VII

El lunes por la mañana Maigret salía a las once de uno de los despachos del Quai des Orfèvres donde acababa de proceder al interrogatorio oficial de su cuarto testigo.

Había comenzado por Alvaredo, a quien no había hecho más que unas veinte preguntas y Lapointe las había cogido en taquigrafía, así como las respuestas. Entre éstas, había una que era muy importante, y el joven colombiano se había tomado tiempo para pensar antes de contestar.

—Reflexione bien, señor Alvaredo. Es probable que sea la última vez que le interrogo, porque en lo sucesivo será el juez de instrucción quien se encargará del asunto. ¿Estaba usted en su coche o en la casa?

—En la casa. Lina me abrió la puerta antes de entrar en el estudio.

—¿Estaba todavía vivo Nahour?

—Sí.

—¿Había alguien más en la habitación?

—Fouad Ouéni.

—¿Dónde estaba usted?

—Cerca de la puerta.

—¿No intentó Nahour hacerle salir?

—Fingió ignorarme.

—¿Dónde se encontraba Nahour en el momento de los disparos?

—A un metro aproximadamente de Lina, en el centro de la habitación.

—Es decir, ¿a cierta distancia de Nahour?

—A poco más de tres metros.

—¿Quién disparó el primero?

—Creo que fue Ouéni, pero no estoy seguro de ello, porque las detonaciones fueron casi simultáneas.

Después, mientras el colombiano esperaba la autorización para marcharse, le tocó el tumo, en la habitación de al lado, a Anna Keegel, con quien la entrevista fue bastante breve.

En el tercer despacho, no apuró demasiado a Nelly Velthuis, que estaba completamente sorprendida.

—¿Cuántos disparos oyó?

—No sé.

—¿Es posible que fuesen dos disparos muy juntos?

—Creo.

En cuanto a Lina, si bien le había hecho repetir gran parte de lo que le había dicho la víspera, había cuidado de no evocar, en sus preguntas, sus relaciones íntimas con Fouad.

No nevaba ya. El tiempo mejoraba y la nieve se volvía barro. En el amplio pasillo de la P. J. reinaban las habituales corrientes de aire, pero los despachos estaban excesivamente calientes.

En toda la casa se apreciaba cierta efervescencia, porque los inspectores, incluso los que no pertenecían a la Criminal, habían comprendido que tenía lugar una operación importante.

Unos periodistas, y entre ellos el inevitable Mabille, estaban sentados en los bancos y se lanzaban al asalto del comisario cada vez que franqueaba una puerta.

—En seguida, hijos míos. No he terminado…

Un periódico de la mañana, Dios sabe cómo, sin duda preguntando al personal de Orly, había descubierto el breve viaje de Lina a Ámsterdam y la presencia a su lado de un personaje misterioso al que se llamaba señor X. Eso significaba que, desde ahora, el asunto iba a tomar un giro sensacionalista, lo cual no era del agrado de Maigret.

Le faltaba enfrentarse con Ouéni.

El domingo por la tarde, cuando el comisario volvió a su casa hacia las siete, después de haber pasado por el Quai, la señora Maigret no necesitó más que un vistazo para juzgar su estado de ánimo.

—¿Cansado?

—No es cansancio.

—¿Desilusionado?

—¡Sucio oficio! —había refunfuñado como lo hacía una vez cada dos o tres años en casos parecidos—. No tengo derecho a cerrar los ojos ni los oídos y, si lo hago, corro el riesgo de arruinar la existencia de gente que no lo merece.

Ella había cuidado de no preguntarle y, después de cenar, permanecieron silenciosos ante la pantalla de televisión.

* * *

Al fondo del pasillo, respiró con fuerza y suspiró:

—¿Vamos, Lapointe?

Esperó todavía. Empujó la puerta del despacho en el que Ouéni estaba encerrado y encontró a éste, como de costumbre, sentado en el único sillón de la habitación, con las piernas extendidas ante él.

Como la víspera también, el secretario no se levantó, ni siquiera hizo intento de saludar a los dos hombres a quienes observaba alternativamente con cruel ironía.

En sus tiempos de instituto, Maigret había retenido la «horrorosa sonrisa» de Voltaire y, ante el busto del gran hombre, el joven Maigret no se había mostrado de acuerdo con esa expresión. Después había visto muchas sonrisas arrogantes, agresivas o pérfidas, pero era la primera vez que la palabra horrorosa volvía a su mente.

Fue a sentarse en una silla, ante una mesa de madera blanca recubierta con papel oscuro, sobre la que se encontraba una máquina de escribir, Lapointe se sentó en la punta de la mesa y colocó su cuaderno ante él.

—Su apellido y su nombre.

—Ouéni, Fouad, nacido en Takla, Líbano.

—¿Edad?

—Cincuenta y un años.

Sacando de su bolsillo un carnet de extranjero, lo tendió en el aire, sin abandonar no obstante el sillón, de manera que Lapointe debió molestarse.

—Es la policía francesa la que lo afirma… —ironizó.

—¿Profesión?

—Consejero jurídico.

Para decir estas dos palabras, su voz sonó más maliciosa todavía.

—Sigue siendo su policía la que lo dice… Lea.

—¿Estuvo usted, el viernes 14 de enero, en cualquier momento entre las once de la noche y la una de la mañana, en el despacho de su patrono Félix Nahour, en la avenida del Parc-Montsouris?

—No. Le ruego que tenga en cuenta que el señor Nahour no era patrono mío, ya que yo no recibía un salario.

—¿A título de qué le seguía usted en sus diversos domicilios y en particular en la avenida del Parc-Montsouris?

—A título de amigo.

—¿No era su secretario?

—Le ayudaba cuando necesitaba mis consejos.

—¿Dónde estaba el viernes por la noche después de las once?

—En el círculo Saint-Michel, del que soy socio.

—¿Puede citar el nombre de algunas personas que viera allí?

—Ignoro cuáles son las personas que me vieron.

—Según sus cálculos, ¿cuál era el número de los socios que se encontraban en las dos habitaciones bastante exiguas del círculo?

—Entre treinta y cuarenta, según en qué momentos.

—¿No dirigió la palabra a ninguno de ellos?

—No. No estaba allí para charlar, sino para anotar los números que salían en la ruleta.

—¿Dónde se encontraba?

—Detrás de los jugadores. Estaba sentado en un rincón, cerca de la puerta.

—¿A qué hora llegó al bulevar Saint-Michel?

—Alrededor de las diez y media.

—¿A qué hora salió del círculo?

—Hacia la una de la mañana.

—¿Pretende, pues, que durante dos horas y media se encontró en medio de más de treinta personas sin que ninguna le viese?

—No he dicho semejante cosa.

—¿Pero no puede citar ningún nombre?

—No tenía relaciones con los demás jugadores, que son estudiantes en su mayor parte.

—Al salir, ¿atravesó el bar que se encuentra en la planta baja? ¿Habló con alguien?

—Con el dueño.

—¿Qué le dijo?

—Que el 4 había salido ocho veces en menos de una hora.

—¿Cómo volvió a la avenida del Parc-Montsouris?

—Con el coche en el que había ido.

—¿El Bentley del señor Nahour?

—Sí. Tenía costumbre de conducirlo y estaba a mi disposición.

—Tres testigos pretenden que usted se encontraba, hacia las doce, en el estudio del señor Nahour, y que estaba a la derecha de éste.

—Los tres tienen interés en mentir.

—¿Qué hizo usted al volver?

—Subí a mi habitación y me acosté.

—¿Sin entreabrir la puerta del estudio?

—Sí.

—Desde hacía veinte años, Ouéni, vivía usted a las órdenes de Félix Nahour, quien le trataba como pariente pobre. Usted no hacía solamente el papel de secretario, sino el de ayuda de cámara y el de chófer. ¿No se sentía humillado?

—Le estaba reconocido por la confianza que me daba y le prestaba de buen grado pequeños servicios.

Continuaba desafiando a Maigret con la mirada, se hubiera dicho que presa de verdadero júbilo. Las palabras que pronunciaba podían registrarlas y utilizarlas contra él; de modo que elegía las palabras con cuidado. Pero era imposible reproducir sobre el papel su mirada y sus expresiones de fisonomía, que eran un constante desafío.

—¿No se sintió defraudado cuando se casó el señor Nahour, después de haber vivido durante casi quince años solo con usted?

—Nuestras relaciones no tenían nada de pasional, si es eso lo que insinúa, y no tenía razones para estar celoso.

—¿Era feliz su patrono en el matrimonio?

—No me hacía confidencias sobre su vida conyugal.

—¿Piensa que, en particular durante los dos, últimos años, la señora Nahour estaba satisfecha de la vida que llevaba al lado de su marido?

—Nunca me he preocupado de ello.

Esta vez, la mirada de Maigret se hizo más pesada, como cargada de un mensaje, y Ouéni lo comprendió muy bien. No por ello dejó de conservar, como aceptando una especie de desafío mudo, su actitud cínica, que contrastaba con la objetividad de sus respuestas.

—¿Cuáles eran sus relaciones con la señora Nahour?

—Con ella no tenía relaciones de ninguna clase.

Ahora que se trataba de un interrogatorio oficial, llamado a desempeñar un papel capital en el futuro, cada palabra estaba como cargada de dinamita.

—¿No trató de seducirla?

—No tuve esa idea.

—¿Le sucedió alguna vez encontrarse solo en una habitación con ella?

—Si quiere decir en un dormitorio, la respuesta es no.

—Reflexione.

—Sigo diciendo que no.

—En su habitación se encontró un arma de calibre 7’65. ¿Poseía otra pistola y dónde está actualmente?

—En casa de un armero de la calle Rennes, donde iba a entrenarme frecuentemente.

—¿Cuándo fue allí por última vez?

—El jueves.

—El jueves 13, es decir, la víspera del asesinato. ¿Sabía entonces que la señora Nahour tenía intención de abandonar a su marido al día siguiente?

—Ella no me hacía confidencias.

—Su doncella lo sabía.

—Pero Nelly y yo no estábamos en muy buenas relaciones.

—¿Porque le hizo la corte y ella le rechazó?

—Más bien sería lo contrario.

—En suma, esa sesión de tiro del jueves explica que probablemente tenga usted incrustaciones de polvo en los dedos. Dos personas, al menos, estaban presentes, el viernes por la noche, poco antes de las doce o poco después, en el despacho del señor Nahour. Los dos afirman bajo juramento que usted estaba también allí.

—¿Quiénes son esas dos personas?

—En primer lugar, la señora Nahour.

—¿Y qué hacía allí ella?

—Iba a decir a su marido que había decidido marcharse esa misma noche y a pedirle el divorcio.

—¿Le ha afirmado ella que su marido estaba dispuesto a aceptar el divorcio? ¿Era la primera vez que le hablaba de ello? ¿No sabía que se opondría por todos los medios?

—¿Incluso disparando sobre ella?

—¿Se ha probado que tiró voluntariamente? ¿Es costumbre según su experiencia, apuntar a alguien a la garganta a tres o cuatro metros? ¿Le ha dicho también la señora Nahour por qué estaba tan impaciente por obtener este divorcio?

—Para casarse con Vicente Alvaredo, que se encontraba con ella en la habitación en el momento de los disparos.

—¿Del o de los disparos?

—Hubo dos disparos, casi simultáneos, y parece ser que fue el primero el que hirió a Nahour en la garganta.

—¿Lo que implica que el segundo habría sido disparado por un muerto?

—La muerte no fue necesariamente instantánea. Nahour pudo apretar el gatillo sin darse cuenta, cuando perdía mucha sangre y vacilaba antes de caerse.

—¿Quién habría disparado el primer tiro?

—Usted.

—¿Por qué?

—Quizás para proteger a Lina Nahour, o quizás por odio a su patrono.

—¿Por qué no Alvaredo?

—Parece ser que jamás en su vida ha usado un arma de fuego y que no llevaba ninguna. La investigación confirmará o no confirmará este punto.

—¿No huyeron?

—Se fueron a Ámsterdam, como lo proyectaban desde hacía una semana, y volvieron a París cuando la policía holandesa se lo aconsejó.

—¿De parte de usted? ¿Con la promesa de que no serían molestados? ¿No llevaba guantes el señor Alvaredo?

—Exactamente.

—¿No eran guantes de piel recia que no han sido encontrados?

—Fueron encontrados ayer tarde en Orly y el laboratorio no ha encontrado en ellos ninguna huella de polvo.

—La señora Nahour, a punto como estaba de marcharse, ¿no llevaba también guantes?

—El mismo examen no ha dado ningún resultado.

—¿Está usted seguro de que eran los mismos guantes?

—La doncella lo certifica.

—Al principio, ha hablado de tres testigos. Supongo que el tercero es Nelly Velthuis.

—Desde el pasillo del primer piso, donde ella esperaba, inclinada sobre la barandilla, el final de la entrevista, oyó dos tiros.

—¿Es eso lo que le declaró el sábado?

—Eso no le concierne.

—¿Puede decirme al menos dónde pasó ella el domingo?

—En el hotel del Louvre, con su dueña y una amiga de ésta.

—Estas tres personas, ¿no recibieron visitas, fuera de la suya? Porque supongo que usted habría ido a interrogarles, como ha venido a interrogarme a mí a la avenida del Parc-Montsouris.

—Alvaredo fue a verlas por la tarde.

Entonces Ouéni dijo secamente, invirtiendo los papeles:

—Con eso me basta. En adelante, no hablaré ya más que en presencia de mi abogado.

—Sin embargo, hay una pregunta que se la he hecho ya y que debo repetírsela: ¿cuáles eran exactamente sus relaciones con la señora Nahour?

Ouéni tenía una sonrisa helada y sus ojos estaban a la vez más sombríos y más brillantes que nunca cuando dijo:

—Ninguna.

—Gracias. Lapointe, ¿quieres llamar a dos inspectores?

Se había levantado, había dado la vuelta alrededor del escritorio y se encontraba de pie ante Ouéni, sentado como siempre en su sillón. Mirándole de arriba abajo, el comisario pronunció con amargura:

—¿Venganza?

Entonces Fouad, después de haberse asegurado de que estaban solos en la habitación y de que la puerta estaba cerrada, dejó caer:

—Quizás.

—Levántese.

Él obedeció.

—Tienda sus muñecas.

Lo hizo, sin perder su sonrisa.

—En virtud de un mandato del juez de instrucción Cayotte, le arresto…

Después, a los dos inspectores que entraban:

—Conduzcan a este hombre a la prisión.