba de Logre, y Gavard, y Alexandre, y Lacaille, entraban en su vida, ocupaban en ella un lugar cada vez mayor. Era como un disfrute muy sensual. Cuando ponía la mano en el pomo de cobre del reservado, le parecía notar que ese pomo vivía, le calentaba los dedos, giraba por sí solo; no hubiera experimentado una sensación más viva al agarrar la flexible muñeca de una mujer.

A decir verdad, en el reservado ocurrían cosas muy graves. Una noche, Logre, tras haber vociferado con más violencia que de costumbre, dio unos puñetazos en la mesa, declarando que, si fueran hombres, derribarían al Gobierno. Y añadió que había que ponerse de acuerdo de inmediato, si querían estar preparados cuando se produjera el derrumbe. Después, con las cabezas muy juntas, en voz más baja, convinieron formar un pequeño grupo dispuesto para cualquier eventualidad. Gavard, a partir de ese día, estuvo convencido de que formaba parte de una sociedad secreta y de que conspiraba. El círculo no se amplió, pero Logre prometió relacionarlo con otras reuniones que él conocía. En un momento dado, cuando tuvieran todo París en sus manos, habría llegado la hora de las Tullerías. Entonces hubo discusiones sin cuento que duraron varios meses: cuestiones de organización, cuestiones de fines y medios, cuestiones de estrategia y de Gobierno futuro. En cuanto Rose había traído el grog de Clémence, las jarras de cerveza de Charvet y Robine, los mazagranes de Logre, Gavard y Florent, y los chatos de Lacaille y Alexandre, el reservado quedaba cerrado a cal y canto y se abría la sesión.

Charvet y Florent seguían siendo, naturalmente, las voces más escuchadas. Gavard no había podido contener su lengua, y poco a poco fue contando toda la historia de Cayena, la cual daba a Florent una aureola de mártir. Sus palabras se convertían en actos de fe. Una noche el pollero, vejado al oír cómo atacaban a su amigo, que estaba ausente, exclamó:

—¡No me toquen a Florent! ¡Ha estado en Cayena!

Pero Charvet se sentía muy picado por esa ventaja.

—¡Cayena, Cayena! —murmuraba entre dientes—; después de todo, no se estaba tan mal.

E intentaba probar que el destierro no es nada, que el gran sufrimiento consiste en permanecer en el país oprimido, con la boca amordazada, frente al despotismo triunfante. Y, además, si a él no lo habían detenido el 2 de diciembre no era por su culpa. E incluso daba a entender que los que se dejan coger son unos imbéciles. Estos celos sordos lo convirtieron en el adversario sistemático de Florent. Las discusiones acababan siempre por circunscribirse a ellos dos. Y hablaban horas enteras, en medio del silencio de los otros, sin que nunca uno de ellos se confesara derrotado.

Una de las cuestiones más debatidas era la de la reorganización del país, al día siguiente de la victoria.

—Hemos ganado, ¿no?… —empezaba Gavard.

Y, una vez dado por descartado el triunfo, cada cual exponía su opinión. Había dos campos, Charvet, que profesaba el hebertismo, tenía a su lado a Logre y Robine. Florent, perdido siempre en su sueño humanitario, se decía socialista y se apoyaba en Alexandre y Lacaille. En cuanto a Gavard, no le repugnaban las ideas violentas; pero como a veces le echaban en cara su fortuna, con agrias bromas que lo emocionaban, era comunista[15].

—Habrá que hacer tabla rasa —decía Charvet con su tono perentorio, como si estuviera dando un hachazo—. El tronco está podrido, hay que derribarlo.

—¡Sí! —proseguía Logre, poniéndose de pie para ser más alto, sacudiendo el tabique con los saltos de su joroba—. Todo al rapajolero suelo, se lo digo yo… Y después ya veremos.

Robine aprobaba con la barba. Gozaba en silencio cuando las propuestas se hacían revolucionarias en todo y por todo. Sus ojos adquirían una gran dulzura ante la palabra guillotina; los cerraba a medias, como si viera la cosa, y como si ésta lo enterneciera; y entonces se rascaba ligeramente la barbilla en el puño de su caña, con un sordo ronroneo de satisfacción.

—Sin embargo —decía a su vez Florent, cuya voz conservaba un remoto sonido de tristeza—, sin embargo, si ustedes derriban el árbol será preciso guardar las semillas… Yo creo, al contrario, que hay que conservar el árbol para injertar en él la vida nueva… La revolución política está hecha, ya lo ven ustedes; hoy hay que pensar en el trabajador, en el obrero; nuestro movimiento deberá ser enteramente social. Y los desafío a que contengan esta reivindicación del pueblo. El pueblo está harto, quiere su parte.

Estas palabras entusiasmaban a Alexandre. Afirmaba, con su bondadoso semblante lleno de regocijo, que era cierto, que el pueblo estaba harto.

—Y nosotros queremos nuestra parte —añadía Lacaille, con un aire más amenazador—. Todas las revoluciones han sido para los burgueses. Pues, pensándolo bien, ya basta. La próxima será para nosotros.

Entonces ya no había manera de entenderse. Gavard se ofrecía a repartir. Logre rehusaba, jurando que no le importaba el dinero. Después, poco a poco, Charvet, dominando el alboroto, continuaba él solo:

—El egoísmo de las clases es uno de los sostenes más firmes de la tiranía. Es malo que el pueblo sea egoísta. Si nos ayuda, tendrá su parte… ¿Por qué voy a luchar yo por el obrero, si el obrero se niega a luchar por mí?… Y, además, la cuestión no es ésa. Hacen falta diez años de dictadura revolucionaria, si se quiere habituar a un país como Francia al ejercicio de la libertad.

—Tanto más —decía terminantemente Clémence—, cuanto que el obrero no está maduro y debe ser dirigido.

Hablaba raramente. Aquella chica alta y seria, perdida entre todos esos hombres, tenía una forma profesoral de oír hablar de política. Se reclinaba contra el tabique, bebía el grog a sorbitos, mirando a los interlocutores, con fruncimientos de cejas, dilatación de narices, toda una aprobación o una desaprobación mudas, que probaban que comprendía, que tenía ideas muy concretas sobre las materias más complicadas. A veces liaba un cigarrillo, exhalaba por la comisura de los labios finos hilillos de humo, se volvía más atenta. Parecía como si ante ella se desarrollara un debate y tuviera que distribuir los premios al final. Ciertamente, creía conservar su lugar de mujer al reservarse su opinión, al no apasionarse como los hombres. Solamente, en lo más porfiado de las discusiones, lanzaba una frase, concluía con una palabra, «dejaba seco» al propio Charvet, según la expresión de Gavard. En el fondo se creía mucho más lista que aquellos señores. Sólo sentía respeto por Robine, cuyo silencio incubaba con sus grandes ojos negros.

Florent no prestaba mucha atención a Clémence, lo mismo que los otros. Para ellos, era un hombre. Le daban apretones de mano como para descoyuntarle el brazo. Una noche Florent asistió a las famosas cuentas. Como la joven acababa de cobrar su dinero, Charvet le pidió prestados diez francos. Pero ella dijo que no, que antes había que saber cómo estaban. Vivían sobre la base de la unión libre y la fortuna libre: cada cual pagaba sus gastos estrictamente; así, decían, no se debían nada, no eran esclavos. El alquiler, la comida, el lavado de ropa, los caprichos, todo estaba escrito, anotado, sumado. Aquella noche Clémence, tras hacer una comprobación, le demostró a Charvet que le debía ya cinco francos. Y a continuación le entregó los diez francos, diciéndole:

—Apunta que me debes quince ahora… Me los devolverás el 5 de las clases del pequeño Léhudier.

Cuando llamaban a Rose para pagar, cada uno sacaba del bolsillo las monedas de su consumición. Charvet incluso motejaba riendo a Clémence de aristócrata, porque tomaba un grog; decía que quería humillarlo, hacerle notar que ganaba menos que ella, lo cual era cierto; y había, en el fondo de su risa, una protesta contra esa ganancia más elevada que lo rebajaba, a pesar de su teoría de la igualdad de los sexos.

Aunque las discusiones no desembocaran en nada, mantenían a aquellos señores en vilo. Del reservado salía un ruido formidable; los cristales esmerilados vibraban como pieles de tambor. A veces el ruido resultaba tan fuerte que Rose, con su languidez, sirviendo en el mostrador una caña a un menestral, volvía la cabeza con inquietud.

—¡Ah! ¡Bueno! ¡Ahí dentro se están pegando, vaya! —decía el menestral, dejando el vaso sobre el cinc y enjugándose la boca con el dorso de la mano.

—No hay peligro —respondía tranquilamente el señor Lebigre—; son unos caballeros que están de conversación.

El señor Lebigre, muy duro con los otros parroquianos, los dejaba gritar a sus anchas, sin hacerles jamás la menor observación. Se quedaba horas y horas en la banqueta del mostrador, con su chaleco con mangas, su gruesa cabeza soñolienta apoyada en el espejo, siguiendo con la mirada a Rose que destapaba botellas o pasaba una bayeta. Los días de buen humor, cuando ella estaba delante de él, enjuagando vasos en la pila de aclarar, con las muñecas desnudas, él la pellizcaba con fuerza en la grasa de las piernas, sin que pudieran verlo, y ella lo aceptaba con una sonrisa de satisfacción. No traicionaba esta familiaridad con el menor sobresalto; cuando la había pellizcado hasta hacerle sangre, decía que no era cosquillosa. Mientras tanto, el señor Lebigre, entre el olor a vino y los destellos de cálida claridad que lo amodorraban, aguzaba el oído hacia los ruidos del reservado. Se levantaba cuando las voces subían, iba a adosarse al tabique; o incluso empujaba la puerta, entraba, se sentaba un instante, dando una palmada en el muslo a Gavard. Allí dentro aprobaba todo con la cabeza. El vendedor de aves decía que, aunque aquel diablo de Lebigre no tenía madera de orador, podía contarse con él «el día de la gresca».

Pero Florent, una mañana, en el Mercado, en una discusión horrorosa que estalló entre Rose y una pescadera, a propósito de una cesta de arenques que aquélla había tirado de un codazo, sin querer, oyó que la motejaban de «asquerosa soplona» y de «fregona de comisarías». Cuando hubo restablecido la paz, se soltaron el pelo a cuenta de Lebigre: era de la policía, lo sabía perfectamente todo el barrio; la señorita Saget, antes de servirse en su tienda, decía que lo había encontrado una vez que él iba a dar su informe; y, además, era hombre de dinero, un usurero que prestaba por día a los vendedores ambulantes, y que les alquilaba carros, exigiendo un interés escandaloso. Florent quedó muy emocionado. Esa misma noche, ahogando la voz, se creyó en el deber de repetir aquellas cosas a los señores. Se encogieron de hombros, se rieron mucho de sus inquietudes.

—¡Pobre Florent! —dijo malignamente Charvet—, porque él ha estado en Cayena se imagina que lleva a toda la policía pegada a sus talones.

Gavard dio su palabra de honor de que Lebigre era «uno de los buenos, un puro». Pero quien más se enfadó fue Logre. Su silla crujía; despotricaba, declaraba que era imposible continuar así, que si acusaban a todo el mundo de ser de la policía él prefería quedarse en su casa y no volver a ocuparse de política. ¿Acaso no se habían atrevido a decir que él, Logre, también lo era? ¡Él, que había peleado en el 48 y el 51, que había estado a punto de ser deportado dos veces! Y, mientras gritaba esto, miraba a los otros, con la mandíbula sacada, como si hubiera querido clavar en ellos, violentamente y como fuera, la convicción de que «no lo era». Bajo sus miradas furibundas, los otros protestaron con ademanes. Sin embargo, Lacaille, al oír calificar a Lebigre de usurero, había bajado la cabeza.

Las discusiones ahogaron este incidente. El señor Lebigre, desde que Logre había lanzado la idea de un complot, daba apretones de mano más fuertes a los contertulios del reservado. A decir verdad, su clientela debía de reportarle escasos beneficios; jamás renovaban sus consumiciones. A la hora de marcharse, apuraban la última gota de sus vasos, prudentemente ahorrados durante los ardores de las teorías políticas y sociales. La marcha, entre el frío húmedo de la noche, los llenaba de temblores. Permanecían un instante en la acera, los ojos ardiendo, los oídos ensordecidos, como sorprendidos por el negro silencio de la calle. A sus espaldas, Rose ponía los pernos de los cierres. Después, cuando se habían estrechado las manos, agotado, sin encontrar ya más palabras, se separaban, mascando aún sus argumentos, con el pesar de no poder hundirse mutuamente sus convicciones en la garganta. La espalda redonda de Robine cabrilleaba, desaparecía por el lado de la calle Rambuteau, mientras que Charvet y Clémence se iban por el Mercado, hasta el Luxemburgo, uno al lado del otro, haciendo sonar militarmente sus tacones, discutiendo aún algún punto de política o de filosofía, sin cogerse nunca del brazo.

El complot maduraba lentamente. A comienzos del verano sólo se hablaba de la necesidad de «intentar el golpe». Florent, que en los primeros tiempos experimentaba una especie de desconfianza, acabó creyendo en la posibilidad de un movimiento revolucionario. Se ocupaba muy seriamente de él, tomaba notas, hacía planes por escrito. Los otros seguían hablando. Él, poco a poco, concentró su vida en la idea fija con que se devanaba los sesos cada noche, hasta tal punto que llevó a su hermano Quenu a casa de Lebigre, de la forma más natural, sin pensar nada malo. Lo seguía tratando, en parte, como a su alumno, e incluso debió de pensar que tenía el deber de lanzarlo por el buen camino. Quenu era totalmente novato en política. Pero al cabo de cinco o seis veladas, se encontró a la par de todos. Demostraba una gran docilidad, una especie de respeto a los consejos de su hermano cuando la bella Lisa no estaba presente. Por lo demás, lo que lo sedujo, ante todo fue el desenfreno burgués de dejar su salchichería, de ir encerrarse en aquel reservado donde gritaban tanto. Y donde la presencia de Clémence tenía, para él, una pizca de olor turbio y delicioso. De modo que ahora hacía a prisa y corriendo sus longanizas, con el fin de acudir más pronto, sin querer perderse una palabra de esas discusiones que le parecían muy ingeniosas, aunque a menudo no pudiera seguirlas hasta el final. La bella Lisa se daba perfecta cuenta de sus prisas por marcharse. Todavía no decía nada. Cuando Florent se lo llevaba, se acercaba al umbral de la puerta para verlos entrar en casa de Lebigre, un poco pálida, con ojos severos.

La señorita Saget reconoció, una noche, desde su claraboya, la sombra de Quenu sobre los cristales esmerilados de la gran ventana del reservado que daba a la calle Pirouette. Había encontrado allí un excelente puesto de observación, frente a aquella especie de transparente lechoso, donde se dibujaban las siluetas de los señores, con narices súbitas, mandíbulas tensas que surgían, brazos enormes que se alargaban bruscamente sin que se distinguieran los cuerpos. Aquella sorprendente dislocación de miembros, aquellos perfiles mudos y furibundos que traicionaban al exterior las ardientes discusiones del reservado, la tenían detrás de sus cortinas de muselina hasta que el transparente se volvía negro. Aquello le olía a «algo muy sucio». Había acabado por conocer las sombras por las manos, el pelo, las ropas. En aquel revoltillo de puños cerrados, de cabezas coléricas, de hombros hinchados, que parecían despegarse y rodar unos sobre otros, decía categóricamente: «Ése es el papanatas del primo; ése es el viejo roñoso de Gavard, y ahí está el jorobado, y ahí esa espingarda de Clémence». Después, cuando las siluetas se acaloraban, se hacían totalmente desordenadas, la asaltaba una necesidad irresistible de bajar, de ir a ver. Compraba su licor de grosellas de noche con el pretexto de que se sentía «rara» por la mañana; lo necesitaba, decía, al saltar de la cama. El día en que vio la pesada cabeza de Quenu, listada a golpes nerviosos por el flaco puño de Charvet, llegó jadeante al bar, hizo que Rose le enjuagara la botellita, para ganar tiempo. Sin embargo, iba ya a subir a su casa cuando oyó la voz del salchichero diciendo con claridad infantil:

—No, no hay quien aguante más… Les daremos una buena tunda a ese hatajo de farsantes, diputados y ministros, ¡a toda la pesca, en fin!

Al día siguiente, ya a las ocho, la señorita Saget estaba en la salchichería. Encontró a la señora Lecoeur y a la Sarriette metiendo las narices en la estufa, comprando salchichas calientes para el almuerzo. Como la solterona las había arrastrado a su pelea con la bella Normanda, a propósito del gallo de medio franco, de pronto ambas se habían contentado con la bella Lisa. Y ahora la pescadera no valía ni tanto así de mantequilla. Y vapuleaban a las Méhudin, unas insignificantes que sólo querían el dinero de los hombres. La verdad es que la señorita Saget le había dado a entender a la señora Lecoeur que Florent le pasaba a veces una de las dos hermanas a Gavard, y que, entre los cuatro, jugaban sin parar en casa de Baratte, por supuesto con las piezas de cinco francos del pollero. La señora Lecoeur se quedó dolida, con los ojos amarillos de bilis.

Esa mañana la solterona quería asestar un golpe a la señora Quenu. Dio vueltas ante el mostrador; después, con su voz más dulce:

—Ayer por la noche vi al señor Quenu. ¡Ah, qué bien! ¡Cuánto se divierten en ese reservado donde hacen tanto ruido!

Lisa se había vuelto hacia la calle, con el oído muy atento, pero no queriendo sin duda escuchar de frente. La señorita Saget hizo una pausa, esperando que la interrogasen. Añadió más bajo:

—Tienen una mujer con ellos… ¡Oh!, no el señor Quenu, no digo eso, no sé…

—Es Clémence —interrumpió la Sarriette—, una lata y seca, que se da pisto porque estuvo en un pensionado. Vive con un profesor costroso… Los he visto juntos; siempre tienen pinta de ir al cuartelillo.

—Ya sé, ya sé —prosiguió la vieja, que conocía a Charvet y Clémence de maravilla, y hablaba únicamente para inquietar a la salchichera.

Ésta no rechistaba. Parecía mirar algo muy interesante, en el Mercado. Entonces la otra empleó un método decisivo. Se dirigió a la señora Lecoeur:

—Quería decirle algo, haría bien aconsejando prudencia a su cuñado. En ese reservado gritan cosas que ponen los pelos de punta. Realmente, los hombres no son nada razonables con su política. Si alguien los oyera, el asunto podría tomar mal cariz, ¿no es cierto?

—Gavard hace lo que le peta —suspiró la señora Lecoeur—. Sólo faltaba eso. La inquietud me dará la puntilla, si lo meten en la cárcel.

Y en sus ojos turbios apareció un resplandor. Pero la Sarriette reía, sacudiendo su carita fresca del aire de la mañana.

—A los que hablan mal del Imperio, Jules les da su merecido —dijo—. Habría que tirarlos a todos al Sena, porque, según me han explicado, no hay entre ellos un solo hombre decente.

—¡Oh! —continuó la señorita Saget—, el daño no es grande, mientras las imprudencias lleguen a oídos de una persona como yo. Ya saben, antes me dejaría cortar una mano… Por ejemplo, ayer noche, el señor Quenu decía…

Se detuvo de nuevo. Lisa había hecho un leve movimiento.

—El señor Quenu decía que había que fusilar a los ministros, los diputados y toda la pesca.

Esta vez, la salchichera se volvió bruscamente, muy blanca, con las manos apretadas contra el delantal.

—¿Quenu ha dicho eso? —preguntó con voz imperiosa.

—Y otras cosas más que no recuerdo. Ya entiende usted, soy yo quien lo ha oído… No se atormente así, señora Quenu. Sabe que no saldrá de mí; soy lo bastante mayorcita para pesar lo que conduciría a un hombre demasiado lejos… Queda entre nosotras.

Lisa se había recobrado. Orgullosa de la honrada paz de su matrimonio, no confesaba la menor nube entre ella y su marido. Conque acabó por encogerse de hombros, murmurando, con una sonrisa:

—Son bobadas, como para morirse de risa.

Cuando las tres mujeres estuvieron en la acera, convinieron en que la bella Lisa había puesto una cara muy rara. Todo aquello, el primo, las Méhudin, Gavard, los Quenu, con sus historias que nadie entendía, acabaría mal. La señora Lecoeur preguntó qué hacían con la gente detenida «por política». La señorita Saget sólo sabía que no volvían a aparecer nunca, nunca más, lo cual indujo a la Sarriette a decir que a lo mejor los tiraban al Sena, como pedía Jules.

La salchichera, a la comida y a la cena, evitó la menor alusión. Por la noche, cuando Florent y Quenu se marcharon a casa de Lebigre, no pareció tener más severidad en los ojos. Pero justamente esa noche se debatió la cuestión de la próxima constitución, y era la una de la madrugada cuando los señores se decidieron a salir del reservado; como los cierres estaban echados, tuvieron que pasar por la puerta pequeña, uno a uno, doblando el espinazo. Quenu volvió a casa con la conciencia inquieta. Abrió las tres o cuatro puertas de la vivienda lo más suavemente posible, caminando de puntillas, cruzando la sala con los brazos extendidos, para no chocar con los muebles. Todo dormía. En su habitación, se sintió muy contrariado al ver que Lisa había dejado la vela encendida; la vela ardía, en medio del silencio total, con una llama alta y triste. Mientras se quitaba los zapatos y los dejaba en una esquina de la alfombra, el reloj dio la una y media, con un timbre tan claro que se volvió consternado, temeroso de hacer un movimiento, mirando con aire de furioso reproche al Gutenberg dorado que brillaba, con el dedo sobre un libro. No veía sino la espalda de Lisa, con la cabeza hundida en la almohada; pero notaba perfectamente que no dormía, que debía de tener los ojos muy abiertos, clavados en la pared. Aquella espalda enorme, de hombros muy gruesos, estaba pálida, con una cólera contenida; se hinchaba, conservaba la inmovilidad y el peso de una acusación sin réplica. Quenu, completamente desconcertado ante la exagerada severidad de aquella espalda que parecía examinarlo con el rostro torpe de un juez, se deslizó bajo las mantas, sopló la vela, se estuvo muy quietecito. Se había quedado en el borde, para no tocar a su mujer. Ella seguía sin dormir, lo hubiera jurado. Después cedió al sueño, desesperado porque ella no hablaba, sin atreverse a darle las buenas noches, encontrándose sin fuerzas contra esa masa implacable que obstruía el camino de sus sumisiones.

Al día siguiente durmió hasta tarde. Cuando despertó, con el edredón hasta la barbilla, arrellenado en medio de la cama, vio a Lisa, sentada ante el escritorio, que ordenaba papeles; se había levantado sin que él se diera cuenta, con el sueño profundo de su desenfreno de la víspera. Se armó de valor, le dijo, desde el fondo de la alcoba:

—¡Vaya! ¿Por qué no me has despertado?… ¿Qué haces ahí?

—Ordeno estos cajones —respondió, muy tranquila, con la voz de costumbre.

Se sintió aliviado. Pero ella agregó:

—Nunca se sabe qué puede pasar; si viniera la policía…

—¿Cómo, la policía?

—Claro, puesto que ahora te metes en política.

Se incorporó, fuera de sí, herido en medio del pecho por este ataque rudo e imprevisto.

—Me meto en política, me meto en política —repetía—; la policía no tiene nada que ver con eso, no me comprometo.

—No —prosiguió Lisa con un encogimiento de hombros—, simplemente hablas de fusilar a todo el mundo.

—¡Yo! ¡Yo!

—Y lo gritas en una tienda de vinos… La señorita Saget te ha oído. Todo el barrio, a estas horas, sabe que eres un rojo.

Volvió a tumbarse, de golpe. Aún no estaba bien despierto. Las palabras de Lisa resonaban, como si estuviera oyendo ya las fuertes botas de los gendarmes en la puerta del cuarto. La miraba, peinada, ajustada en su corsé, con su atavío habitual, y se pasmaba todavía más, al encontrarla tan correcta en esa dramática circunstancia.

—Te dejo absoluta libertad, lo sabes —prosiguió ella después de un silencio, mientras seguía clasificando papeles—; no quiero llevar los pantalones, como suele decirse… Eres el amo, puedes arriesgar tu posición, comprometer nuestra reputación, arruinar la casa… Más adelante, lo único que tendré que hacer yo es salvaguardar los intereses de Pauline.

Él protestó, pero ella lo hizo callar con un gesto, agregando:

—No, no digas nada, no estoy provocando una disputa, ni siquiera una explicación… ¡Ah! Si me hubieras pedido consejo, si hubiéramos charlado de esto juntos, ¡no digo nada! Se equivoca quien cree que las mujeres no entienden de política… ¿Quieres que yo te diga cuál es mi política?

Se había levantado, iba de la cama a la ventana, quitando con el dedo las partículas de polvo que veía sobre la caoba brillante del armario de luna y de la cómoda-tocador.

—Es la política de la gente honrada… Estoy agradecida al gobierno cuando mi comercio va bien, cuando como mi sopa tranquila, y duermo sin que me despierten tiros de fusil… ¡Buena se armó, verdad, en el 48! El tío Gradelle, un hombre digno, nos enseñó sus libros de esa época. Perdió más de seis mil francos… Ahora que tenemos el Imperio, todo marcha, todo se vende. No puedes decir lo contrario… Entonces, ¿qué es lo que queréis? ¿Qué más tendréis cuando hayáis fusilado a todo el mundo?

Y se plantó delante de la mesilla de noche, las manos cruzadas, frente a Quenu, que desaparecía bajo el edredón. Intentó explicarle lo que aquellos señores querían, pero se enredaba en los sistemas políticos y sociales de Charvet y Florent; hablaba de principios ignorados, del advenimiento de la democracia, de la regeneración de las sociedades, mezclándolo todo de forma tan rara que Lisa se encogió de hombros, sin comprender. Por fin salió del paso acusando al Imperio: era el reino del libertinaje, de los negocios poco limpios, del robo a mano armada.

—Ya ves —dijo recordando una frase de Logre—, somos presa de una pandilla de aventureros que saquean, violan, asesinan a Francia… ¡No hay quien aguante más!

Lisa seguía encogiéndose de hombros.

—¿Es todo lo que tienes que decir? —preguntó con gran sangre fría—. ¿Qué me importa a mí eso que cuentas? Y, aunque fuera cierto, ¿qué?… ¿Es que yo te aconsejo que seas deshonesto? ¿Es que te induzco a no satisfacer tus pagarés, a engañar a los clientes, a amontonar demasiado de prisa piezas de cinco francos mal adquiridas?… ¡Conseguirás que monte en cólera al final! Somos buenas personas, nosotros no saqueamos ni asesinamos a nadie. Con eso basta. Los demás, no me concierne; ¡que sean unos canallas, si quieren!

Estaba soberbia y exultante. Volvió a caminar, con el busto erguido, continuando:

—Entonces, para darles gusto a los que no tienen nada, habría que dejar de ganarse la vida… Claro que me aprovecho del buen momento y que apoyo al gobierno que hace marchar al comercio. Y si comete malas acciones, no quiero saberlo. Sé que yo no las cometo, no temo que me señalen con el dedo en el barrio. Sería demasiado idiota luchar contra molinos de viento… En las elecciones, ¿te acuerdas?, Gavard decía que el candidato del emperador era un hombre que había quebrado, que se encontraba comprometido en historias sucias. Podía ser cierto, no digo que no. Pero no por eso dejaste de obrar cuerdamente al votar por él, porque la cuestión no era ésa, no te pedían que le prestaras dinero, ni que hicieras negocios con ese señor, sino sólo que demostraras al gobierno que estabas satisfecho de ver cómo prosperaba la salchichería.

Mientras tanto Quenu recordaba una frase de Charvet, esta vez, que declaraba que «esos burgueses cebados, esos tenderos gordos que prestan su apoyo a un gobierno de indigestión general, deberían ser arrobados los primeros a la cloaca». Gracias a ellos, gracias a su egoísmo del vientre, el despotismo se imponía y corroía a toda una nación. Trataba de llegar al final de la frase cuando Lisa le cortó la palabra, desbocada su indignación.

—¡Cállate! Mi conciencia no me reprocha nada. No debo un céntimo, no me meto en ningún chanchullo, compro y vendo buen género, no hago que me paguen más caro que al vecino… Lo que tú dices vale para nuestros primos, los Saccard. Hacen como si ni siquiera supiesen que yo estoy en París; pero yo soy más orgullosa que ellos, me río de sus millones. Dicen que Saccard trafica con las demoliciones, que roba a todo el mundo. No me extraña, llevaba ese camino. Le gusta el dinero para revolcarse en él, y luego lo tira por la ventana, como un imbécil… Que se discuta a hombres de su temple, que amontonan fortunas demasiado gordas, lo comprendo. Yo, por si quieres saberlo, no aprecio a Saccard… Pero a nosotros, que vivimos tan tranquilos, que tardaremos quince años en labrarnos una buena posición, a nosotros, que no nos metemos en política, cuya única preocupación es educar a nuestra hija y llevar a buen puerto la barca… ¡Vamos!, estás de broma, nosotros somos personas decentes.

Fue a sentarse al borde de la cama. Quenu empezaba a tambalearse.

—Escúchame bien —prosiguió ella, con voz más profunda—. ¿No querrás, pienso yo, que vengan a saquear tu tienda, vaciar tu sótano, robarte tu dinero? Si esos hombres de casa de Lebigre triunfaran, ¿te crees que, a la mañana siguiente, estarías acostado tan calentito como ahora? Y cuando bajaras a la cocina, ¿crees que te pondrías pacíficamente con tus galantinas, como harás en seguida? No, ¿verdad?… Entonces, ¿por qué hablas de derribar al gobierno que te protege y te permite hacer ahorros? Tienes una mujer, tienes una hija, ante todo te debes a ellas. Serías muy culpable si arriesgaras su felicidad. Sólo la gente sin hogar ni casa, la que no tiene nada que perder, quiere tiros de fusil. ¿O es que pretendes ser la cabeza de turco? Conque quédate en casa, tonto de capirote, duerme bien, come bien, gana dinero, ten la conciencia tranquila, dite que Francia se las apañará sola, si el Imperio la molesta. ¡Francia no te necesita!

Reía con su hermosa risa, Quenu estaba totalmente convencido. Ella tenía razón, después de todo; y era una mujer muy guapa, al borde de la cama, peinada tan temprano, tan limpia y tan fresca, con su ropa interior deslumbrante. Al escuchar a Lisa, miraba los retratos de los dos, a ambos lados de la chimenea; ciertamente eran personas decentes, tenían un aire muy respetable, vestidos de negro, en los marcos dorados. Y también la habitación le pareció una habitación de personas distinguidas: los antimacasares de guipur ponían una especie de probidad en las sillas; la alfombra, las cortinas, los jarrones de porcelana con paisajes, hablaban de su trabajo y de su afición a las comodidades. Entonces se hundió más bajo el edredón, donde se cocía suavemente, con un calor de bañera. Le pareció que había estado a punto de perder todo eso en casa de Lebigre, el enorme lecho, la habitación tan bien cerrada, la salchichería, en la cual pensaba ahora con enternecidos remordimientos. Y de Lisa, de los muebles, de las dulces cosas que lo rodeaban, ascendía un bienestar que lo sofocaba un poco, de forma deliciosa.

—Bobalicón —le dijo su mujer, al verlo vencido—, ¡por buen camino te habías metido! Pero, ya ves, habrías tenido que pasar por encima de mi cadáver y del de Pauline… Y no te metas más a juzgar al gobierno, ¿eh? En primer lugar, todos los gobiernos son iguales. Apoyamos a éste, apoyaríamos a otro, es necesario. Lo fundamental, cuando uno es viejo, es comerse las rentas en paz, con la certeza de haberlas ganado bien.

Quenu aprobaba con la cabeza. Quiso iniciar una justificación.

—Es Gavard… —murmuró.

Pero ella se puso seria, lo interrumpió con brusquedad.

—No, no es Gavard… Sé quién es. Y a ése más le valdría pensar en su propia seguridad, en vez de comprometer la de los otros.

—¿Te refieres a Florent? —preguntó tímidamente Quenu, tras un silencio.

Ella no respondió de inmediato. Se levantó, volvió al escritorio, como esforzándose por contenerse. Después, con voz rotunda:

—Sí, a Florent… Ya sabes lo paciente que soy. Por nada del mundo quisiera entremeterme entre tu hermano y tú. Los lazos familiares son sagrados. Pero, a la postre, esto se pasa de la raya. Desde que tu hermano esta aquí, todo va de mal en peor… Y, además, no, no quiero decir nada, más valdrá.

Hubo un nuevo silencio. Y, como su marido miraba al cielo raso de la alcoba, con aire embarazado, prosiguió con más violencia:

—En fin, no sé qué decir, ni siquiera parece comprender lo que hacemos por él. Nos hemos molestado, le hemos dado el cuarto de Augustine, y la pobre chica duerme sin una queja en un gabinete donde le falta el aire. Le damos de comer mañana y noche, tenemos mil delicadezas con él… Nada. Lo acepta con toda naturalidad. Gana dinero, y no se sabe a dónde va a parar, o, mejor dicho, se sabe demasiado bien.

—Está la herencia —aventuró Quenu, que sufría al oír acusar a su hermano.

Lisa se quedó muy rígida, como aturdida. Su cólera cedió.

—Tienes razón, está la herencia… Ahí tienes las cuentas, en ese cajón. No la quiso, estabas tú aquí, ¿te acuerdas? Eso prueba que es un chico sin cerebro y sin enmienda. Si tuviera la menor idea, ya habría hecho algo con ese dinero… A mí me gustaría no tenerlo, eso nos liberaría… Ya le he hablado de eso dos veces; pero se niega a escucharme. Deberías decidirlo a cogerlo tú… Trata de hablar con él, anda.

Quenu respondió con un gruñido; Lisa evitó insistir, puesto que, según creía, toda la honradez estaba de su parte.

—No, no es un chico como los demás —recomenzó—. No es nada tranquilizador, ¡qué le quieres! Te digo esto, porque estamos charlando… No me meto en su conducta, que ya provoca en el barrio habladurías sobre nosotros. Que coma, que duerma, que nos moleste, se puede tolerar. Sólo que no le permitiré que nos líe con su política. Si vuelve a calentarte los cascos, si nos compromete en lo más mínimo, te advierto que me desembarazaré de él sin vacilar… Te lo advierto, ¿entiendes?

Florent estaba condenado. Ella hacía un auténtico esfuerzo para no desahogarse, para no dejar correr el raudal de rencor acumulado que tenía en el corazón. Chocaba contra todos sus instintos, la hería, la espantaba, la hacía verdaderamente desdichada. Murmuró aún:

—Un hombre que ha tenido las más feas aventuras, que ni siquiera ha sabido crearse un hogar… Comprendo que quiera tiros de fusil. Que vaya a recibirlos, si le gusta; pero que deje a la buena gente con su familia… Y, además, no me agrada, ¡eso es! Huele a pescado, por la noche, en la mesa. Eso me impide comer. Él no perdona bocado, ¡para lo que le aprovecha! Ni siquiera puede engordar, el desgraciado, tan roído está por la maldad.

Se había acercado a la ventana. Vio a Florent, que cruzaba la calle Rambuteau, para ir a la plaza del pescado. La afluencia de género era desbordante esa mañana; las canastas tenían grandes reflejos de plata, las subastas rugían. Lisa siguió los hombros puntiagudos de su cuñado, que entraba en los fuertes olores del Mercado, con el espinazo doblado, con aquella náusea del estómago que le subía hasta las sienes; y la mirada con que lo acompañaba era la de una combatiente, de una mujer resuelta a triunfar.

Cuando se volvió, Quenu se levantaba. En camisón, con los pies en la suavidad de la alfombra de espuma, todavía calentito con el grato calor del edredón, estaba pálido, afligido por la desavenencia entre su hermano y su mujer. Pero Lisa esbozó una de sus hermosas sonrisas. Lo conmovió mucho al darle sus calcetines.