Florent acababa de empezar Derecho en París cuando murió su madre. Ésta vivía en Le Vigan, en el Gard. Se había casado en segundas nupcias con un normando, un Quenu, de Yvetot, a quien un subprefecto había llevado al Sur, olvidándolo allí. Se había quedado de empleado en la subprefectura, pues opinaba que la región era encantadora, el vino bueno y las mujeres amables. Una indigestión se lo llevó tres años después de la boda. Dejaba a su mujer, por toda herencia, un niño gordo que se le parecía. La madre ya pagaba con dificultades los meses de colegio del mayor, Florent, hijo del primer matrimonio. Éste le daba grandes satisfacciones: era muy cariñoso, trabajaba con ardor, obtenía los primeros premios. En él puso todas sus ternuras, todas sus esperanzas. Quizá prefería, en aquel niño pálido y delgado, a su primer marido, uno de esos provenzales de acariciadora blandura que la había amado locamente. Quizá Quenu, cuyo buen humor la había seducido al principio, se había mostrado demasiado gordo, demasiado satisfecho, demasiado seguro de sacar de sí mismo sus mejores alegrías. Decidió que el hijo menor, al que las familias meridionales sacrifican todavía a menudo, nunca haría nada bueno; se contentó con enviarlo a la escuela de una vieja señorita de la vecindad, donde el pequeño no aprendió más que pillerías. Los dos hermanos crecieron lejos uno del otro, como extraños.
Cuando Florent llegó a Le Vigan, su madre estaba enterrada. Había exigido que le ocultasen su enfermedad hasta el último momento, para no perturbarlo en sus estudios. Encontró al pequeño Quenu, que tenía doce años, sollozando solo en medio de la cocina, sentado en una mesa. Un vecino, vendedor de muebles, le contó la agonía de la desdichada madre. Estaba en las últimas, se había matado a trabajar para que su hijo pudiera estudiar Derecho. A un pequeño comercio de cintas de mediocre rendimiento había tenido que unir otros oficios que la ocupaban hasta muy tarde. La idea fija de ver a su Florent abogado, bien situado en la ciudad, había acabado por volverla dura, avara, despiadada consigo misma y con los otros. El pequeño Quenu andaba con pantalones agujereados, blusas de mangas deshilacliadas; no se servía nunca a la mesa, esperaba que su madre le cortase su ración de pan. Ella se servía rebanadas igual de finas. Había sucumbido a este régimen, con la inmensa desesperación de no rematar su tarea.
Esta historia causó una horrible impresión en el carácter tierno de Florent. Las lágrimas lo ahogaban. Cogió a su hermano en brazos, lo estrechó contra sí, lo besó como para devolverle el cariño del que lo había privado. Y miraba sus pobres zapatos rotos, sus codos agujereados, sus manos sucias, toda aquella miseria de niño abandonado. Le repetía que iba a llevárselo, que sería feliz con él. Al día siguiente examinó la situación, tuvo miedo de no poder siquiera reservar la suma necesaria para el regreso a París. No, quería quedarse en Le Vigan por nada del mundo. Afortunadamente traspasó la tiendecita de cintas, lo cual le permitió pagar las deudas de su madre, rigidísima en cuestiones de dinero, pero que poco a poco se vio arrastrada a contraerías. Y, como no le quedaba nada, el vecino, el vendedor de muebles, le ofreció quinientos francos por el mobiliario y la ropa de la difunta. Hacía un buen negocio. El joven se lo agradeció con lágrimas en los ojos. Compró ropa nueva para su hermano y se lo llevó esa misma tarde.
En París ya no podía pensar en seguir los cursos de la Escuela de Derecho. Florent postergó para más adelante sus ambiciones. Encontró algunas clases, se instaló con Quenu en la calle Royer Collard, en la esquina de la calle Saint Jacques, en una gran habitación que amuebló con dos camas de hierro, un armario, una mesa y cuatro sillas. A partir de entonces tuvo un hijo. Su paternidad le encantaba. En los primeros tiempos, por la noche, cuando volvía a casa, intentaba dar clases al pequeño; pero éste no le escuchaba; tenía la cabeza dura, se negaba a aprender, sollozando, añorando la época en que su madre le dejaba corretear por las calles. Florent, desesperado, interrumpía la clase, lo consolaba, le prometía vacaciones indefinidas. Y, para disculparse por su debilidad, se decía que no se había llevado consigo al pobre crío para contrariarlo. Ésa fue su regla de conducta, mirarlo crecer alegremente. Lo adoraba, lo cautivaban sus risas, saboreaba dulzuras infinitas al sentirlo a su alrededor, sano, ignorando toda preocupación. Florent seguía delgado, con sus raídos gabanes negros, y su rostro empezaba a amarillear, en medio de las crueles pullas de la enseñanza. Quenu se convertía en una personita regordeta, un poco simplona, que apenas sabía leer y escribir, pero de un buen humor inalterable que llenaba de gozo la gran habitación oscura de la calle Royer Collard.
Mientras tanto, pasaban los años. Florent, que había heredado la abnegación de su madre, conservaba a Quenu en casa como si de una moza perezosa se tratara. Le evitaba incluso los menudos cuidados domésticos: era él quien iba a buscar las provisiones, quien hacía la limpieza y cocinaba. Eso, decía, le distraía de sus malos pensamientos. Taciturno de ordinario, se creía malo. Por la noche, cuando volvía a casa, embarrado, la cabeza gacha por el odio de los hijos de los otros, lo enternecía el abrazo de aquel chico grueso y alto, a quien encontraba jugando al trompo en las baldosas del cuarto. Quenu se reía de su torpeza al hacer las tortillas y de la seriedad con que ponía al fuego el cocido. Una vez apagada la lámpara, a veces Florent volvía a entristecerse, en la cama. Pensaba en reanudar sus estudios de Derecho, se las ingeniaba para disponer su tiempo de manera que pudiera seguir los cursos de la Facultad. Lo consiguió, y fue totalmente feliz. Pero una pequeña fiebre que lo retuvo ocho días en casa provocó tal agujero en su presupuesto y lo inquietó hasta tal punto, que abandonó la idea de terminar sus estudios. Su hijo crecía. Entró de profesor en un pensionado de la calle de la Estrapade, con un sueldo de mil ochocientos francos. Era una fortuna. Con economía, iba a ahorrar dinero para que Quenu se estableciese. A los dieciocho años, lo trataba todavía como a una señorita a la cual hay que dotar.
Durante la breve enfermedad de su hermano también Quenu había hecho sus reflexiones. Una mañana declaró que quería trabajar, que era bastante mayor para ganarse la vida. Florent quedó hondamente conmovido. Vivía enfrente de ellos, al otro lado de la calle, un relojero a quien el muchacho veía todo el día, a la cruda claridad de la ventana, inclinado sobre su mesita, manejando cosas delicadas, mirándolas con lupa, pacientemente. Se sintió atraído, pretendió tener afición a la relojería. Pero al cabo de quince días empezó a inquietarse, lloró como un niño de diez años, opinó que era demasiado complicado, que jamás sabría «todas las bobaditas que entran en un reloj». Ahora prefería ser cerrajero. La cerrajería lo fatigó. En dos años probó más de diez oficios. Florent pensaba que tenía razón, que no hay que adoptar una profesión a disgusto. Sólo que el hermoso sacrificio de Quenu, que quería ganarse la vida, costaba caro al presupuesto de los dos jóvenes. Desde que andaba de taller en taller había sin cesar nuevos gastos, de ropa, de comidas fuera de casa, de despedidas pagadas a los compañeros. Los mil ochocientos francos de Florent no bastaban. Había tenido que coger dos clases, que daba por la noche. Durante ocho años llevó la misma levita.
Los dos hermanos habían hecho un amigo. La casa tenía una fachada a la calle Saint Jacques, y allí se abría un gran horno de asar, regentado por un buen hombre, llamado Gavard, cuya mujer se moría del pecho, en medio del olor a grasa de las aves. Cuando Florent regresaba demasiado tarde para cocinar un trozo de carne, compraba abajo un pedazo de pavo o un pedazo de ganso de sesenta céntimos. Eran días de gran festín. Gavard acabó interesándose por aquel muchacho flaco, conoció su historia, atrajo al pequeño. Y pronto Quenu no salió del horno de asar. En cuanto su hermano se marchaba, él bajaba, se instalaba al fondo de la tienda, fascinado por los cuatro gigantescos asadores que giraban con suave rumor, ante las altas llamas claras.
Los anchos cobres de la chimenea relucían, las aves humeaban, la grasa cantaba en la grasera, los asadores acababan por charlar entre sí, por dirigir palabras amables a Quenu que, con una larga cuchara en la mano, regaba devotamente los vientres dorados de los gansos redondos y de los grandes pavos. Se quedaba horas, arrebolado por las claridades danzantes de la llamarada, un poco atontado, sonriendo vagamente a los gordos animales que se asaban; y sólo se despertaba cuando los desensartaban. Las aves caían en las fuentes; los asadores salían de los vientres, humeantes; los vientres se vaciaban, dejaban correr el jugo por los agujeros del trasero y la garganta, llenando la tienda de un fuerte olor a asado. Entonces el niño, de pie, siguiendo con los ojos la operación, batía palmas, hablaba con las aves, les decía que estaban riquísimas, que las comerían, que los gatos no tendrían más que los huesos. Y se sobresaltaba cuando Gavard le daba una rebanada de pan, que él ponía en la grasera para que se hiciera a fuego lento durante media hora.
Fue allí, sin duda, donde Quenu se aficionó a la cocina. Más adelante, tras haber ensayado todos los oficios, regresó fatalmente a los animales desensartados, a los jugos que obligan a lamerse los dedos. Al principio temía contrariar a su hermano, poco comilón, y que hablaba de las cosas ricas con un desdén de ignorante. Después, viendo cómo Florent lo escuchaba, cuando le explicaba algún plato complicadísimo, le confesó su vocación, entró en un gran restaurante. A partir de entonces la vida de los dos hermanos quedó arreglada. Siguieron viviendo en la habitación de la calle Royer Collard, donde se encontraban por las noches, el uno con la cara regocijada por sus fogones, el otro con el rostro ojeroso por su miseria de profesor de mala muerte. Florent conservaba sus ropas negras, se abstraía sobre los deberes de sus alumnos, mientras Quenu, para sentirse cómodo, volvía a ponerse el delantal, la blusa blanca y el gorro de marmitón, y daba vueltas alrededor de la sartén, se entretenía con cualquier golosina hecha al horno. Y a veces sonreían al verse así, uno totalmente blanco, otro totalmente negro. La vasta estancia parecía medio enfadada, medio gozosa, con aquel luto y aquella alegría. Jamás pareja más dispar se entendió mejor. Por mucho que el mayor adelgazara, abrasado por los ardores de su padre, por mucho que el pequeño engordara, como digno hijo de un normando, se amaban en su madre común, en aquella mujer que no era sino ternura.
Tenían un pariente en París, un hermano de su madre, un tal Gradelle, instalado como salchichero en la calle Pirouette, en el barrio del Mercado. Era un gordo avaro, un hombre brutal, que los recibió como a muertos de hambre la primera vez que se presentaron por su casa. Rara vez volvieron por allí. El día del santo del viejo, Quenu le llevaba un ramo, y recibía una moneda de medio franco. Florent, de un orgullo malsano, sufría cuando Gradelle examinaba su delgada levita con la mirada inquieta y suspicaz de un tacaño que olfatea la petición de una cena o de una moneda de cinco francos. Tuvo la ingenuidad, un día, de cambiar en la tienda del tío un billete de cien francos. El tío tuvo menos miedo al ver llegar a los pequeños, como los llamaba. Pero las amistades se limitaron a eso.
Aquellos años fueron para Florent un prolongado sueño dulce y triste. Saboreó todas las amargas alegrías de la abnegación. En casa sólo recibía cariño. Fuera, con las humillaciones de sus alumnos, con los codazos de las aceras, se sentía perverso. Sus ambiciones muertas se agriaban. Necesitó largos meses para doblegar los hombros y aceptar sus sufrimientos de hombre feo, mediocre y pobre. Al querer escapar de las tentaciones de malignidad, se arrojó de lleno a la bondad ideal, se creó un refugio de justicia y verdad absolutas. Fue entonces cuando se hizo republicano; entró en la república como las muchachas desesperadas entran en el convento. Y, como no encontró una república lo bastante tibia, lo bastante silenciosa para adormecer sus males, se creó una. Los libros le desagradaban; todo ese papel ennegrecido, en medio del cual vivía, le recordaba la clase asquerosa, las bolitas de papel masticado de los pilluelos, la tortura de las largas horas estériles. Y, además, los libros no le hablaban más que de rebeldía, lo inducían al orgullo, y lo que él necesitaba imperiosamente era olvido y paz. Acunarse, dormirse, soñar que era totalmente feliz, que el mundo iba a serlo, edificar la ciudad republicana donde habría querido vivir: tal fue su recreo, la obra eternamente reanudada en sus horas libres. Ya no leía, salvo para las necesidades de la enseñanza; subía por la calle Saint Jacques hasta los bulevares exteriores, a veces daba una larga caminata, regresaba por la puerta de Italia; y, a lo largo del camino, con la vista clavada en el barrio Mouffetard, extendido a sus pies, trazaba medidas morales, proyectos de ley humanitarios, que hubieran cambiado aquella ciudad sufriente en una ciudad de beatitud. Cuando las jornadas de Febrero ensangrentaron París, quedó consternado, recorrió los clubes pidiendo el rescate de esa sangre «mediante el beso fraternal de los republicanos del mundo entero». Se convirtió en uno de esos oradores iluminados que predicaron la revolución como una religión nueva, toda dulzura y redención. Se necesitaron las jornadas de Diciembre para sacarlo de su ternura universal. Estaba desarmado. Se dejó prender como un cordero, y fue tratado como un lobo. Cuando despertó de su sermón sobre la fraternidad, se moría de hambre sobre las frías losas de una casamata de Bicêtre.
Quenu, que tenía entonces veintidós años, fue presa de mortal angustia al ver que no volvía su hermano. Al día siguiente fue a buscarlo, al cementerio de Montmartre, entre los muertos del bulevar, a quienes habían alineado bajo la paja; las cabezas pasaban, espantosas. El corazón le fallaba, las lágrimas lo cegaban, tuvo que regresar en dos ocasiones, a lo largo de la fila. Por fin, en la prefectura de policía se enteró, al cabo de ocho largos días, de que su hermano estaba preso. No pudo verlo. Y, como insistía, lo amenazaron con detenerlo también. Corrió entonces a ver al tío Gradelle, que era un personaje para él, esperando decidirlo a salvar a Florent. Pero el tío Gradelle se enfureció, pretendió que le estaba bien empleado, que aquel grandísimo imbécil no tenía necesidad de liarse con esos canallas de republicanos; y agregó incluso que Florent tenía que acabar mal, lo llevaba escrito en la frente. Quenu lloraba con todas las lágrimas de su cuerpo. Y allí se quedaba, sofocándose. El tío, un poco avergonzado, sintiendo que debía hacer algo por aquel pobre chico, le ofreció quedarse con él. Sabía que era buen cocinero, y necesitaba un ayudante. Quenu temía tanto regresar solo a la gran habitación de la calle Royer Collard, que aceptó. Durmió en casa de su tío esa misma noche, arriba del todo, al fondo de un tabuco negro donde apenas podía estirarse. Lloró allí menos de lo que hubiera llorado ante la cama vacía de su hermano.
Por fin consiguió ver a Florent. Pero, al volver de Bicêtre, tuvo que acostarse; la fiebre lo tuvo durante cerca de tres semanas en una atontada somnolencia. Fue su primera y única enfermedad. Gradelle se daba a todos los diablos por culpa de su sobrino republicano. Cuando se enteró de su marcha a Cayena, una mañana, golpeó las manos de Quenu, lo despertó, le anunció brutalmente esta noticia, y provocó tal crisis que al día siguiente el joven estaba de pie. Su dolor se fundió; sus carnes blandas parecieron beber sus últimas lágrimas. Un mes después reía, se irritaba, muy triste por haber reído; después el buen humor salía ganando y reía sin motivo.
Aprendió chacinería. Experimentaba aún más goces que con la cocina. Pero el tío Gradelle le decía que no debía descuidar sus cacerolas, que era raro un chacinero que cocinase bien, que era una suerte el haber pasado por un restaurante antes de entrar en su casa. Utilizaba sus talentos, por otra parte; le hacía preparar cenas para fuera, lo encargaba especialmente de los asados y de las chuletas de cerdo con pepinillos. Como el joven le prestaba servicios reales, lo quiso a su manera, los días de buen humor le pellizcaba los brazos. Había vendido el pobre mobiliario de la calle Royer Collard y guardaba el dinero, cuarenta y pico francos, para que el bromista de Quenu, decía, no lo tirara por la ventana. Sin embargo terminó por darle seis francos al mes para sus gastos menudos.
Quenu, apurado de dinero, tratado brutalmente a veces, era enteramente feliz. Le gustaba que le dieran mascada la vida. Florent lo había educado en exceso como a una moza perezosa. Y, además, tenía una amiga en casa del tío Gradelle. Cuando éste perdió a su mujer, tuvo que coger una chica para el mostrador. La eligió saludable, apetitosa, sabiendo que eso alegra al cliente y hace honor a las carnes cocidas. Conocía en la calle Cuvier, cerca del Jardín Botánico, a una señora viuda cuyo marido había sido jefe de correos en Plassans, una subprefectura del Sur. Esa señora, que vivía de una pequeña renta vitalicia, muy modestamente, se había traído de aquella ciudad una niña guapa y rolliza, a la que trataba como si fuera su hija. Lisa la cuidaba con aire plácido, con humor uniforme, un poco seria, muy guapa cuando sonreía. Su gran encanto procedía de la forma exquisita con que colocaba su rara sonrisa. Entonces su mirada era una caricia, su gravedad ordinaria daba un valor inestimable a esta repentina ciencia de la seducción. La anciana señora decía a menudo que una sonrisa de Lisa la conduciría al infierno. Cuando el asma se la llevó, dejó a su hija adoptiva todos sus ahorros, una decena de miles de francos. Lisa se quedó ocho días sola en la vivienda de la calle Cuvier; allí fue a buscarla Gradelle. La conocía por haberla visto a menudo con su señora, cuando esta última lo visitaba, en la calle Pirouette. Pero en el entierro le pareció tan embellecida, tan sólidamente proporcionada, que fue hasta el cementerio. Mientras bajaban el ataúd, reflexionaba que quedaría espléndida en la salchichería. Titubeaba, se decía que le ofrecería treinta francos al mes, más el alojamiento y la comida. Cuando le hizo la propuesta, ella pidió veinticuatro horas para darle una contestación. Después, una mañana, llegó con su fardito y sus diez mil francos en el corpiño. Un mes después, la casa le pertenecía, con Gradelle, Quenu y hasta el último de los marmitones. Quenu, sobre todo, se habría hecho picadillo los dedos por ella. Cuando se le ocurría sonreír, él se quedaba parado, riendo de gusto también al mirarla. A Lisa, que era la hija mayor de los Macquart, de Plassans, le vivía aún su padre[7]. Ella decía que estaba en el extranjero, no le escribía nunca. A veces dejaba escapar solamente que su madre era, en vida, una esforzada trabajadora, y que ella salía a ella. Se mostraba, en efecto, muy paciente en el trabajo. Pero agregaba que la buena mujer había tenido demasiada constancia al matarse para sacar adelante la casa. Hablaba entonces de los deberes de la mujer y de los deberes del marido, con toda cordura, de una forma razonable, que encantaba a Quenu. Éste le aseguraba que compartía enteramente sus ideas. Las ideas de Lisa eran que todo el mundo debe trabajar para comer y que cada cual es responsable de su propia felicidad; que se obra mal al estimular la pereza; y, por último, que si hay desgraciados, peor para ellos, es porque son holgazanes. Era una condena muy neta de las borracheras, de la legendaria vagancia del viejo Macquart. Y, sin saberlo ella, Macquart hablaba por su boca: no era sino una Macquart formal, razonable, lógica con sus necesidades de bienestar, que había comprendido que la mejor manera de dormirse en feliz tibieza es hacerse por sí mismo un lecho beatífico. Y consagraba a esa blanda yacija todas sus horas, todos sus pensamientos. Ya a la edad de seis años consentía en quedarse quietecita en su silla, el día entero, a condición de que por la noche la recompensaran con un pastel.
En la chacinería Gradelle, Lisa continuó su vida tranquila, regular, iluminada por sus hermosas sonrisas. No había aceptado el ofrecimiento del viejo por casualidad; sabía que en él encontraría una compañía, presentía quizá, en aquella tienda oscura de la calle Pirouette, con el olfato de las personas afortunadas, el sólido futuro con que soñaba, una vida de sanos disfrutes, un trabajo nada fatigoso, en el cual cada hora traía su recompensa. Cuidó su mostrador con los tranquilos cuidados que había dedicado a la viuda del jefe de correos. Pronto la limpieza de los delantales de Lisa fue proverbial en el barrio. El tío Gradelle estaba tan contento con aquella guapa chica que a veces le decía a Quenu, mientras ataba los salchichones:
—Si no tuviera sesenta años cumplidos, palabra de honor, cometería la tontería de casarme con ella… En el comercio, una mujer así es oro en barras, hijo mío.
Quenu asentía. Sin embargo se rió a mandíbula batiente un día que un vecino lo acusó de estar enamorado de Lisa. Eso no lo atormentaba para nada. Eran muy buenos amigos. Por la noche, subían juntos a acostarse. Lisa ocupaba, al lado del tabuco negro donde se tumbaba el joven, un cuartito que había vuelto muy claro, adornándolo por todas partes con cortinas de muselina. Se quedaban un momento en el descansillo, la palmatoria en la mano, charlando, metiendo la llave en la cerradura. Y cerraban la puerta, diciendo amistosamente:
—Buenas noches, señorita Lisa.
—Buenas noches, señor Quenu.
Quenu se metía en la cama mientras escuchaba cómo Lisa arreglaba sus cosas. El tabique era tan delgado que podía seguir cada uno de sus movimientos. Pensaba: «Vaya, corre las cortinas de la ventana. ¿Qué puede estar haciendo delante de la cómoda? Ahora se sienta y se saca las botinas. Bueno, buenas noches, ha apagado la vela. Durmamos». Y, si oía crujir la cama, murmuraba riendo: «¡Atiza! No es muy liviana, la señorita Lisa». Esa idea le divertía; acababa por dormirse, pensando en los jamones y en las tiras de saladillo que tenía que preparar al día siguiente.
Esto duró un año, sin un rubor de Lisa, sin una cortedad de Quenu. Por la mañana, en lo mejor del trabajo, cuando la joven iba a la cocina, sus manos se encontraban en medio de los picadillos. Ella le ayudaba a veces, sujetaba las tripas con sus dedos regordetes, mientras él las rellenaba de carnes y tocinos. O bien probaban juntos la carne cruda de las salchichas, con la punta de la lengua, para ver si estaba suficientemente condimentada. Era buena consejera, conocía recetas del Sur, que él experimentó con éxito. A menudo la sentía a sus espaldas, mirando en el fondo de las marmitas, acercándose tanto que él tenía su fuerte pecho en el dorso. Ella le pasaba una cuchara, una fuente. El fuego vivo les arrebolaba la piel. Por nada del mundo habría dejado él de remover aquellas pastas grasientas que espesaban sobre el fogón; mientras que ella, muy seria, discutía el grado de cocción. Por la tarde, cuando la tienda se vaciaba, charlaban tranquilamente, durante horas. Ella permanecía en su mostrador, un poco reclinada hacia atrás, calcetando de forma suave y regular. Él se sentaba sobre un tajo, con las piernas colgantes, golpeando con los talones el bloque de roble. Y se entendían de maravilla; hablaban de todo, normalmente de cocina, y luego del tío Gradelle, y también del barrio. Ella le contaba cuentos como a un niño; los sabía muy bonitos, leyendas milagrosas, llenas de corderos y de angelitos, que contaba con voz aflautada, con su aire tan serio. Si entraba algún cliente, para no molestarse, ella le pedía al joven el tarro de manteca de cerdo o la caja de caracoles. A las once subían a acostarse, lentamente, como la víspera. Después, al cerrar la puerta, con voces sosegadas:
—Buenas noches, señorita Lisa.
—Buenas noches, señor Quenu.
Una mañana, el tío Gradelle fue fulminado por un ataque de apoplejía, mientras preparaba una galantina. Cayó de bruces sobre la mesa de picar. Lisa no perdió su sangre fría. Dijo que no había que dejar al muerto en el medio de la cocina; lo hizo llevar al fondo, a un gabinete donde el tío dormía. Después preparó toda una historia con los mozos; el tío tenía que haber muerto en su cama, si no querían asquear al barrio y perder la clientela. Quenu ayudó a trasladar al muerto, estupefacto, muy asombrado de que no le brotaran las lágrimas. Más tarde Lisa y él lloraron juntos. Era el único heredero, con su hermano Florent. Las comadres de las calles vecinas atribuían al viejo Gradelle una fortuna considerable. La verdad es que no descubrieron ni un escudo contante y sonante. Lisa se quedó inquieta. Quenu la veía reflexionar, mirar a su alrededor de la mañana a la noche, como si hubiera perdido algo. Por fin decidió hacer limpieza general, con el pretexto de que había chismes, que circulaba la historia de la muerte del viejo, que había que demostrar una gran limpieza. Una tarde, después de haber estado dos horas en el sótano, donde lavaba en persona las cubas de salar, reapareció llevando algo en el delantal. Quenu picaba hígados de cerdo. Ella esperó a que acabara, conversando con él con voz indiferente. Pero sus ojos tenían un brillo extraordinario, sonrió con su hermosa sonrisa, diciéndole que quería hablar con él. Subió la escalera penosamente, con los muslos estorbados por la cosa que llevaba, y que tensaba el delantal hasta reventarlo. En el tercer piso resoplaba, tuvo que apoyarse un instante en la barandilla. Quenu, asombrado, la siguió sin decir una palabra hasta su habitación. Era la primera vez que ella lo invitaba a entrar. Cerró la puerta y, soltando las puntas del delantal, que sus dedos rígidos ya no podían sujetar, dejó rodar suavemente sobre la cama una lluvia de piezas de plata y de piezas de oro. Había encontrado, en el fondo de un saladero, el tesoro del tío Gradelle. El montón hizo un gran hueco en aquella cama delicada y muelle de jovencita.
Lisa y Quenu sintieron una alegría contenida. Se sentaron al borde de la cama, Lisa en la cabecera, Quenu a los pies, a ambos lados del montón; y contaron el dinero sobre la colcha, para no hacer ruido. Había cuarenta mil francos en oro, tres mil francos en plata y, en un estuche de hojalata, cuarenta y dos mil francos en billetes de banco. Tardaron dos horas largas en sumar todo eso. Las manos de Quenu temblaban un poco. Fue Lisa quien hizo la mayoría de la tarea. Alineaban las pilas de oro sobre la almohada, dejando la plata en el hueco de la colcha. Cuando hubieron sacado la cifra, enorme para ellos, de ochenta y cinco mil francos, conversaron. Naturalmente, hablaron del futuro, de su boda, sin que jamás se hubiera mencionado el amor entre ellos. Aquel dinero parecía desatarles la lengua. Se habían hundido más, adosándose a la pared de junto a la cama, bajo las cortinas de muselina blanca, con las piernas un poco estiradas; y como, al charlar, sus manos hurgaban entre el dinero, se habían encontrado allí, abandonándose unas en otras, en medio de las piezas de cinco francos. El crepúsculo los sorprendió. Sólo entonces Lisa se ruborizó al verse al lado de aquel muchacho. Habían revuelto la cama, las sábanas colgaban, el oro, sobre la almohada que los separaba, formaba huecos, como si unas cabezas se hubieran revolcado allí, cálidas de pasión.
Se levantaron cohibidos, con el aire confuso de dos enamorados que acaban de cometer una primera falta. Aquella cama deshecha, con todo aquel dinero, los acusaba de un goce prohibido, que habían saboreado a puerta cerrada. Ésa fue su caída. Lisa, que se acomodaba la ropa como si hubiera hecho algo malo, fue a buscar sus diez mil francos. Quenu quiso que los pusiera con los ochenta y cinco mil francos del tío; mezcló las dos sumas riendo, diciendo que también el dinero debía casarse; y se convino que fuera Lisa la que guardara «el gato» en su cómoda. Cuando la hubo cerrado y hubo arreglado la cama, bajaron apaciblemente. Eran marido y mujer.
La boda se celebró al mes siguiente. Al barrio le pareció natural, enteramente honorable. Se sabía vagamente la historia del tesoro, la probidad de Lisa era tema de elogios sin cuento; después de todo, podía no haber dicho nada a Quenu, guardarse los escudos para sí; si había hablado era por pura honradez, ya que nadie la había visto. Se merecía que Quenu se casara con ella. El tal Quenu tenía suerte, no era nada guapo, y encontraba una guapa mujer que le desenterraba una fortuna. La admiración fue tan lejos que acabaron diciendo por lo bajo que «Lisa era realmente tonta por haber hecho lo que hizo». Lisa sonreía, cuando le hablaban de esas cosas con medias palabras. Ella y su marido vivían como antes, en buena amistad, en una paz dichosa. Ella le ayudaba, encontraba sus manos entre los picadillos, se inclinaba por encima de su hombro para inspeccionar de un vistazo las marmitas. Y seguía siendo sólo el vivo fuego de la cocina lo que les arrebolaba la piel.
Sin embargo, Lisa era una mujer inteligente que pronto comprendió la tontería de dejar dormir sus noventa y cinco mil francos en el cajón de la cómoda. Quenu los habría vuelto a poner de buena gana en el fondo del saladero, a la espera de haber ganado otro tanto; entonces se retirarían a Suresnes, un rincón de los alrededores que les gustaba. Pero ella tenía otras ambiciones. La calle Pirouette hería sus ideas de limpieza, su necesidad de aire, de luz, de robusta salud. La tienda donde el tío Gradelle había amasado su tesoro, céntimo a céntimo, era una especie de tripa negra, una de esas chacinerías dudosas de los barrios viejos, cuyas baldosas gastadas conservan el fuerte olor de las carnes, a pesar de los fregados; y la joven soñaba con una de esas claras tiendas modernas, de una riqueza de salón, que exhiben la limpidez de sus lunas sobre la acera de una calle ancha. No era, por lo demás, el deseo mezquino de hacerse la dama detrás de un mostrador; tenía una conciencia muy clara de las necesidades de lujo del nuevo comercio. Quenu quedó aterrado, la primera vez, cuando ella le habló de mudarse y de gastar parte de su dinero en decorar una tienda. Ella se encogía dulcemente de hombros, sonriendo.
Un día, al caer la noche, cuando la chacinería estaba oscura, los dos esposos oyeron, delante de su puerta, una mujer del barrio que le decía a otra:
—¡Ah, no! Ya no les compro, no me llevaría ni un trozo de morcilla, ¿sabe, querida?… Hubo un muerto en la cocina.
Quenu lloró. Aquella historia de un muerto en su cocina iba abriéndose paso. Acababa por ruborizarse delante de los clientes, cuando los veía husmear demasiado de cerca su mercancía. Fue él quien volvió a hablar a su mujer de la idea de la mudanza. Ella se había ocupado, sin decir nada, de la nueva tienda; había encontrado una a dos pasos, en la calle Rambuteau, maravillosamente situada. El Mercado Central que estaban abriendo enfrente triplicaría la clientela, daría a conocer la casa en todos los rincones de París. Quenu se dejó arrastrar a unos gastos locos; metió más de treinta mil francos en mármoles, espejos y dorados. Lisa se pasaba las horas con los obreros, daba su opinión sobre los detalles más insignificantes. Cuando pudo por fin instalarse detrás de su mostrador, llegaron en procesión a comprarles, únicamente por ver la tienda. El revestimiento de las paredes era todo de mármol blanco; en el techo, un inmenso espejo cuadrado, enmarcado por un ancho artesonado dorado y muy labrado, del cual pendía, en el medio, una araña de cuatro brazos; y detrás del mostrador, ocupando un panel entero, y también a la izquierda, y al fondo, otros espejos, cogidos entre las placas de mármol, ponían lagos de claridad, puertas que parecían abrirse hacia otras salas, hacia el infinito, todas llenas de las carnes exhibidas. El mostrador, a la derecha, muy grande, fue considerado, sobre todo, como un bonito trabajo: unos rombos de mármol rosa dibujaban en él medallones simétricos. Las baldosas del suelo eran cuadrados blancos y rosa, alternados, con una greca de un rojo oscuro por el borde. El barrio se enorgulleció de su salchichería, nadie se acordó ya de hablar de la cocina de la calle Pirouette, donde había habido un muerto. Durante un mes las vecinas se detuvieron en la acera, para mirar a Lisa, a través de las salchichas y las tripas del escaparate. Les maravillaba su carne blanca y rosada, tanto como los mármoles. Pareció el alma, la claridad viviente, el ídolo sano y sólido de la salchichería; y desde entonces la llamaron la bella Lisa.
A la derecha de la tienda se encontraba el comedor, una pieza muy limpia, con un aparador, una mesa y sillas de rejilla de roble claro. La estera que cubría el entarimado, el papel de un amarillo tierno, el hule imitación de roble, lo hacían un poco frío, alegrado sólo por los brillos de una lámpara de cobre que caía del cielo raso y que ensanchaba, sobre la mesa, su gran pantalla de porcelana transparente. Una puerta del comedor daba a la vasta cocina cuadrada. Y en el extremo de ésta había un pequeño patio embaldosado, que servía de trastero, atestado de tarros, de toneles, de utensilios fuera de uso; a la izquierda de la pila de agua, las macetas marchitas del escaparate acababan de agonizar, a lo largo del canalón donde se vertían las aguas de fregar.
Los negocios fueron excelentes. Quenu, a quien los anticipos habían espantado, sentía casi respeto por su mujer que, según él, «era una gran cabeza». Al cabo de cinco años tenían casi ochenta mil francos invertidos en buenas rentas. Lisa explicaba que no eran ambiciosos, que no pretendían acumular demasiado rápido; si no, ella le habría hecho ganar a su marido «cientos y miles» metiéndolo en el comercio al por mayor de cerdos. Eran todavía jóvenes, tenían tiempo por delante; y además no les gustaba el trabajo chapucero, querían trabajar a sus anchas, sin adelgazar con las cavilaciones, como buena gente a la que le apetece vivir bien.
—Mire —agregaba Lisa, en sus horas de expansión—, yo tengo un primo en París… No lo veo, nuestras familias están peleadas… Ha tomado el nombre de Saccard, para hacer olvidar ciertas cosas… ¡Pues bueno!, me han dicho que ese primo gana millones[8]. Eso no es vida, uno se quema la sangre, siempre de acá para allá, en medio de negocios infernales. Es imposible, ¿verdad?, que alguien así cene tan tranquilo por la noche. Nosotros, al menos, sabemos lo que comemos, no nos metemos en esos enredos. Uno quiere el dinero porque es necesario para vivir. A todo el mundo le gusta el bienestar, y es natural. Pero ganar por ganar, tomarse un trabajo más grande que el placer que se disfrutará luego, ¡palabra!, preferiría cruzarme de brazos… Y, además, quisiera yo ver esos millones de mi primo. No creo en los millones así como así. Lo he visto el otro día, iba en coche; estaba todo amarillo, y tenía una pinta de lo más hipócrita. Un hombre que gana millones no tiene la cara de ese color. En fin, es asunto suyo… Nosotros preferimos ganar sólo cinco francos, y aprovecharlos bien.
La pareja los aprovechaba, en efecto. Habían tenido una hija, ya el primer año de matrimonio. Daba gozo verlos a los tres. La casa marchaba desahogadamente, felizmente, sin demasiado trabajo, como Lisa quería. Ésta había apartado cuidadosamente todas las posibles causas de trastornos, dejando que los días transcurrieran en medio de aquel aire grasiento, de aquella prosperidad amodorrada. Era un rincón de razonable dicha, un cómodo pesebre, donde madre, padre e hija se iban cebando. Sólo Quenu sentía a veces tristezas, cuando pensaba en su pobre Florent. Hasta 1856 recibió cartas de éste, de tarde en tarde. Después las cartas cesaron; supo por un periódico que tres deportados habían pretendido evadirse de la isla del Diablo y se habían ahogado antes de alcanzar la costa. En la prefectura de policía no pudieron darle informes concretos; su hermano debía de estar muerto. No obstante, conservó ciertas esperanzas; pero pasaron los meses. Florent, que recorría la Guayana holandesa, se guardaba de escribir, esperando regresar a Francia. Quenu acabó por llorarlo como a un muerto a quien no se ha podido decir adiós. Lisa no conocía a Florent. Todas las veces que su marido se desesperaba delante de ella encontraba palabras bondadosas; lo dejaba contar por enésima vez sus historias de juventud, la gran habitación de la calle Royer Collard, los treinta y seis oficios que había aprendido, los bocados que cocinaba en la sartén, todo vestido de blanco, mientras Florent estaba todo vestido de negro. Ella lo escuchaba tranquilamente, con infinita complacencia.
En medio de esos goces sabiamente cultivados y madurados cayó Florent, una mañana de septiembre, a la hora en que Lisa tomaba su baño de sol matinal y en la que Quenu, con los ojos todavía cargados de sueño, metía perezosamente los dedos en las grasas cuajadas de la víspera. La salchichería quedó revolucionada. Gavard quiso que escondierán al «proscrito», como lo llamaba, hinchando un poco los carrillos. Lisa, más pálida y más seria que de ordinario, le hizo subir por fin al quinto, donde le dio el cuarto de la chica de la tienda. Quenu había cortado pan y jamón. Pero Florent apenas pudo comer; le habían dado vértigos y náuseas; se acostó, permaneció cinco días en la cama, con un fuerte delirio, un comienzo de fiebre cerebral que afortunadamente fue combatido con energía. Cuando volvió en sí, distinguió a Lisa a su cabecera, removiendo sin hacer ruido una cuchara en una taza. Cuando quiso darle las gracias, ella le dijo que debía estar tranquilo, que más adelante ya charlarían. Al cabo de tres días el enfermo estuvo en pie. Entonces, una mañana, Quenu subió a buscarlo diciéndole que Lisa los esperaba, en el primero, en su dormitorio.
Ocupaban un piso pequeño, tres piezas y un gabinete. Había que cruzar una pieza desnuda, donde no había más que sillas, después un saloncito, cuyo tresillo, tapado con fundas blancas, dormía discretamente a la media luz de las persianas siempre bajadas, para que una claridad demasiado viva no se comiera el tierno azul del reps, y se llegaba al dormitorio, la única pieza habitada, amueblada de caoba, muy cómoda. La cama, sobre todo, era sorprendente, con sus cuatro colchones, sus cuatro almohadas, el espesor sus mantas, su edredón, su amodorramiento ventrudo el fondo de la húmeda alcoba. Era una cama hecha para dormir. El armario de luna, la cómoda-tocador, el velador cubierto por un tapete de ganchillo, las sillas protegidas por antimacasares de guipur, lo impregnaban todo de lujo burgués sólido y neto. En la pared de la izquierda, a ambos lados de la chimenea, guarnecida de jarrones con paisajes montados en cobre, y de un reloj que representaba a un Gutemberg pensativo, todo dorado, con el dedo apoyado en un libro, colgaban los retratos al óleo de Quenu y Lisa, en marcos ovalados, muy recargados de adornos. Quenu sonreía; Lisa tenía un aire respetable; los dos de negro, la cara lavada, desleída, de un rosa fluido y de un dibujo lisonjero. Una moqueta de complicados rosetones mezclados con estrellas cubría el entarimado. Ante la cama se extendía una de esas alfombras de espuma, hecha con largas hebras de lana rizada, labor paciente que la bella salchichera había tejido en su mostrador. Pero en medio de esas cosas nuevas había algo sorprendente: adosado a la pared de la derecha, un gran escritorio, cuadrado, rechoncho, que había sido barnizado sin poder reparar las mellas del mármol ni ocultar los rasguños de la caoba, negra de vejez. Lisa había querido conservar este mueble que el tío Gradelle había utilizado durante más de cuarenta años; decía que les traería suerte. En verdad, tenía unos herrajes terribles, una cerradura de calabozo, y era tan pesado que no se podía mover de su sitio.
Cuando Florent y Quenu entraron, Lisa, sentada ante el tablero bajado del escritorio, escribía, alineaba cifras, con una gruesa letra redonda, muy legible. Hizo un ademán de que no la molestaran. Los dos hombres se sentaron. Florent, sorprendido, miraba la habitación, ios dos retratos, el reloj, la cama.
—Ahí tiene —dijo por fin Lisa, tras haber comprobado pausadamente toda una página de cálculos—. Escúcheme… Tenemos que rendirle cuentas, mi querido Florent.
Era la primera vez que le llamaba así. Cogió la página y continuó:
—Su tío Gradelle murió sin testamento; ustedes eran, usted, y su hermano, los únicos herederos… Hoy tenemos que entregarle su parte.
—Pero ¡yo no pido nada —exclamó Florent—, no quiero nada!
Quenu debía de ignorar las intenciones de su mujer. Se había puesto un poco pálido, la miraba con aire enojado. Realmente, él quería mucho a su hermano, pero era inútil tirarle la herencia del tío a la cabeza. Ya verían más adelante.
—Sé perfectamente, mi querido Florent —prosiguió Lisa—, que usted no ha vuelto para reclamarnos lo que le pertenece. Pero los negocios son los negocios; más vale acabar en seguida… Los ahorros de su tío ascendían a ochenta y cinco mil francos. Por lo tanto, he anotado en su cuenta: cuarenta y dos mil quinientos francos. Ahí los tiene.
Le señaló la cifra en la hoja de papel.
—No es tan fácil, por desgracia, valorar la tienda, material, mercancías, clientela. Sólo he podido poner sumas aproximadas; pero creo haber contado todo, y muy por encima… He llegado a un total de quince mil trescientos diez francos, lo que da para usted siete mil seiscientos cincuenta y cinco francos, y en total cincuenta mil ciento cincuenta y cinco francos… Compruébelo, por favor.
Había deletreado las cifras con voz neta, y le tendió la hoja de papel, que él tuvo que coger.
—Pero —gritó Quenu—, ¡la chacinería del viejo nunca valió quince mil francos! ¡Lo que es yo no hubiera dado ni diez mil!
Al final, su mujer lo exasperaba. No hay que llevar la honradez hasta tal punto. ¿Es que Florent le hablaba de la chacinería? Además, no quería nada, lo había dicho.
—La chacinería valía quince mil trescientos diez francos —repitió tranquilamente Lisa—, ya comprende usted, querido Florent, que es inútil andarse con notarios. Somos nosotros quienes debernos hacer el reparto, ya que usted resucita… Desde su llegada pensé forzosamente en esto, y mientras usted tenía fiebre, allá arriba, intenté redactar mal que bien ese pequeño inventario… Vea, todo está detallado ahí. He rebuscado en nuestros antiguos libros, he apelado a mis recuerdos. Lea en voz alta, le daré los informes que pueda desear.
Florent había acabado por sonreír. Estaba emocionado con aquella probidad fácil y como natural. Dejó la página de cálculos sobre las rodillas de la joven; luego, cogiéndole la mano, dijo:
—Mi querida Lisa, estoy encantado de ver que hacen ustedes buenos negocios; pero no quiero su dinero. La herencia es de mi hermano y de usted, que han cuidado al tío hasta el final… No necesito nada, no pretendo estorbarles en su comercio.
Ella insistió, se enfadó incluso, mientras Quenu, sin hablar, conteniéndose, se mordía los nudillos.
—¡Eh! —prosiguió Florent, riéndose—, si el tío Gradelle les oyera sería muy capaz de venir a quitarles el dinero… No me quería mucho el tío Gradelle.
—¡Ah!, eso sí, no te quería mucho —murmuró Quenu, ya sin fuerzas.
Pero Lisa seguía discutiendo. Decía que no quería tener en su escritorio un dinero que no fuera suyo, que eso la perturbaría, que no iba a poder vivir tranquila con esa idea. Entonces Florent, bromeando, le ofreció invertir ese dinero en su casa, en la salchichería. Por lo demás, no rechazaba sus servicios; seguramente no encontraría trabajo en seguida, y además no estaba muy presentable, necesitaría vestirse de pies a cabeza.
—¡Pardiez! —exclamó Quenu—, dormirás en casa, comerás en casa, y vamos a comprarte lo que necesites. Trato hecho… Sabes muy bien que no te dejaremos en el arroyo, ¡qué diablos!
Estaba muy enternecido. E incluso sentía cierta vergüenza por haber tenido miedo de entregar una gruesa suma, así de golpe. Se le ocurrieron bromas; dijo a su hermano que él se encargaba de engordarlo. Aquél meneó suavemente la cabeza. Mientras tanto Lisa doblaba la página de cálculos. La metió en un cajón del escritorio.
—Está usted en un error —dijo, como para concluir—. Yo hice lo que debía hacer. Y, ahora, será como usted quiera… Pero yo no habría podido vivir en paz, ya ve usted. Los malos pensamientos me trastornan demasiado.
Hablaron de otra cosa. Había que explicar la presencia de Florent, evitando poner en guardia a la policía. Les contó que había regresado a Francia gracias a los papeles de un pobre diablo, muerto entre sus brazos de fiebre amarilla, en Surinam. Por una singular coincidencia, aquel muchacho se llamaba también Florent, pero de nombre. Florent Laquerriére sólo había dejado una prima en París, cuya muerte le habían escrito a América; nada más fácil que representar su papel. Lisa se ofreció por sí sola a ser la prima. Se convino que contarían una historia de un primo vuelto del extranjero, después de algunas desdichadas tentativas, y recogido por los Quenu-Gradelle, como llamaban a la pareja en el barrio, a la espera de que pudiera encontrar una colocación. Cuando todo quedó arreglado, Quenu quiso que su hermano visitara la vivienda, sin perdonarle el más insignificante taburete. En la pieza desnuda, donde no había sino sillas, Lisa empujó una puerta, le enseñó un gabinete, diciendo que la chica de la tienda dormiría allí, y que él se quedaría con la habitación del quinto.
Por la noche, Florent estaba vestido de punta en blanco. Se había empeñado en seguir llevando una levita y un pantalón negros, a pesar de los consejos de Quenu, a quien ese color entristecía. Ya no lo escondieron, Lisa contó a quien quiso escucharla la historia del primo. Vivía en la salchichería, se abstraía en una silla de la cocina, salía y se adosaba a los mármoles de la tienda. En la mesa, Quenu lo atiborraba a comida, se enfadaba porque era poco comilón y se dejaba la mitad de las carnes con que le llenaban el plato. Lisa había recobrado sus modales lentos y plácidos; lo toleraba, incluso de mañana, cuando la estorbaba en sus tareas; lo olvidaba y después, cuando se lo encontraba delante, tan negro, tenía un ligero sobresalto, aunque encontraba una de sus hermosas sonrisas, para no herirlo. El desinterés de aquel hombre flaco la había impresionado; experimentaba por él una especie de respeto, mezclado con un vago temor. Florent sólo sentía un gran cariño a su alrededor.
A la hora de acostarse subía, un poco harto de su jornada vacía, con los dos mozos de la chacinería, que ocupaban unas buhardillas contiguas a la suya. El aprendiz, Léon, no tenía más de quince años; era un chiquillo delgado, de pinta muy dulce, que robaba las puntas de jamón y los trozos de salchichón olvidados; los escondía debajo de la almohada, se los comía de noche, sin pan. En varias ocasiones Florent creyó comprender que Léon daba de comer a alguien, a la una de la madrugada; susurraban voces contenidas, después venían ruidos de mandíbulas, de papeles arrugados, y había una risa cristalina, una risa picaruela que parecía el suave trino de un flautín, en el gran silencio de la casa dormida. El otro mozo, Auguste Landois, era de Troyes; gordo, con una grasa malsana, la cabeza demasiado gruesa, y calvo ya, no tenía más que veintiocho años. La primera noche, al subir, le contó su historia a Florent, de una forma larga y confusa. Al principio había venido a París solamente para perfeccionarse y regresar a abrir una salchichería en Troyes, donde su prima hermana, Augustine Landois, lo esperaba. Habían tenido el mismo padrino, llevaban el mismo nombre de pila. Después le entró la ambición, soñó con establecerse en París con la herencia de su madre, que había depositado en un notario antes de abandonar Champaña. En éstas, como habían llegado al quinto, Auguste retuvo a Florent, hablándole muy bien de la señora Quenu. Ésta había accedido a traerse a Augustine Landois, para sustituir a una dependienta que se había metido en malos pasos. Él sabía su oficio en este momento, ella acababa de aprender el comercio. Dentro de un año, de año y medio, se casarían; tendrían una salchichería, sin duda en Plaisance, en cualquier extremo populoso de París. No tenían prisa por casarse, porque el tocino de ese año no valía nada. Contó también que se habían hecho una fotografía juntos, en una fiesta de Saint Ouen. Entonces entró en la buhardilla, deseoso de volver a ver la fotografía, que ella se había creído en el deber de dejar sobre la chimenea, para que el primo de la señora Quenu tuviera un bonito cuarto. Se entretuvo un instante, lívido al resplandor amarillo de su palmatoria, mirando la pieza todavía muy llena de la joven, acercándose a la cama, preguntándole a Florent si dormía a gusto. Ella, Augustine, dormía abajo ahora; estaría mejor, las buhardillas eran muy frías en invierno. Por fin se marchó, dejando a Florent sólo con la cama y frente a la fotografía. Auguste era un Quenu descolorido, Augustine una Lisa sin madurar.
Florent, amigo de los mozos, mimado por su hermano, aceptado por Lisa, acabó por aburrirse mortalmente. Había buscado clases sin poder encontrarlas. Evitaba, por otra parte, ir a) barrio de las Escuelas, donde temía ser reconocido. Lisa, suavemente, le decía que haría bien en dirigirse a casas comerciales; podía escribir la correspondencia, llevar los libros. Volvía siempre sobre esa idea, y acabó ofreciéndose a encontrarle un puesto. Poco a poco se irritaba al encontrárselo sin cesar en medio, ocioso, sin saber qué hacer con sus huesos. Al principio fue sólo un odio razonado a las personas que se cruzan de brazos y comen, sin que pensara aún en reprocharle el comer en su casa. Le decía:
—Yo no podría vivir todo el día soñando despierta. No debe usted de tener hambre por la noche… Hay que cansarse, ¿sabe?
Gavard, por su parte, buscaba un puesto para Florent. Pero buscaba de una forma extraordinaria y totalmente subterránea. Habría querido encontrar cualquier empleo dramático o simplemente de una amarga ironía, como conviene a un «proscrito». Gavard era un hombre de la oposición. Acababa de rebasar la cincuentena, y se jactaba de habérselas cantado muy claras a cuatro gobiernos. Carlos X, los curas, los nobles, toda esa gentuza a la que él había echado a la calle, le hacían aún encogerse de hombros; Luis Felipe era un imbécil con sus burgueses, y contaba la historia de las medias de lana en las cuales el rey ciudadano escondía sus patacones; en cuanto a la República del 48, era una farsa, los obreros lo habían engañado; pero no confesaba que había aplaudido el 2 de diciembre, porque ahora consideraba a Napoleón III como su enemigo personal, un canalla que se encerraba con De Morny y los otros para sus «francachelas». En este capítulo se mostraba inagotable; bajaba un poco la voz, afirmaba que todas las noches unos carruajes cerrados llevaban mujeres a las Tullerías, y que él, el mismo que viste y calza, había oído una noche, desde la plaza del Carrusel, el ruido de la orgía. La religión de Gavard era ser lo más desagradable posible para el Gobierno. Le gastaba bromas atroces, con las que se reía por lo bajo durante meses. En primer lugar, votaba por el candidato que debía «encocorar a los ministros» en el Cuerpo legislativo. Además, si podía robar al fisco, despistar a la policía, provocar alguna refriega, se ajetreaba para que la aventura pareciera muy insurreccional. Mentía, por lo demás, se presentaba como un hombre peligroso, hablaba como si la «caterva de las Tullerías» lo conociera y temblara ante él, decía que había que guillotinar a la mitad de aquellos bribones y deportar a la otra mitad «a la próxima asonada». Toda su política charlatana y violenta se nutría, así, de fanfarronadas, de patrañas, de esa necesidad guasona de jaleo y extravagancias que induce a un tendero parisiense a abrir los postigos un día de barricadas, para ver los muertos. Por ello, cuando Florent regresó de Cayena olfateó una jugarreta abominable, buscando de qué manera, especialmente ingeniosa, iba a poder burlarse del emperador, del ministerio, de los hombres situados y hasta del último agente de policía.
La actitud de Gavard delante de Florent estaba llena de un gozo prohibido. Se lo comía con los ojos, le hacía guiños, le hablaba bajo para decirle las cosas más simples del mundo, introducía en sus apretones de mano confidencias masónicas. Por fin había encontrado una aventura; tenía un camarada realmente comprometido; podía, sin mentir demasiado, hablar de los peligros que corría. Ciertamente experimentaba un temor inconfesado ante aquel muchacho que regresaba de presidio, y cuya flacura hablaba de sus prolongados sufrimientos; pero aquel temor delicioso lo engrandecía también a él, lo persuadía de realizar un acto muy sorprendente, al acoger como amigo a un hombre de lo más peligroso. Florent se convirtió en algo sagrado; ya no juró más que por Florent; mencionaba a Florent cuando los argumentos le fallaban, y quería aplastar al gobierno de una vez para siempre.
Gavard había perdido a su mujer, en la calle de Saint Jacques, unos meses después del golpe de Estado. Conservó el horno de asar hasta 1856. En esa época corrió el rumor de que había ganado sumas considerables al asociarse con un vecino suyo, tendero de ultramarinos, encargado de un suministro de legumbres para el ejército de Oriente. La verdad es que, después de haber vendido el horno, vivió de rentas durante un año. Pero no le gustaba hablar del origen de su fortuna; le molestaba, le impedía decir rotundamente su opinión sobre la guerra de Crimea, que motejaba de expedición arriesgada, «hecha únicamente para consolidar el trono y llenar ciertos bolsillos». Al cabo de un año, se aburrió mortalmente en su piso de soltero. Como visitaba casi a diario a los Quenu-Gradelle, se acercó a ellos, se fue a vivir a la calle de la Cossonnerie. Allí lo sedujo el Mercado Central, con su jaleo, con sus comadreos enormes. Se decidió a alquilar un puesto en el mercado de las aves, únicamente para distraerse, para ocupar sus vacías jornadas con los chismes de la plaza. Entonces vivió entre cotorreos sin fin, al tanto de los más insignificantes escándalos del barrio, zumbándole la cabeza con el continuo chillido de las voces que lo rodeaban. Saboreaba allí mil goces cosquilleantes, satisfecho, habiendo encontrado su elemento, hundiéndose en él con voluptuosidades de carpa que nada al sol. Florent iba a veces a estrecharle la mano a su cajón. Las tardes eran aún muy cálidas. A lo largo de las estrechas calles las mujeres, sentadas, desplumaban. Rayos de sol caían entre los toldos levantados, las plumas volaban bajo los dedos, semejantes a una nieve danzante, en el aire ardiente, entre el polvo de oro de los rayos. Llamadas, todo un reguero de ofertas y halagos seguían a Florent.
—¿Un buen pato, señor?… Venga a ver… Tengo pollitos bien gordos… Caballero, caballero, cómpreme esta pareja de pichones…
Se apartaba, molesto, ensordecido. Las mujeres continuaban desplumando mientras se lo disputaban, y vuelos de fino plumón se abatían sobre él, lo sofocaban con una humareda, como calentada y adensada aún más por el intenso olor de las aves. Por fin, en medio de la calle, cerca de las fuentes, encontraba a Gavard, en mangas de camisa, los brazos cruzados sobre el peto de su delantal azul, perorando delante de su puesto. Allí Gavard reinaba, con modales de príncipe bueno, en medio de un grupo de diez o doce mujeres. Era el único hombre del mercado. Tenía la lengua tan larga que, después de haberse enfadado con las cinco o seis chicas que cogió sucesivamente para atender la tienda, se decidió a vender su mercancía en persona, diciendo ingenuamente que aquellas pécoras se pasaban el santo día chismorreando, y que él no podía acabar con ello. Pero, como era preciso que alguien guardase el puesto cuando él se ausentaba, recogió a Marjolin, que andaba callejeando, después de haber probado todos los oficios menudos del Mercado. Y Florent se quedaba a veces una hora con Gavard, maravillado por su inagotable comadreo, por su talante y soltura en medio de tantas faldas, quitándole la palabra a una, peleándose con otra, a diez cajones de distancia, arrebatándole un cliente a una tercera, armando más follón él solo que las ciento y pico cotorras vecinas, cuyo clamor sacudía las planchas de hierro del pabellón con un sonoro estremecimiento de tam-tam.
El pollero tenía, por toda familia, solamente una cuñada y una sobrina. Cuando su mujer murió, la hermana mayor de ésta, la señora Lecoeur, que llevaba un año viuda, la lloró de forma exagerada, yendo casi cada tarde a llevar sus consuelos al infeliz marido. Debió de acariciar, por aquella época, el proyecto de agradarle y de ocupar el puesto aún caliente de la muerta. Pero Gavard detestaba a las mujeres flacas; decía que le daba pena notar los huesos bajo la piel; nunca acariciaba sino a gatos y perros muy gordos, saboreando una satisfacción personal con los lomos redondos y bien alimentados. La señora Lecoeur, herida, furiosa al ver que se le escapaban las piezas de cinco francos del asador, acumuló un rencor mortal. Su cuñado fue el enemigo que ocupó todas sus horas. Cuando lo vio establecerse en el Mercado Central, a dos pasos del pabellón donde ella vendía mantequilla, quesos y huevos, lo acusó de haber «ideado eso para hacerla rabiar y darle mala suerte». A partir de entonces se lamentó, se puso aún más amarilla, se obsesionó tanto que acabó realmente por perder su clientela y por hacer malos negocios. Había conservado mucho tiempo a su lado a la hija de una de sus hermanas, una campesina que le envió a la pequeña, sin volverse a ocupar de ella. La niña creció en medio del Mercado. Como se llamaba Sarriet de apellido, pronto la llamaron sólo la Sarriette. A los dieciséis años, la Sarriette era una pilluela tan espabilada que había señores que iban a comprar quesos únicamente por verla. No quiso saber nada de los señores, era populachera, con su rostro pálido de virgen morena y sus ojos que quemaban como tizones. Escogió a un cargador, un mozo de Ménilmontant que hacía los recados de su tía. Cuando, a los veinte años, se estableció como frutera, con unos anticipos cuya fuente nunca se supo muy bien, su amante, que se llamaba señor Jules, se cuidó las manos, no llevó más que blusas limpias y una gorra de terciopelo, vino sólo al Mercado por la tarde, en zapatillas. Vivían juntos, en la calle Vauvilliers, en el tercer piso de una gran casa cuya planta baja estaba ocupada por un café de mala nota. La ingratitud de la Sarriette acabó de agriar a la señora Lecoeur, que la calificaba con furiosas palabrotas. Regañaron, la tía exasperada, la sobrina inventando con el señor Jules historias que éste iba contando por el pabellón de la mantequilla. A Gavard la Sarriette le parecía divertida; se mostraba lleno de indulgencia con ella, le daba golpecitos en las mejillas, cuando se la encontraba: era rolliza y exquisitamente carnosa.
Una tarde que Florent estaba sentado en la salchichería, cansado de las vanas caminatas que había dado por la mañana en busca de un empleo, entró Marjolin. Aquel mocetón, de una gordura y suavidad flamencas, era el protegido de Lisa. Decía de él que no era malo, un poco bobalicón, con una fuerza de caballo, y muy interesante, además, pues no se le conocía padre ni madre. Era ella quien lo había colocado en la tienda de Gavard.
Lisa estaba en el mostrador, irritada por los zapatos embarrados de Florent, que manchaban el enlosado blanco y rosa; se había levantado ya dos veces para echar serrín en la tienda. Le sonrió a Marjolin.
—El señor Gavard —dijo el joven— me manda a preguntarle…
Se detuvo, miró a su alrededor y, bajando la voz:
—Me recomendó mucho que esperase a que no hubiese nadie y que le repitiera estas palabras, que me hizo aprender de memoria: «Pregúntale si no hay ningún peligro, y si puedo ir a hablar con ellos de lo que ya saben».
—Dile al señor Gavard que lo esperamos —respondió Lisa, habituada a los misterios del pollero.
Pero Marjolin no se marchó; permanecía extasiado ante la bella salchichera, con un aire de mimosa sumisión. Como emocionada por esa muda adoración, prosiguió:
—¿Estás a gusto con el señor Gavard? No es mal hombre, harás bien en tenerlo contento.
—Sí, doña Lisa.
—Sólo que no eres razonable; te he visto ayer de nuevo sobre los tejados del Mercado; y, además, te tratas con un hato de pícaros y bribonas. Ahora ya eres un hombre, tienes que pensar en tu futuro.
—Sí, doña Lisa.
Ella tuvo que atender a una señora que venía a pedir una libra de chuletas de cerdo con pepinillos. Salió del mostrador, fue hacia el tajo, en el fondo de la tienda. Allí, con un delgado cuchillo, separó tres chuletas de palo; y, levantando una cuchilla, con su brazo desnudo y sólido dio tres golpes secos. Por detrás, a cada golpe, su traje de merino negro se alzaba ligeramente, mientras que las ballenas del corsé se marcaban sobre la tensa tela del corpiño. Estaba muy seria, con los labios fruncidos, los ojos claros, recogiendo las chuletas y pesándolas con manos lentas.
Cuando la señora se hubo marchado y ella descubrió a Marjolin, encantado por haberla visto dar esos tres golpes con la cuchilla, tan rotundos y firmes, gritó:
—¿Cómo? ¡Aún estás aquí!
Iba él a salir de la tienda, cuando lo retuvo.
—Escucha —le dijo—, si vuelvo a verte con esa mamarracha de Cadine… No digas que no. Esta mañana estabais otra vez juntos en la casquería, mirando cómo partían cabezas de cordero… No entiendo cómo un guapo mozo como tú puede estar a gusto con esa perdida, esa esmirriada… Vamos, vete, dile al señor Gavard que venga en seguida, mientras no hay nadie.
Marjolin se marchó confuso, con pinta desesperada, sin contestar.
La bella Lisa se quedó de pie detrás de su mostrador, volviendo un poco la cabeza hacia el Mercado; y Florent la contemplaba, mudo, extrañado de encontrarla tan guapa. La había visto mal hasta entonces, no sabía mirar a las mujeres. Se le aparecía por encima de las carnes del mostrador. Ante ella se desplegaban, en fuentes de porcelana blanca, salchichones de Arles y de Lyon empezados, lenguas y trozos de saladillo hervidos, cabeza de cerdo ahogada en gelatina, un tarro de rillettes abierto y una lata de sardinas cuyo metal roto mostraba un lago de aceite; después, a derecha e izquierda, sobre tablas, panes de queso de Italia[9] y de queso de cerdo, un jamón cocido de un rosa pálido, un jamón serrano de carne sangrante, bajo una ancha tira de grasa. Y había también bandejas redondas y ovaladas, las bandejas de lengua rellena, galantina trufada, cabeza con pistachos; mientras que, muy cerca de ella, a su alcance, estaban, en cazuelas amarillas, la ternera mechada, el pastel de hígado, el pastel de liebre. Como Gavard no llegaba, ella colocó el tocino de costillar sobre el pequeño anaquel de mármol, al final del mostrador; alineó el tarro de manteca de cerdo y el tarro de grasa de asado, secó los platillos de las dos balanzas de alpaca, hurgó en la estufa cuyo braserillo moría; y, silenciosa, volvió de nuevo la cabeza, se puso a mirar hacia el fondo del Mercado. El olor de las carnes ascendía, y ella, en su pesada paz, estaba como invadida por el aroma de las trufas. Ese día tenía una lozanía soberbia: la blancura del delantal y de las mangas prolongaba la blancura de las fuentes, hasta su cuello grueso, sus mejillas sonrosadas, donde revivían los tonos tiernos de los jamones y las palideces de las grasas transparentes. Intimidado a medida que la miraba, inquieto por la corrección de su aspecto, Florent acabó por examinarla a hurtadillas, en los espejos de alrededor. Ella se reflejaba de espaldas, de frente, de lado; incluso la encontraba en el techo, cabeza abajo, con el apretado moño, las finas crenchas pegadas a las sienes. Era todo un tropel de Lisas, mostrando la anchura de los hombros, las coyunturas poderosas de los brazos, el pecho redondeado, tan muda y tan tensa, que no despertaba el menor pensamiento carnal, y se parecía a un vientre. Se demoró complacido, sobre todo, en uno de sus perfiles, que tenía en un espejo a su lado, entre dos mitades de cerdo. A lo largo de mármoles y espejos, colgados de las barras dentadas, pendían cerdos y tiras de tocino de mechar; y el perfil de Lisa, con su fuerte cuello, sus líneas redondas, su pecho que avanzaba, ponía una efigie de reina abotagada en medio del tocino y de las carnes crudas. Luego la bella salchichera se inclinó, sonrió de forma amistosa a los dos peces de colores que nadaban en el acuario del escaparate continuamente.
Entraba Gavard. Fue a buscar a Quenu a la cocina, con aire importante. Cuando se hubo sentado de través en una mesita de mármol, dejando a Florent en su silla, a Lisa en su mostrador y a Quenu adosado a una mitad de cerdo, anunció por fin que había encontrado un puesto para Florent, y que iban a reírse, ¡y que el gobierno se quedaría con un palmo de narices!
Pero se interrumpió bruscamente, al ver entrar a la señorita Saget, que había empujado la puerta del comercio, después de haber divisado desde la calzada la numerosa reunión que conversaba en casa de los Quenu-Gradelle. La viejecita, con su vestido desteñido, acompañada por el eterno cabás negro que llevaba al brazo, con un sombrero de paja negra sin cintas, que dejaba su cara blanca en el fondo de una taimada sombra, dirigió un ligero saludo a los hombres y una sonrisa punzante a Lisa. Era una conocida; habitaba aún en la casa de la calle Pirouette, donde vivía desde hacía cuarenta años, sin duda de una pequeña renta de la cual no hablaba. Un día, sin embargo, había mencionado Cherburgo, agregando que había nacido allí. Nunca se supo nada más. Sólo hablaba de los otros, contaba su vida y milagros hasta el punto de decir el número de camisas que mandaban a lavar cada mes, la necesidad de penetrar en la existencia de los vecinos la inducía a escuchar detrás de las puertas y abrir las cartas. Su lengua era temida desde la calle Saint Denis a la calle Jean Jacques Rousseau, y de la calle Saint Honoré a la calle Mauconseil. Durante todo el día andaba con su cabás vacío, con el pretexto de hacer la compra, sin adquirir nada, llevando y trayendo noticias, poniéndose al corriente de los más insignificantes hechos, llegando así a albergar en su cabeza la historia completa de las casas, de los pisos, de la gente del barrio. Quenu la había acusado siempre de haber propalado la muerte del tío Gradelle sobre la tabla de picar; desde esa época le guardaba rencor. Estaba muy empollada, por lo demás, sobre el tío Gradelle y los Quenu, los detallaba, les daba vueltas por todos los lados, se los sabía «de memoria». Pero, desde hacía quince días, la llegada de Florent la desorientaba, la quemaba con una verdadera fiebre de curiosidad. Se ponía enferma cuando se producía algún hueco imprevisto en sus notas. Y, sin embargo, juraba que había visto ya a aquel desgalichado en alguna parte.
Se quedó delante del mostrador, mirando las fuentes, una tras otra, diciendo con su voz de pito:
—No sabe una qué comer. Cuando llega la tarde, ando como un alma en pena por la cena… Y después no tengo ganas de nada… ¿Le quedan costillas empanadas, señora Quenu?
Sin esperar la respuesta, levantó una de las tapas de la estufa de alpaca. Era el lado de las longanizas, las salchichas y las morcillas. El braserillo estaba frío, no había más que una salchicha aplastada, olvidada sobre la parrilla.
—Mire por el otro lado, señorita Saget, dijo la salchichera. Creo que queda una costilla.
—No, no me inspira mucho —murmuró la viejecita, que, sin embargo, metió la nariz bajo la segunda tapa—. Tenía un capricho, pero las costillas empanadas, de noche, son demasiado pesadas… Prefiero algo que no me vea obligada a calentar.
Se había vuelto hacia Florent, lo miraba, miraba a Gavard, que tocaba retreta con la yema de los dedos, sobre la mesa de mármol; y los invitaba con una sonrisa a continuar la conversación.
—¿Por qué no compra un trozo de saladillo? —preguntó Lisa.
—Un trozo de saladillo, sí, podría…
Cogió el tenedor de mango de metal blanco colocado en el borde de la fuente, toqueteando, pinchando cada trozo de saladillo. Daba ligeros golpes sobre los huesos para juzgar su grosor, los volvía, examinaba los escasos jirones de carne rosa, repitiendo:
—No, no, no me inspira.
—Entonces llévese una lengua, un pedazo de cabeza de cerdo, una loncha de ternera mechada —dijo la salchichera, pacientemente.
Pero la señorita Saget meneaba la cabeza. Se quedó todavía un rato, haciendo muecas de asco por encima de las fuentes; después, viendo que decididamente callaban y que no sabría nada, se marchó, diciendo:
—No, mire, tenía ganas de una costilla empanada, pero la que le queda tiene demasiado gordo… Otra vez será.
Lisa se inclinó para seguirla con la mirada, entre las tripas del escaparate. La vio cruzar la calzada y entrar en el pabellón de la fruta.
—¡Vieja bruja! —rezongó Gavard.
Y, como estaban solos, contó el puesto que había encontrado para Florent. Fue toda una historia. Un amigo suyo, el señor Verlaque, inspector de la plaza del pescado, estaba tan delicado que se veía obligado a tomarse un permiso. Esa misma mañana, el pobre hombre le decía que le convendría mucho proponer él mismo un sustituto, para conservar la plaza, si llegaba a curarse.
—¿Comprenden? —agregó Gavard—. Verlaque no tiene ni para seis meses. Florent se quedará con la plaza. Es un buen empleo… ¡Y le damos el timo a la policía! El puesto depende de la prefectura. ¡Eh! ¡Será muy divertido, cuando Florent vaya a cobrar el dinero de esos guindillas!
Reía de gusto, le parecía profundamente cómico.
—No quiero esa plaza —dijo rotundamente Florent—. Me he jurado no aceptar nada del Imperio. Aunque me muriera de hambre, no entraría en la prefectura. ¡Es imposible, compréndalo, Gavard!
Gavard comprendía y se quedaba un poco cortado, Quenu había agachado la cabeza. Pero Lisa se había vuelto, miraba fijamente a Florent, con el cuello hinchado y el pecho reventándole el corpiño. Iba a abrir la boca cuando entró la Sarriette. Se produjo un nuevo silencio.
—¡Ah!, ¡bueno! —exclamó la Sarriette con su risa tierna—, me iba a olvidar de comprar tocino… Señora Quenu, córteme doce lonchitas, pero muy finas, ¿eh?, para envolver alondras… A Jules se le ha antojado comer alondras… Vaya, ¿cómo está, tío?
Llenaba la tienda con sus sayas alocadas. Sonreía a todos, con una frescura de leche, despeinada de un lado por el viento del Mercado. Gavard le había cogido las manos, y ella, con su desfachatez:
—Apuesto a que hablaban de mí cuando entré. ¿Qué estaban diciendo, tío?
Lisa la llamó.
—Mire, ¿así de finas?
Sobre el extremo de la tabla, delante de sí, cortaba lonchitas delicadamente. Después, envolviéndolas:
—¿No le hace falta nada más?
—Bueno, ya que me he molestado —dijo la Sarriette—, deme una libra de manteca de cerdo… Adoro las patatas fritas, almuerzo con diez céntimos de patatas fritas y un manojo de rabanitos… Sí, una libra de manteca, señora Quenu.
La salchichera había puesto una hoja de papel grueso en una balanza. Cogía la manteca del tarro, debajo del anaquel, con una espátula de boj, aumentando poquito a poco, con mano suave, el montón de grasa que se desbordaba un poco. Cuando la balanza cayó, retiró el papel, lo dobló, hizo ágilmente un cucurucho, con la punta de los dedos.
—Es un franco con veinte —dijo—, más treinta céntimos de tocino, son franco y medio… ¿No le hace falta nada más?
La Sarriette dijo que no. Pagó, sin dejar de reír, enseñando los dientes, mirando a los hombres a la cara, con su falda gris que llevaba torcida, su toquilla roja mal atada, que dejaba ver una línea blanca del pecho, en el centro. Antes de salir fue a amenazar a Gavard, repitiendo:
—Entonces, ¿no quiere decirme lo que estaba contando cuando entré? Los he visto reír, desde el medio de la calle… ¡Oh! ¡Qué socarrón! Ya no le quiero, ¿sabe?
Dejó la tienda, cruzó corriendo la calle, la guapa Lisa dijo secamente:
—Es la señorita Saget quien nos la ha mandado.
Después continuaron en silencio. Gavard estaba consternado por la acogida de Florent a su propuesta. Fue la salchichera la que prosiguió la primera, con una voz muy amistosa:
—Se equivoca usted, Florent, al rechazar esa plaza de inspector del pescado… Ya sabe usted qué penoso resulta encontrar un empleo. Está usted en una situación en la que no puede andarse con remilgos.
—He dicho mis razones —respondió él.
Ella se encogió de hombros.
—Vamos, eso no es serio… Entiendo, en el peor de los casos, que a usted no le guste el gobierno. Pero eso no le impide ganarse el pan, sería demasiado idiota… Y, además, el emperador no es mala persona, amigo mío. Yo le dejo hablar cuando usted nos cuenta sus sufrimientos. ¿Pero es que él sabía, el emperador, que comía usted pan mohoso y carne echada a perder? No puede estar en todo ese hombre… Ya ve usted que a nosotros no nos ha impedido hacer nuestros negocios… No es usted justo, no, nada justo.
Gavard estaba cada vez más molesto. No podía tolerar esos elogios al emperador en su presencia.
—¡Ah! No, no, señora Quenu —murmuró—, va usted demasiado lejos. Son todos unos canallas…
—¡Oh! ¡Usted! —interrumpió la bella Lisa, animándose—, usted no estará contento hasta el día en que se haga robar y asesinar con sus historias. No hablemos de política, porque eso me haría encolerizar… Se trata sólo de Florent, ¿no? ¡Bueno!, pues digo que debe aceptar sin falta la plaza de inspector. ¿No opinas lo mismo, Quenu?
A Quenu, que no resollaba, le fastidió mucho la brusca pregunta de su mujer.
—Es una buena plaza —dijo sin comprometerse.
Y, como se producía un nuevo silencio embarazoso, Florent prosiguió:
—Dejemos eso, por favor. Mi resolución es definitiva. Esperaré.
—¡Esperará! —exclamó Lisa, perdiendo la paciencia.
Dos llamas rosadas habían subido a sus mejillas. Con las caderas anchas, plantada en pie con su delantal blanco, se contenía para no dejar escapar una mala palabra. Entró una nueva persona que desvió su cólera. Era la señora Lecoeur.
—¿Podría darme un plato surtido de media libra, el de a dos francos y medio la libra?
Al principio fingió no ver a su cuñado; después lo saludó con un ademán de la cabeza, sin hablar. Examinaba a los tres hombres de pies a cabeza, con la esperanza, sin duda, de sorprender su secreto por la forma en que ellos aguardaban a que no estuviera allí. Sentía que los molestaba, y eso la volvía más angulosa, más agria, con sus sayas caídas, con sus grandes brazos de araña, sus manos cruzadas que mantenía bajo el delantal. Como tenía una ligera tos:
—¿Está usted acatarrada? —dijo Gavard, molesto por el silencio.
Ella respondió con un no muy seco. En los puntos donde los huesos perforaban la cara, la piel, tensa, era de un rojo ladrillo, y la llama sorda que quemaba sus párpados anunciaba una enfermedad del hígado, que se incubaba bajo su celosa acritud. Se volvió hacia el mostrador, siguió cada gesto de Lisa, que la servía, con la mirada desconfiada de la clienta persuadida de que la van a robar.
—No me ponga salchicha de ésa —dijo—, no me gusta.
Lisa había cogido un delgado cuchillo y cortaba rajas de salchichón. Pasó al jamón ahumado y al jamón normal, desprendiendo lonchas delicadas, un poco encorvada, los ojos clavados en el cuchillo. Sus manos regordetas, de un rosa vivo, que tocaban las carnes con muelle ligereza, conservaban de ellas una especie de flexibilidad untuosa, desde los dedos ventrudos hasta las falanges. Adelantó una cazuela, preguntando:
—Quiere ternera mechada, ¿no?
La señora Lecoeur pareció interrogarse largamente; después aceptó. La salchichera cortaba ahora en las cazuelas. Cogía con la punta de un cuchillo de hoja ancha lonjas de ternera mechada y de pastel de liebre. Y colocaba cada lonja en medio de la hoja de papel, sobre las balanzas.
—¿No me pone cabeza con pistachos? —hizo observar la señora Lecoeur con su voz maligna.
Tuvo que ponerle cabeza con pistachos. Pero la vendedora de mantequilla se volvía exigente. Quiso dos lonchas de galantina; le gustaba. Por más que Lisa, irritada ya, jugando impaciente con el mango de los cuchillos, le dijo que la galantina estaba trufada, que sólo podía ponerla en los platos surtidos de a tres francos la libra, la otra continuaba hurgando en las fuentes, buscando qué más iba a pedir. Cuando pesó el fiambre surtido, la salchichera tuvo que añadir gelatina y pepinillos. El bloque de gelatina, que tenía la forma de un flan, en medio de una placa de porcelana, tembló bajo su mano colérica, brutal; y al coger, con la yema de los dedos, dos gruesos pepinillos del tarro, detrás de la estufa, salpicó el vinagre.
—¿Es un franco con veinticinco, verdad? —dijo la señora Lecoeur, sin apresurarse.
Veía perfectamente la sorda irritación de Lisa. Disfrutaba con ella, sacando el suelto con lentitud, como perdido entre las monedas grandes de su faltriquera. Miraba a Gavard de reojo, saboreaba el embarazoso silencio que su presencia prolongaba, jurando que no se iría, pues se andaban «con tapujos» con ella. La salchichera le puso por fin su paquete en la mano, y tuvo que retirarse. Se marchó sin decir palabra, con una larga mirada circular a la tienda.
Cuando ya no estuvo allí, Lisa estalló:
—¡A ésta nos la ha enviado la Saget, otra vez! ¿Es que esa vieja bribona va a hacer desfilar por aquí a todo el Mercado, para saber lo que decimos?… ¡Pues se pasan de listas! ¡Habráse visto nunca, comprar costillas empanadas y fiambres surtidos a las cinco de la tarde! Cogerían una indigestión, con tal de no quedarse sin saber… Por cierto, si la Saget me envía a otra, van a ver ustedes cómo la recibo. ¡Aunque fuese mi hermana, la pondría en la puerta de la calle!
Ante la cólera de Lisa, los tres hombres enmudecían. Gavard había ido a acodarse en la balaustrada del escaparate, con barandilla de cobre; absorto, hacía girar uno de los balaustres de cristal tallado, desprendido de su moldura de latón. Después, levantando la cabeza:
—Yo —dijo— había considerado eso como una broma.
—¿El qué? —preguntó Lisa, aún muy agitada.
—La plaza de inspector del pescado.
Ella alzó las manos, miró a Florent por última vez, se sentó en la banqueta tapizada del mostrador, no despegó los labios. Gavard explicaba por extenso su idea: el más embromado, en suma, sería el gobierno, que daría sus escudos. Repetía complacido:
—Amigo mío, esos bribones lo dejaron morirse de hambre, ¿no? ¡Bueno! ¡Pues ahora que lo alimenten ellos!… Es muy gracioso, me sedujo en seguida.
Florent sonreía, seguía diciendo que no. Quenu, para complacer a su mujer, intentó encontrar buenos consejos. Pero ella no parecía escuchar. Desde hacía un instante miraba con atención hacia el Mercado. Bruscamente se puso de pie, exclamando:
—¡Ah! ¡Ahora envían a la Normanda! ¡Mala pata! La Normanda pagará por las otras.
Una morena alta empujaba la puerta de la tienda. Era la bella pescadera, Louise Méhudin, apodada la Normanda. Tenía una belleza atrevida, muy blanca y delicada de piel, casi tan gruesa como Lisa, pero de ojos más descarados y pecho más vivo. Entró, insolente, con la cadena de oro sonando sobre el delantal, el pelo peinado a la moda, su moña en el pecho, una moña de encaje que la convertía en una de las reinas coquetas del Mercado Central. Traía un vago olor a pescado; y, en una de sus manos, cerca del meñique, había una escama de arenque que ponía allí una mota de nácar. Las dos mujeres, por haber vivido en la misma casa de la calle Pirouette, eran íntimas amigas, muy unidas por una pizca de rivalidad que las hacía ocuparse continuamente una de la otra. En el barrio decían la bella Normanda, como decían la bella Lisa. Esto las oponía, las comparaba, las obligaba a sostener cada cual su fama de belleza. Inclinándose un poco, la salchichera distinguía, desde su mostrador, en el pabellón de enfrente, a la pescadera, entre sus salmones y sus rodaballos. Se vigilaban las dos. La bella Lisa se apretaba más el corsé. La bella Normanda se añadía anillos a los dedos y moñas a los hombros. Cuando se encontraban eran muy dulces, muy zalameras, la mirada furtiva bajo los párpados semicerrados, buscándose defectos. Afectaban servirse en las respectivas tiendas y quererse mucho.
—Dígame, ¿es mañana por la tarde cuando hacen la morcilla, verdad? —preguntó la Normanda con su aire risueño.
Lisa permaneció fría. La cólera, muy rara en ella, era tenaz e implacable. Respondió que sí, secamente, de mala gana.
—Es que, ya sabe, adoro la morcilla caliente, recién salida de la olla… Vendré a buscarla.
Tenía conciencia de la mala acogida de su rival. Miró a Florent, que parecía interesarla; luego, como no quería marcharse sin decir algo, sin tener la última palabra, tuvo la imprudencia de añadir:
—Anteayer le compré morcilla… No estaba muy fresca.
—¡No muy fresca! —repitió la salchichera, blanquísima, con labios trémulos.
Quizá se hubiera contenido aún, para que la Normanda no creyera que estaba despechada a causa de su moña de encaje. Pero no se contentaban con espiarla, venían a insultarla, y eso sobrepasaba toda medida. Se inclinó, con los puños sobre el mostrador, y con voz un poco ronca:
—¡Oiga, oiga! La semana pasada, cuando me vendió usted aquel par de lenguados, ya sabe, ¿es que fui a decirle que estaban podridos delante de la gente?
—¡Podridos!… ¡Mis lenguados podridos!… —exclamó la pescadera, con la cara de púrpura.
Se quedaron un instante sofocadas, mudas y terribles, por encima de las carnes. Toda su hermosa amistad se desvanecía: había bastado una palabra para que enseñasen los dientes aguzados bajo la sonrisa.
—Es usted una grosera —dijo la bella Normanda—. ¡No volveré a poner los pies aquí! ¡Faltaría más!
—Lárguese, pues, lárguese —dijo la bella Lisa—. Ya sé con quién trato.
La pescadera salió, con una palabrota que dejó temblorosa a la salchichera. La escena se había desarrollado tan rápidamente que los tres hombres, aturullados, no habían tenido tiempo de intervenir. Lisa se recobró al punto. Reanudaba la conversación, sin aludir para nada a lo que acababa de pasar, cuando Augustine, la chica de la tienda, volvió de la compra. Entonces le dijo a Gavard, llevándoselo aparte, que no diera una contestación al señor Verlaque; ella se encargaba de decidir a su cuñado, y pedía dos días, a lo sumo. Quenu regresó a la cocina, Gavard se llevó a Florent, y cuando entraban a tomar un vermut en el bar de Lebigre, le señaló tres mujeres, en la calle cubierta, entre el pabellón del pescado y el de las aves.
—¡Se despachan a gusto! —murmuró, con aire envidioso.
El Mercado se vaciaba, y allí estaban, en efecto, la señorita Saget, la señora Lecoeur y la Sarriette, al borde de la acera. La solterona peroraba:
—Ya se lo decía yo, señora Lecoeur, su cuñado se pasa el día metido en su tienda… Lo ha visto usted, ¿no?
—¡Oh! ¡Con mis propios ojos! Estaba sentado sobre una mesa. Parecía en su casa.
—Pues no —interrumpió la Sarriette—, no oí nada malo… No sé por qué se calientan la cabeza.
La señorita Saget se encogió de hombros.
—¡Ah, sí! —prosiguió—, ¡es usted todavía de pastaflora, monina! ¿No ve que los Quenu atraen al señor Gavard?… Apuesto a que le dejará todo lo que posee a la pequeña Pauline.
—¿Lo cree usted? —exclamó la señora Lecoeur, lívida de furor.
Después prosiguió con voz doliente, como si acabara de recibir un gran golpe:
—Estoy completamente sola, no tengo defensa, ese hombre puede hacer lo que le pete… Ya ha oído usted, su sobrina está de su parte. Olvida lo que me he gastado en ella, me entregaría atada de pies y manos.
—Nada de eso, tía —dijo la Sarriette—; es usted la que nunca ha tenido para mí más que malas palabras.
Se reconciliaron allí mismo, se besaron. La sobrina prometió no hacerla rabiar más; la tía juró, por lo más sagrado, que consideraba a la Sarriette como su propia hija. Entonces la señorita Saget les dio consejos sobre la manera en que debían conducirse para obligar a Gavard a no dilapidar su hacienda. Se convino que los Quenu-Gradelle no eran gran cosa, y que se les vigilaría.
—No sé qué tejemanejes se traen —dijo la solterona—, pero no me huele nada bien… Ese Florent, el primo de la señora Quenu, ¿qué piensan ustedes de él?
Las tres mujeres se acercaron, bajando la voz.
—Saben perfectamente —prosiguió la señora Lecoeur—, que lo hemos visto, una mañana, con los zapatos agujereados, las ropas cubiertas de polvo, con la pinta de un ladrón que ha hecho una mala jugada… Me da miedo ese muchacho.
—No, está flaco pero no es mala persona —murmuró la Sarriette.
La señorita Saget reflexionaba. Pensaba en voz alta:
—Llevo quince días buscando, me doy por vencida… Gavard lo conoce, con toda seguridad… Yo he debido de verlo en alguna parte, pero no me acuerdo…
Estaba rebuscando en su memoria cuando la Normanda llegó como un huracán. Salía de la salchichería.
—¡Qué educada, esa animalota de la Quenu! —exclamó, feliz de desahogarse—. ¡Pues no acaba de decirme que vendo pescado podrido! ¡Ah, pero le di su merecido!… ¡Menuda tienducha, con sus porquerías estropeadas que envenenan a la gente!
—Pero ¿qué le había dicho usted? —preguntó la vieja, toda agitada, encantada de enterarse de que las dos mujeres se habían peleado.
—¿Yo? ¡Nada de nada! ¡Ni la menor, fíjese!… Había entrado muy finamente a avisarla de que mañana por la tarde me llevaría morcilla, y entonces ella me empieza a decir tonterías… ¡Condenada hipócrita, con sus aires de honradez! Me lo pagará más caro de lo que piensa.
Las tres mujeres notaban que la Normanda no decía la verdad; pero no por ello dejaron de ponerse de su parte con un raudal de malas palabras. Se volvían hacia el lado de la calle Rambuteau, insultantes, inventando historias sobre la suciedad de la cocina de los Quenu, encontrando acusaciones realmente prodigiosas. Si hubieran vendido carne humana, la explosión de su cólera no habría sido más amenazadora. La pescadera tuvo que recomenzar tres veces su relato.
—Y el primo, ¿qué dijo? —preguntó aviesamente la señorita Saget.
—¡El primo! —respondió la Normanda con voz aguda—, ¿ustedes se creen lo del primo? ¡Algún amante, ese papanatas!
Las otras tres comadres protestaron. La honestidad de Lisa era uno de los actos de fe del barrio.
—¡No me digan! ¡Nunca se sabe, con esas gordas mosquitas muertas, que no son más que grasa! ¡Ya me gustaría a mí ver a su virtud sin camisa!… Tiene un marido demasiado tonto para no ponerle los cuernos.
La señorita Saget meneaba la cabeza, como para decir que no estaba muy lejos de compartir esa opinión. Prosiguió suavemente:
—Tanto más cuanto que el primo cayó de no se sabe dónde, y que la historia que contaron los Quenu es muy turbia.
—¡Eh! ¡Es el amante de la gorda! —afirmó de nuevo la pescadera—. Algún perdis, algún vago que ha recogido en la calle. Se ve a la legua.
—Los hombres flacos son hombres de pelo en pecho —declaró la Sarriette con aire convencido.
—Lo ha vestido de punta en blanco —hizo observar la señora Lecoeur—. Debe de costarle un pico.
—Sí, sí, podrían tener razón ustedes —murmuró la vieja señorita—. Habrá que saber…
Entonces se comprometieron a tenerse al tanto de lo que ocurriera en la tienducha de los Quenu-Gradelle. La vendedora de mantequilla pretendía que quería abrirle los ojos a su cuñado sobre las casas que frecuentaba. Mientras tanto, la Normanda se había calmado un poco; se marchó, buena chica en el fondo, cansada de haber contado demasiado. Cuando ya no estuvo con ellas, la señora Lecoeur dijo taimadamente:
—Estoy segura de que la Normanda se habrá mostrado insolente; es su costumbre… Más le valdría no hablar de los primos que caen del cielo, ella, que encontró un hijo en su puesto de pescado.
Se miraron las tres riendo. Después, cuando la señora Lecoeur se alejó a su vez:
—Hace mal mi tía en ocuparse de esas historias, eso la adelgaza —prosiguió la Sarriette—. Me pegaba cuando los hombres me miraban. Lo que es ella, ya puede buscar, que no encontrará ningún crío debajo de su almohada.
La señorita Saget soltó una nueva risa. Y cuando estuvo sola, mientras regresaba a la calle Pirouette, pensó que aquellas «tres pécoras» no valían lo que la cuerda para ahorcarlas. Además, podían haberla visto, sería mala cosa regañar con los Quenu-Gradelle, gente rica y estimada, después de todo. Dio un rodeo, fue a la calle Turbigo, a la panadería Taboureau, la mejor panadería del barrio. La señora Taboureau, que era íntima amiga de Lisa, tenía en todas las cosas una autoridad indiscutida. Cuando alguien decía: «La señora Taboureau ha dicho esto, la señora Taboureau ha dicho lo otro» no quedaba sino inclinarse. La vieja señorita, con el pretexto, ese día, de saber a qué hora estaba caliente el horno, para llevar una fuente de peras, habló muy bien de la salchichera, se deshizo en elogios sobre la limpieza y la excelencia de su morcilla. Después, contenta con esta coartada moral, encantada de haber soplado sobre la ardiente batalla que olfateaba, sin enfadarse con nadie, volvió decididamente a su casa, con la mente más libre, dándole cien vueltas en la memoria a la imagen del primo de la señora Quenu.
Ese mismo día, por la noche, después de cenar, Florent salió, paseó un buen rato por una de las calles cubiertas del Mercado. Ascendía una fina niebla, los pabellones vacíos tenían una tristeza gris, punteada por las lágrimas amarillas del gas. Por primera vez Florent se sentía importuno; tenía conciencia de la forma malcriada en que había caído en medio de aquella gente gorda, como un flaco ingenuo; se confesaba abiertamente que molestaba a todo el barrio, que se convertía en un estorbo para los Quenu, un primo de contrabando, de aspecto en exceso comprometedor. Estas reflexiones lo ponían muy triste, aunque no hubiera observado en su hermano o en Lisa la menor dureza; sufría a causa de la bondad de ellos; se acusaba de falta de delicadeza al instalarse así en su casa. Le entraban dudas. El recuerdo de la conversación en la tienda, por la tarde, le causaba un vago malestar. Estaba como invadido por el olor de las carnes del mostrador, se sentía resbalar hacía una cobardía de molicie y hartazgo. Quizá se había equivocado al rechazar la plaza de inspector que le ofrecían. Esta idea provocaba una gran lucha en su interior; era preciso que se sacudiera para recobrar la rigidez de su conciencia. Pero se había levantado un viento húmedo, que soplaba bajo la calle cubierta. Recuperó cierta calma y cierta certidumbre cuando se vio obligado a abrocharse la levita. El viento se llevaba de sus ropas ese aroma untuoso de la salchichería, que le hacía languidecer.
Volvía a casa, cuando encontró a Claude Lantier. El pintor, arrebujado en su gabán verdoso, tenía una voz sorda, llena de cólera. Arremetió contra la pintura, dijo que era un oficio de perros, juró que no volvería a tocar un pincel en su vida. Por la tarde había roto de una patada un estudio de cabeza que estaba haciéndole a esa golfa de Cadine. Era presa de esos arrebatos de artista impotente frente a las obras sólidas y vivientes que soñaba. Entonces ya nada existía para él, azotaba las calles, lo veía todo negro, esperaba al día siguiente como una resurrección. De ordinario, decía que se sentía alegre por la mañana y horriblemente desgraciado por la tarde; cada uno de sus días era un largo y desesperado esfuerzo. A Florent le costó trabajo reconocer al paseante despreocupado de las noches del Mercado. Se habían encontrado ya en la salchichería. Claude, que conocía la historia del deportado, le había estrechado la mano, diciéndole que era un buen hombre. Por otra parte, iba muy raramente a casa de los Quenu.
—¿Sigue en casa de mi tía? —dijo Claude—. No sé cómo se las arregla para quedarse en medio de esa cocina. Allá dentro apesta. Cuando paso una hora en ella me parece que he comido bastante para tres días. Cometí el error de entrar allí esta mañana; eso es lo que me hizo estropear el estudio.
Y después de unos cuantos pasos dados en silencio:
—¡Ah! ¡Qué buenas personas! —prosiguió—. Me dan pena, de sanos que están. Pensé en hacer sus retratos, pero nunca he sabido dibujar esas caras redondas donde no hay huesos… Mi tía Lisa no daría patadas a sus cacerolas, vamos. ¡Qué idiota soy al haber roto la cabeza de Cadine! Ahora que lo pienso, quizá no estaba tan mal.
Entonces hablaron de la tía Lisa. Claude dijo que su madre ya no veía a la salchichera desde hacía tiempo. Dio a entender que ésta sentía cierta vergüenza de su hermana, casada con un obrero; además, no le gustaban los desgraciados. En cuanto a él, contó que a un buen hombre se le había ocurrido mandarlo al colegio, seducido por los burros y las mujercitas que dibujaba, desde la edad de ocho años; el buen hombre había muerto, dejándole una renta de mil francos que le impedía morir de hambre.
—No importa —continuó—, hubiera preferido ser obrero… Carpintero, por ejemplo, fíjese. Los carpinteros son muy felices. Tienen que hacer una mesa, ¿no?, pues la hacen, se acuestan, felices de haber terminado su mesa, completamente satisfechos… Yo, en cambio, casi no duermo de noche. Todos esos condenados estudios que no puedo rematar galopan por mi cabeza. Nunca acabo nada, nunca, nunca.
Su voz casi se rompía en sollozos. Luego intentó reírse. Juraba, buscaba palabras procaces, se sumía en pleno fango con la rabia fría de un espíritu tierno y exquisito que duda de sí y sueña con ensuciarse. Acabó acurrucándose delante de una de las trampillas que daban a los sótanos del Mercado, donde el gas arde eternamente. Allí, en las profundidades, mostró a Florent a Marjolin y Cadine, cenando tan tranquilos, sentados en una de las piedras de sacrificar aves. Los chiquillos tenían sus propios métodos para esconderse y vivir en los sótanos, después del cierre de las verjas.
—¡Ah! ¡Qué animal, qué hermoso animal! —repetía Claude, hablando de Marjolin con envidiosa admiración—. ¡Y pensar que esa bestia es feliz!… En cuanto acaben sus patatas, se acostarán juntos en uno de esos grandes cestos llenos de plumas. ¡Eso sí que es vida!… A fe mía, tiene usted razón al quedarse en la salchichería; quizá así engorde.
Se marchó bruscamente. Florent subió a su buhardilla, turbado por aquellas inquietudes nerviosas, que despertaban sus propias incertidumbres. Al día siguiente evitó pasar la mañana en la salchichería, dio un gran paseo a lo largo de los muelles. Pero, a la hora del almuerzo, fue presa de nuevo de la conmovedora dulzura de Lisa. Ésta volvió a hablarle de la plaza de inspector del pescado, sin insistir demasiado, como una cosa que merecía reflexión. Él la escuchaba, con el plato lleno, ganado a su pesar por la limpieza devota del comedor; la estera ponía blandura bajo sus pies; los brillos de la lámpara de cobre, el amarillo tierno del papel pintado y el roble claro de los muebles lo impregnaban de una sensación de honradez dentro del bienestar que perturbaba sus ideas sobre lo falso y lo verdadero. Tuvo la fuerza, no obstante, de negarse otra vez, repitiendo sus razones, pese a tener conciencia del mal gusto que implicaba hacer un brutal despliegue de su cabezonería y sus rencores en semejante lugar. Lisa no se enfadó; al contrario, sonreía, con una hermosa sonrisa que incomodaba más a Florent que la sorda irritación de la víspera. En la cena no se habló más que de las grandes salazones del invierno, que iban a tener en danza a todo el personal de la salchichería.
Las noches se volvían frías. En cuanto habían cenado, pasaban a la cocina. Allí hacía mucho calor. Era tan vasta, además, que cabían a sus anchas varías personas, sin estorbar el servicio, alrededor de una mesa cuadrada colocada en el medio. Las paredes de la pieza, iluminada con gas, estaban recubiertas de azulejos blancos y azules hasta la altura de una persona. A la izquierda se encontraba el gran fogón de hierro colado, perforado por tres huecos, en los cuales hundían sus culos negros por el hollín del carbón tres rechonchas ollas; en el extremo, una pequeña chimenea, montada sobre un horno y provista de un ahumadero, servía para asar a la parrilla; y, por encima del fogón, más altos que las espumaderas, las cucharas, los tenedores de largos mangos, en una hilera de cajones numerados se alineaban los panes rallados, finos y gruesos, la miga para empanar, las especias, el clavo, la nuez moscada, las pimientas. A la derecha, la mesa de picar, enorme bloque de roble apoyado en el muro, era una pesada mole llena de costurones y surcos, mientras que varios aparatos, fijados sobre el bloque, una bomba de embutir, una máquina de prensar, una picadora mecánica, insinuaban allí, con sus ruedas y manivelas, la idea misteriosa e inquietante de una cocina infernal. Luego alrededor de las paredes, sobre tablas y hasta debajo de las mesas, se amontonaban tarros, cazuelas, cubos, fuentes, utensilios de hojalata, una batería de hondas cacerolas, embudos anchos, juegos de cuchillos y cuchillas, filas de mechadores y agujas, todo un mundo ahogado en grasa. La grasa desbordaba, pese a la exagerada limpieza, rezumaba entre los azulejos, enceraba las baldosas rojas del suelo, daba un reflejo grisáceo al hierro colado del fogón, pulimentaba los bordes de la mesa de picar con un brillo y una transparencia de roble barnizado. Y, en medio de aquel vaho amasado gota a gota, de aquella evaporación continua de las tres ollas, donde se fundían los cerdos, no había ciertamente, desde el suelo al techo, un solo clavo que no sudase grasa.
Los Quenu-Gradelle lo fabricaban todo en casa. Sólo traían de fuera las cazuelas de firmas renombradas, las rillettes, los frascos de conservas, las sardinas, los quesos, los caracoles. Por ello, al llegar septiembre, había que ocuparse de llenar el sótano, vaciado durante el verano. Las veladas se prolongaban incluso después de cerrar el comercio. Quenu, ayudado por Auguste y Léon, embuchaba los salchichones, preparaba los jamones, fundía la manteca, hacía los tocinos de costillar, los tocinos entreverados, los tocinos de mechar. Había un formidable ruido de ollas y tajaderas, olores de cocina que subían por toda la casa. Y eso sin perjuicio de la chacinería fresca, los pasteles de hígado y liebre, las galantinas, las salchichas y las morcillas.
Aquella noche, hacia las once, Quenu, que había puesto en marcha dos ollas de manteca, tuvo que ocuparse de la morcilla. Auguste le ayudó. En una esquina de la mesa cuadrada, Lisa y Augustine zurcían ropa, mientras que, frente a ellas, al otro lado de la mesa, Florent estaba sentado, con la cara vuelta hacia el fogón, sonriendo a la pequeña Pauline que, montada sobre sus pies, quería que la hiciera «saltar en el aire». Detrás de ellos, Léon picaba carne para salchichas, sobre el bloque de roble, con golpes lentos y regulares.
Auguste fue, ante todo, a buscar al patio dos jarros llenos de sangre de cerdo. Era él quien los sangraba en el matadero. Cogía la sangre y el interior de los animales, dejando a los mozos del peladero a cargo de llevar, por las tardes, en su carro los cerdos ya preparados, Quenu pretendía que Auguste sangraba como ningún chacinero de París. La verdad era que Auguste conocía de maravilla la calidad de la sangre; la morcilla era buena todas las veces que él decía: «La morcilla será buena».
—¿Qué? ¿Tendremos buena morcilla? —preguntó Lisa.
Él depositó los dos jarros y lentamente:
—Creo que sí, señora Quenu, creo que sí… Lo veo primero en la forma en que corre la sangre. Si, cuando retiro el cuchillo, la sangre empieza a salir despacito, mala señal, eso prueba que es pobre…
—Pero —interrumpió Quenu— también depende de cómo se haya hundido el cuchillo.
La pálida cara de Auguste tuvo una sonrisa.
—No, no —respondió—, siempre hundo el cuchillo cuatro dedos; es la medida… Pero, fíjense, la mejor señal sigue siendo cuando la sangre corre y yo la recibo batiendo con la mano, en el cubo. Tiene que estar a buena temperatura, cremosa sin ser demasiado espesa.
Augustine había dejado su aguja. Levantando la vista, miraba a Auguste. Su cara coloradota, de tieso pelo castaño, adoptaba un aire de profunda atención. Por lo demás, igualmente Lisa y la misma pequeña Pauline escuchaban con gran interés.
—Bato, bato y bato, ¿no es cierto? —continuó el muchacho, agitando la mano en el vacío, como si montara una nata—. Pues bien, cuando retiro la mano y me la miro, tiene que estar como engrasada por la sangre, de forma que el guante rojo esté del mismo rojo por todas partes… Entonces uno puede decir sin equivocarse: «La morcilla será buena».
Se quedó un instante con la mano en el aire, complacido, en una actitud blanda; aquella mano que vivía en cubos de sangre era toda roja, con uñas brillantes, al final de la manga blanca. Quenu había aprobado con la cabeza. Se produjo un silencio. Léon seguía picando. Pauline, que se había quedado pensativa, volvió a subir sobre los pies de su primo, gritando con su voz clara:
—Anda, primo, cuéntame la historia del señor que se comieron las fieras.
Sin duda, en la cabeza de la chiquilla, la idea de la sangre de los cerdos había despertado la «del señor comido por las fieras». Florent no entendía, preguntaba qué señor. Lisa se echó a reír.
—Pide la historia de ese desgraciado, ya sabe, la historia que le contó usted a Gavard una noche. La habrá oído.
Florent se había puesto muy serio. La cría fue a coger en brazos el grueso gato amarillo, lo puso sobre las rodillas del primo, diciendo que también Cordero quería escuchar la historia. Pero Cordero saltó sobre la mesa. Allí se quedó, sentado, con el lomo arqueado, contemplando a aquel mozo alto y flaco que, desde hacía quince días, parecía constituir para él un continuo tema de hondas reflexiones. Mientras tanto Pauline se enfadaba, pataleaba, quería la historia. Como se estaba poniendo realmente insoportable, Lisa dijo a Florent:
—¡Ea!, cuéntele lo que pide, así nos dejará tranquilos. Florent guardó silencio todavía un instante. Clavaba los ojos en el suelo. Después, alzando lentamente la cabeza, se demoró en las dos mujeres que tiraban de sus agujas, miró a Quenu y Auguste, que preparaban la olla para la morcilla. El gas ardía tranquilamente, el calor del fogón era muy grato, toda la grasa de la cocina relucía en un bienestar de amplia digestión. Entonces sentó a la pequeña Pauline en una de sus rodillas y, sonriendo con aire triste, se dirigió a la niña:
—Había una vez un pobre hombre. Lo mandaron muy lejos, lejísimos, al otro lado del mar… En el barco que se lo llevaba había cuatrocientos presidiarios, en medio de los cuales lo arrojaron. Tuvo que vivir cinco semanas entre aquellos bandidos, vestido de lona como ellos, comiendo en una escudilla de lata. Enormes piojos lo devoraban, terribles sudores lo dejaban sin fuerzas. La cocina, la panadería, la máquina del barco calentaban tan terriblemente el sollado, que diez de los presidiarios murieron de calor. Durante el día, los hacían subir de cincuenta en cincuenta, para permitirles tomar el aire del mar; y, como les tenían miedo, habían apuntado dos cañones hacia el estrecho entarimado por donde paseaban. El pobre hombre estaba muy contento cuando le llegaba el turno. Sus sudores se calmaban un poco. Ya no comía, estaba muy enfermo. De noche, cuando lo habían vuelto a encadenar, y el temporal lo hacía rodar entre sus dos vecinos, se sentía cobarde, lloraba, feliz de llorar sin ser visto…
Pauline escuchaba, los ojos como platos, sus dos manitas devotamente cruzadas.
—Pero —interrumpió—, ésa no es la historia del señor al que comieron las fieras… Dime, primo, ¿es otra historia?
—Espera y verás —respondió dulcemente Florent—. Ya llegaré a lo del señor… Te estoy contando la historia entera.
—¡Ah, bueno! —murmuró la niña, feliz.
Sin embargo, permaneció pensativa, visiblemente preocupada por alguna grave dificultad que no podía resolver. Por fin se decidió:
—¿Qué es lo que había hecho el pobre hombre —preguntó— para que lo mandaran lejos, metido en el barco?
Lisa y Augustine sonrieron. El ingenio de la niña las arrobaba. Y Lisa, sin responder directamente, aprovechó la circunstancia para sacar la moraleja: la impresionó mucho diciéndole que se metía así en barcos a los niños que no eran buenos.
—Entonces —observó juiciosamente Pauline— al pobre hombre de mi primo le estaba bien empleado el llorar por la noche.
Lisa reanudó su costura, inclinando los hombros. Quenu no había oído. Acababa de cortar en la olla rodajas de cebolla que cantaban, en el fuego, con vocecitas claras y agudas de cigarras abrumadas por el calor. Olía muy bien. La olla, cuando Quenu hundía en ella su gran cuchara de madera, chirriaba más fuerte, llenando la cocina con el penetrante olor de la cebolla frita. Auguste preparaba, en una fuente, grasa de tocino. Y la tajadera de Léon marchaba con golpes más vivos, raspando a veces la mesa, para recoger la carne de salchicha que empezaba a convertirse en pasta.
—Cuando llegaron —continuó Florent—, llevaron al hombre a una isla llamada la Isla del Diablo. Estaba allí con otros compañeros a quienes también habían echado de sus pueblos. Todos fueron muy desgraciados. En primer lugar los obligaron a trabajar como forzados. El gendarme que los guardaba los contaba tres veces al día, para estar seguro de que no faltaba nadie. Más adelante, los dejaron en libertad de hacer lo que quisieran; sólo los encerraban por la noche, en una gran cabaña de madera, donde dormían en hamacas colgadas de dos barras. Al cabo de un año, iban descalzos, y sus ropas estaban tan destrozadas que se les veía la piel. Se habían construido unas chozas con troncos de árbol, para protegerse del sol, cuyas llamas lo queman todo en ese país; pero las chozas no podían preservarlos de los mosquitos que, de noche, los cubrían de granos y ronchas. Varios murieron; los demás se volvieron tan amarillos, tan enjutos, tan abandonados, con sus grandes barbas, que daban lástima…
—Auguste, deme la grasa —gritó Quenu.
Y, cuando agarró la fuente, hizo deslizarse suavemente en la olla la grasa de tocino, desprendiéndola con la punta de la cuchara. La grasa se derretía. Un vapor más denso ascendió del fogón.
—¿Qué les daban de comer? —preguntó la pequeña Pauline, profundamente interesada.
—Les daban arroz lleno de gusanos y carne que olía mal —respondió Florent, cuya voz se ensordecía—. Había que quitar los gusanos para comer el arroz. La carne, asada y muy hecha, aún podía tragarse; pero cocida, apestaba tanto que a menudo producía cólicos.
—Yo prefiero estar a pan y agua —dijo la niña tras haber deliberado.
Léon, que había terminado de picar, llevó la carne para las salchichas a la mesa cuadrada, en una fuente. Cordero, que se había quedado sentado, sin quitarle ojo a Florent, como sumamente sorprendido por la historia, tuvo que retroceder un poco, y lo hizo de muy mala gana. Se aovilló, ronroneante, la nariz sobre la carne de las salchichas. Mientras tanto Lisa parecía incapaz de ocultar su asombro y su asco; el arroz lleno de gusanos y la carne que olía mal le resultaban, seguramente, porquerías apenas creíbles, totalmente deshonrosas para quien las había comido. Y en su hermoso rostro tranquilo, en la hinchazón de su cuello, había un vago espanto frente a aquel hombre alimentado con cosas inmundas.
—No, no era un lugar de delicias —prosiguió él, olvidando a la pequeña Pauline, la mirada abstraída en la olla humeante—. Cada día nuevas vejaciones, un continuo aplastamiento, una violación de toda justicia, un desprecio de la caridad humana que exasperaban a los prisioneros y los quemaban lentamente con una fiebre de malsano rencor. Vivían como bestias, con el látigo eternamente alzado sobre sus espaldas. Aquellos miserables querían matar al hombre… No se puede olvidar, no, no es posible. Esos sufrimientos clamarán venganza un día.
Había bajado la voz, y los chicharrones que silbaban alegremente en la olla la cubrían con su ruido de fritura hirviente. Pero Lisa lo oía, asustada por la expresión implacable que había adoptado bruscamente su rostro. Lo juzgó hipócrita, con aquel aire dulce que sabía fingir.
El tono sordo de Florent había llevado al colmo el placer de Pauline. Se agitaba, sobre la rodilla de su primo, encantada con la historia.
—¿Y el hombre? ¿Y el hombre? —murmuró.
Florent miró a la pequeña Pauline, pareció acordarse, recobró su sonrisa triste.
—El hombre —dijo— no estaba muy contento de estar en la isla. No tenía sino una idea, irse, cruzar el mar para alcanzar la costa, cuya blanca línea se veía en el horizonte, cuando hacía buen tiempo. Pero no era cómodo. Había que construir una balsa. Como ya se habían escapado algunos prisioneros, habían abatido todos los árboles de la isla, con el fin de que los otros no pudieran procurarse madera. La isla estaba toda pelada, tan desnuda, tan árida bajo el ardiente sol, que la estancia en ella resultaba todavía más peligrosa y más horrible. Entonces el hombre tuvo la idea, con dos de sus compañeros, de servirse de los troncos de árbol de sus chozas. Una noche se marcharon sobre unas cuantas vigas de mala muerte que habían atado con ramas secas. El viento los llevaba hacia la costa. Iba a salir el sol cuando su balsa chocó con un banco de arena, con tal violencia que los troncos de árbol, sueltos, fueron arrastrados por las olas. Los tres infelices estuvieron a punto de quedarse en la arena; se hundían hasta la cintura, e incluso uno de ellos desapareció hasta la barbilla, y los otros dos tuvieron que sacarlo. Por fin alcanzaron una roca, donde apenas tenían sitio para sentarse. Cuando el sol salió, distinguieron frente a sí la costa, una franja de acantilados grises que ocupaba todo un lado del horizonte. Dos de ellos, que sabían nadar, se dicidieron a ganar los acantilados. Preferían correr el riesgo de ahogarse en seguida que morir lentamente de hambre en su escollo. Prometieron a su compañero que irían a buscarlo en cuanto hubieran tocado tierra y se hubieran procurado una barca.
—¡Ah! ¡Eso es! ¡Ahora ya sé! —gritó la pequeña Pauline, aplaudiendo de alegría—. Es la historia del señor al que se comieron las fieras.
—Pudieron alcanzar la costa —prosiguió Florent—; pero estaba desierta, sólo encontraron una barca al cabo de cuatro días… Cuando regresaron al escollo, vieron a su camarada tumbado de espaldas, los pies y las manos devoradas, la cara roída, el vientre lleno de un bullir de cangrejos de mar que agitaban la piel de los costados, como si un estertor furioso hubiera atravesado aquel cadáver comido a medias y todavía fresco.
Un murmullo de repugnancia se les escapó a Lisa y a Augustine. Léon, que preparaba la tripa de cerdo para la morcilla, hizo una mueca. Quenu detuvo su trabajo, miró a Auguste presa de náuseas. Y sólo Pauline se reía. Aquel vientre, lleno de un bullir de cangrejos, se desplegaba extrañamente en medio de la cocina, mezclaba sus olores sospechosos con los perfumes del tocino y la cebolla.
—¡Páseme la sangre! —gritó Quenu, quien, por lo demás, no seguía la historia.
Auguste llevó los dos jarros. Y, lentamente, vertió la sangre en la olla, en delgados hilillos rojos, mientras Quenu la recibía removiendo con furia la papilla, que iba espesándose. Cuando los jarros estuvieron vacíos, este último, alcanzando uno a uno los cajones, por encima del fogón, cogió pellizcos de especias. Espolvoreó mucha pimienta, sobre todo.
—Lo dejaron allí, ¿verdad? —preguntó Lisa—. ¿Regresaron sin peligro?
—Cuando regresaban —respondió Florent—, el viento cambió, se vieron empujados a alta mar. Una ola les quitó un remo, y el agua entraba a cada ráfaga, tan furiosamente que sólo podían ocuparse de vaciar la barca con las manos. Rodaron así frente a la costa, arrastrados por una racha de viento, traídos por la marea, habiendo terminado sus pocas provisiones, sin un bocado de pan. Eso duró tres días.
—¡Tres días! —exclamó la salchichera estupefacta—, ¡tres días sin comer!
—Sí, tres días sin comer. Cuando el viento del este los empujó por fin a tierra, uno de ellos estaba tan débil que se quedó en la arena toda una mañana. Murió por la noche. Su compañero había intentado en vano hacerle masticar hojas de árboles.
En este punto, Augustine soltó una ligera risa; después, confusa por haberse reído, y no queriendo que pudieran creer que no tenía corazón, balbució:
—No, no me río de eso. Es de Cordero… Fíjese en Cordero, señora.
Lisa, a su vez, se regocijó. Cordero, que seguía teniendo delante de las narices la fuente de carne para salchichas, se hallaba probablemente incomodado y asqueado por toda aquella carne. Se había levantado, rascaba la mesa con la pata, como para cubrir la fuente, con la prisa de los gatos que quieren enterrar sus basuras. Después le dio la espalda a la fuente, se tumbó de costado, estirándose, con los ojos semicerrados, la cabeza girada en una caricia beatífica. Entonces todos felicitaron a Cordero: afirmaron que nunca robaba, que podían dejar la carne a su alcance. Pauline contaba muy confusamente que le lamía los dedos y que la lavoteaba, después de cenar, sin morderla.
Pero Lisa volvió sobre la cuestión de saber si uno puede estar tres días sin comer. No era posible.
—¡No! —dijo—, no lo creo… Además, no hay nadie que haya estado tres días sin comer. Cuando se dice: «Fulano se muere de hambre» es una forma de hablar. Siempre se come, más o menos… Tendrían que ser miserables totalmente abandonados, gente perdida…
Iba a decir, sin duda, «canallas mal nacidos», pero se contuvo, al mirar a Florent. Y el mohín despreciativo de sus labios, su clara mirada confesaban abiertamente que sólo los bribones ayunaban de esa forma desordenada. Un hombre capaz de quedarse tres días sin comer era para ella un ser absolutamente peligroso. Porque, a fin de cuentas, la gente honrada no se coloca en semejantes situaciones.
Florent ahora se ahogaba. Delante de él, el fogón, al cual Léon acababa de echar varias paletadas de carbón, roncaba como un chantre dormido al sol. El calor resultaba muy fuerte. Auguste, que se había encargado de las ollas de morcilla, las vigilaba, sudoroso, mientras Quenu, enjugándose la frente con la manga, esperaba que la sangre se hubiera diluido bien. Flotaba una somnolencia de comida, un aire cargado de indigestión.
—Cuando el hombre hubo enterrado a su compañero en la arena —prosiguió Florent—, lentamente, se marchó solo, todo recto. La Guayana holandesa, donde se encontraba, es tierra de bosques, cortada por ríos y marismas. El hombre caminó durante más de ocho días, sin encontrar una vivienda. A su alrededor sentía la muerte que le esperaba. A menudo, atenazado el estómago por el hambre, no se atrevía a morder los brillantes frutos que colgaban de los árboles; tenía miedo de aquellas bayas de reflejos metálicos, cuyas nudosas jorobas rezumaban veneno. Durante días enteros caminó bajo bóvedas de tupidas ramas, sin distinguir un rincón de cielo, en medio de una sombra verdosa, llena de vivo horror. Grandes aves volaban sobre su cabeza, con terrible ruido de alas y súbitos chillidos que parecían estertores de muerte; saltos de monos, galopes de fieras cruzaban la espesura, delante de él, doblando los tallos, haciendo caer una lluvia de hojas, como una ráfaga de viento; lo que lo dejaba helado, sobre todo, eran las serpientes, cuando posaba el pie sobre el móvil suelo de hojas secas y veía delgadas cabezas deslizarse entre el monstruoso entrelazamiento de las raíces. Ciertos rincones, los rincones de sombra húmeda, hormigueaban con un pulular de reptiles, negros, amarillos, violáceos, cebrados, atigrados, semejantes a hierbas muertas, bruscamente despertadas y huidizas. Entonces se detenía, buscaba una piedra para salir de aquella tierra blanda donde se hundía; y allí se quedaba durante horas, espantado con alguna boa entrevista al fondo de un claro, la cola enrollada, la cabeza erguida, balanceándose como un tronco enorme, salpicado de placas de oro. De noche dormía en los árboles, inquieto ante el menor roce, creyendo oír escamas sin fin deslizándose en las tinieblas. Se ahogaba bajo aquel follaje interminable; la penumbra adquiría allí un cerrado calor de horno, un trasudor de humedad, un sudor pestilente, cargada con los aromas rudos de maderas aromáticas y flores apestosas. Después, cuando por fin salía de allí, cuando al cabo de largas horas de marcha veía de nuevo el cielo, el hombre se encontraba ante anchos ríos que le cerraban el camino; descendía por ellos, vigilando el lomo gris de los caimanes, registrando con la mirada las hierbas que acarreaban, pasando a nado, cuando había encontrado aguas más tranquilizadoras. Más allá recomenzaban los bosques. Otras veces eran vastas llanuras ubérrimas, lugares cubiertos por una espesa vegetación, en los que azuleaba de trecho en trecho el espejo claro de un pequeño lago. Entonces el hombre daba un gran rodeo, avanzaba sólo tanteando el terreno, pues había estado a punto de morir sepultado en una de esas llanuras rientes que oía crujir a cada paso. La hierba gigantesca, alimentada por el humus acumulado, recubre marismas hediondas, profundidades de fango líquido; y no hay, entre los lienzos de verdor que se extienden sobre la glauca inmensidad, hasta el borde del horizonte, más que estrechos diques de tierra firme, que es preciso conocer si no se quiere desaparecer para siempre. El hombre, una noche, se había hundido hasta el vientre. A cada sacudida que daba al intentar liberarse, el fango parecía subir hacia su boca. Se quedó quieto durante unas dos horas. Cuando salió la luna pudo, afortunadamente, agarrarse a una rama de árbol, por encima de su cabeza. El día en que llegó a una vivienda, los pies y las manos le sangraban, magullados, hinchados por picaduras maléficas. Su estado era tan lastimoso, tan famélico, que tuvieron miedo de él. Le arrojaron comida a cincuenta pasos de la casa, mientras el dueño guardaba la puerta con un fusil.
Florent enmudeció, la voz entrecortada, las miradas a lo lejos. Parecía hablar solamente para sí. La pequeña Pauline, a quien le entraba sueño, se abandonaba, la cabeza caída, haciendo esfuerzos por mantener abiertos sus ojos maravillados. Y Quenu se enfadaba.
—¡Pero animal! —le gritaba a Léon—. ¿Es que no sabes sostener una tripa?… ¡Si no me miraras! No me tienes que mirar a mí, sino a la tripa… Eso, así. No te muevas ahora.
Léon, con la mano derecha, levantaba un largo trozo de tripa vacía, en cuyo extremo estaba ajustado un embudo muy ancho; y, con la mano izquierda, enrollaba la morcilla alrededor de una jofaina, de una fuente redonda de metal, a medida que el chacinero llenaba el embudo a grandes cucharadas. La papilla corría, negra y humeante, hinchando poco a poco la tripa, que volvía a caer ventruda, con blandas curvas. Como Quenu había retirado la olla del fuego, aparecían los dos, él y Léon, el niño con un perfil delicado y él con una cara ancha, al ardiente resplandor del fogón, que caldeaba sus rostros pálidos y sus ropas blancas con un tono rosado.
Lisa y Augustine se interesaban por la operación, sobre todo Lisa, que regañó a su vez a Léon porque apretaba demasiado la tripa con los dedos, lo cual producía nudos, según ella. Cuando la morcilla estuvo embutida, Quenu la deslizó suavemente en una olla de agua hirviendo. Pareció muy aliviado, ya sólo tenía que dejarla cocer.
—¿Y el hombre? ¿Y el hombre? —murmuró de nuevo Pauline, abriendo los ojos, sorprendida de no oír hablar a su primo.
Florent la mecía sobre su rodilla, haciendo aún más lento su relato, susurrándolo como una nana.
—El hombre —dijo— llegó a una gran ciudad. Primero lo tomaron por un presidiario evadido; lo retuvieron varios meses en la cárcel… Después lo soltaron, hizo toda clase de oficios, llevó cuentas, enseñó a leer a niños; e incluso un día entró, de peón, en unas obras de desmonte… El hombre soñaba siempre con regresar a su país. Había ahorrado el dinero necesario cuando enfermó de fiebre amarilla. Lo creyeron muerto, se repartieron sus ropas; y cuando se salvó no encontró ni siquiera una camisa… Hubo que volver a empezar. El hombre estaba muy enfermo. Tenía miedo de quedarse allá… Por fin el hombre pudo partir, el hombre regresó.
La voz había bajado cada vez más. Murió, con un último temblor de los labios. La pequeña Pauline dormía, adormilada por el final de la historia, la cabeza abandonada sobre el hombro del primo. Él la sostenía con el brazo, la mecía aún con la rodilla, insensiblemente, de forma suave. Y como ya nadie le hacía caso, allí se quedó, sin moverse, con la niña dormida.
Era la traca final, como decía Quenu. Retiraba las morcillas de la olla. Para no reventarlas ni enganchar los extremos, las cogía con un palo, las enrollaba, las llevaba al patio, donde debían secarse rápidamente sobre zarzos. Léon le ayudaba, sostenía los trozos demasiado largos. Esas guirnaldas de morcilla que atravesaban la cocina, rezumantes, dejaban rastros de una intensa humareda que terminaban de adensar el aire. Auguste, por su parte, tras echar un último vistazo a la manteca de cerdo que se estaba fundiendo, había destapado las dos ollas, donde las grasas hervían pesadamente, dejando escapar, de cada una de las burbujas reventadas, una ligera explosión de acre vapor. El raudal de grasa había aumentado desde el comienzo de la velada; ahora ahogaba el gas, llenaba la pieza, fluía por todas partes, metiendo en una niebla la blancura rojiza de Quenu y sus dos ayudantes. Lisa y Augustine se habían levantado. Todos resoplaban como si acabaran de comer demasiado.
Augustine subió en brazos a la dormida Pauline. Quenu, a quien le gustaba cerrar en persona la cocina, despidió a Auguste y Léon, diciendo que él entraría la morcilla. El aprendiz se retiró muy colorado; había deslizado bajo su blusa casi un metro de morcilla, que debía de quemarle. Después, al quedarse solos los Quenu y Florent, guardaron silencio. Lisa, de pie, comía un trozo de morcilla caliente, que mordía a breves dentelladas, separando sus hermosos labios para no quemarlos; y el trocito negro desaparecía poco a poco en todo aquel rosa.
—¡Qué bien! —dijo—. La Normanda se equivocó al ser mal educada… Está rica la morcilla, hoy.
Llamaron a la puerta de la calle, entró Gavard. Todas las noches se quedaba en el bar de Lebigre hasta media noche. Venía a recibir una respuesta definitiva sobre la plaza de inspector del pescado.
—Ustedes comprenderán —explicó—, que el señor Verlaque no puede esperar más, está realmente demasiado enfermo… Florent tiene que decidirse. Prometí dar una contestación mañana a primera hora.
—Y Florent acepta —respondió tranquilamente Lisa, dando un nuevo mordisco a su morcilla.
Florent, que no había abandonado su silla, presa de un extraño aplastamiento, intentó en vano levantarse y protestar.
—No, no —prosiguió la salchichera—, es cosa resuelta… Vamos, querido Florent, ya ha sufrido usted bastante. Lo que contaba hace un rato es estremecedor. Ya es hora de que se asiente. Pertenece usted a una familia honorable, ha recibido una educación y, verdaderamente, no resulta adecuado andar corriendo por los caminos, como un auténtico pordiosero… A su edad ya no están permitidas las chiquilladas… Ha cometido usted locuras, ¡pues bueno!, se olvidarán, se le perdonarán. Volverá usted a su clase, a la clase de la gente honrada, en fin, vivirá como todo el mundo.
Florent la escuchaba, extrañado, sin encontrar una palabra. Tenía razón ella, sin duda. Era tan sana, tan tranquila, que no podía querer el mal. Era él, el flaco, de perfil negro y turbio, quien debía de ser malo y de soñar con cosas inconfesables. No sabía ya por qué se había resistido hasta entonces.
Pero ella continuó, profusamente, sermoneándole como a un chiquillo que ha cometido faltas y a quien se amenaza con los guardias. Se mostraba muy maternal, encontraba razones muy convincentes. Luego, como último argumento:
—Hágalo por nosotros, Florent —dijo—. Tenemos cierta posición en el barrio, que nos obliga a muchos miramientos… Me temo que haya chismorreos sobre nosotros. Esa plaza lo arreglará todo, usted será alguien, e incluso será un honor para nosotros.
Se volvía acariciadora. Cierta plenitud invadía a Florent; estaba como impregnado por ese olor de la cocina, que lo alimentaba con todo el alimento con que el aire estaba cargado; se dejaba resbalar a la dichosa cobardía de aquella digestión continua del ambiente pringoso donde llevaba quince días viviendo. Eran, a flor de piel, mil cosquilieos de grasa naciente, una lenta invasión del ser entero, una blanda dulzura de tendero. A esa hora avanzada de la noche, en el calor de esa pieza, su acritud, su voluntad se fundían en su interior; se sentía tan lánguido después de aquella tranquila velada, de los perfumes de la morcilla y la manteca, de la gorda Pauline dormida en sus rodillas, que se sorprendió deseando pasar otras veladas semejantes, veladas sin fin, que lo engordarían. Pero fue sobre todo Cordero el que lo decidió. Cordero dormía profundamente, la barriga al aire, una pata sobre la nariz, la cola recogida contra los costados como para servirle de edredón; y dormía con tal felicidad de gato, que Florent murmuró, mirándolo:
—¡No! Es demasiado idiota, al final… Acepto. Diga que acepto, Gavard.
Entonces Lisa acabó su morcilla, limpiándose los dedos, suavemente en el borde del delantal. Quiso preparar la palmatoria de su cuñado, mientras Gavard y Quenu lo felicitaban por su decisión. Alguna vez había que acabar, después de todo; los quebraderos de cabeza de la política no dan de comer. Y ella, de pie, con la palmatoria encendida, miraba a Florent con aire satisfecho, con su bella cara tranquila de vaca sagrada.