Guillermo bajó la calle silbando, con las manos metidas en los bolsillos.
El silbido de Guillermo era más penetrante que melodioso. La gente sensible huía, estremeciéndose, al oírlo.
El dueño de la confitería, sin embargo, no era sensible. Movió la cabeza, en amable saludo, al pasar Guillermo. Este era parroquiano suyo. Le hacía compras con toda la frecuencia que su bolsillo se lo permitía.
Animado, el muchacho se detuvo a la puerta y dejó de silbar.
—¡Hola, señor Moss! —dijo.
—Hola, Guillermo —respondió el señor Moss.
—¿Hay algo barato hoy?
El señor Moss movió negativamente la cabeza.
—Seis peniques las tres onzas es lo más barato que tengo.
Guillermo lanzó un suspiro.
—Eso es muy «caro» —afirmó.
—Y, ¿qué cosa no es cara? Contéstame a eso, ¿qué cosa no es cara? —preguntó el señor Moss, lúgubremente.
—Bueno, deme esas tres onzas. Se las pagaré mañana.
El señor Moss movió negativamente la cabeza otra vez.
—¡Ande! —insistió el muchacho—. Mañana me dan el dinero para gastar. Ya sabe usted que me lo dan.
—Al contado, jovencito —contestó el otro—. Yo hago mis ventas al contado. Sin embargo, mañana, te daré unos cuantos más aparte del peso. Será mi regalo de Año Nuevo.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
—Bueno, pues démelos ahora.
El señor Moss vaciló.
—Así no serían regalo de Año Nuevo, ¿no te parece?
Guillermo reflexionó.
—Me los comeré hoy, pero «pensaré» en ellos mañana —prometió—. Así resultarán regalo de Año Nuevo.
El señor Moss, aparentemente convencido, cogió unos cuantos caramelos surtidos y se los entregó. Guillermo los recibió agradecido.
—Y, ¿qué buena resolución vas a tomar mañana? —preguntó a poco el señor Moss.
Guillermo mascó en silencio unos momentos. Luego:
—¿Buena resolución? —dijo—. No tengo ninguna.
—Tienes que tomar una buena resolución para Año Nuevo —dijo el señor Moss, con firmeza.
—¿Igual que cuando uno deja de tomar carne en Cuaresma y usa traje blanco en verano? —preguntó Guillermo, con interés.
—Sí; igual que eso. Tienes que pensar en alguna falta de la que te quieras enmendar, y empezar mañana.
Guillermo reflexionó.
—No se me ocurre nada —dijo, por fin—; piense usted algo por mí.
—Podías resolver hacer bien los ejercicios que te den en el colegio.
El muchacho negó con la cabeza.
—No —dijo—. Eso no sería muy divertido, ¿no le parece? ¡Quiá! ¡Qué habrá de serlo!
—O llevar la ropa bien cepillada… O ir bien arreglado.
Guillermo se estremeció repetidamente ante el solo pensamiento de que tal cosa pudiera ser posible.
—O… dejar de gritar y de silbar —prosiguió el dueño de la confitería.
El muchacho se metió dos caramelos más en la boca y movió negativamente la cabeza.
—¡Quiá! —exclamó, por fin.
—O ser cortés.
—¿Cortés?
—Sí. Decir: «Haga usted el favor» y «Gracias» y «Con su permiso» y «Perdone que lo contradiga» y «¿Puedo hacer algo en su obsequio?»… Cosas así…
A Guillermo le gustó la idea.
—Sí; podría hacer eso —dijo—. Sí; podría intentarlo. Pero ¿cuánto tiempo tiene que durar?
—No mucho. Generalmente, el primer día del año nada más. Por regla general, la gente se cansa después del primer día.
—¿Y usted, qué ha resuelto hacer? —inquirió Guillermo, metiéndose cuatro caramelos más en la boca.
El señor Moss miró por toda la tienda con aire de conspirador; luego se inclinó y dijo, en tono confidencial:
—Voy a preguntárselo otra vez.
—¿El qué? ¿A quién? —dijo el muchacho, intrigado.
—Lo mismo que he preguntado a alguien todos los días de Año Nuevo durante los últimos diez años.
—Preguntando ¿qué? —insistió el niño, contemplando, con tristeza, su último caramelo.
—Preguntado si quería aceptarme, naturalmente —contestó el señor Moss, con gesto de desdén por la falta de inteligencia de Guillermo.
—¿Aceptarle para qué? ¿Para qué quiere que le acepten, señor Moss?
—Como «marido» —contestó el dueño de la confitería, ruborizándose levemente.
—Hombre —observó Guillermo, muy serio—; yo no se lo hubiera preguntado a la misma mujer los diez años. Hubiera probado con otra. Hubiese seguido preguntándoselo a otra gente, si hubiese querido casarme. Encontraría usted alguien, con toda seguridad, que no tendría inconveniente en casarse con usted… sobre todo teniendo una tiende de caramelos. Debe de ser tonta esa señora. ¿«Sabe» ella que tiene usted una tienda de caramelos?
El señor Moss se limitó a suspirar y se metió un caramelo en la boca con aire de abstraída melancolía.
* * *
A la mañana siguiente, Guillermo saltó de la cama con expresión de resolución Inquebrantable.
—Voy a ser cortés —dijo, como hablando con los muebles—. Voy a ser cortés todo el día.
Se encontró con su padre en la escalera, al bajar a desayunar.
—Buenos días, papá —dijo, con lo que él creyó exquisita cortesía y elegante expresión—. ¿Puedo ayudarte en algo hoy?
Su padre le miró con desconfianza.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó.
Guillermo se mostró ofendido.
—No hago más que ser cortés. Es… es una de esas cosas que se hacen por Año Nuevo, ¿sabes? Yo he decidido hacer una: ser cortés.
Su padre se excusó.
—Lo siento —dijo—. Es que no estoy acostumbrado a eso en ti, ¿comprendes? Me sobresaltó.
Durante el desayuno, la cortesía de Guillermo resplandeció en toda su gloria.
—¿Necesitas algo, Roberto? —preguntó, con dulzura.
Su hermano mayor se hizo el sordo.
—Va a llover otra vez —dijo, en cambio, dirigiéndose a todos, en general.
—Perdona que te contradiga, Roberto —dijo Guillermo—; pero le oí decir al lechero que haría buen tiempo, y perdona que te contradiga.
—¡Eh, oye, tú! —exclamó Roberto, furioso—. ¡A ver si no eres impertinente!
—Me parece a mí que en esta casa no hay quien sepa lo que es ser cortés —comentó entonces Guillermo, con amargura—. Me parece a mí que podría pasarse uno años y años en esta casa siendo cortés sin que nadie se diera cuenta de lo que uno hacía.
_ Su madre le miró con ansiedad.
—No te sentirás mal, ¿verdad, querido? —preguntó—. ¿No tendrás dolor de cabeza o algo así?
—No; estoy siendo «cortés» —contestó el chico, Irritado.
Luego se contuvo, agregando con empalagosa dulzura:
—Me encuentro muy bien, mamá querida; gracias.
—¿Duele mucho eso que te ha cogido? —le preguntó su hermano.
—No, Roberto, gracias —contestó el niño, con cortesía.
Después del desayuno se embolsó el dinero que le daban para gastar todas las semanas, mostrando también su cortés agradecimiento.
—Muchas gracias, papá.
—No hay de qué darlas, Guillermo. A tus órdenes —dijo el señor Brown, para no dejarse ganar.
Pero luego agregó:
—Resulta difícil esto. ¿Cuánto tiempo ha de durar?
—¿El qué?
—La resolución que has tomado.
—¡Ah! ¿El ser cortés? Él me dijo que rara vez se cumple después del primer día.
—Tiene muchísima razón quienquiera que sea. No duran más.
—Piensa preguntárselo otra vez —observó Guillermo, aunque no venía a cuento.
—¿Quién? ¿Y preguntarle a quién qué? —inquirió el señor Brown.
Pero Guillermo se había marchado ya. Se hallaba camino de la tienda del señor Moss.
Aquel buen hombre estaba en la puerta de la tienda, con sombrero y gabán puestos, mirando, con ansiedad, arriba y abajo de la calle.
—Buenos días, señor Moss —dijo Guillermo, con cortesía.
El señor Moss sacó un enorme reloj antiguo.
—¡Tarda! —exclamó—. ¡Perderé el tren! ¡Ay de mí! ¡Será el primer Año Nuevo que haya faltado en diez años!
Guillermo estaba inspeccionando los caramelos con aire de experto.
—Esos de color rosa son nuevos —dijo, por fin—. ¿Cuánto valen?
—Ocho peniques las tres onzas. ¡Ay de mí! ¡Perderé el tren!
—Son muy pequeños —observó el muchacho—. Debían ser más baratos, siendo tan pequeños.
—¿Quieres… quieres hacerme un favor y te «regalo» tres onzas de esos caramelos?
Guillermo se quedó boquiabierto. El ofrecimiento casi era demasiado magnífico para ser verdad.
—Haría «cualquier cosa» a cambio de eso —respondió, al fin, sencillamente.
—Bueno, pues quédate en la tienda hasta que mi sobrino venga. No tardará en llegar ya, pero perderé el tren si le espero. Ha de cuidar de la tienda hasta que vuelva yo, y debe venir de un momento a otro. Dile que tuve que irme corriendo para coger el tren y, si alguien entra en la tienda antes de que venga, pídeles que esperen o que vuelvan más tarde. Puedes pesarte tú mismo tres onzas de esos caramelos.
Guillermo se pellizcó para asegurarse de que estaba vivo y que no había sido trasladado de repente al cielo.
El señor Moss, tras dirigir otra mirada, preñada de ansiedad, a su reloj, se marchó, apresuradamente, en dirección a la estación.
El muchacho quedó, pues, solo. ¡Solo! Se pasó unos momentos entregado a sueños de color de rosa. El ideal de su infancia —tal vez de la infancia de todo el mundo— se había convertido en realidad. ¡Tenía una tienda de caramelos!
Paseó por el establecimiento, pavoneándose, deteniéndose para meterse en la boca un caramelo de los llamados «Custer», compuesto, según la etiqueta del tarro, de crema pura y mantequilla de primera calidad. ¡Todo aquello era suyo…! Todas aquellas hileras y más hileras de tarros de cristal con caramelos de cuantos tamaños y colores pueda uno imaginarse. Y también aquellas cajas de chocolates, colocadas atractivamente.
Se imaginó, ilusoriamente, que era dueño de todo aquello. Y una vez se hubo paseado tres veces por la tienda, estaba convencido de que, realmente, era el dueño.
Y en aquel momento apareció un niño en la puerta.
Guillermo le dirigió una mirada torva.
—¡Eh! —gritó, con brusquedad—. ¿Qué quieres tú?
Pero recordando, de pronto, su resolución, rectificó así:
—¿«Haces el favor» de decirme qué deseas?
—¿Dónde está mi tío? —preguntó el niño, con igual brusquedad—. Porque mi hermano está enfermo y no puede venir.
Guillermo hizo entonces un gesto airoso con la mano.
—No te preocupes —dijo—. Diles a los de tu casa que no se preocupen. Que está bien, ¿comprendes? Y ahora, ¡lárgate!
El niño se quedó mudo de asombro. Guillermo le metió en una mano un trozo de regaliz y en la otra un paquete de chocolate.
—Ahora, «vete»… No «quiero» verte aquí. ¿Comprendes? ¡«Vete» de aquí, so… «vacaburra»!
Guillermo sabía dirigir, a veces, insultos completamente originales.
El niño se marchó, efectivamente. Iba mirando aún, como hipnotizado, lo que le había dado Guillermo, cuando este último corrió a la puerta tras el niño, y gritó:
—¡Y perdona que te haya llamado así!
La verdad era que Guillermo había empezado ya a considerar su resolución como una especie de dios, al que había que tener contento. En efecto, la resolución tomada parecía ya haberle concedido el sueño de toda su vida: una tienda de caramelos bien surtida.
Volvió a pasearse por el establecimiento y descubrió un caramelo completamente nuevo para él, llamado «Besos de coco». Su único inconveniente era su inestabilidad. Se deshacía inmediatamente en la boca. Tanto es así, que, casi antes de que el muchacho se diera cuenta, se encontró con que había vaciado la caja.
Se entregó luego a los más sólidos encantos de los caramelos de piña.
Le interrumpió la entrada de una señora delgada, de edad indeterminada.
—Buenos días —dijo, con voz fría—. ¿Dónde está el señor Moss?
Guillermo contestó lo mejor que le permitieron los cinco caramelos que, justamente, en aquel momento, tenía en la boca.
—No entiendo una palabra —afirmó la señora, con más frialdad aún, luego que hubo escuchado los gruñidos.
El muchacho entonces se sacó de la boca, temporalmente, dos de los cinco caramelos y los depositó en el platillo de la balanza.
—Se fue —contestó, lacónicamente.
E, inopinadamente, agregó, al acordarse de su resolución:
—Gracias.
—¿Quién está al cuidado de la tienda?
—Yo.
La dama le miró fijamente con inequívoca desaprobación.
—Bueno —dijo, por fin—. Pues quiero una de esas barras de chocolate.
Guillermo, mirando entonces a su alrededor, para atender aquella demanda, se dio cuenta, de pronto, de lo mucho que se había comido.
Pero había ocasión de compensar al señor Moss por las pérdidas que aquella voracidad suya pudiera suponer.
Miró las barras de dos peniques.
—Un chelín cada una —aseguró con firmeza.
La mujer le miró, boquiabierta.
—No valían más que dos peniques ayer.
—Ha subido el precio desde entonces —declaró Guillermo con atrevimiento, agregando luego, con vaguedad—: Y perdone que se lo diga.
—¿Que han subido de precio? —exclamó ella, indignada—. ¿Tienen noticias de los proveedores diciendo que han subido de precio?
—Sí, señora —contestó, cortésmente, el niño.
—¿Cuándo recibieron esa noticia?
—Esta mañana… Y perdone que se lo diga.
La cortesía de Guillermo pareció exasperarla.
—¿Lo supieron por correo?
—Sí, señora; por correo esta mañana.
La mujer le miró con vengativa mirada triunfal.
—Da la casualidad de que yo vivo enfrente, so embustero, y sé que el cartero no estuvo aquí esta mañana.
Guillermo la miró, tranquilamente, de hito en hito.
—No; vinieron a verme de noche… Los fabricantes, claro está. No es posible que los oyera usted, porque estaría usted durmiendo… Y perdone que la contradiga.
Es un don el saber mentir de forma que se convenza a otra gente. Pero aún es mayor don saber mentir de forma que se convenza uno mismo. Guillermo poseía este último don.
Sin embargo, sus palabras no produjeron mella en la compradora.
—Pues yo no pagaré más de dos peniques —aseguró, cogiendo una barra de chocolate y depositando los dos peniques sobre el mostrador—. Y denunciaré esta tienda por querer cobrar precios excesivos. ¡Es un escándalo! ¡Y todo lo que decías, una serie de embustes!
Guillermo le dirigió una mirada poco tranquilizadora.
—Valen «un chelín» —repitió—. Yo no quiero sus miserables dos peniques. Dije que valía «un chelín».
La siguió hasta la puerta. La señora cruzaba la calle en dirección a su casa.
—¡So… so «ladrona»! —gritó tras ella, aunque, fiel a su Resolución, agregó al punto, en voz baja—: ¡Y perdone que se lo diga!
—¡Haré que venga a prenderte la policía! —le contestó, furiosa, ella, desde el otro lado de la calle—. ¡Blasfemo! ¡Sinvergüenza!
Guillermo le sacó la lengua; luego regresó a la tienda y cerró la puerta.
Fue entonces cuando descubrió que, al abrirse, la puerta hacía sonar un timbre y, después de llenarse la boca de regaliz, se pasó los siguientes cinco minutos abriendo y cerrando la puerta con violencia, hasta que estropeó el mecanismo.
Al ocurrir esto, se fortificó comiendo unos cuantos bombones llamados «Balones de nuez», y, subiéndose a una silla, desmontó el timbre.
Le interrumpió la llegada de otro cliente. Tragándose un «balón de nuez» entero, se apresuró a meterse detrás del mostrador.
La recién llegada era una niña de unos nueve años de edad; una niña muy linda, envuelta en un abriguito de piel blanca y tocada con gorro del mismo material. Llevaba, por añadidura, largas polainas blancas. Su cabello caía en cascada de tirabuzones sobre hombros. Tenía los ojos azules; las mejillas satinadas y sonrosadas; la boca como la de un recién nacido.
Guillermo había visto a aquella niña tan bella varias veces por la población; pero nunca le había hablado. Cuantas veces la había visto, habíasele antojado que se le derretía el corazón.
Ahora, pues, sonrió, con sonrisa tímida. Y su rostro cubierto de pecas se cubrió de rubor.
Ella no pareció encontrar extraño que un niño pequeño estuviese encargado de una tienda de caramelos.
Se acercó al mostrador.
—Quería dos barras de chocolate de dos peniques —dijo.
Su voz era clara y argentina.
Guillermo había perdido el uso de la palabra. Su sonrisa se hizo más expansiva y la expresión de su rostro más idiota.
De pronto, viendo sus dos caramelos de piña, medio chupados, encima del platillo de la balanza, se los metió precipitadamente en la boca.
La niña, entretanto, deposito cuatro peniques sobre el mostrador.
Guillermo recobró la voz.
—Puede usted comprar muchas cosas con eso —dijo, con voz ronca—. Va muy barato todo. ¡Va baratísimo! Puede llevarse la caja entera por ese dinero.
Y le puso la caja en la mano.
—¿Y qué más desea? —prosiguió a continuación—. ¡Dígamelo! Dígame qué más desea.
—No tengo más dinero —declaró la niña, aturdida.
—El «dinero» es lo de menos —aseguró Guillermo—. Las cosas van muy baratas hoy. —¡«Muy» baratas! Puede usted llevarse… lo que quiera por esos cuatro peniques. ¡Lo que usted quiera!
—¿Porque es día de Año Nuevo? —preguntó la niña, creyendo comprender.
—Sí; por eso.
—¿Es de usted la tienda?
—Sí —contestó Guillermo, dándose importancia—. Es toda mía.
Ella le miró con admiración y envidia.
—Me gustaría tener una tienda de caramelos —dijo con añoranza.
—Bueno, pues llévese lo que quiera —propúsole Guillermo, con generosidad.
La chiquilla recogió todo lo que pudo cargar y se dirigió hacia la puerta.
—¡Gracias, muchas gracias! —exclamó agradecida.
Guillermo se apoyó en la puerta, con actitud de buen humor.
—No hay de qué darlas —dijo con sonrisa indulgente—. No hay de qué, de verdad.
Luego, recordando las palabras de su padre aquella mañana, agregó:
—De nada, señorita. Estoy a sus órdenes.
Y no dijo más porque no sabía ya qué decir; pero hizo una reverencia cortesana cuando la niña salía. Y aún al pasar ella por delante del escaparate, Guillermo le dirigió una sonrisa expansiva.
La niña entonces se detuvo y le tiró un beso.
Con esto nuestro amigo parpadeó emocionado y continuó sonriendo mucho después de haber desaparecido la muchacha. Luego, distraído, se metió un puñado de caramelos en la boca y se sentó detrás del mostrador.
Mientras mascaba los caramelos, se imaginó salvando a la niña de manos de bandidos y piratas y hasta de una casa en llamas. Estaba saltando ágilmente del tejado de la casa incendiada, con la salvada niña en sus brazos, cuando vio a dos de sus amigos que tenían las narices aplastadas contra el escaparate. Entonces, olvidando lo otro, se levantó de su asiento y se dirigió paseando tranquilamente hacia la puerta.
—¡Hola, Pelirrojo! ¡Hola, Enrique! —dijo, haciendo esfuerzos para aparentar que se hallaba en su casa.
Y ellos le miraron maravillados.
—Tengo una tienda —agregó él como quien no le da importancia a la cosa—. Entrad a verla.
Accediendo, se asomaron cautelosamente a la puerta y, tranquilizados al ver que Guillermo estaba solo, entraron boquiabiertos. Pelirrojo y Enrique contemplaron las cajas y los frascos de caramelos. La cueva de Aladino carecía de importancia comparada con aquello.
—¿Cómo te hiciste con ella, Guillermo? —preguntó al fin Pelirrojo.
—Me la dieron —contestó el muchacho—. Hice una de esas cosas de ser cortés y me la dieron. Andad —prosiguió bondadosamente—, coged lo que queráis. Comed todo lo que queráis y, de nada, no hay de qué darlas.
Los dos muchachos no necesitaron que les fuese repetida la invitación.
Con el certero instinto de la infancia —no exento del conocimiento que proporciona la experiencia— que les advertía que, de un momento a otro, podía aparecer el Ángel Exterminador en aquel Paraíso, aprovecharon el tiempo.
Fueron de caja en caja, metiéndose puñados de chocolate y caramelos en la boca. No hablaron palabra, principalmente porque, en tales circunstancias, el hablar resultaba punto menos que imposible. Lo que sí hicieron, demostrando una previsión digna de encomio, fue llenarse los bolsillos mientras comían.
Un observador atento se hubiera dado cuenta de que Guillermo comía muy poco ya. Hacía rato que los caramelos no le llamaban la atención, cosa que resultaba inexplicable dada su afición por ellos. Le sabía mal, sin embargo, ceder a la sensación de hastío, y aún de vez en cuando, se metía algún que otro caramelo en la boca.
Dio la casualidad de que pasara junto a la tienda un muchacho de unos catorce años de edad. Al ver a tres niños pequeños que consumían rápidamente las existencias del establecimiento, se despertó su interés.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó con indignación, asomándose a la puerta.
—Tú, lárgate de mi tienda —dijo Guillermo valerosamente.
—«¿Tu tienda?» —dijo entonces aquel muchacho—. Lo que estáis haciendo es robar las cosas de la tienda de otra persona. ¡Eh! ¡Dadme unos cuantos!
—«¡Lárgate!» —exclamó Guillermo.
—¡Lárgate «tu»! —contestó el otro.
—Si no hubiese decidido una de esas cosas de ser cortés —dijo Guillermo, amenazador—, te tumbaba de un puñetazo.
—Conque sí, ¿eh? —repuso el otro, empezando a arremangarse.
—Sí; vaya si lo haría. Sal de aquí.
Para convencerle, cogiendo el frasco más cercano, Guillermo empezó a tirar caramelos a la cabeza de su contrincante. Al darle uno en un ojo, este se retiró a la calle.
Guillermo, ardiendo en deseos de pelear ya, le siguió, sin dejar de tirar caramelos con todas sus fuerzas.
Se formó un grupo de niños. Algunos de ellos empezaron a recoger los caramelos del suelo; otros tomaron parte en la escaramuza.
Guillermo, Enrique y Pelirrojo, empero, no cedieron: lucharon con denuedo contra un enemigo numéricamente superior.
Sólo el ver acercarse rápidamente al propietario de la tienda puso fin a la pelea. Los niños de la calle se largaron con cuanto botín pudieron recoger, en una dirección. Enrique y Pelirrojo en otra. Guillermo, con un frasco vacío en la mano, quedó para hacer frente al señor Moss.
Este entró y miró a su alrededor aturdido.
—¿Dónde está mi sobrino, Guillermo? —preguntó.
—Está enfermo. No pudo venir. Yo he estado cuidando de la tienda. Lo he hecho lo mejor que he podido. —Contempló el saqueado establecimiento y se apresuró a aplacar al propietario.
—Tengo algo de dinero para usted. —Señaló los seis peniques que representaban el total de los ingresos—. No es gran cosa —reconoció.
Miró de nuevo la hilera de cajas completamente vacías, frascos medio vacíos y los destrozos naturales en toda batalla. Pero, por fortuna, el señor Moss apenas pareció darse cuenta.
—Gracias, Guillermo —dijo, casi con humildad—. Guillermo —agregó—, me ha aceptado. Va a casarse conmigo. ¿Verdad que es magnífico? ¡Después de tantos años!
—Temo que encontrará usted esto bastante desordenado —dijo el chico, volviendo a lo que le parecía más importante.
Mas el señor Moss, con un gesto, le indicó que no se molestara en excusarse.
—No importa —aseguró—. Hoy nada importa. ¡Me ha aceptado por fin! Voy a cerrar la tienda esta tarde para volver junto a ella. Gracias por haberte quedado aquí, Guillermo.
—De nada; no hay de qué darlas —manifestó con nobleza el muchacho.
Luego añadió:
—Creo que ya he sido cortés bastante tiempo. ¿Cree usted que bastará una mañana por este año?
—¿Eh…? ¡Ah, sí! Bueno, cerraré. No esperes, Guillermo. Ya es hora de que vuelvas a tu casa, a comer.
¿Comer?
Guillermo decidió que no quería comida alguna. El simple pensamiento de comer, le producía una revolución que era algo más que carencia absoluta de hambre. Decidió, sí, regresar a su casa lo antes posible, pero no para comer.
—Adiós —dijo.
—Adiós —contestó el señor Moss.
—Encontrará usted que faltan algunas cosas —advirtió aún Guillermo, débilmente—. Entraron aquí unos niños…
—No te apures por eso, Guillermo —repitió el señor Moss saliendo, de nuevo, de su abstracción—. Eso no tiene importancia. Está bien.
Pero Guillermo no estaba bien ni mucho menos.
Querido lector: Si a la edad de once años te hubieran dejado solo, toda una mañana, encargado de una tienda de caramelos, ¿hubieras estado tú bien? Apuesto a que no.
Pero no seguiremos a Guillermo durante las humillantes horas que pasó aquella tarde. Le dejaremos en el momento en que, pálido y vacilante, pero dueño de la situación aún, endereza sus pasos hacia su casa.