Era fiesta aquella tarde y Guillermo se hallaba en su cuarto, haciendo preparativos para la tarde.
En la repisa de la chimenea había preparado medio pastel —botín producto del saqueo de la despensa— y una botella de agua de regaliz. Esta bebida estaba hecha agitando trozos de regaliz en agua. Estaba muy en uso entre los Proscritos, banda a la que pertenecía Guillermo y que se reunía secretamente, todas las medias fiestas, en un cobertizo abandonado que se hallaba a cosa de un cuarto de milla de distancia de la casa de Guillermo.
Hasta entonces, los Proscritos habían limitado sus actividades a la lucha greco-romana, la busca de aventuras y las operaciones culinarias. La semana anterior habían guisado dos salchichas, robadas por Guillermo en la despensa la tarde que hacía fiesta la cocinera y transportadas al cobertizo en el pecho, debajo de la camisa.
Tal vez «guisar» sea un eufemismo. Si hemos de hablar con propiedad, diremos que habían tenido las salchichas sobre el humeante fuego hasta que estuvieron completamente ennegrecidas y luego consumieron aquellos chamuscados restos con evidente placer.
Guillermo se metió la botella de agua de regaliz en un bolsillo y el medio pastel en otro y, se disponía a abandonar la casa con la cautela de costumbre —por la ventana del cuarto de baño, el tejado del fregadero y la tubería del agua hasta el jardín posterior—. Aun cuando no fuese cargado con medio pastel robado, Guillermo prefería aquel modo de salir al de emplear la puerta en la forma corriente.
Pero en esta ocasión al llegar al descansillo, oyó abrir y cerrar la puerta del vestíbulo y acto seguido un torrente de saludos exuberantes.
—¡Caramba! ¡Cuánto me alegro de que hayas venido, querida! Y ¿es este el nene? ¡Qué «lindo»! ¡Precioso, guapo, monín! ¿Quién te quiere a ti?
La voz era la de la mamá de Guillermo.
—¡Caramba! —murmuró el muchacho, batiéndose, apresuradamente, en retirada.
Se sentó en su cama a esperar que tuviese el camino libre. No tardaron en oírse pasos que subían la escalera.
—¡Querido Guillermo…! —dijo su madre entrando en el cuarto—. La señora Butler ha venido con su nene a pasar la tarde. Habíamos pensado salir hasta la hora del té y llevarnos el niño; pero la pobre tiene un dolor de cabeza tan grande, que he insistido en que se tienda un rato en el salón. Está la mar de preocupada, sin embargo, porque no saldrá el nene a disfrutar de una tarde tan hermosa como esta.
—Pues es lástima —aseguró Guillermo, sin gran interés.
—La cocinera ha salido y Emma tiene que preparar el té y contestar o abrir la puerta cuando llaman y como Ethel tampoco está, le dije a la señora Butler que estaba «segura» de que no te importaría sacar al nene a dar una vuelta en el cochecito.
Guillermo la miró, incapaz de articular palabra. La clásica expresión de horror de Medusa resultaba insignificante comparada con la del muchacho en aquel momento. Finalmente, se humedeció los labios y habló con voz ronca.
—«¿Yo?» —exclamó—. «¿Yo?». ¿Sacar «yo» a un niño en un cochecito?
—Mira, querido, ya sé que esta tarde haces fiesta, pero te pasarías la tarde fuera, respirando el aire fresco, que es lo principal. El nene es muy mono y el cochecito también y no cuesta trabajo empujarlo. Además, la señora Butler te estará muy agradecida.
—¡Ya lo creo que puede estarlo! —contestó amargamente Guillermo—. Estaría obligada a agradecérmelo si sacara al niño en el cochecito.
—Vamos, Guillermo. Estoy segura de que te gustará ayudar. Y, por añadidura, no creo que te sentaría muy bien que se enterara tu padre de que ni siquiera habías querido hacer una cosa tan sin importancia como esa por la señora Butler. ¡La pobre tiene un dolor de cabeza tan grande…!
—«¡Una cosa tan sin importancia como esa!» —repitió Guillermo con toda la amargura de que fue capaz.
Pero el Destino le acorralaba. Comprendía que no le dejarían tranquilo mientras no hiciese la cosa que le pedían. Tristemente y de mala gana, se resignó a lo inevitable.
—Bueno —murmuró—; bajaré dentro de un momento.
Oyó las tonterías que le decían al nene allá en el vestíbulo. Luego oyó la voz de su hermano mayor.
Roberto decía con la aplastante superioridad de los dieciocho años:
—¿Es posible, mamá, que confíes esa criatura a… Guillermo?
—Alguien tiene que sacar al nene —respondió la madre—. Hace una tarde tan hermosa… Es muy amable Guillermo al prestarse a hacerlo… sobre todo siendo su día de fiesta. ¡Y a la señora Butler le duele «más» la cabeza…!
—Está bien —dijo Roberto con el tono de quien se lava las manos del asunto—. Tú conoces a Guillermo tan bien como…
—¡Dios mío! —suspiró la señora Brown—. ¡Mira que encontrarle tú faltas, ahora que estaba todo arreglado…! Si no quieres que le saque Guillermo, ¿por qué no lo haces tú?
Al oír esto, Roberto retrocedió apresuradamente hacía el comedor y continuó la conversación a distancia.
—No quiero sacarle yo, gracias. Lo único que digo es que ya conoces a Guillermo tan bien como yo. No le saco faltas a nada. No hago más que hacer constar un hecho.
En aquel momento bajó Guillermo.
—Aquí le tienes, querido: preparado ya… Y no es preciso que vayas muy lejos… Paséate arriba y abajo de la calle nada más, si quieres; pero no vuelvas hasta la hora del té. Es un nene encantador, ¿no es cierto? Y ¿verdad que es muy bueno también Guillermín con sacarte a ti, precioso, ¡guapo!, a dar un paseín mientras tu mamaíta duerme?
A Guillermo se le arrebolaron las mejillas de pura vergüenza.
Después empujó el cochecito hacia el otro extremo de la calle y dobló la esquina. Comparados con los sentimientos del muchacho, los de los primeros mártires debieron ser de pura alegría.
¡Bonita manera de pasar la tarde un Proscrito! Temía encontrarse con alguno de sus compañeros Proscritos. Sin embargo, su lugar de reunión le atraía irresistiblemente, como un imán.
Bajó, pues, empujando el cochecito por la vereda que conducía al prado en que se alzaba su sagrado cobertizo. Se detuvo ante la puerta que conducía a dicho prado y miró, con nostalgia, hacia el cobertizo.
El niño, sentado en su cochecito, se chupó el pulgar y le miró. Por fin empezó a conversar en su peculiar manera.
—¡Blab-blab-blab-blob-blob!
—¿Te querrás callar? —exclamó Guillermo, con rabia.
Molesto por la prolongada parada y quizá por el tono de su cuidador, el nene asió la capota del cochecito, la arrancó y la tiró al suelo y cuando Guillermo se inclinaba a recogerla, el niño le tiró una almohada a la cabeza. Finalmente, se echó a reír. El muchacho empezó a experimentar una viva antipatía hacia aquel mocoso.
De pronto, Guillermo tuvo su Gran Idea. Despejóse su rostro. Sacó un cordel del bolsillo y ató, cuidadosamente, el cochecito a los barrotes de la puerta. Luego, sacando con sumo cuidado al nene, saltó la puerta con él y cruzó el prado en dirección al cobertizo. Llevaba al nene sujeto contra su pecho, gracias a sus dos manos asidas fuertemente a la frágil cinturita. Con esto, los pies del niño colgaban en el aire. Y mientras Guillermo le llevaba a través del prado, se pasó el tiempo dándole puntapiés en la boca del estómago, tirándole del pelo o metiéndole los dedos en los ojos.
—¡Que me ahorquen si entiendo qué encuentra la gente en los niños para creerlos agradables! —jadeó Guillermo para sí—. ¡Si se pasan el tiempo arañando, dando puntapiés, cegando a la gente y arrancándole el pelo, además!
Cuando entró en el cobertizo, fue recibido con el más profundo silencio.
—¡Eh! Oye tú… —empezó a decir de pronto uno de los Proscritos, con justa indignación.
—Es un rapto —hizo saber Guillermo, con voz de triunfo—. Pediremos rescate por él.
Sus compañeros le miraron con admiración. Aquel lio era, a no dudar, un acto de verdadero bandidaje.
Guillermo colocó al niño en el suelo, donde anadeó unos cuantos pasos y se sentó, de pronto y con cierta violencia. Luego miró con fijeza al más alto de todos los niños que se encontraban allí y sonrió seráficamente.
—¡Pa-pa-pa-pa-pa-pa!
Douglas, que era aquel más alto a quien mirara, sonrió avergonzado.
—Cree que soy su padre —explicó.
—Bueno —preguntó Enrique, que era el rival de Guillermo en el mando de los Proscritos—. ¿Qué hacemos primero? ¡Esa es la cuestión!
—En las novelas —recordó Pelirrojo—, escriben una nota a la familia, diciéndole que quieren rescate.
—Nosotros no haremos eso… aún no, por lo menos —se apresuró a decir Guillermo, atropelladamente.
—Pues no le veo la punta a eso de raptar a alguien para esperar que lo rescaten y no informar a la familia que tiene que pagar, ¿no te parece? —comentó Pelirrojo, con aire de persona cuya lógica resulta aplastante.
—Nooo —respondió Guillermo, de mala gana—. Pero… —agregó con un destello de esperanza—, ¿quién tiene papel y lápiz? No hago más que hacer constar un hecho. ¿Quién tiene papel y lápiz?
Nadie habló.
—¡Anda, si! —prosiguió el muchacho, triunfante—. ¡Anda! Escribe una nota. Escribe una nota sin papel ni lápiz y todos te miraremos hacerla. ¡Hug!
—Bueno —admitió Pelirrojo—. Pues no creo que tuviesen papel ni lápiz los Proscritos de otros tiempos. Aún no se habían inventado. Escribían en… en… hojas de árbol o algo así.
—Bueno, pues nada: escribe tú en hojas de árbol —desafió Guillermo, con un tono más triunfal que nunca—. Nosotros no te impedimos que lo hagas, ¿verdad? No hago más que hacer constar un hecho. Escribe en una hoja de árbol.
Les interrumpió un grito de dolor de Douglas. Halagado por las relaciones paternas tan rápidamente establecidas por el nene, se había atrevido a intentar conocerle mejor.
Recordando vagamente algo de la forma en que su madre trataba a los niños, le había metido un dedo en la boca. Pero daba la casualidad que aquel nene era feliz poseedor de cuatro dientes, dos en la mandíbula inferior y dos en la superior. Estos se cerraron con fuerza sobre el dedo de Douglas…
El muchacho se estaba mirando las señales, cuando sus amigos se acercaron.
—¡Mira…! ¡Bien clavados! ¿Lo veis? ¿Qué te parece eso? ¡Casi hasta el hueso! ¡Vaya un niño más salvaje que has traído! —exclamó dirigiéndose a Guillermo.
—Demasiado lo sé. Pero tú tienes la culpa, por tocarle. Es inofensivo si se le deja en paz. No le toques. Sea como fuere, el niño es mío y yo no te dije que podías hacer el tonto con él, ¿verdad que no? ¡Apostaría cualquier cosa a que no me mordería a mí!
—Bueno, pero ¿y el rescate? —insistió Enrique, que no se olvidaba de esto.
—Uno de nosotros puede írselo a decir a su familia y volver con el rescate —propuso Pelirrojo.
Hubo un momento de silencio. Luego Douglas se sacó el dedo herido que tenía metido en la boca y preguntó:
—¿Quién?
—Guillermo lo trajo —sugirió Enrique.
—Sí; conque yo ya he hecho mi parte.
—Bueno, ¿y qué van a hacer los demás, pregunto yo? ¿Ir a todas las casas de por aquí y preguntar si les han raptado algún niño y si estarían dispuestos a pagar rescate para que se lo devuelvan? Eso es sentido común, ¿no? Tú sabes de dónde lo sacaste y puedes ir a pedir el rescate mejor que nadie.
—Sí que puedo; pero no pienso hacerlo —dijo Guillermo, terminantemente—. No hago más que hacer constar un hecho. No pienso hacerlo. Y si alguno dice que es que no me atrevo —miró a su alrededor con gesto de desafío—, me pelearé con él para demostrar que es un embustero.
Nadie dijo que no se atreviera. La cosa estaba demasiado clara para que hiciese falta decirlo. Enrique se apresuró a cambiar de conversación.
—Bueno, ¿y qué hemos traído para el banquete?
Guillermo sacó su botella de agua de regaliz y el medio pastel; Douglas, dos lonchas de jamón ahumado y una galleta para perro; Pelirrojo, unas palomitas de maíz y unas patatas cocidas, frías, envueltas en un papel de periódico; Enrique, un budín de manzana y un frasquito de petróleo.
—Sabía que la madera estaría mojada después de lo que ha llovido. Es para encender el fuego. Eso es sentido común, ¿no?
—No hay más que una cosa que guisar —observó tristemente Pelirrojo, mirando las lonchas de jamón.
—Podemos guisar las patatas y el budín; no parecen estar muy hechos. Pongámoslo todo aquí, en el suelo, y salgamos en busca de aventuras primero. Cada uno que se vaya en una dirección. Nos reuniremos aquí dentro de un cuarto de hora aproximadamente.
Los Proscritos pasaban, generalmente, parte de la tarde buscando aventuras, cada uno por su lado. Hasta entonces, habían flirteado con el peligro, principalmente metiéndose en terreno vedado, propiedad de granjeros de mal genio, con la esperanza de ser perseguidos, esperanza que, por regla general, se cumplía.
Depositaron, pues, sus víveres en el suelo, en un rincón del cobertizo y, tras echar una mirada al «raptado», que estaba sentado tranquilamente en el suelo, mascando las cintas de su gorro, salieron, cerrando cuidadosamente la puerta.
Después de un cuarto de hora, Guillermo y Pelirrojo llegaron simultáneamente a la puerta, procedentes de direcciones opuestas.
—¿Has tenido suerte?
—No.
—Ni yo. Encendamos el fuego.
Abrieron la puerta y entraron.
El nene estaba sentado en el suelo, entre los víveres o, mejor dicho, entre lo que de ellos quedaba. Tenía petróleo en el pelo, en la cara, brazos, vestido y pies: estaba empapado en petróleo. La botella vacía, junto con su gorrita, yacían en el suelo, a su lado. Mezclada con el petróleo y por toda su persona, aparecía patata cocida fría. Y en aquel momento tenía el budín de manzana en la mano.
—¡Booo! —anunció con entusiasmo, tras su máscara de patata y petróleo.
Los muchachos guardaron silencio durante unos momentos.
—¿Cómo vamos a conseguir que arda la leña, ahora? —preguntó finalmente Pelirrojo, dirigiendo una mirada torva al frasco vacío.
—Sí —admitió Guillermo lentamente—. ¿Y quién va a llevarse a casa al nene, ahora? No hago más que hacer constar un hecho. ¿Quién va a llevarse ese nene a casa?
No cabía la menor duda de que, cuando Guillermo condescendía hasta el punto de adoptar una frase del vocabulario de cualquiera de su familia, la usaba hasta desgastarla.
—Se lo hizo él solo todo eso —observó su compañero—. Nadie tiene la culpa más que él.
—Sí, nadie tiene la culpa más que él —confirmó Guillermo—; ¡pero eso es, precisamente, lo que la gente nunca quiere comprender! Sea como fuere, voy a lavarle la cara.
—¿Con qué?
Guillermo sacó un pañuelo sucio y avanzó hacia su víctima. Su botella de agua de regaliz yacía, intacta, en el suelo. La descorchó.
—¿Vas a lavarle con eso tan sucio?
—Está hecho de agua, de agua fresca. Lo hice yo, conque lo debo saber, ¿no? Con eso es con lo que la gente se lava, ¿no? Con agua limpia.
—Sí —respondió amargamente el otro— ¿y qué vamos a beber, contesta? Me parece a mí que el niño ya se ha llevado suficientes cosas nuestras… Las patatas, nuestro budín de manzana y nuestro petróleo… No hay necesidad de que vayas tú y le des nuestra agua de regaliz también.
Guillermo, sin hacer caso, pasó su pañuelo, empapado en agua de regaliz, por la cara del niño. Este cogió una punta del pañuelo entre los dientes y se negó a soltarlo.
—Si tú tuvieses que volver a tu casa con un niño en este estado —dijo al fin el «niñero», dirigiéndose a Pelirrojo—, no pensarías tanto en beber agua de regaliz. No hago más que hacer constar…
—¿Quieres dejar de repetir eso? —exclamó Pelirrojo, atajándole con brusca exasperación—. Estoy harto de oírlo.
En aquel momento se abrió la puerta y entró, lentamente, una vaca muy grande, seguida de Douglas y Enrique.
El rostro de Enrique expresaba triunfo. Sentía que su prestigio, eclipsado por el rapto llevado a cabo por Guillermo, volvía a relucir.
—He traído una vaca —anunció—; la he traído del prado del granjero Litton, cinco prados más allá de este… y trabajo me ha costado, os lo aseguro.
—Bueno y ¿para qué? —preguntó Guillermo, después de un momento de silencio.
Enrique rio con superioridad.
—¿Para qué? ¡Tú no has leído gran cosa acerca de Proscritos, por lo que se ve! Siempre se llevaban ganado de los alrededores.
—Bueno y ¿para qué? —volvió a preguntar Guillermo, dando un tirón al pañuelo, que el niño seguía negándose a soltar.
—Pues… pues… para matarlo y asarlo, supongo —dijo Enrique, algo corrido.
—Bueno, pues anda; mátala y ásala. Nosotros no te impedimos que lo hagas, me parece. Mátala y ásala… y te ahorcarán por asesino. Supongo que es un asesinato matar a las vacas, igual que matar a la gente… menos cuando las vacas son matadas por un carnicero.
La vaca avanzó lentamente hacia el «raptado», que soltó inmediatamente el pañuelo y se puso a sonreír abiertamente.
—¡Bo-bo-bo! —exclamó excitado.
—Sea como fuere, démonos el banquete —dijo Douglas.
—¡Banquete! —murmuró Pelirrojo con amargura—. ¡Banquete! ¡Poco banquete nos queda! El nene que trajo Guillermo ha usado todo el petróleo y las patatas y ha espachurrado el budín de manzana. Y Guillermo, encima, le ha lavado la cara con el agua de regaliz.
Enrique miró al niño.
—Sí… parece como si alguien le hubiese lavado con agua de regaliz… y como si hubiese usado todo el petróleo y todas las patatas. No creo yo que den mucho rescate por él en el estado en que se halla ahora. Le habéis dejado demasiado sucio.
—¡Oh, callaos ya con el niño! —exclamó Guillermo, recogiendo su húmedo pañuelo, que se había vuelto de color de ciruela—. ¡Ya estoy harto! Vamos a encender el fuego.
Hicieron un montoncito de ramas en el prado y empezaron a prenderlo.
—Espero que la vaca no hará daño alguna al «raptado» —dijo Douglas, de pronto—. Ve a verlo, Guillermo, es tu raptado.
—Sí, y la vaca es de Enrique y lo siento por la vaca si le gasta alguna broma al niño.
Se puso en pie, de mala gana, y abrió la puerta del cobertizo. La vaca y el niño aún se miraban con mutua admiración.
De la boca de la vaca, pendiente de una cinta empapada, colgaban los restos mascados del gorro del nene. El niño tenía en la mano la galleta para perro y soltó un grito de alegría cuando la vaca bajó la cabeza y lo olió cautelosamente. Al entrar Guillermo, el animal dio media vuelta y con la cola le dio al niño en la cabeza.
Al oír el agudo alarido que soltó el nene, todos los Proscritos entraron en el cobertizo.
—¿Qué le estás haciendo al pobrecito? —le preguntó Douglas a Guillermo.
—Es la vaca de Enrique —respondió el muchacho—. Le ha pegado. ¿Quieres callarte? —agregó, dirigiéndose al chico—. ¡Haz el favor de callarte!
Los alaridos redoblaron su furia.
—Tú le trajiste —dijo Enrique, acusador, alzando la voz para que se le oyera—. ¿No puedes hacerle callar? No le veo la punta a eso de andar con niños cuando uno no sabe hacerlos callar.
El nene tenía ya el rostro congestionado.
Los Proscritos le miraban sin saber qué hacer.
—Tal vez tenga hambre —murmuró Douglas.
Cogió el medio pastel de entre los restos del banquete y se lo ofreció al niño. Este dejó de llorar bruscamente.
—Pa-pa-pa-pa —dijo lacrimoso.
Douglas se ruborizó y sonrió.
—Sigue creyendo que soy su padre —advirtió con consciente superioridad—. Toma, ¿quieres un poco de pastel?
El nene cogió un puñado y se lo llevó a la boca.
—¡Se lo come! —exclamó Douglas, emocionado.
Sin embargo, después de mascarlo bien, el niño se arrepintió de su condescendencia y escupió en varias veces el pastel.
Guillermo se avergonzó de él.
—Vamos, volvamos al fuego —dijo, débilmente.
Salieron del cobertizo y regresaron al lugar donde habían preparado la hoguera.
La vaca, con los restos del gorro del niño colgando de la boca aún, se hallaba con las patas delanteras plantadas firmemente en los restos de lo que había prometido ser un buen fuego.
—¡Mirad! —exclamó Guillermo, sin preocuparse en disimular su júbilo—. ¡Fijaos en la vaca de Enrique! Vaya una que has traído, Enrique. No le veo la punta a eso de andar con vacas cuando no sabe uno evitar que apaguen los fuegos de la gente.
Después de una acalorada discusión, los Proscritos concentraron su atención en la vaca. Esta se negó a dejarse espantar. Se limitó a permanecer inmóvil y mirarles fijamente.
Pelirrojo se acercó con cautela y le dio un empujoncito. El animal, como respuesta, le dio con la cola en un ojo y siguió rumiando el gorro del niño.
Al acercarse Guillermo, agachó la testuz y el muchacho se retiró precipitadamente.
Por fin fueron en busca de más leña y se dispusieron a encender un fuego nuevo. Al poco rato consumían, gozosos, dos lonchas de jamón ennegrecidas, las palomitas de maíz y lo que quedaba del pastel.
Después del «banquete», Guillermo y Pelirrojo, haciendo el papel de indios, atacaron el cobertizo, que defendían Douglas y Enrique. El «raptado», entretanto, se arrastraba a gatas por el interior, recogiendo cuanto encontraba y metiéndoselo en la boca para ver a qué sabía.
De vez en cuando sostenía una conversación con los defensores, llevando consigo un fuerte olor a petróleo al acercarse.
—Blob-blab-blab-blob-blob. Pa-pa-pa-pa-pa. Guu…
Guillermo había insistido en ser uno de los atacantes.
—No podría —explicó—, luchar de verdad para defender a ese crío.
Cuando por fin decidieron emprender el camino de regreso a casa, Guillermo contempló, con desesperación, al nene.
Su aspecto resultaba completamente indescriptible. Durante muchos años después, Guillermo asociaba mentalmente a todos los niños con petróleo y patatas.
—Ayudadme a quitarle del pelo la patata —suplicó a sus amigos—. No os preocupéis del petróleo ni de lo demás.
—¡Caray! ¡Qué olor más raro tiene! ¡Y qué cara! ¡Está cubierto de petróleo, de patata y de trozos de pastel! —exclamó Pelirrojo.
—¿Quieres callarte ya? —exclamó Guillermo, irritado.
La vaca les siguió hasta la punta del prado y pareció entristecerse al verles marchar.
—¡Bo-bo! —exclamó el niño, en cariñosa despedida.
Guillermo miró a su alrededor, buscando el cochecito; pero este había desaparecido… Sólo el trozo de cordel se veía aún atado a los barrotes.
—¡Vaya! —exclamó el muchacho—. ¡Luego hablan de suerte! No hago más que hacer constar un hecho: ¡Si tendré yo mala suerte!
En aquel momento apareció el cochecito, bajando por la cuesta a toda velocidad, cargado de niños. Al final de la cuesta, se volcó en la cuneta con todo su cargamento. A juzgar por el aspecto que tenía, se había pasado la tarde haciendo la misma operación.
—¡Ese es mi coche! —dijo Guillermo a los niños, que salían, alegremente, de la cuneta.
—¡Anda allá! ¡Es nuestro! ¡Nos lo hemos encontrado!
—Yo lo dejé ahí.
—¡Vamos! ¡Pelearemos a ver de quién es! —propuso Pelirrojo, arremangándose.
Los demás Proscritos siguieron su ejemplo. El cargamento del cochecito les miró con ojo crítico.
—¡Bueno! ¡Llévate tu armatoste! —dijeron por fin.
Douglas colocó al niño en su asiento y Guillermo tuvo el buen acuerdo de alzar la capota para proteger al nene, cuanto fuera posible, de las indiscretas miradas de los transeúntes. El crío empezó a roer una punta del cobertor y a hablar solo animadamente con aquella jerga tan suya e incomprensible.
Con el corazón «endurecido para hacer frente a lo que el Destino le deparara», Guillermo dobló una esquina y salió a la calle en que vivía. La mamá del niño se hallaba junto a la verja.
—¡Ah! ¡Al fin vienes! —exclamó la señora—. Empezaba a consumirme de ansiedad. «Muchísimas» gracias, querido.
¡PERO ESO LO DIJO ANTES DE VER AL NENE!