VI

Era la habitación más sencilla, la más rústica de la casa. Sin duda el pintor que se la había alquilado amueblada a los Nahour tenía un hijo adolescente, porque la habitación que ocupaba Ouéni se parecía a la de un estudiante. El secretario, aparentemente, no había cambiado nada y no se veía ningún objeto personal.

Estaba sentado en su sillón de cuero, con las piernas estiradas, y en una actitud de completo descanso. Iba vestido tan estrictamente como la víspera, con un traje oscuro de excelente corte. Se había afeitado. Su ropa era muy blanca y en sus uñas se había hecho la manicura.

Sin parecer advertir su actitud insolente, Maigret se colocó ante él y le miró de frente, como para medirle, y los dos hacían pensar de esta manera en los niños que juegan a ver quién mueve las pestañas el primero.

—No coopera mucho, señor Ouéni.

En el rostro del secretario no se leía ninguna inquietud. Más bien se hubiera dicho que se complacía en desafiar a Maigret con su sonrisa llena de seguridad y de ironía.

—Lina…

Fouad subrayó esa familiaridad.

—¿Perdón?

—La señora Nahour, si prefiere, no está completamente de acuerdo con su horario del viernes por la noche. Pretende que, cuando entró en el estudio, hacia las doce de la noche, usted se encontraba de pie al lado de éste, quien, por su parte, se encontraba sentado en su escritorio.

Maigret esperaba una contestación que no llegó y Fouad continuaba sonriendo.

—Se trata de su palabra contra la mía, ¿verdad? —articuló al fin.

A lo largo de esta conversación, habló con la misma lentitud calculada, destacando las sílabas.

—¿Lo niega?

—Ayer respondí a sus preguntas.

—Lo que no significa que me dijese la verdad.

Sus dedos se contrajeron en los brazos del sillón, como si reaccionase contra lo que consideraba como un insulto. Sin embargo, se dominó y permaneció silencioso.

El comisario fue hacia la ventana ante la que estuvo un buen rato; después, con las manos en la espalda, y la pipa en la boca, recorrió la habitación.

—Pretende haber salido, poco después de la una de la mañana, del bar Tilleuls, lo que confirma el dueño… Por el contrario, ignora a qué hora entró… Sin embargo, nada prueba hasta ahora que no hiciese más que entrar y salir después de las doce para crear una coartada.

—¿Ha interrogado a todos los miembros del círculo que se encontraban aquella noche en las dos salas de juego?

—Usted sabe muy bien que no hemos tenido todavía ocasión de hacerlo y que hoy domingo el círculo y el bar están cerrados.

—Todavía tiene tiempo. Yo también.

¿Había elegido esa actitud con el fin de poner a Maigret fuera de sus casillas? Tenía la frialdad, la falta de nervios de un jugador de ajedrez y debía ser difícil cogerle en falta.

Parándose de nuevo ante él, el comisario preguntó en tono suave:

—¿Ha estado casado, señor Ouéni?

Éste trató de responder con una sentencia que quizás era un proverbio de su país:

—El que no se contenta con los placeres que una mujer puede darle en una noche, se ata la cuerda al cuello.

—¿Es el caso del señor Nahour, por ejemplo?

—Su vida privada no me concierne.

—¿Tiene usted amantes?

—No soy pederasta, si es eso lo que trata de saber.

Esta vez, su desprecio era todavía más evidente.

—¿Significa eso, supongo, que a veces tiene relaciones con una mujer?

—Si la justicia francesa es en este punto curiosa, le daré nombres y direcciones.

—¿No sería una mujer a quien usted fue a ver el viernes por la noche?

—No. Ya le he respondido.

Maigret se volvió hacia la ventana y miró vagamente la avenida del Parc-Montsouris, cubierta de nieve, donde, a pesar del frío, se veían algunos paseantes domingueros.

—¿Posee usted un arma, señor Ouéni?

Éste se levantó lentamente, dejando su sillón de mala gana, abrió un cajón de la cómoda y sacó una pistola de precisión. No era un objeto que se podía llevar en el bolsillo, sino un arma de entrenamiento cuyo cañón mediría al menos veinte centímetros y cuyo calibre no correspondía a la bala extraída del cráneo de Nahour.

—¿Está satisfecho?

—No.

—¿Le ha hecho la misma pregunta al señor Alvaredo?

Esta vez le tocó a Maigret no responder. El interrogatorio se desarrollaba lentamente, como una partida de ajedrez, y cada uno de los dos hombres preparaba con cuidado sus fingimientos y sus respuestas.

El rostro del comisario era grave. Sacaba grandes bocanadas de su pipa cuyo tabaco se contraía. Les rodeaba el silencio; no les llegaba ningún ruido del universo algodonado del exterior.

—¿Sabía que la señora Nahour trataba de obtener el divorcio desde hace casi dos años?

—Le he dicho que estas cuestiones no me conciernen.

—Dada la intimidad de sus relaciones con el señor Nahour, ¿no es probable que le hablase de ello?

—Si usted lo dice…

—Yo no digo nada. Pregunto y es usted quien no responde.

—Contesto a las preguntas que me atañen.

—¿Sabía también que la señora Nahour había proyectado, desde hacía más de una semana, este viaje a Ámsterdam, que debía marcar la separación definitiva con su marido?

—Hago la misma observación.

—¿Sigue pretendiendo decir que no se encontraba en esta habitación en el momento del drama?

Fouad se encogió de hombros, considerando la pregunta como superflua.

—Usted conocía a Nahour desde hace veinte años. Prácticamente no se separó de él durante este tiempo. Él se convirtió en un jugador profesional, en lo que se podría llamar un jugador científico, y usted le ayudaba en los cálculos a los que él se entregaba.

Ouéni, que no parecía escucharle, se volvió a sentar en su sillón. Maigret, cogiendo una silla por el respaldo, se sentó a horcajadas a menos de un metro de él.

—Usted llegó pobre a París, ¿verdad? ¿Cuánto le pagaba Nahour?

—Jamás he sido un empleado.

—Pero por ello no dejaría de necesitar dinero…

—Cuando se presentaba el caso, me lo daba.

—¿Posee una cuenta en el banco?

—No.

—¿Cuánto le daba de vez?

—Lo que le pedía.

—¿Grandes sumas? ¿Tiene ahorros?

—Nunca he poseído más que mis vestidos.

—¿Era tan buen jugador como él, señor Ouéni?

—No soy yo quien debo juzgarlo.

—¿Jamás le propuso que le reemplazase en una mesa de ruleta o de bacarrá?

—En alguna ocasión.

—¿Ganó?

—Perdí y gané.

—¿Conservó los beneficios?

—No.

—¿No ha habido una asociación entre ustedes? Por ejemplo, podía haberle dado un porcentaje de las sumas que cobraba.

Se contentó con hacer un signo negativo.

—No era, pues, ni su asociado, ni su igual, puesto que dependía por entero de él. Lo que viene a decir que sus relaciones eran a pesar de todo las de un señor con un criado. ¿No temió, cuando se casó, que estas relaciones se hiciesen menos estrechas?

—No.

—¿No amaba Nahour a su esposa?

—A él es a quien debía habérselo preguntado.

—Es un poco tarde ahora. ¿Desde cuándo sabe que la señora Nahour tiene un amante?

—¿Debo saberlo?

Si creía que sacaba de sus casillas a Maigret, estaba muy equivocado, porque el comisario rara vez había sido tan dueño de si mismo.

—No puede ignorar que, desde hace dos años, las relaciones, poco íntimas ya, entre los esposos, se habían deteriorado. También estaba usted al corriente de la insistencia con que la señora Nahour reclamaba el divorcio. ¿Fue usted quien la siguió y quien puso a su amo al corriente de sus relaciones con Alvaredo?

Ouéni mostró una sonrisa más despectiva que nunca.

—Él mismo los vio al salir de un restaurante del Palais-Royal. No se escondían.

—¿Se enfureció Nahour?

—Jamás le he visto furioso.

—Sin embargo, aunque no tuviera ya relaciones con su esposa, y supiese que ésta amaba a otro, la obligaba a vivir bajo su techo. ¿No se trataba de una especie de venganza?

—Quizás.

—¿Fue al descubrir esto cuando la separó de sus hijos enviando a éstos al Sur?

—No leo, como usted, en el pensamiento de la gente, muerta o viva.

—Estoy persuadido, señor Ouéni, de que la señora Nahour no miente cuando dice que estaba en compañía de su marido el viernes por la noche. Creería incluso que usted estaba al corriente del viaje que ella proyectaba y que conocía la fecha del mismo.

—No puedo impedirle que lo piense.

—Su marido la odiaba…

—¿No era ella quien le odiaba?

—Pongamos que se odiaban mutuamente. Ella había decidido obtener su libertad costase lo que costase…

—Costase lo que costase, eso es.

—¿Acusa a la señora Nahour de haber matado a su marido?

—No.

—¿Se acusa a sí mismo?

—No.

—¿Entonces?

Con lentitud calculada, Ouéni respondió:

—Una persona está interesada en este asunto.

—¿Alvaredo?

—¿Dónde estaba él?

—En su coche, ante la puerta.

Ahora le tocaba a Fouad interrogar:

—¿Y usted lo cree?

—Hasta que se demuestre lo contrario.

—Es un hombre muy enamorado, ¿no?

Maigret lo dejaba hablar, curioso de ver a dónde quería llegar.

—Probablemente.

—¿Muy apasionado? ¿No ha dicho que es el amante de la señora Nahour desde hace dos años? Sus padres acogerán muy mal a una divorciada con dos niños. ¿El hecho de que acepte este riesgo, no presupone lo que se llama un gran amor?

De repente sus ojos se tornaron crueles y su boca sarcástica.

—Sabía —prosiguió, siempre tan inmóvil en el fondo de su sillón—, qué parte decisiva se jugaba aquella noche. ¿Está usted de acuerdo?

—Sí.

—Dígame, señor Maigret, en su lugar y en su estado de ánimo del viernes por la noche, ¿hubiera dejado a su amante afrontar a un marido obstinado? ¿Cree verdaderamente que esperase cerca de una hora fuera sin preocuparse ni un momento por lo que ocurría dentro de la casa?

—¿Le vio usted?

—No me tienda trampas tan groseras. No vi nada, porque no estaba allí. Le demuestro solamente que la presencia de ese hombre en el estudio es mucho más probable que la mía.

Maigret se levantó, calmado repentinamente, como si hubiese llegado por fin adonde quería ir a parar.

—Había como mínimo dos personas en la habitación —dijo con tono más ligero—: Nahour y su mujer. Eso supondría que la señora Nahour iba armada con una pistola de gran calibre difícil de esconder en su bolso. Sería preciso también que Nahour hubiese disparado el primero y que ella le hubiese matado a continuación.

—No necesariamente. Ella pudo disparar la primera, mientras su marido mantenía el arma en la mano para defenderse, y no es imposible que apretase el gatillo al desplomarse, lo que explicaría la falta de precisión.

—Poco importa, de momento, quién disparó el primero. Supongamos que usted estuviera presente. La señora Nahour saca una pistola de su bolso y, para defender a su amo, usted dispara en dirección a la mujer, porque se encuentra cerca del cajón donde está la 6’35.

—¿Lo que indicaría que ella dispara a su vez, no sobre mí, que estoy armado, y que por tanto puedo alcanzarla de nuevo, sino sobre su marido?

—Admitamos ahora que usted detestaba a quien llama señor Félix…

—¿Por qué razón?

—Desde hace veinte años, usted es como el pariente pobre, sin que ni siquiera exista un parentesco real. No tiene ningún título, pero se ocupa de todos los trabajos, incluso de servir los huevos pasados por agua por la mañana. No le pagan. Le dan pequeñas sumas, calderilla en definitiva, cuando tiene necesidad.

»Ignoro si el hecho de que no sea de la misma raza juega un papel o no. Lo que sí es cierto es que su situación tiene algo de humillante y nada aviva tanto el odio como la humillación.

»Se le presenta la ocasión de vengarse. Nahour dispara sobre su mujer en el momento que ésta se dirige hacia la puerta para no volver ya. Usted dispara a su vez, no sobre ella, sino sobre él, sabiendo muy bien que será ella o su amante quienes serán acusados; tras lo cual lo único que le queda es crearse una coartada en el círculo Saint-Michel.

»Tenemos un medio, señor Fouad, de saber en una hora si es verdad. Voy a llamar por teléfono a Moers, uno de mis mejores técnicos de la Identidad Judicial. Si no está en el Quai, le encontraré en su casa. Traerá lo necesario para hacer la prueba de la parafina, a la que hemos procedido con el señor Nahour, y así sabremos si se sirvió de un arma de fuego».

Ouéni no chistó. Por el contrario, su sonrisa se tornó más irónica que nunca.

Como Maigret se dirigiese hacia el teléfono, él le detuvo.

—Es inútil.

—¿Confiesa?

—Sabe como yo, señor Maigret, que la prueba puede revelar incrustaciones de polvo en la piel hasta cinco días después de haber sido disparado un tiro.

—Tiene usted conocimientos tan variados como extensos.

—El jueves me dirigí, como suelo hacer con frecuencia, a un local de tiro al blanco instalado en el sótano de una tienda de armas, Boutelleau hijos, en la calle de Rennes.

—¿Con su pistola?

—No. Poseo otra parecida, que la dejo allí, como hacen otros muchos socios. Es, pues, probable que encuentre incrustaciones de polvo en mi mano derecha.

—¿Por qué se entrena al tiro?

Maigret estaba despechado.

—Porque pertenezco a una tribu que vive armada de cabo a rabo del año y pretende tener los mejores tiradores del mundo. Los muchachos, desde los diez años, manejan el fusil.

Maigret levantó lentamente la cabeza.

—¿Y si no encontrásemos huellas de polvo ni en la mano de Alvaredo, ni en la de la señora Nahour?

—Alvaredo venía de la calle, donde había una temperatura de 120 bajo cero. Por lo cual se puede deducir que llevaba guantes, e incluso guantes bastante recios. ¿No se ha asegurado de ello?

Se tornó injurioso:

—Perdone que tenga que hacer su oficio. La señora Nahour se disponía a marcharse. Supongo que llevaba el abrigo y es probable que se hubiese puesto ya sus guantes.

—¿Es su defensa?

—Creía que no necesitaba defensa hasta que el juez de instrucción me inculpase.

—Le ruego que se presente mañana a las diez en el Quai des Orfèvres, donde se procederá a su interrogatorio oficial. Quizás después, el magistrado que usted avoque experimentará el deseo de interrogarle a su vez.

—¿Y de aquí a entonces?

—Le ruego que no se marche de esta casa, donde uno de mis inspectores continuará vigilándole.

—Tengo mucha paciencia, señor Maigret.

—Yo también, señor Ouéni.

Maigret no por ello dejaba de tener las mejillas rojas al salir de la habitación, pero era quizá a causa del calor. En el pasillo, dirigió una señal amistosa a Torrence que estaba leyendo una revista, sentado en una silla demasiado tosca; después llamó a la puerta del estudio.

—Entre, señor Maigret.

Los dos hombres se levantaron. El de más edad, que estaba fumando un puro, se dirigió hacia el comisario, a quien tendió una mano seca y vigorosa.

—Hubiera preferido conocerle en otras circunstancias, señor Maigret.

—Permítame darle el pésame. No quería marcharme de la casa sin decirle que ponemos todo en manos de la P. J. y del Parquet para descubrir al asesino de su hijo.

—¿Tiene alguna pista?

—No emplearía yo esa palabra, pero el papel de cada uno de los personajes mezclados en el asunto comienza a aclararse.

—¿Cree usted que Félix disparó sobre esa mujer?

—Parece indiscutible; bien que apretase voluntariamente el gatillo, bien lo hiciese por reflejo en el momento mismo en que era herido.

El padre y el hijo se miraron con sorpresa.

—Cree que esa mujer, que tanto le ha hecho sufrir, a fin de cuentas…

—No puedo acusar a nadie todavía. Buenas tardes, señores.

—¿Me quedo? —preguntó Torrence un poco más tarde, en el pasillo.

—Fouad no debe salir. Preferiría que estuvieses en el primer piso y que advirtieses las llamadas que puede hacer. No sé todavía quién vendrá a sustituirte.

El chófer del taxi refunfuñó:

—¡Creía que solamente estaría unos minutos!

—Al Hotel del Louvre.

—Allí no le esperaré. He comenzado mi servicio a las once y no he tenido tiempo todavía de almorzar.

Comenzaba a hacerse de noche. El chófer debía haber puesto el motor en marcha de vez en cuando porque, en el interior del taxi, hacía calor.

Maigret, acurrucado en el rincón del asiento, miraba vagamente las negras y frioleras siluetas que se deslizaban a lo largo de las casas y, a fin de cuentas, no estaba seguro de estar satisfecho de sí mismo.

* * *

Lucas dormitaba, con las manos en el vientre, en uno de los monumentales sillones del hall cuando, a través de sus párpados medio cerrados, vio la silueta del comisario que avanzaba hacia él. De un salto, se puso de pie, y preguntó restregándose los ojos:

—¿Cómo va eso, jefe?

—No bien del todo… ¿Ha llegado Alvaredo?

—Todavía no… No ha salido ninguna de las señoras… Solamente una, la amiga, ha bajado para comprar periódicos y revistas…

Maigret dudó, después murmuró:

—¿Tienes sed?

—He tomado un vaso de cerveza hace un cuarto de hora…

Maigret se dirigió solo hacia el bar, dejó su abrigo, su sombrero y su bufanda en el guardarropa, y colocó una nalga en uno de los altos taburetes. No había nadie a su alrededor, solamente un camarero que escuchaba en la radio un partido de fútbol.

—Un whisky… —pidió al fin.

Lo necesitaba antes del trabajo que había decidido. ¿Dónde había leído la máxima: atacar siempre por el punto de menor resistencia?

Había pensado en ello durante el trayecto del taxi. Cuatro personas conocen la verdad, o parte de la verdad, sobre el caso Nahour. Les había interrogado a los cuatro, a algunos en dos ocasiones. Y todos habían mentido, al menos en un punto, si no era en varios.

¿Quién, entre los cuatro, era capaz de ofrecer la menor resistencia?

Por un momento, pensó en Nelly Velthuis, cuya ingenuidad no podía ser enteramente fingida, pero, justamente porque no se daba cuenta de la gravedad de sus mentiras, corría el riesgo de contarle cualquier cosa.

Alvaredo, por su parte, era en definitiva bastante simpático. Era ardoroso. Su amor por Lina parecía sincero, quizás hasta demasiado exaltado, de manera que callaría hasta el fin lo que pudiese perjudicar a la joven.

Maigret dejó a un lado a Ouéni, lo bastante fuerte como para prever y desbaratar todas las trampas.

Quedaba Lina, sobre la que dudaba todavía en hacerse una opinión. A primera vista, era una niña que se debatía entre los mayores sin saber dónde meter la cabeza.

Mecanógrafa en Ámsterdam, se había sentido tentada por el papel más prestigioso de maniquí antes de inscribirse en un concurso de belleza.

Ahora bien, el milagro se había producido y la joven, de la noche a la mañana, se había encontrado en un medio totalmente extraño.

Un hombre rico, que cada noche jugaba grandes cantidades de dinero y era saludado cariñosamente por el personal del casino, le enviaba flores y le invitaba a cenar en los mejores restaurantes sin exigirle nada a cambio.

La llevaba a Biarritz, siempre muy discreto con ella, y cuando al fin, una noche, se había arriesgado a entrar en su habitación, le había propuesto al instante casarse.

¿Cómo podía comprender Lina la psicología de un Nahour?

¿Con mayor motivo la de Fouad Ouéni que, sin razón aparente para hacerlo, seguía a la pareja a todas partes?

El deseo de tener a su lado a una doncella holandesa había sido quizás como una petición de auxilio y había elegido —¿en fotografía?— la candidata más cándida y alegre.

Había tenido vestidos, joyas, pieles, pero en Deauville, en Cannes, en Evian, y en todas partes a donde se la llevaba sin pedirle su opinión, estaba sola y, de vez en cuando, se dirigía a Ámsterdam para hablar abiertamente con Anna Keegel como en el tiempo en que ambas compartían el apartamento de Lomanstraat.

Había tenido un hijo. ¿Estaba preparada para la maternidad? ¿Había sido por temor a que esta responsabilidad fuese demasiado pesada para ella por lo que Nahour había recurrido a una niñera?

¿Había tenido, en esa época, amantes, aventuras?

Los años pasaban y sus rasgos seguían tan jóvenes, su piel tan clara y tan lisa. Pero, su espíritu, ¿había aprendido ella algo?

Otro hijo, un niño, daba por fin satisfacción a su marido, que solamente había vivido con ella durante poco tiempo.

Había conocido a Alvaredo… Su vida, de pronto, tomaba otro color.

Maigret se compadeció de ella; después se dijo respondiéndose a sí mismo:

«Por muy inocentes ojos que tenga, esa muchacha ha sido quien ha creado el drama…».

Y quien, desde el viernes por la noche, se había comportado con una sangre fría sorprendente.

Estuvo a punto de pedir otro whisky, pero decidió no hacerlo e, instantes más tarde, llegaba en ascensor al cuarto piso. Nelly le abrió la puerta del salón.

—¿Duerme la señora Nahour?

—No. Está tomando el té.

—¿Quiere decirle que deseo verla?

La encontró sentada en su cama, con una mañanita de seda blanca sobre sus hombros, ojeando una revista inglesa o americana. En la mesita de noche había té y unas rebanadas de pan tostado. Anna Keegel, que debía estar echada en la otra cama a la llegada del comisario, se alisaba los cabellos y adoptaba una actitud estudiada.

—Me gustaría hablarle a solas, señora Nahour.

—¿No puede quedarse Anna? Nunca le he ocultado nada y…

—Digamos que es a mí a quien molestaría su presencia.

Era casi verdad. Cerrada la puerta, Maigret llevó una silla al espacio entre las dos camas y se sentó descuidadamente.

—¿Ha visto a Vicente? ¿No sufre él demasiado por mi culpa?

—Le he tranquilizado sobre su estado y, por lo demás, lo ha hecho también usted misma por teléfono. ¿Supongo que le esperará?

—Dentro de media hora. Le he citado a las cinco y media, porque pensaba dormir más tiempo. ¿Cómo le encuentra?

—Me parece que está muy enamorado. Precisamente tengo que hacerle mi primera pregunta a propósito de él, señora Nahour. Comprendo que haga lo imposible por mantenerle al margen de este asunto y porque su nombre no sea pronunciado, lo que haría que sus futuras relaciones y las de usted con sus padres fuesen más difíciles.

»Por mi parte, trataré de evitarle, en la medida de lo posible, toda publicidad.

»Pero hay un detalle que me llama la atención. Usted me declaró que el viernes por la noche él permaneció en el coche durante todo el tiempo que usted estuvo en la casa, es decir, alrededor de una hora.

»Él conocía su decisión. Y no ignoraba que su marido no quería oír hablar de divorcio. Podía esperarse, pues, una entrevista agitada, dramática. ¿Cómo, en estas condiciones, la dejó sola en lugar de aceptar su responsabilidad?

Mientras hablaba él, Lina se mordía el labio inferior.

—Es la verdad —se limitó a responder.

—Ouéni es de otra opinión.

—¿Qué le ha dicho?

—Que Alvaredo había entrado en el estudio al mismo tiempo que usted y ha añadido un detalle: su compañero llevaba recios guantes de invierno. Siempre según Ouéni, cuando su marido disparó, fue Alvaredo quien sacó una pistola de su bolsillo y disparó a su vez.

—Ouéni miente.

—Me siento tentado a pensar que usted y su marido discutieron ásperamente, mientras Alvaredo se mantenía discretamente cerca de la puerta. Cuando Nahour comprendió que su decisión era irrevocable, le amenazó, tras haber cogido una 6’35 del cajón. Su amigo, creyendo que iba a dispararle, lo hizo él antes, para protegerla, y Nahour, al caer, apretó el gatillo.

—Eso no ocurrió así.

—Corríjame.

—Ya se lo he dicho. En primer lugar, si Vicente se quedó en el coche fue porque se lo exigí yo. Incluso le amenacé con no seguirle si entraba en la casa.

—¿Estaba su marido sentado en su escritorio?

—Sí.

—¿Y Ouéni?

—De pie a su derecha.

—Entonces, delante del cajón donde estaba el revólver.

—Creo que si…

—¿Lo cree o está segura?

—Estoy completamente segura.

—¿No intentó salir Ouéni de la habitación?

—Se cambió de sitio, pero no salió.

—¿En qué dirección se dirigió?

—Hacia el centro.

—¿Antes de que usted hablase, o después de sus primeras frases?

—Después.

—A usted no le gustaba, según me ha confesado. ¿Por qué no pidió a su marido que le hiciese salir?

—Félix se hubiese negado a hacerlo. Además, dada la situación a que habíamos llegado, me daba igual.

—¿Cuál fue su primera frase?

—Dije:

«—¡Aquí estoy! He tomado una decisión y es irrevocable. Me marcho».

—¿Hablaba en francés?

—En inglés. Aprendí esta lengua cuando era muy joven mientras que el francés lo comencé a estudiar mucho más tarde.

—¿Qué respondió su marido?

—¿Con tu amante? ¿Es él quien te espera en el coche?

—¿Cómo estaba Nahour en aquel momento?

—Muy pálido y furioso. Se levantó lentamente y creo que fue entonces cuando entreabrió el cajón, pero no sabía todavía su intención. Añadí que no le quería, que le daba las gracias por lo que había hecho por mí, que decidiese a quién correspondía el cuidado de los niños y que mi abogado se pondría en contacto con él…

—¿Dónde estaba Ouéni?

—No me preocupaba por él. No lejos de mí, supongo. Nunca hace mucho ruido.

—¿Fue entonces cuando disparó su marido?

—No. Todavía no. Me repitió lo que muchas veces me había dicho: que no aceptaría a ningún precio el divorcio. Le respondí que se vería obligado a ello. Solamente entonces me di cuenta de que tenía un arma en la mano…

—¿Después?

Maigret estaba un poco inclinado hacia ella, como para impedirle que se escapase una vez más de su cerco de preguntas.

—Los dos…

Ella recuperó el dominio de sí misma:

—Estalló el disparo.

—No. Los dos disparos, como usted ha estado a punto de decir. Estoy seguro de que Alvaredo estaba en el estudio, pero que no fue él quien disparó.

—¿Cree que fui yo?

—Usted tampoco. Ouéni sacó el arma de su bolsillo antes o después de que su marido disparase…

—Mientras yo estaba en la casa, no hubo más que un disparo; Nelly se lo confirmará.

—Nelly miente casi tan bien como usted, pequeña mía.

Esta vez Maigret se levantó casi amenazador. Había terminado de jugar. Después de haber vuelto a colocar la silla en un rincón del salón, medía éste a grandes pasos y Lina no reconocía al hombre que, poco antes, le había hablado en un tono casi paternal.

—Será mejor que en un momento dado, y lo más pronto posible, deje de mentir. Si no, telefonearé sin esperar más al juez de instrucción para pedirle una orden de arresto.

—¿Por qué iba a disparar Ouéni sobre mi marido?

—Porque la amaba a usted.

—¿Él? ¿Fouad amar a alguien?

—No se haga la inocente, Lina. Después de su primer encuentro con Nahour, ¿cuánto tiempo tardó Ouéni en ser su amante?

—¿Se lo ha dicho él?

—Poco importa. Responda…

—Varios meses después de mi matrimonio… No me lo esperaba… Nunca lo había visto en compañía de una mujer… Parecía despreciarlas…

—¿Se propuso usted animarle?

—¿Es eso lo que usted piensa de mí?

—Lo siento. Poco importa, por lo demás, pues fue él quien comenzó. Hasta entonces Nahour le había pertenecido de algún modo. Y he aquí que se le escapaba en parte, a causa de usted. Al convertirse en su amante, se vengaba de todas las humillaciones pasadas y futuras.

Se volvió casi fea de repente. Los rasgos de su rostro se borraban mientras lloraba sin pensar en enjugarse sus lágrimas.

—Como en los hoteles y en los chalets donde han vivido sucesivamente su marido y usted dormían separados, le era muy fácil a Ouéni encontrarle por la noche. En la avenida del Parc-Montsouris…

—Nunca ha ocurrido nada…

Ella estaba realmente angustiada y le miraba con ojos suplicantes.

—¡Se lo juro! Cuando comencé con Alvaredo fue una cosa seria…

—¿Es decir?

—Cuando comprendí que me amaba verdaderamente y que yo le amaba también, rompí toda relación con Fouad.

—¿Aceptó éste la ruptura?

—Trató por todos los medios, una vez incluso por la fuerza, de hacerme reanudar nuestras relaciones…

—¿Cuánto tiempo hace?

—Un año y medio aproximadamente.

—¿Sabía usted que la seguía amando?

—Sí.

—Hablar aquella noche a su marido en su presencia, ¿no era volver a poner el dedo en la llaga?

—No lo pensé.

—Cuando se acercó a usted, al principio de la entrevista, ¿no trataba de protegerla?

—No me lo he preguntado. Al final, ignoro incluso dónde estaba él.

—¿Fueron los dos disparos casi simultáneos?

No respondió. Estaba cansada y no simulaba ya.

Sus hombros estaban hundidos en las almohadas y su cuerpo se había encogido bajo la cubierta.

—¿Por qué no ha dicho la verdad desde su primer interrogatorio?

—¿Qué verdad?

—A propósito del tiro disparado por Fouad.

Ella respondió muy bajo:

—Porque no quería que Vicente supiese…

—¿Supiese qué?

—Lo de Fouad y yo. Sentía vergüenza. Tuve una aventura, hace mucho tiempo, en Cannes, y se la confesé. ¡Pero la de Fouad no! Si le acuso, lo dirá todo en el proceso y nuestro matrimonio nunca será ya posible…

—¿No se sorprendió Alvaredo al ver que Ouéni mataba a su marido?

Se miraron a los ojos durante un momento. Poco a poco los de Maigret perdían su dureza, mientras que los ojos azules de Lina reflejaban cada vez más fatiga y resignación.

—Me arrastró hacia fuera y, en el coche, le dije que Fouad había odiado siempre a mi marido…

Con el labio inferior un poco hinchado, añadió muy bajo:

—¿Por qué ha sido tan malo conmigo, señor Maigret?