La pandilla de los Proscritos estaba sentada en el viejo cobertizo, sumida en profunda meditación. Enrique, el miembro más viejo de la banda —doce años y tres meses de edad—, había dicho en un momento de inspiración:
—Pensemos en… algo distinto que hacer… Algo distinto a todo lo que hemos hecho hasta ahora.
Y los Proscritos pensaban.
Habíanse batido entre sí en mortal combate, guisado extraños ingredientes sobre una llama mortecina, despreciando todas las reglas culinarias; se habían seguido la pista unos y otros por el campo, pintados y arreglados para representar indios; incluso habían dedicado sus atenciones al rapto (sin éxito) y todas estas cosas les aburrían ya.
En todas sus actividades, la Sociedad de los Proscritos —compuesta de cuatro socios— procuraba proceder sin ostentación. En su forma de rehuir toda publicidad, daban un ejemplo de modestia sin afectación que hubieran hecho bien en emular muchas sociedades públicas. Los padres de los socios desconocían por completo la existencia de tal sociedad. La intervención y falta de tacto de los padres había frustrado más de un plan y, por amarga experiencia, los Proscritos habían aprendido que el secreto era su mejor protección. Debido a las reglas y restricciones de un mundo poco comprensivo que ordena que las horas de escuela sean de nueve de la mañana a cuatro de la tarde, sus reuniones tenían que celebrarse los días de media fiesta y, ocasionalmente, los domingos por la tarde.
El siempre ingenioso Guillermo, hizo la primera proposición.
—Tiremos a algunas cosas con arcos y flechas, igual que hacían los verdaderos Proscritos —dijo.
—¿A qué cosas?
—¿Con qué arcos y flechas?
Las dos preguntas salieron, simultáneamente, de las bocas de Pelirrojo y Enrique.
—Oh, a cualquier cosa… a pájaros y gatos y gallinas y cosas… Y podemos comprar arcos y flechas. Se pueden comprar en las tiendas.
—O podemos hacérnoslos nosotros —propuso Douglas.
—No tan buenos como los que venden. No tirarían bien si los hiciésemos nosotros. Tienen que estar bien hechos para que tiren bien. Vi unos arcos en el escaparate de Brook… Eran bien hechos, igual que los que usaban los Proscritos de verdad.
—¿A cuánto? —preguntaron los otros, a coro.
—A cinco chelines; y dan blancos para ensayar y todo.
—¡Cinco chelines! —exclamó Douglas, con igual tono que si hubiera dicho cinco libras—. No tenemos cinco chelines. A Enrique no le dan dinero desde que rompió la ventana de su sala y a Pelirrojo sólo le dan tres peniques a la semana y tiene que dar de eso en la colecta que hacen en la iglesia. Además, aún no hemos pagado el conejito de Indias, ese que se metió en el sombrero de la hermana de Pelirrojo, que la puso furiosa y…
—Déjate de todo eso —dijo Guillermo con desdén—. Conseguiremos cinco chelines y nada más.
—¿Cómo?
—Pues… Como las personas mayores, que siempre pueden conseguir dinero cuando quieren.
—¿Cómo?
A Guillermo le molestaba que le obligasen a dar detalles.
—Oh… con algunos bazares y todo eso —dijo impaciente.
—¡Bazares! —estalló Enrique—. ¿Quién entraría en un bazar nuestro, si lo tuviéramos? ¿Quién? ¡Contéstame a eso, tú que eres tan listo! Además, en un bazar hay que vender cosas, ¿no? ¿Qué íbamos a vender nosotros? No tenemos nada que vender, ¿verdad? ¿De qué sirve abrir un bazar sin tener nada que vender, ni nadie que lo compre? ¡Contéstame a eso!
A Enrique le encantaba poder dejar mal a Guillermo.
—Bueno… pues… funciones y todo eso —propuso Guillermo con desesperación.
Hubo un momento de silencio. Luego Pelirrojo repitió pensativo: «¡Funciones!», y Douglas, cuyo hermano mayor acababa de llegar de la Universidad a pasar, las vacaciones, murmuró con algo de afectación: «¡Diantre!».
—«Podríamos» hacer una exhibición —exclamó Pelirrojo—. Podríamos conseguir animales y todo eso y cobrar dinero a los que quisieran verlos.
—¿Y quién iba a pagar? —preguntó Enrique, siempre incrédulo.
—Pues, cualquiera. Tú pagarías por ver animales, ¿no?, animales de verdad. La gente paga en el Parque Zoológico, ¿no? Bueno, pues conseguiremos unos animales. Eso es fácil, ¿no?
El reloj de una iglesia vecina dio las cuatro y se levantó la sesión.
—Bueno, pues tendremos una exhibición, y conseguiremos dinero y compraremos arcos y flechas y dispararemos contra cosas —resumió Guillermo— y prepararemos la exhibición la semana que viene.
Guillermo regresó a su casa lenta y pensativamente. Se sentó en el borde de su cama, con las manos metidas en el bolsillo y fruncido el entrecejo. Sus pensamientos vagaban por un país de ensueño, compuesto de exhibiciones maravillosas, de raras y exóticas fieras.
De pronto, de la habitación contigua, surgió un sonido débil que fue aumentado en volumen hasta que pareció llenar la casa, semejando al rugido de un león. Luego, fue apagándose gradualmente y reinó el silencio; pero sólo durante un segundo. Volvió a empezar un susurro que gradualmente se convirtió en ronco bramido, apagándose lentamente de nuevo para volver a nacer tras breves segundos de silencio.
En la habitación vecina, la tía de su madre estaba durmiendo la siesta. Tía Emilia, que así se llamaba, había llegado un mes antes para pasar allí una semana… y aún no había hablado de marcharse.
El papá de Guillermo empezaba a experimentar cierta ansiedad. Era una señora obesa, rebosante de salud, que se pasaba la vida restableciéndose de un leve malestar que había tenido dos años antes. Su vida tenía dos fines, dos nada más: comer y dormir. Para Guillermo, poseía una fascinación sutil, pero irresistible. Su estatura, su apetito, su carácter melancólico, junto con el hecho de que hiciera como si él no existiese en absoluto, le resultaban un fuerte atractivo.
Sonó el timbre anunciando que había llegado la hora del té y los continuos ronquidos cesaron bruscamente.
Acabada aquella diversión, Guillermo bajó al comedor, donde su padre estaba hablando algo acaloradamente con su madre.
—¿Piensa quedarse aquí eternamente, o unos años nada más? Me gustaría saberlo, porque…
Viendo a Guillermo, se calló bruscamente y la mamá murmuró:
—Es tan agradable tenerla aquí, querido.
Entonces entró tía Emilia.
—¿Ha dormido usted bien, tía?
—¿Dormir? —exclamó majestuosamente la dama—. No espero poder dormir en el estado de salud en que me encuentro. Lo único que puedo esperar es descansar un poco.
—Lamento que no esté usted mejor —dijo sardónicamente el señor Brown.
—«¿Mejor?» —repitió ella, indignada—. Pasará mucho tiempo antes de que esté mejor.
Se dejó caer en una silla, escogió cuidadosamente un buen trozo de pan que cubrió de mantequilla y lo atacó con vigor.
—Voy a ir a correos después del té —dijo la señora Brown—. ¿Le gustaría acompañarme, tía?
Tía Emilia se servía en aquel momento una buena ración de mermelada.
—Pero ¿es posible que creas puedo salir al atardecer, con lo delicada que estoy? Hace muchos años que no salgo después de tomar el té. Y, además, ya estuve en correos esta mañana. Había mucha gente allí; pero me atendieron a mí antes que a nadie. Supongo que se dieron cuenta de lo enferma que estoy.
En aquel momento, ocurrió que el papá de Guillermo se atragantó de pronto, pero se excusó, aunque fuerza es decir que sin humildad.
—Debo confesar, sin embargo —prosiguió tía Emilia—, que este lugar me sienta muy bien. Creo que, después de unos cuantos meses aquí, me sentiré un poco más fuerte. Dame la mermelada, Guillermo.
La mirada que le dirigió el señor Brown al oír sus propósitos, hubiera hecho temblar a mujeres más fuertes que ella; pero tía Emilia estaba sacando con un cuchillo los últimos restos de mermelada y no se dio cuenta.
—Estoy algo cansada hoy —continuó diciendo la obesa señora—. Me olvido con frecuencia de lo delicada que estoy y me canso con exceso. Ya estoy preparada para el pastel, Guillermo —advirtió—. Ayer por la tarde me senté al sol y me quedé allí quizá demasiado tiempo y esto me fatiga. Hoy debía escribir unas cartas después del té; pero no creo que me alcancen las fuerzas. Otro pedazo de pastel, Guillermo —pidió—. Me parece que me retiraré a mi cuarto a descansar, en lugar de escribir. Espero que no haréis ruido. ¡Logro dormir tan pocas veces…!
El papá de Guillermo salió bruscamente del comedor.
El muchacho, en cambio, continuó sentado, mirando, fascinado, cómo desaparecía el pastel. Luego siguió escaleras arriba a la obesa señora y se sentó en su cuarto a hacer planes para la «exhibición» e, incidentalmente, para escuchar, con cierta emoción respetuosa, los sonidos procedentes del cuarto vecino.
El lugar y la hora de la «exhibición» presentaba no poca dificultad. El celebrarla en el viejo cobertizo, descubriría al mundo entero el secreto de su punto de reunión. Fue, pues, Guillermo quien propuso que se hiciera uso de su cuarto, al que se podría entrar, no por la puerta principal y la escalera, sino por el camino, menos público, del jardín posterior y el tejado del fregadero. Siempre optimista, afirmó a sus amigos que nadie vería ni oiría nada. Para jornada tan importante, forzoso era escoger entre el miércoles por la tarde, el sábado por la tarde y el domingo.
Al principio se desechó el domingo por imposible. Pero las tardes del miércoles y el sábado ofrecían dificultades. Los miércoles por la tarde, Pelirrojo y Douglas eran, muy a pesar suyo, discípulos de una academia de baile. El sábado, el papá de Guillermo pasaba la tarde en el jardín, desde el que vería en todo momento la pared del jardín y el tejado del fregadero. En dichas tardes, por añadidura, la cocinera y Emma, ambas bastante desconfiadas, andarían sueltas. En cambio, los domingos, la cocinera y Emma salían, la mamá de Guillermo hacía su visita semanal a una amiga y el señor Brown se pasaba la tarde dormido en el sofá. Además, como Guillermo indicó a los Proscritos, los chicos que iban a clase dominical podían ser parados por el camino e inducidos a visitar la «exhibición» y, con toda seguridad, todos ellos llevarían dinero para la colecta de la iglesia.
Cuanto más lo pensaba Guillermo, más atractiva le parecía la idea del domingo, pese a dificultades superficiales. Por lo tanto, acabó por escogerse la tarde del domingo.
El día fue, afortunadamente, hermoso y Guillermo y los demás Proscritos se pusieron a trabajar temprano. Guillermo le había preguntado a su madre, con una expresión humilde y virtuosa, que debía haberla advertido del peligro, si le permitía tener a «unos cuantos amigos» en su cuarto aquella tarde. Su madre, encantada de poder librar a su esposo de la inquieta compañía del chiquillo, dio su permiso de buena gana.
A las dos y media de la tarde, los animales estaban preparados para su exhibición. En una jaula, junto a la ventana, había una rata blanca, pintada con rayas azules y rosadas. Esta era la aportación de Douglas, quien la había pintado por su propia mano.
La rata parecía aturdida y, de vez en cuando, se lamía las rayas, a continuación de lo cual era evidente que se arrepentía de haberlo hecho.
Su jaula llevaba un cartel hecho a mano, que decía:
RATA DE LA CHINA.
TODAS LAS RATAS SON
COMO ÉSTA, EN CHINA
Luego había un gato, propiedad de la hermana de Guillermo, que se llamaba «Smuts».
«Smuts» estaba aprisionado bajó un sillón de mimbre. Aun en sus momentos más pacíficos, aquel minino tenía mal genio y siempre le había profesado a Guillermo un odio a muerte. Ahora, encerrado por su enemigo en un recinto de medio metro de lado, su furia no tenía límites. Pegaba zarpazos a los mimbres, daba vueltas vertiginosas, arañando, bufando y maullando.
Del sillón colgaba el apropiado cartelito siguiente:
GATO SALVAJE
Guillermo miraba al minino con justo orgullo, pidiendo fervorosamente al cielo que su indignación no se aplacara durante toda la tarde.
También figuraba en la colección un gigante, compuesto por Douglas, montado sobre Pelirrojo y envueltos ambos en dos sábanas, fuertemente atadas al cuello de Douglas.
Una etiqueta rezaba:
GIGANTE AUTÉNTICO
Lo malo era que Pelirrojo empezaba a impacientarse ya. Su voz ahogada surgía de entre las sábanas, informando a los otros Proscritos de que aquello era demasiado y que él no había supuesto que iba a resultar así, pues de lo contrario, no se hubiera prestado a ello. Sea como fuere, quería alternar el sitio con Douglas la mitad del tiempo por lo menos. De lo contrario, amenazaba con declararse en huelga de hombros caídos.
Otra de las curiosidades, era un «renard» negro, propiedad de la madre de Guillermo. La hermosa piel tenía, afortunadamente, para el objetivo de los exhibidores, cabeza y varias patas.
Guillermo la había sacado, a escondidas, del armario. Luego, atándola, rellenándola de papeles y metiéndole algunos alambres, lograron algo extravagante, pero que, según Guillermo, parecía una zorra viva.
Para ser fieles a la verdad, hemos de decir que las patas, aun con la ayuda del alambre, se negaban a soportar el peso del cuerpo y la cabeza se empeñaba en estar melancólicamente caída. Por ello fue preciso exhibirla al final en actitud recostada. Agregaremos que mostraba señales de dedos pegajosos y varios cortes, debidos a que Guillermo se le había escapado varias veces la tijera al cortar el alambre. Sin embargo, repetimos que, en conjunto, el muchacho estaba orgulloso de su obra.
Ostentaba el asombroso y mendaz cartel:
OSO MATADO POR
LOS PROSCRITOS,
EN RUSIA
Después figuraba:
PERRO AZUL
Este era el «foxterrier» de Enrique, conocido vulgarmente bajo el nombre de «Chips».
Para «Chips» el mundo resultaba muy negro. La mente maestra de Enrique había desdeñado el uso de sus pinturas. Prefirió apropiarse una bolsita de añil y aplicársela con liberalidad a su perro. «Chips», después de forcejear desesperadamente durante unos momentos para evitar tal herejía, decidió finalmente resignarse a su suerte.
En aquel momento presentaba un aspecto de profunda desesperación y dirigía, de vez en cuando, una melancólica mirada al aún enfurecido gato «Smuts». Pero, para él, ya no había ni gatos, ni alegría, ni vida, ni luchas. Era un abyecto y avergonzado… perro azul.
Asimismo, Guillermo, como director de la exhibición, ofrecía un aspecto imponente.
Vestía un batín encarnado de su padre, que le arrastraba por detrás y cuyos cordones pisaba, dando traspiés al andar. Había cortado unos flecos de la orilla de una estera, pegándoselos a los labios, a guisa de bigote. Lo malo era que estos le caían verticalmente, sobre la boca. En la cabeza llevaba una corona de oropel, que en ocasión lejana usara su hermana para desempeñar en escena el papel de Reina de las Hadas.
La exhibición había sido anunciada por todas partes y se había hablado personalmente a todos los niños de la vecindad, haciéndoles prometer que guardarían el secreto. Debemos significar que las amenazas de lo que harían los Proscritos si se revelaba su secreto, habían quitado el sueño a más de un niño la pasada noche.
Cuando todo estuvo dispuesto, Guillermo miró a su alrededor con orgullo.
—Me «parece» a mí que no es mala exhibición por un penique. Dudo que haya muchas exhibiciones como esta. ¡Haz el favor de callarte ya, Pelirrojo! Lo echarás todo a perder si el público oye hablar al gigante por la boca del estómago. Es Douglas el que tiene que hablar. Eso lo comprende cualquiera. ¡Ya vienen! ¡Mirad! ¡Ya vienen por la pared!
En efecto, había una hilera de niños que avanzaba por encima de la pared, a gatas. Trabajosamente subieron al tejado del fregadero y se aproximaron a la ventana. Aquellos eran los primeros espectadores, que llegaban camino de la clase dominical.
Enrique les cobró el penique a cada uno.
En seguida le tocó el turno a Guillermo, quien carraspeó y empezó así:
—Señoras y caballeros… Aquí ven ustedes toda una rata blanca de la China, rayada de rosado y azul. Todas las ratas están rayadas de rosado y azul, en la China. Esta es la única rata china auténtica que existe en todo Inglaterra… Fue traída especialmente de China la semana pasada para esta exhibición.
—¡Lávala! —gritó un incrédulo—. ¡Lávala y enséñanosla entonces!
—¿Cómo que la lave? —exclamó el director de la exhibición, indignado—. ¡Es preciso lavarla! Ya se la lava todas las mañanas y todas las noches, igual que nosotros lo hacemos. El lavarla no afecta para nada sus rayas. Eso lo sabe cualquiera que sepa un poco de las ratas chinas.
Rio desdeñoso y se volvió hacia «Smuts». Este se había acostumbrado ya al sillón de mimbre y se disponía a descabezar un sueño. Guillermo se puso a gatas, pasó los dedos por los mimbres y, acercando el rostro, emitió un maullido malicioso. «Smuts» saltó al punto hacia él, arañando y bufando.
—Gato salvaje —dijo entonces Guillermo, triunfalmente—. ¡Miradle! ¡Mataría a cualquiera si lograra escaparse! ¡Les saltaría a la garganta y les arrancaría los ojos con las uñas y les mordería el cuello hasta que se juntaran sus dientes! Si apartara este sillón, se abalanzaría sobre vosotros. (Los espectadores se apartaron apresuradamente del sillón). Apostaría cualquier cosa a que, a los pocos segundos, algunos de vosotros estaríais muertos. Podría arrancarle la cabeza a cualquiera, mordiendo y arañando; arrancársela por completo… ¡separársela del cuerpo!
Hubo un momento de silencio atemorizado.
Luego, alguien gritó:
—¡Narices! ¡Ese es «Smuts»! ¡El gato de tu hermana!
Guillermo se echó a reír, como si semejante idea le resultara divertida.
—¡«Smuts»! —exclamó dando un puntapié, disimuladamente, al sillón de mimbre, cosa que enfureció al prisionero nuevamente—. No quedaríamos muchos vivos en casa si «Smuts» fuera así.
Pasaron al gigante.
—Un gigante —dijo Guillermo, poniéndose bien la corona de oropel, que le estaba un poco grande—. Un gigante auténtico. ¡Miradle! Tan alto como dos de vosotros juntos. ¿Cómo creéis que entra por las puertas? Hay que hacerlo todo de un tamaño especial para él. Mirad cómo anda. ¡Anda, Pelirrojo!
Pelirrojo dio dos pasos. Douglas le asió fuertemente los hombros y murmuró, lleno de ansiedad:
—¡Diantre!
—Vamos… —insistió Guillermo con desprecio—. ¡Eso no es andar!
La voz de Pelirrojo surgió, furiosa, del estómago del gigante.
—Si sigues hablándome, le dejo caer al suelo. Ya estoy hasta la coronilla.
—Bueno, bueno —exclamó Guillermo apresuradamente.
—Sea como fuere —prosiguió dirigiéndose al auditorio—, es un gigante. Un gigante magnífico.
—Tiene la misma cara que Douglas —observó uno de los espectadores.
Durante un momento Guillermo no supo qué contestar.
—Un gigante tiene que tener cara de alguna cosa, ¿no? —respondió por fin—. No puede pasarse sin cara, ¿verdad?
El Oso Ruso, que había sido visto con frecuencia sobre los hombros de la madre de Guillermo, fue reconocido en seguida y se le recibió con silbidos y risas.
Pero no quedó la menor duda acerca del éxito del Perro Azul.
«Chips» avanzó, avergonzado, con las orejas gachas y el rabo azul entre sus azuladas piernas, como excusándose por su horrible estado. Pero Enrique había llevado a cabo muy bien su obra. Los espectadores se agruparon a su alrededor, llenos esta vez de admiración.
—Perro Azul —dijo el director de la exhibición, avanzando orgullosamente y dando un traspiés al pisarse el cordón del batín—. Perro Azul —repitió, recobrando el equilibrio y quitándose la corona de oropel de encima de la nariz, para volver a colocársela en la frente—. Nunca habíais visto un perro azul hasta ahora, ¿verdad? No; ni es fácil que volváis a ver otro. Se fabricó azul especialmente para esta exhibición. Es el único perro azul del mundo. Vendrá gente de todo el mundo a ver este perro azul… y ¡nosotros le hacemos figurar en un espectáculo que cuesta un penique nada más…! Si estuviese en el Parque Zoológico, tendríais que pagar un chelín para verle, con toda seguridad. Es… es una suerte para vosotros que esté aquí. No son muchas las exhibiciones que tienen perros azules. ¡Si la gente paga para ver exhibiciones de perros corrientes…! Conque ya veis si es suerte la vuestra al ver a un perro azul y un oso muerto, de Rusia, y un gigante, y un gato salvaje y una rata china, nada más que por un penique.
Después de cada discurso, Guillermo tenía que sacarse de la boca el fleco de estera que insistía en obedecer a la ley de gravedad en lugar de seguir el camino que debía seguir un bigote, según Guillermo.
—Eso no es más que pintura —dijo un crítico débilmente—. Acaban de pintar de azul la verja de la casa de Enrique.
Pero la verdad era que, en conjunto, los Proscritos habían tenido un éxito completo con su raro perro azul.
Sin embargo, lo importante ocurrió inesperadamente, cuando se hallaban contemplando al desgraciado animal con silenciosa admiración. Bruscamente, llegó del cuarto vecino un sonido leve, semejante al murmullo de la brisa. Ascendió y bajó. Volvió a ascender y a bajar. Aumentó en volumen a cada repetición, hasta que, en su punto más alto, parecía surgir de una fiera atormentada.
—¿Qué es eso? —preguntaron los espectadores, conteniendo el aliento.
Guillermo se inquietó. No estaba muy seguro de si aquello daría más esplendor a su exhibición o la deshonraría.
—¿Eso? —contestó, misteriosamente, para ganar tiempo—. ¿Qué es? ¡Eso quisierais vosotros saber!
—¡Bah! ¡No son más que ronquidos!
—¡Ronquidos! —repitió el muchacho—. ¿Y qué? No son ronquidos corrientes. ¡Escuchad y veréis! Apuesto a que no sois capaces vosotros de roncar así. ¡Hug!
Y sí escucharon. Escucharon, como hechizados, aquel suave murmullo que fue aumentando en volumen hasta que, al llegar a su culminación, hizo que se dibujaran sonrisas encantadas en todos los labios. Luego cesó el sonido aquel bruscamente, siguiendo un intervalo de silencio. Y de nuevo volvió a oírse el tal sonido, suave al principio, pero que fue creciendo, creciendo…
Guillermo preguntó a Enrique, secretamente, pero con voz suficiente alta para que los otros lo oyeran, si no debían de cobrar más a los que quisieran escuchar tan impresionante rumor. Y los espectadores se apresuraron a explicar que no escuchaban; pero que no podían evitar el oírlo.
Justamente entonces llegó un segundo grupo de espectadores que pagó sus peniques; pero el primer grupo se negó a marcharse. Guillermo, envalentonado por el éxito, abrió la puerta y todos salieron silenciosamente al descansillo, poniéndose a escuchar luego con los oídos pegados a la mágica puerta.
Fue Enrique entonces quien hizo los honores como director de la exhibición. Guillermo, majestuoso con aquella vestimenta, se hallaba sumido en profunda meditación. Finalmente se dibujó en su rostro la sonrisa con que la inspiración favorece a los escogidos.
Ordenó a los espectadores que regresasen al cuarto de la exhibición y cerró la puerta.
Hecho esto, se quitó los zapatos y, lentamente, conteniendo el aliento, abrió la puerta del cuarto de tía Emilia, por el que se asomó.
La tarde era algo calurosa y la buena señora habíase echado encima de la cama, sin meterse entre sábanas. Se había quitado la falda para no arrugarla y yacía, con su inmensa estatura, enfundada en una blusa y un refajo rayado, mientras de su boca abierta surgían los sonidos fascinadores que tanto cautivaban a los amigos de Guillermo. Y dormida, tía Emilia nada tenía de hermosa.
Guillermo colocó un almohadón contra la puerta y, desde allí, estudió, pensativo, la situación.
Pocos minutos después, el cuarto estaba lleno de muchachos silenciosos.
Antes de llegar a la puerta había un nuevo cartel:
LUGAR PARA QUITARSE
ZAPATOS Y ADMITIR EL JURAMENTO
DE SILENCIO
Guillermo, después de recibir aquel juramento de silencio a un grupo selecto, les condujo, de puntillas, con el aspecto más impresionante que supo asumir, hasta el cuarto vecino.
De la cama de tía Emilia colgaba otro letrero:
MUJER GORDA, SALVAJE,
HABLANDO IDIOMA
INDÍGENA
Los espectadores formaron un grupo silencioso y encantado en torno al lecho. Los sonidos no cesaban ni se amortiguaban.
Guillermo sólo les permitía pasar dos minutos en el cuarto. Salían de mala gana, pagaban otra vez y volvían a ponerse a la cola para entrar. Más niños acudían sin cesar; pero la exhibición se componía ya, exclusivamente, de tía Emilia.
La rata de la China se había quedado ya sin rayas, a fuerza de lamerse; Smuts terminó por quedarse profundamente dormido; Pelirrojo estaba sentado en el asiento de una silla y Douglas en el respaldo; y como el primero se había empeñado, finalmente, en poder ver y respirar como era debido, tenía asomada la cabeza por entre las dos sábanas. Por último, el Oso Ruso se había caído al suelo, sin que nadie se preocupase de levantarlo, y Chips yacía en desconsolado montón, víctima de melancolía aguda; nadie se preocupaba de todas estas cosas.
Los que iban llegando pasaban apresuradamente de largo, colocándose, descalzos, a la cola que había en el pasillo, junto al cuarto de tía Emilia, aguardando, llenos de ansiedad, que les llegara el turno.
Los que salían se reenganchaban a la cola para volver a entrar. Y ya eran muchos los que habían vuelto a su casa en busca de más dinero, porque el ver a tía Emilia costaba un penique más y cada visita, después de la primera, medio penique.
La campana de la escuela dominical sonó; pero nadie abandonó la exhibición. El cura párroco nunca estuvo tan deprimido como aquella noche. La asistencia a la escuela dominical había sido la peor que había conocido hasta entonces.
Y, entretanto, tía Emilia seguía durmiendo y roncando con una muchedumbre silenciosa y fascinada a su alrededor.
Pero Guillermo no estaba satisfecho nunca. Poseía una ambición que hubiera hecho palidecer de envidia a muchos de sus mayores.
Al cabo de un rato, despejo el cuarto y volvió a abrirlo al público después de unos momentos, durante los cuales su clientela aguardó pacientemente, conteniendo el aliento.
Cuando volvieron a entrar, había nuevas cosas en exhibición.
La penetrante mirada de Guillermo había estado rebuscando todos los detalles del cuarto.
En la mesa, junto al lecho, se hallaba aquella vez un vaso que contenía la dentadura postiza de tía Emilia, que había descubierto en el lavabo, y un manojo de pelo y un peine sin dientes que encontró sobre el tocador.
Las tres cosas llevaban los siguientes letreros:
DENTADURA DE LA MUJER GORDA SALVAJE
PELO DE LA MUJER GORDA SALVAJE
PEINE DE LA MUJER GORDA SALVAJE
De no haber sido porque el menor ruido significaba expulsión inmediata de la exhibición —y algunos habían sufrido ya tan amarga suerte—, no hubiera habido manera de contener a los espectadores. Así, pues, se limitaban a entrar cautelosamente, en silencio, emocionados, para mirar y escuchar durante dos minutos encantadores.
Y tía Emilia nunca les fallaba. Seguía durmiendo y roncando.
Se pedían prestado dinero unos a otros. Los pobres vendían sus más preciados tesoros a los ricos y volvían a entrar, y a entrar, y a entrar… Y tía Emilia seguía durmiendo y roncando.
Hubiera resultado interesante saber cuánto tiempo hubiese durado aquello, de no haber despertado ella con sobresalto y mirado a su alrededor, justamente cuando alcanzaba la nota más alta de un ronquido, que era pura delicia para el auditorio.
Al principio, tía Emilia creyó que el grupo de muchachos que la rodeaba formaba parte de una pesadilla, sobre todo en vista de que dieron media vuelta y huyeron en seguida. Pero luego se incorporó y su mirada tropezó en la mesilla, con los cartelitos y, por fin, con el petrificado y horrorizado director de la exhibición.
Saltó al suelo de un brinco y, asiéndole por los hombros, le sacudió hasta que le castañetearon los dientes, se le deslizó la corona de oropel, quedándole sobre la nariz, y un lado de los bigotes le cayó, lacio, a los pies.
—¡Eres un niño perverso! —dijo, entre sacudidas—. «¡Perverso, perverso, perverso» de verdad!
El chiquillo logró escapar al furor de sus manos y huyó al cuarto de la exhibición, donde, en propia defensa, colocó una mesa y tres sillas contra la puerta.
En la habitación no quedaban más que Enrique, el perro azul y «Smuts», el gato, que aún seguía durmiendo.
Lo único que había quedado del gigante eran las sábanas anudadas. Douglas, espantado, había cogido su rata blanca y salido de estampida. Y veíase al último grupo de niños recorrer a gatas la parte superior del muro a toda velocidad.
Automáticamente, Guillermo se enderezó la corona.
—Se ha despertado —dijo al único amigo que quedaba—. Está loca de rabia.
Escuchó con aprensión, para ver si oía pasos furiosos bajando la escalera; y aguardó la temida llamada de su padre. Pero no ocurrió ninguna de las dos cosas.
Se oía ciertamente a tía Emilia andar de un lado para otro de su cuarto; pero nada más.
Guillermo empezó a concebir la esperanza de que, con un poco de tiempo, pudiera olvidar tía Emilia el incidente.
—Contemos el dinero —propuso Enrique, por fin.
Lo contaron.
—¡Cuatro chelines y medio! —gritó Guillermo—. ¡Cuatro chelines y medio! ¡A mí me parece estupendo! Y no hubiéramos llegado a más de dos chelines, si no hubiese sido por tía Emilia. Y fui yo quien pensó en ella, ¿no? Ya podéis estarme agradecidos todos.
—Bueno, hombre, bueno —respondió Enrique—. ¿Te lo discuto yo, acaso? ¡Que te aproveche cuando se lo cuente ella a tu padre!
Y el orgullo de Guillermo sufrió una ducha.
De pronto oyeron abrirse la fatídica puerta del cuarto de tía Emilia y sonaron unas pisadas en la escalera.
La mamá de Guillermo había regresado de su visita semanal a su amiga. Estaba colocando el paraguas en el paragüero cuando tía Emilia, con sombrero y abrigo puestos y una maleta en la mano, descendió.
El papá de Guillermo se acababa de despertar de su apacible sueño dominical y, oyendo a su mujer llegar, había salido al vestíbulo.
Tía Emilia clavó una feroz mirada en la señora Brown.
—¿Tienes la amabilidad de procurarme un vehículo? —dijo—. Después de las humillaciones a que se me ha sometido en esta casa, me niego a permanecer en ella un momento más.
Y, temblando de indignación, dio detalles de las humillaciones en cuestión. La mamá de Guillermo suplicó, se excusó, apeló a la persuasión. En cambio, el papá salió, silenciosamente, en busca de un vehículo. Cuando volvió, la buena señora aún hablaba en el vestíbulo.
—… Había un grupo de niños ordinarios —decía— y unos carteles horribles e indecentes por todo el cuarto.
El señor Brown le llevó la maleta al coche.
—¡Con lo delicada de salud que estoy! —exclamó la pobre mujer, siguiéndole.
Ya en el coche, largó su último cartucho.
—Y, si esta cosa tan horrible no hubiese ocurrido —aseguró—, tal vez me hubiera pasado todo el invierno con vosotros y quizá parte de la primavera también.
El papá de Guillermo se enjugó la frente con el pañuelo al ponerse en marcha el coche.
—¡Qué horrible! —exclamó su esposa, aunque sin atreverse a mirarle—. ¡Es una vergüenza lo que ha hecho Guillermo! Tendrás que hablarle.
—Le hablaré —respondió el señor Brown, con determinación—. ¡Guillermo! —gritó, con voz serena, desde el vestíbulo.
El aludido sintió que se le oprimía el corazón.
—¡Se lo ha dicho a mi padre! —murmuró, perdidas todas las esperanzas.
—Más vale que bajes y pases el mal rato de una vez —aconsejó Enrique.
—¡Guillermo! —repitió la voz, con mayor ferocidad.
Enrique se acercó a la ventana, preparado para emprender precipitada fuga, si el dueño de la voz subía la escalera.
—Anda, baja —azuzó—. Sólo conseguirás que suba a buscarte, si no.
Su compañero, convencido de esta verdad, quitó lentamente la barricada y descendió la escalera.
Se había acordado de quitarse el batín y la corona; pero el medio bigote aún le colgaba sobre la boca.
Su padre le aguardaba en el vestíbulo.
—¿Qué es eso tan horrible que te cuelga del labio? —preguntó.
—Bigotes —aseguró, lacónicamente, Guillermo.
Su padre aceptó la explicación.
—¿Es cierto —prosiguió— que tuviste el valor de meter a tus amigos en el cuarto de tu tía, sin permiso de ella, y colgar carteles ordinarios por la habitación?
Guillermo alzó la mirada hacia el rostro de su padre, y renacieron sus esperanzas.
El señor Brown no tenía nada de artista; no sabía disimular.
—Sí —confesó.
—¡Es una vergüenza! —afirmó el señor Brown—. ¡Una «vergüenza»! Nada más.
Pero, sí que había más. Algo duro y redondo se deslizó en la mano de Guillermo. El muchacho subió, corriendo la escalera.
—¡Hola! —exclamó Enrique, sorprendido—. Pronto acabaste. ¿Qué…?
Guillermo abrió la mano y enseñó algo que brillaba.
—¡Mira! —dijo—. ¡Caramba! —agregó—. ¡¡Mira!!
Lo que tenía en la mano era una moneda de dos chelines y medio.