CUESTIÓN DE GRAMÁTICA

Llovía. Había estado lloviendo toda la mañana.

Guillermo estaba aburridísimo de su familia.

—¿Qué puedo hacer? —le preguntó a su padre por décima vez.

—«¡Nada!» —contestó este con ferocidad, intentando leer el periódico.

Guillermo siguió a su madre a la cocina.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó quejumbroso.

—¿No podrías sentarte y estarte quieto? —sugirió ella.

—Eso no es «hacer» nada —dijo el muchacho—. «Podría» estarme sentado quieto todo el día… si quisiera.

—Pero nunca quieres.

—No, porque no tendría sentido «común», ¿no te parece?

—¿No podrías leer, dibujar o algo así?

—¡No! ¡Eso es estudiar! ¡Eso no es hacer algo!

—Entonces, podría enseñarte a hacer ganchillo si quisieras.

Guillermo la abandonó tras dirigirla una mirada aplastante.

Fue al salón, donde su hermana Ethel estaba haciéndose un jersey y hablado con una amiga.

—Y la oí decirle… —estaba contando, pero se interrumpió, con un suspiro de mártir resignada, al entrar Guillermo.

Este se sentó y la miró torvamente. La joven cruzó una mirada de resignada exasperación con su amiga.

—¿Qué haces, Guillermo? —preguntó dulcemente la amiga.

—Nada —respondió el muchacho con gesto feroz.

—Cierra la puerta al salir, ¿quieres, Guillermo? —aconsejó Ethel, con igual dulzura.

El chico, ante tal insulto, se levantó con dignidad y se dirigió a la puerta. Allí se volvió.

—No me quedaría aquí ahora —dijo, lentamente, con profundo desprecio— ni aunque… ni aunque… ni aunque… —se detuvo a pensar en la cosa más improbable posible—, ni aunque quisieras que me quedara —concluyó por fin con énfasis.

Cerró la puerta tras sí y sonrió sardónico.

—¡Las habré dejado «aplastadas»! —dijo como hablando con el paragüero.

Se fue a la biblioteca, donde su hermano Roberto, de diecisiete años de edad, le estaba enseñando su rifle nuevo a un amigo.

—Verás… —decía; pero vio asomar la cabeza de Guillermo por la puerta y gritó—: ¡Lárgate de aquí!

Guillermo se largó.

Volvió junto a su madre, en la cocina, más desengañado que nunca de la vida. Seguía lloviendo. Su madre estaba repasando los libros de compras.

—¿Puedo salir? —preguntó sombrío.

—No, claro que no. Está lloviendo a cántaros.

—No me importa la lluvia.

—No seas tonto.

Guillermo se dijo que muy pocos niños del mundo tendrían padres tan poco comprensivos como él.

—¿Por qué tienen mis hermanos amigos en casa —preguntó con expresión, patética— y yo no?

—Porque, seguramente, no se te ocurriría invitar a nadie —respondió su madre, tranquilamente.

—Bueno, ¿puedo invitar a alguien ahora?

—No; es demasiado tarde —dijo la señora Brown alzando la mirada del libro de cuentas y murmurando para sí—: Diez chelines con once peniques.

—Entonces, ¿cuándo puedo?

—¡Guillermo, haz el favor de callarte! —chilló su madre, que comenzaba a perder la paciencia—. Cuando quieras, si pides permiso primero —agregó—. Dieciocho chelines y dos peniques.

—¿Puedo invitar a muchos?

—¡Oh! —estalló finalmente, frenética—. ¡Ve y pregúntaselo a tu padre!

Guillermo salió de la cocina.

Regresó al comedor, donde su padre seguía leyendo el periódico. El suspiro con que el señor Brown saludó su llegada, no era de satisfacción precisamente.

—Si has venido a hacerme preguntas… —empezó a decir amenazador.

—Sólo una… —se apresuró a asegurar Guillermo—. Papá, cuando estéis todos fuera el sábado, ¿puedo dar una fiesta?

—No; claro que no —contestó el padre, irritado—. ¿No puedes «hacer» algo ahora?

Guillermo, exasperado ya, estalló en torrente de elocuencia.

—¡Lo que yo quiero hacer, no quieren que lo haga y lo que yo no quiero hacer, quieren que lo haga! Mamá dijo que hiciera ganchillo. «¡Ganchillo!».

Su desdén y su rabia eran indescriptibles. Su padre miró hacia la ventana.

—¡Gracias a Dios que ha dejado de llover! ¡Lárgate!

Guillermo se largó.

Había bastantes cosas interesantes que hacer fuera.

En la calle se habían formado charcos y la sensación que se experimenta al meterse en los charcos, es, como todo niño sabe, la mar de agradable. Los setos, al sacudirlos, daban una ducha al que los sacudía, lo que también resulta estupendo. La cuneta estaba llena de agua y había cierta emoción en eso de ver cuántas veces podía uno saltarla sin caerse dentro. Se solía caer uno dentro la mayor parte de las veces. También resultaba encantador andar por el barro, arrastrando bien los pies. Guillermo se animó a hacerlo.

Lo malo era que no podía desterrar por completo de su mente la idea de la fiesta. De pronto le habían entrado unas ganas locas de dar una fiesta y de darla el sábado. Su familia estaría ausente dicho día. Iban a pasarlo con una tía. Y las tías rara vez incluían a Guillermo en sus invitaciones.

Regresó a casa mojado, sucio y alegre. Se acercó a su padre con cautela.

—¿Dijiste que podía dar una fiesta, papá? —preguntó como si no le interesara.

—No; yo «no» dije nada semejante.

Guillermo no insistió de momento.

A la mañana siguiente, se pasó la mayor parte de la clase de gramática inglesa meditando sobre el asunto. Tenía aliciente eso de dar una fiesta en ausencia de los padres y de los hermanos mayores de uno. Le gustaría invitar a Jorge y a Pelirrojo y a Enrique y a Douglas y… y… y… a muchos más. Le gustaría invitarles a todos.

«Todos» significaba la clase entera: treinta muchachos en total.

—¿Qué estaba yo diciendo, Guillermo?

Guillermo suspiró. Las maestras siempre estaban haciendo preguntas estúpidas. Debían saber ellas mismas, mejor que nadie, lo que decían. «Él» nunca lo sabía. ¿Por qué razón le preguntaban siempre a él?

Mostró apariencia desconcertada. Luego inquirió:

—¿Era algo acerca de los participios?

Tenía una vaga idea de que había oído hablar de participios; pero no estaba muy seguro de que hubiese sido aquel día.

La señorita Jones soltó un gemido.

—Eso fue hace la mar de tiempo —dijo—. No has escuchado nada.

Guillermo carraspeó con cierta dignidad y no respondió.

—Díselo, Enrique.

Enrique interrumpió la interesante y emocionante ocupación de empujar una mosca hacia el tintero con una pluma y contestó automáticamente:

—Dos negaciones equivalen a una afirmación.

—Eso es. Repítelo, Guillermo.

Guillermo lo repitió, sin exteriorizar gran interés en el asunto.

—Eso es. ¿Y ahora, qué es una negación, Guillermo?

El niño suspiró.

—¿Algo de fotografía, como una negativa? —sugirió.

—«No» —contestó bruscamente la maestra.

El calor y Guillermo, especialmente Guillermo, eran capaces de poner los nervios de punta a cualquiera.

—Negaciones son «no» y «ca». «Sí» es una afirmación.

—¡Ah! —exclamó cortésmente Guillermo.

—De modo que en el caso que explica, dos negativos, si se encuentran en la misma frase, equivalen a un sí. Si dices, por ejemplo: «No creas que no quiero hacerlo», quieres decir, naturalmente, que quieres hacerlo.

Guillermo reflexionó.

Dijo «¡Ah!» por segunda vez.

De pronto pareció hacerse inteligente.

—Entonces —preguntó—, si uno repite el «no» en la misma frase, ¿significa que sí?

—Naturalmente.

Guillermo sonrió.

La sonrisa de Guillermo era cosa digna de verse.

—Gracias —dijo.

La señorita Jones se conmovió.

—No hay de qué, Guillermo —respondió—; me alegro de que empieces a tomar interés en las lecciones.

Guillermo estaba murmurando para sí:

—«“No”; claro que “no”» y «“No”; yo “no” dije “nada” semejante». Como dos negaciones quieren decir que sí, quería decir «Sí; naturalmente» y «Sí; eso es lo que dije».

Como consecuencia de todas estas reflexiones, aguardó al viernes, antes de hacer invitaciones.

—Mi familia se va fuera mañana y me dijeron que podía invitar a unos cuantos amigos a tomar el té. ¿Puedes venir? Dile a tu mamá que dijeron que vinieses nada más y que no se preocupase ella en escribir.

Evidentemente, era estratega innato. Ni uno solo de los padres de sus amigos sospechó la verdad. Cuando la conciencia de Guillermo —¡curioso órgano!— se alzó a reprocharle, él contestó con firmeza:

—«Dijo» que podía hacerlo. Dijo: «“Sí”; naturalmente». Dijo: «“Sí”; eso dije».

Los invitó a «todos». Pensó que, ya que se metía a dar una fiesta, mejor sería darla en gran escala. Dio a entender que se gozaría sin restricciones, con lo que todos aceptaron la invitación.

La mamá de Guillermo se despidió de él con ansiedad el sábado por la mañana.

—No te importa quedarte solo, ¿verdad, querido?

—No, mamá —contestó Guillermo, diciendo la perfecta verdad.

—No harás cosa alguna que te hayamos dicho que no hagas, ¿verdad?

—No, mamá. Sólo las cosas a las que me habéis dicho que sí.

Y entonces, más confiada —¡inocente!— la buena señora se fue.

La cocinera y Juana habían aguardado aquella ocasión desde hacía tiempo. Habría muy poco que hacer en casa y, en cuanto a Guillermo se refería, confiaban que no les daría quehacer. También eran inocentes, en algunas ocasiones.

Guillermo estuvo fuera de casa toda la mañana. A la hora de comer, se mostró ominosamente callado y cortés. Y se fue en seguida. Juana decidió, como consecuencia de ello, marcharse al cine con su novio.

La cocinera dijo que no le importaba quedarse, puesto que «ese señorito Guillermo» había salido y no parecía probable que regresase antes de la hora del té.

Conque Juana se fue al cine.

A eso de las tres, llegó el cartero y la cocinera se acercó a la puerta a recoger las cartas. Pero una vez las tuvo en las manos, se quedó mirando calle abajo como petrificada.

Sí; Guillermo salió, pero fue para ir recogiendo a sus invitados por el camino y entonces se dirigía, alegremente, a casa, en compañía de ellos.

Habían salido todos de sus casas limpios, almidonados, elegantes; pero habían cambiado mucho bajo la benigna influencia de Guillermo. Habían recogido polvo y piedras de la cuneta, por el camino. Se dieron cuenta, por la actitud del muchacho, que aquella no iba a ser una fiesta corriente, y constituían un grupo feliz. Guillermo iba a la cabeza, con una corneta.

Entraron por la verja del jardín. La cocinera, pálida y muda de asombro, los contempló. Luego recobró la voz.

—¡Aquí no entráis! —exclamó con ferocidad—. ¿Para qué has traído todos esos muchachos que llenan el jardín?

—Han venido a tomar el té —contestó tranquilamente Guillermo.

La cocinera se tornó más pálida aún.

—¡Eso sí que «no»! —exclamó—. ¡Lo que tu padre iba a decir…!

—«Dijo» que vinieran —contestó Guillermo—. Se lo pregunté y él dijo «Sí, naturalmente». Eso es lo que dijo según la gramática inglesa y la señorita Jones.

La respuesta de la cocinera fue cerrarle la puerta en las narices y echar la llave. Los treinta huéspedes quedaron algo desconcertados; pero no mucho rato.

—¡Adelante! —gritó Guillermo, excitado—. ¡Esa mujer es el enemigo! ¡Tomemos por asalto su castillo!

Los invitados cobraron ánimos. Aquello prometía ser muy superior a las fiestas usuales.

Corrieron a la parte posterior de la casa. El enemigo había echado el cerrojo a la puerta aquella también y estaba cerrando ya todas las ventanas. Congestionada de ira, la cocinera amenazó, con el puño cerrado, a Guillermo por la ventana de la sala.

El muchacho blandió su palo e hizo sonar la corneta en señal de desafío.

El ejército se había armado con toda clase de instrumentos, incluso los palos de las frambuesas, en cuya colocación se había pasado el padre de Guillermo todo un día.

El chico de la casa, como conocedor del terreno, decidió encaramarse hasta el balcón abierto del cuarto de Ethel, con ayuda de su fiel cuadrilla.

El aire estaba poblado de los gritos de guerra de aquella tropa. Llenaron el jardín de delante, pisoteando todos los cuadros de rosas, animando con vivas a Guillermo mientras este gateaba hasta el balcón, con la corneta entre los labios.

Desgraciadamente, el enemigo apareció en el balcón y lo cerró de golpe y Guillermo, sobresaltado, cayó entre sus secuaces.

Estos lanzaron entonces un ronco rugido de rabia.

—¡Vieja entrometida! —gritó el enfurecido general.

El ejército había perdido ya todo dominio sobre sí. Ningún ejército de treinta hombres, digno de ese nombre, podía consentir jamás que les batiese un enemigo solo. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas. No quedaba más que un recurso. Y el general echó mano de él, animado por los entusiastas vivas de su ejército.

—¡Duro, Guillermo!

—«¡Ji-ji-ji-jí!» —hizo la corneta. Y la piedra con que Guillermo rompió la ventana de la sala, cayó sobre una mesita, esparciendo por el suelo la preciada vajilla de plata de la señora Brown.

El muchacho, con el desprecio del verdadero general para los destrozos de menor cuantía en tiempo de guerra, hizo más grande el agujero y ayudó a pasar a su cuadrilla sin más perjuicio que unos cuantos arañazos y cortes sin importancia.

Estaban borrachos de emoción guerrera. Abandonaron el jardín, con sus rosales destrozados, y entraron atropelladamente por la ventana rota, con gran peligro de romperse algún hueso. El pobre enemigo estaba cerrando la ventanita del sótano para que no se colasen en la casa por allí y en aquel lugar la hizo prisionera Guillermo, echando la llave a la puerta con un alarido de triunfo.

Y acto seguido principió la fiesta.

Como esperaban los invitados, aquella fiesta fue distinta a todas las demás. En otras fiestas, jugaban al «escondite», con madres, tías y hermanas, sonrientes pero determinadas, estacionadas de trecho en trecho, que les estropeaban el juego con sus «En los dormitorios no, querido» y «Cuidado con el paragüero» o «En la sala de ninguna manera» y «No grites tanto, hijo mío».

Aquella vez, en cambio, fue un juego del escondite perfecto. Escalera arriba y escalera abajo; en todos los cuartos; resbalando por barandillas y pasamanos; dentro y fuera del salón, dejando por todas partes huellas de botas llenas de barro y adornos rotos.

Pelirrojo, por ejemplo, encontró un escondite magnífico en la cama de Roberto, donde sus zapatos enlodados dejaron impresiones perfectas en varios sitios. Enrique encontró otro en el ropero de Ethel, acurrucándose encima de sus elegantes zapatos de satén. Jorge cerró la puerta del salón con tal fuerza, que se quedó con el picaporte en la mano. Douglas se enredó en las cortinas del comedor, que cedieron y se le cayeron encima, arrastrando al mismo tiempo una especie de cuenco de porcelana antigua que había en el aparador.

En fin, era una fiesta tal como ninguno de ellos se había imaginado siquiera; era el gozo mayor que habían conocido. La casa estaba poblada de gritos y alaridos; de carreras de los muchachos, mezclado todo con tremores subterráneos, ecos de la rabia de la cocinera. Esta profería horribles maldiciones y lanzaba trozos de carbón contra la puerta del sótano. Era irlandesa y ardía en deseos de volver a la lucha.

Fue Guillermo el primero en darse cuenta de que era la hora del té y que no había té. Al principio se sintió algo agraviado. Luego recordó la despensa y se reanimó.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Que cada uno coja lo que pueda!

Entraron todos jadeando, gritando, riendo, y todos ellos cogieron lo que pudieron.

Pelirrojo se apoderó de los restos de un jamón. Jorge, con gran delicia, se tragó una jarra de leche. Guillermo y Douglas se zamparon entre los dos una tarta de grosella. Enrique se comió, él solo, un pastel enorme. Cada uno saqueaba por su cuenta. El resultado de aquella devastación fue que además de lo que ya se ha dicho, se comieron dos fuentes de hortalizas frías, unos cuantos kilos de carne, dos jarras de miel, tres docenas de naranjas, tres panes de medio kilo cada uno y ¡hasta dos tarros de grasa! Cataron también la manteca de cerdo, las cebollas y unas salchichas crudas. En fin, que dejaron la despensa completamente vacía.

Entretanto, la voz de la cocinera, haciéndose más ronca por momentos, como consecuencia de la inhalación de polvo del carbón almacenado en el sótano y la exhalación de maldiciones, seguía surgiendo de las profundidades. Y la puerta del sótano continuaba estremeciéndose inútilmente bajo sus golpes.

Cuando mayor era el bullicio, uno de los invitados, que se había asomado a la ventana de la sala, se reunió repentinamente con sus compañeros con muestras de gran excitación.

—¡La criada vuelve ya! —exclamó.

Ante esta noticia todos corrieron a la ventana. Efectivamente, Juana estaba despidiéndose cariñosamente de su novio, junto a la verja.

—¡No la dejéis entrar! —gritó Guillermo—. ¡Que no pase!

Con una sonrisa de feliz reminiscencia en su rostro, Juana franqueó un momento después la verja. Lo que menos se esperaba era ser recibida por una nube de proyectiles lanzados desde una de las ventanas del primer piso, como así ocurrió.

Un puñado de manteca de cerdo le dio en una oreja, ladeándole el sombrero. Como es natural, ante la agresión retrocedió apresuradamente hacia la verja.

—¡Vamos! ¡Echémosla a la carretera!

Y efectivamente, hubo de irse. Una nube de cebollas, el hueso de jamón y unas cuantas patatas la persiguieron hasta la carretera.

Gritos de triunfo hendieron el aire al ver el resultado. Pero luego, los gritos de triunfo se apagaron bruscamente. La sonrisa de Guillermo se desvaneció también y su mano, dispuesta a disparar una cebolleta, cayó inerte.

Por la puerta principal del jardín entraba, en aquel momento, un coche. En el repentino silencio que cayó sobre el grupo, los roncos gritos de la cocinera pidiendo venganza surgieron con redoblado vigor del sótano.

Guillermo palideció.

En aquel coche llegaba su familia.

* * *

Dos horas más tarde, una niña amiga de Guillermo, que se había presentado con un mensaje para su madre, alzó la vista hacia la ventana del cuarto del chico y vio su desgreñada cabeza asomada.

—Baja a jugar conmigo, Guillermo —suplicó.

—No puedo; me voy a la cama —contestó Guillermo con voz severa.

—¿Por qué? ¿Estás enfermo?

—No.

—Entonces, ¿por qué te vas a acostar tan temprano?

Guillermo asomó todo el cuerpo por la ventana.

—Me voy a la cama —hizo saber con voz apagada— porque mi padre no sabe una palabra de gramática inglesa, ¿te enteras?