V

El bar estaba oscuro y silencioso. Dos ingleses, sentados en altos taburetes, movían los labios, pero no se oía nada de su conversación. Las paredes estaban recubiertas de paneles de roble y los adornos de bronce solamente daban una luz discreta cada cuatro o cinco metros. Una joven esperaba, en un rincón, ante un coctel rojizo. En el rincón contrario, cuatro hombres se inclinaban a veces el uno hacia el otro.

Aquí también era domingo, un día vacío, fuera del tiempo real. Entre las cortinas de color crema, apenas se veía un poco de nieve sucia, árboles negros, o la cabeza en movimiento de algún transeúnte o de alguna transeúnte.

—¿Guardarropa, señor?

—Perdón…

Sus investigaciones le conducían frecuentemente a tabernas de barrio o a los bares lujosos del barrio de los Campos Elíseos o a los palacios. Se quitó su abrigo, y dio un suspiro de alivio al desprenderse de la bufanda que le daba demasiado calor.

—Una cerveza… —pidió a media voz al camarero que le miraba con atención como si tratase de recordar dónde había visto su cabeza.

—¿Calrsberg, Heineken?

—Cualquiera.

La señorita del guardarropa también paró al buen Lucas.

—¿Qué tomas?

—¿Y usted, jefe?

—He pedido cerveza.

—Entonces, lo mismo.

Las palabras Grill Room estaban inscritas con letras débilmente luminosas sobre una puerta que se encontraba abierta, por donde llegaban ligeros ruidos de platos.

—¿Tienes hambre?

—No mucha…

—¿Conoces el número de las habitaciones?

—La 437, 438 y 439. Son dos habitaciones y un saloncito.

—¿Y Nelly?

—Duerme en una de las habitaciones. La 437 es una habitación grande con dos camas para la señora Nahour y su amiga…

—Vuelvo en seguida…

Maigret, por el amplio pasillo de mármol, se dirigió hacia una puerta sobre la que ponía: «Teléfono».

—¿Querría ponerme con la 437, por favor?

—Un momento…

—¡Oiga…! ¿La señora Nahour?

—¿De parte de quién?

—Del comisario Maigret.

—Aquí, Anna Keegel. La señora Nahour está en su baño.

—Pregúntele si quiere que suba dentro de diez minutos o si prefiere almorzar primero.

Esperó un poco. Oía voces que no se distinguían.

—¡Oiga…! No tiene hambre, porque ha comido en el avión, pero preferiría que no subiese hasta dentro de media hora.

Maigret y Lucas, instantes más tarde, entraban en el comedor, que estaba cubierto de fieltro como el bar, con los mismos paneles de roble, los mismos adornos y las mismas lamparitas sobre las mesas. No había más que tres o cuatro ocupadas y todo el mundo cuchicheaba como en la iglesia. El maestresala y los camareros iban y venían en silencio a la manera de los servidores de un culto.

Cuando le dieron la carta, Maigret meneó la cabeza.

—Un plato inglés —murmuró.

—Para mí también.

El maestresala corrigió:

—Dos trozos de carne fríos.

—Con cerveza.

—Les envío al camarero.

—¿Quieres telefonearme al Quai para decirles que estamos aquí? Que traten de advertir a Janvier que permanezca todavía en Orly. Dales el número del apartamento.

Maigret se sintió pesado, de repente, y Lucas, que conocía ese síntoma, procuró no hacerle preguntas inútiles.

Durante la comida estuvieron casi silenciosos, bajo la mirada del maestresala y de los camareros.

—¿Desean tomar café?

Un hombre vestido en traje regional turco se los sirvió con gestos preciosistas.

—Será mejor que subas conmigo.

Llegaron al cuarto piso, encontraron la 437, en cuya puerta llamaron, pero fue la puerta del 438 la que se abrió.

—Por aquí… —les dijo Anna Keegel.

Ella también había tomado un baño o una ducha, porque tenía todavía una mecha de cabellos mojada.

—Entre… Voy a avisar a Lina…

En el salón, que no era muy grande, todo era dulce y suave, las paredes gris pálido, los sillones de un azul muy delicado también, y la mesa pintada en blanco marfil. En la habitación de la izquierda se oía a alguien ir y venir, probablemente Nelly Velthuis, que debía terminar de deshacer las maletas.

Esperaron bastante tiempo, de pie, y molestos, pero al fin entraron dos mujeres. Maigret quedó sorprendido, porque esperaba que Lina Nahour le recibiese en la cama.

Acababa de peinarse y no se había maquillado. Llevaba una bata de terciopelo rosa.

Parecía frágil, vulnerable. Si se esforzaba para recibirlos, no lo parecía, y la tensión de la mañana había desaparecido.

Ella se extrañó al encontrar a dos hombres en lugar de uno solo, como se esperaba y estuvo un momento como en suspense, mirando a Lucas.

—Uno de mis hombres —explicó Maigret.

—Siéntense, señores.

Ella se sentó en el canapé en el que su amiga se colocó cerca de ella.

—Le pido perdón por haberle molestado desde que ha llegado, pero comprenda, señora, que debo hacerle algunas preguntas.

Ella encendió un cigarrillo y los dedos que sostenían la cerilla temblaron un poco.

—Puede fumar.

—Gracias.

No llenó su pipa en seguida.

—¿Puedo preguntarle dónde estuvo la noche del viernes al sábado?

—¿A qué hora?

—Preferiría que me dijese su horario de la tarde y de la noche.

—Dejé la casa hacia las ocho de la tarde.

—¿Poco más o menos al mismo tiempo, pues, que su marido?

—No sé dónde estaba él en ese momento.

—¿Tenía la Costumbre de salir así sin decirle a dónde iba?

—Teníamos, tanto el uno como el otro, libertad de movimientos.

—¿Cogió su coche?

—No. Las calles estaban cubiertas de hielo y no tenía ganas de conducir.

—¿Llamó un taxi?

—Sí.

—¿Sirviéndose del teléfono que se encuentra en su habitación?

—Sí. Claro.

Hablaba con una voz de muchachita que recita su lección y sus ojos inocentes recordaban algo al comisario. Sólo tras algunas contestaciones pensó en la doncella, en sus pupilas casi transparentes y en sus expresiones infantiles.

Encontraba las mismas actitudes en Lina, hasta llegar a creer que una de las mujeres había copiado de la otra; incluso sus expresiones y hasta ciertos movimientos precipitados de las pestañas eran parecidos.

—¿A dónde fue?

—A un importante restaurante de los Campos Elíseos, llamado el Marignan.

Había dudado antes de decir la última palabra.

—¿Cenaba frecuentemente en el Marignan?

—A veces.

—¿Sola?

—La mayor parte de las veces.

—¿Dónde se sentó?

—En el salón grande.

Donde normalmente había unos cien clientes, de manera que su coartada era incontrolable.

—¿No fue nadie a reunirse con usted?

—No.

—¿No tenía ninguna cita?

—Estuve sola hasta el final.

—Es decir, ¿hasta qué hora?

—No sé. Quizás hasta las diez.

—¿No pasó antes por el bar?

Una nueva duda antes de un signo de cabeza negativo.

La más nerviosa de las dos ahora era la amiga, Anna Keegel, que miraba alternativamente a Lina y al comisario, volviendo la cabeza a cada contestación.

—¿Después?

—Anduve un poco a lo largo de los Campos Elíseos para tomar el aire.

—¿A pesar de las aceras deslizantes?

—Las aceras habían sido despejadas. Poco más o menos a la altura del Lido, cogí un taxi y me trajo hasta aquí.

—¿No vio a su marido quien, sin embargo, volvió hacia las diez?

—No le vi. Subí a mi habitación, donde Nelly acababa de cerrar mi maleta.

—¿Porque había decidido ir de viaje?

Con el mayor candor, respondió:

—Desde hacía ocho días.

—¿Cuál era su destino?

—Ámsterdam, naturalmente.

Y se puso a hablar en holandés con Anna Keegel. Ésta se levantó, entró en la habitación y volvió un poco más tarde con una carta. Ésta, con fecha del 6 de enero, no estaba escrita ni en francés ni en inglés.

—Puede hacerla traducir. Comunico a Anna mi llegada para el 15 de enero.

—¿Había reservado plaza en el avión?

—No. Mi primera idea era ir en tren. Hay uno a las 11’12.

—¿No había pensado en llevarse a su doncella?

—No hay sitio para ella en el apartamento de Anna.

Maigret, que seguía dejándole pasar apuros hasta el fin, sentía admiración por el candor con que ella contaba sus mentiras.

—Al marchar, ¿no se detuvo en la planta baja?

—No. El taxi que Nelly había llamado estaba ya al borde de la acera.

—¿No dijo adiós a su marido?

—No. Estaba al corriente.

—¿Fue a la estación del Norte?

—Llegamos tarde a causa del mal estado de las calles. Como el tren se había marchado, hice que me llevasen a Orly.

—¿Pasando por el bulevar Voltaire?

No se estremeció. Fue la Keegel quien pestañeó.

—¿Dónde está?

—Lamento tener que responderle que lo sabe tan bien como yo. ¿Cómo obtuvo la dirección del doctor Pardon?

Hubo un largo silencio. Encendió otro cigarrillo, se levantó, dio algunos pasos por la habitación y volvió a sentarse. Si estaba inquieta, no lo parecía. Daba la impresión de que más bien reflexionaba antes de tomar una decisión.

—¿Qué sabe? —preguntó a su vez mirando a Maigret de frente.

—Que fue herida en el estudio con una bala disparada por su marido con ayuda de una 6’35 de culata de nácar que le perteneció en otro tiempo y que guardaba en un cajón de su escritorio.

Apoyado el brazo sobre el codo se sujetaba el mentón con la mano y miraba al comisario como con curiosidad. Se le hubiera podido creer una niña modelo escuchando la lección de su profesor.

—No abandonó la casa en taxi, sino en el coche rojo de un amigo llamado Vicente Alvaredo. Es él quien la llevó al bulevar Voltaire, donde Alvaredo contó una historia increíble de atentado por parte de un automovilista desconocido…

»El doctor Pardon, en cuya casa usted no abrió la boca, le hizo una cura provisional. Usted volvió a su despacho, y mientras se quitaba su bata y se lavaba las manos, se marcharon del apartamento sin ruido…».

—¿Qué quiere de mí…?

No se había turbado. Se podría jurar que le estaba sonriendo, como una muchacha cogida in fraganti cometiendo una falta y que no considera una mentira como un gran pecado.

—Quiero la verdad.

—Me gustaría más que me hiciese preguntas.

Ello demostraba habilidad, porque de ese modo ella podría saber lo que la policía sabía exactamente. No por ello cayó Maigret en la trampa.

—¿Esta carta fue escrita verdaderamente el 6 de enero? Antes de responder, sepa que el análisis de la tinta nos permitirá aseguramos.

—Fue escrita el 6 de enero.

—¿Estaba al corriente su marido?

—Debía sospecharlo.

—¿Sospechar qué?

—Que me marcharía muy pronto.

—¿Por qué?

—Porque, desde hacía mucho tiempo, no podíamos vivir así.

—¿Desde cuándo?

—Meses.

—¿Dos años?

—Quizás.

—Desde que encontró a Vicente Alvaredo.

Anna Keegel se ponía cada vez más nerviosa y su pie tocó como por casualidad la zapatilla rosa de Lina.

—Poco más o menos es exacto.

—¿Conocía su marido sus relaciones?

—No sé. Es posible que alguien nos viese a Vicente y a mí. No nos escondíamos.

—Le parece normal que una mujer casada…

—¡Depende!

—¿Qué quiere decir?

—Hace años que Félix y yo vivíamos como extraños.

—Sin embargo, hace dos años, tuvo otro hijo.

—Porque mi marido quería a toda costa un hijo. Afortunadamente no fue otra niña.

—¿Es de él su hijo?

—Sin ninguna duda. Cuando encontré a Alvaredo, acababa de tener el parto y escasamente comenzaba a salir.

—¿No ha tenido otros amantes?

—Créame si quiere. Era el primero.

—¿Qué había previsto para la noche del 14?

—No comprendo.

—El 6, escribió a su amiga que llegaría el 15 a Ámsterdam.

Anna Keegel se puso a hablarle en holandés, pero Lina, segura de sí misma, meneó la cabeza y continuó mirando al comisario con la misma seguridad.

Maigret había encendido por fin su pipa.

—Voy a tratar de explicarle. Alvaredo quería que me divorciase para casarme con él. Yo le pedí una semana, porque sabía que no sería fácil. Jamás ha habido divorcios en la familia Nahour y Félix quería salvar las apariencias.

»Decidimos que le hablaría el 14 y que, dijese lo que dijese, nos marcharíamos inmediatamente a Ámsterdam.

—¿Por qué a Ámsterdam?

Pareció sorprendida por la incomprensión del comisario.

—Porque es la ciudad donde he pasado gran parte de mi infancia, y después mi vida de joven. Vicente no conocía Holanda. Yo quería enseñársela. Una vez obtenido el divorcio, habríamos ido a ver a sus padres a Colombia antes de casamos.

—¿Tiene usted fortuna personal?

—No. Pero no necesitamos el dinero de los Nahour.

Añadió con una chispa de orgullo bastante ingenuo:

—Los Alvaredo son más ricos que ellos y poseen la mayor parte de las minas de oro de Colombia.

—Bueno. Usted se marchó, pues, hacia las ocho sin decir nada a su marido. Alvaredo la esperaba en su Alfa-Romeo. ¿Dónde cenaron?

—En un pequeño restaurante del bulevar Montparnasse donde Vicente hace casi todas sus comidas, porque vive al lado.

—Estaba preocupada por la reacción de su marido cuando conociese su decisión.

—No.

—¿Por qué, si él se oponía al divorcio?

—Porque no podía retenerme de ninguna manera.

—¿Le ha amado siempre?

—No estoy segura de que me haya amado alguna vez.

—¿Por qué razón se casó con usted?

—Quizás para exhibirse con una bonita mujer bien vestida. Fue en Deauville, el año que fui elegida Miss Europa. Nos encontramos varias veces en los halls y en los pasillos del casino. Una noche que me encontraba cerca de una mesa de ruleta, trajo a mi lado fichas rectangulares y me apuntó:

»—Juegue al 14.

—¿Salió el 14?

—No la primera vez, sino la tercera. Salió dos veces consecutivas y jamás había visto tanto dinero como aquella noche cuando fui a cambiar mis fichas a la caja.

La situación había cambiado. Era su verdad, ahora, la que parecía la más plausible, casi evidente.

—Se las arregló para conocer el número de mi habitación y me envió flores. Cenamos varias veces juntos. Parecía muy tímido. Se notaba que no tenía costumbre de hablar con mujeres.

—Sin embargo, tenía treinta y cinco años.

—No creo que haya conocido otras mujeres antes de mí. Me llevó en seguida a Biarritz.

—¿Sin pedirle nada?

—En Biarritz, como en Deauville, pasaba las noches en el casino; entró en mi habitación hacia las cinco de la mañana. Habitualmente no bebía. Aquella noche, noté por su aliento que había tomado alcohol.

—¿Estaba borracho?

—Había bebido un vaso o dos para darse ánimo.

—¿Fue entonces cuando sucedió?

—Sí. No estuvo más de media hora conmigo. Y, en los cinco meses que siguieron, no vino a reunirse conmigo más que unas diez veces. Me pidió que me casase. Y acepté.

—¿Porque era rico?

—Porque me gustaba la vida que llevaba, de hotel en hotel y de casino en casino. Nos casamos en Cannes. Continuamos durmiendo separados. Era él quien lo quería. Era muy púdico. Creo que tenía un poco de vergüenza de estar tan gordo porque, en aquella época, estaba más gordo que en los últimos años.

—¿Se mostraba cariñoso con usted?

—Me trataba como a una muchacha. Nada cambió en su existencia habitual y nos acompañaba a todas partes Ouéni, con quien pasaba más rato que conmigo.

—¿Cuáles eran sus relaciones con Ouéni?

—No le tengo mucha simpatía.

—¿Por qué?

—No sé. Quizás porque tenía demasiada influencia sobre mi marido. Quizás también porque pertenecía a otra raza que no comprendo.

—¿Cuál era la actitud de Ouéni respecto a usted?

—Parecía no verme. Debe despreciarme profundamente, como desprecia a todas las mujeres. Un día que me aburría, pedí permiso para que viniese una doncella holandesa. Puse un anuncio en los periódicos de Ámsterdam y elegí a Nelly porque parecía alegre.

Ahora sonreía, mientras su amiga, inquieta, no aprobaba el aspecto que tomaba la entrevista.

—Volvamos al viernes por la noche. ¿A qué hora volvió usted a casa?

—Hacia las once y media.

—¿Estuvieron, Alvaredo y usted, en el restaurante hasta esa hora?

—No. Fuimos a su casa para buscar su maleta. Le ayudé a hacerla. Hablamos mientras tomábamos una copa.

—Una vez aquí, ¿permaneció él en el coche?

—Sí.

—¿Usted entró en el estudio?

—No. Subí a mi habitación y me cambié. Le pregunté a Nelly si Félix estaba abajo y me respondió que le había oído volver.

—¿Le dijo también si estaba solo o con su secretario?

—Con su secretario.

—¿No le molestaba él para la entrevista que usted se proponía tener?

—Tenía costumbre de ver presente siempre a Ouéni. No sé qué hora era cuando bajé. Me había puesto ya mi abrigo. Nelly me seguía con la maleta, que dejó en el pasillo, y después nos besamos.

—¿Debía reunirse con usted?

—Cuando se lo anunciase.

—¿Subió ella a su habitación? ¿Sin esperar el resultado de su entrevista?

—Sabía que estaba tomada mi decisión y que no me doblegaría.

El timbre del teléfono sonó en la mesita redonda. Maigret hizo una seña a Lucas para que lo descolgase.

—¡Diga! Sí… Aquí está… Ahora se pone…

Maigret sabía que iba a oír la voz de Janvier.

—Ha llegado, jefe… Está en su casa, en el bulevar…

—En el bulevar Montparnasse…

—¿Ya lo sabe? Ocupa un estudio amueblado en el segundo piso. Estoy en un bar, justamente enfrente de la casa…

—Continúe… Hasta pronto…

Y Lina, con aspecto natural, preguntó, como si fuese la cosa más normal del mundo:

—¿Ha llegado Vicente?

—Sí. Está en su casa.

—¿Por qué le vigila la policía?

—Es trabajo suyo vigilar a todos los sospechosos.

—¿Por qué ha de ser sospechoso? Jamás ha puesto los pies en la casa de la avenida del Parc-Montsouris.

—Si usted lo dice…

—¿No me cree?

—Ignoro cuándo miente y cuándo dice la verdad. ¿Cómo obtuvo la dirección del doctor Pardon?

—Fue Nelly quien me la dio. La conocía por nuestra asistenta que vivió en el barrio. Necesitaba curarme en seguida, lo más lejos posible de la casa…

—¡Bueno! —refunfuñó sin convicción, porque había decidido no dar nada por sentado—. Usted besa a Nelly Velthuis en el pasillo donde se encuentra la maleta. Sube la escalera. Entra en el estudio. Encuentra a su marido que está trabajando en compañía de Ouéni.

Ella lo corroboraba con la cabeza.

—¿Le habló usted inmediatamente de su marcha?

—Sí. Le anuncié que me iba a Ámsterdam, desde donde haría que le escribiese mi abogado para arreglar la cuestión del divorcio.

—¿Cuál fue su actitud?

—Me miró durante mucho tiempo sin decir nada; después murmuró: «No es posible».

—¿No se le ocurrió a él hacer salir a Ouéni?

—No.

—¿Estaba Nahour sentado ante su escritorio?

—Sí.

—¿Y Ouéni sentado enfrente de él?

—No. Ouéni estaba de pie a su lado, con papeles en la mano. No me acuerdo de las palabras que empleé. Estaba, a pesar de todo, bastante nerviosa.

—¿Le había aconsejado Alvaredo que se proveyese de un arma? ¿Le había dado él alguna?

—No tenía ningún arma. ¿De qué me hubiera servido? He dicho que mi decisión era definitiva, que nada me haría cambiar de parecer y comencé a dar media vuelta para dirigirme hacia la puerta. Fue entonces cuando oí una detonación al mismo tiempo que sentía un dolor en el hombro, como una quemadura.

»Debí volver la cabeza, porque me acuerdo de que Félix, de pie, tenía una pistola en la mano. Recuerdo sobre todo sus ojos muy abiertos, como si se diese cuenta de repente de lo que acababa de hacer».

—¿Y Ouéni?

—Estaba a su lado, inmóvil.

—¿Qué hizo usted?

—Tenía miedo a desmayarme. No quería que me sucediese en casa, donde hubiera quedado a merced de los dos hombres. Por ello me precipité hacia la puerta. Y me encontré ante el coche, cuya puerta me abrió Vicente.

—¿No oyó otro disparo?

—No. Le dije a Vicente que me llevase al bulevar Voltaire, a casa de un médico que conocía…

—Sin embargo, no conocía al doctor Pardon…

—No tenía tiempo de dar explicaciones. Me sentía muy mal.

—¿Por qué no fue a casa de Alvaredo, que está a dos pasos, y llamó a su médico?

—Porque no quería escándalo. Tenía prisa por llegar a Holanda y estaba persuadida que la policía no sabía nada. Fue por lo que me mantuve callada en casa del doctor para que no reconociese mi acento.

»No creía que se nos hiciesen preguntas. Ni siquiera sabía que la bala había quedado en la herida, y pensaba que ésta era superficial. Solamente era necesario detener la sangre…

—¿Qué medio de transporte habían pensado Vicente y usted para ir a Ámsterdam?

—Su coche. Cuando salí de casa del médico, me sentí demasiado débil para pasar muchas horas en coche y Vicente pensó en el avión. Me acordé de que había un avión por la noche, que ya había cogido otra vez. En Orly, tuvimos que esperar durante mucho tiempo y no estaban seguros de que el avión pudiese salir a causa de la nieve y de las heladas.

»En Ámsterdam, Vicente me llevó en seguida en un taxi al apartamento de Anna y yo le recomendé un hotel en el que debía esperar a que estuviese restablecida. Hasta el divorcio, hubiésemos ocupado habitaciones separadas…

—¿Para evitar que la acusasen de adulterio?

—Las precauciones no eran ya necesarias. Después del tiro, Félix no podía negarme el divorcio.

—De manera que, si comprendo bien, fue en definitiva un buen negocio para usted.

Le miró sin poder dejar de sonreír con aspecto malicioso y confesó:

—Sí.

* * *

Lo más curioso era que todo eso tenía su lógica y que daban ganas de creerla: hasta tal punto respondía ella a las preguntas con aparente candor y aparente franqueza. Al observar su rostro, tan infantil como el de Nelly Velthuis, Maigret comprendía que Nahour la hubiera tratado como a una muchacha y que Vicente Alvaredo se hubiese enamorado de ella lo suficiente como para decidirse a casarse con ella a pesar de su marido y de sus dos hijos.

El salón era acogedor y estaba cubierto de fieltro y en él se tenía tendencia a dejarse llevar por una especie de sopor. Lucas tenía aspecto de un gato que ronronea.

—Me permitiré hacerle una observación, señora Nahour: no hay nadie que confirme sus declaraciones. Según usted, estaban tres en el estudio en el momento del primer disparo.

—Tiene el testimonio de Fouad.

—Desgraciadamente para usted, pretende que no volvió a casa hasta después de la una y media de la mañana y ha dejado establecido que salió de un círculo del bulevar Saint-Michel hacia esa hora.

—Miente.

—Le vieron allí.

—¿Y si hubiese ido allí después del disparo?

—Trataremos de comprobar este punto.

—Puede preguntar también a Nelly.

—No comprende el francés, ¿verdad?

Sintió una ligera duda y respondió indirectamente:

—Habla inglés.

De pronto, el macizo cuerpo de Maigret pareció desencogerse y, sin ruido, llegó a la puerta de la habitación de al lado, y la abrió bruscamente. La doncella estuvo a punto de caer en sus brazos y a duras penas conservó su equilibrio.

—¿Hace mucho tiempo que escuchaba?

Azorada, a punto de llorar, dijo que no con la cabeza. Había cambiado su traje por un vestido de satén negro y un delantal blanco de festones bordados y sobre su cabeza llevaba una cofia.

—¿Ha comprendido lo que hablábamos nosotros?

Dijo que sí, después que no, pidiendo ayuda con la mirada a su dueña.

—Comprende un poco el francés —intervino Lina—, pero cada vez que trata de hablarlo, sobre todo en casa de los comerciantes del barrio, la gente se ríe de ella.

—Venga, Nelly. No permanezca pegada al marco de la puerta. ¿Desde cuándo sabe que la señora Nahour debía marcharse el viernes por la noche a Ámsterdam?

One week… Una semana…

—No debe volverse hacia ella, sino hacia mí.

Lo dijo a disgusto, pero ella todavía dudaba en mirar al comisario de frente.

—¿Cuándo preparó la maleta?

Se adivinaba que mentalmente trataba de traducir su respuesta.

—A las ocho…

—¿Por qué mintió cuando le interrogué ayer?

—No sé… Tenía miedo…

—¿De qué?

—No sé.

—¿Le asustaba alguien de la casa?

Agitó la cabeza en señal de negación y su cofia se le puso de través sobre sus cabellos.

—¿Volvió a ver a la señora Nahour hacia las diez? ¿Dónde?

—En su habitación.

—¿Quién bajó la maleta?

—Yo.

—¿Dónde fue su dueña?

—Al estudio.

—¿Oyó después un disparo?

—Sí.

—¿Uno o dos?

Su mirada buscó en seguida a Lina y respondió.

—Uno.

—¿No bajó usted?

—¿No?

—¿Por qué?

Se encogió de hombros, como para decir que lo ignoraba. No es que una de las dos mujeres hubiese copiado a la otra. Cada una de ellas había adquirido rasgos de la segunda, de modo que ahora la doncella era como una réplica confusa de Lina.

—¿No oyó a Ouéni subir a su habitación?

—No.

—¿Se durmió en seguida?

—Sí.

—¿No trató de saber quién estaba herido o muerto?

—Miré por la ventana. Oí la puerta y vi a la señora y al coche…

—Muchas gracias. Lo que espero de usted es que, mañana, cuando registren sus declaraciones, no traiga una tercera versión de los hechos…

La frase era visiblemente demasiado larga y difícil para ella y la señora Nahour la tradujo al holandés mientras la joven se ponía cada vez más roja y se daba prisa por marcharse.

—Lo que acabo de decir, señora, es válido también para usted. Hoy no he querido hacerle sufrir un interrogatorio oficial. Mañana le telefonearé para citarla. Vendré yo mismo, o uno de mis hombres, para tomar nota de sus respuestas.

—Hay un tercer testigo —dijo ella.

—Alvaredo, lo sé. Lo veré al salir de aquí. Como desconfío del teléfono, el inspector Lucas estará en el apartamento hasta que le levante su arresto.

Ella no protestó.

—¿Puedo ordenar que suban algo para comer? Mi amiga Anna siempre tiene hambre. Es una verdadera holandesa. Por mi parte, me acostaré.

—¿Me permite que entre un instante en su habitación?

Había cierto desorden, los vestidos los había echado de prisa sobre la cama y los zapatos sobre la alfombra. El aparato telefónico estaba colgado como si fuese un aparato eléctrico. Maigret lo descolgó y lo llevó al salón. Después hizo lo mismo con el que se encontraba en la habitación de Nelly.

Ésta, que colocaba la ropa en los cajones, le miró rencorosamente, como si le hubiera reñido.

—Le ruego que me perdone por tomar estas precauciones —dijo él al despedirse de las dos mujeres.

Y Lina respondió con una sonrisa:

—Es su oficio, ¿verdad?

El portero le llamó un taxi. En aquel momento se veía un sol pálido detrás de las nubes y, en los jardines de Luxemburgo, se deslizaban los niños. Incluso había dos o tres que se habían llevado sus trineos.

Descubrió la taberna donde Janvier debía esperarlo y, en efecto, encontró al inspector sentado no lejos del cristal empañado, al que secaba de vez en cuando.

—Un medio… —pidió con voz cansada.

Ese interrogatorio le había extenuado y todavía sentía que la humedad del salón se le pegaba al cuerpo.

—¿No ha salido?

—No. Supongo que almorzó en el avión. Debe esperar una llamada telefónica.

—Esperará un buen rato.

Maigret hubiera podido, como su colega de Ámsterdam, colgar el aparato sobre la mesa de escucha, pero quizás porque pertenecía a la vieja escuela, o probablemente a causa de la manera como había sido educado, se negaba a recurrir a este procedimiento, salvo cuando se trataba de profesionales.

—Lucas se ha quedado en el hotel del Louvre. Tú vendrás conmigo a casa de ese joven que todavía no conozco. De hecho, ¿cómo es?

La cerveza le refrescaba y le ayudaba a andar. Era agradable ver un mostrador de taberna, serrín por el suelo, y un camarero con delantal azul.

—Un hombre muy guapo, de una elegancia indolente y con aspecto un poco distante…

—¿Ha tratado de saber si le seguían?

—No, que yo sepa.

—Ven.

Atravesaron el bulevar y entraron en una rica casa en la que cogieron el ascensor.

—Tercer piso —dijo Janvier—. Me he informado. Hace tres años que ocupa este estudio.

No se veía ni placa ni tarjeta de visita en la puerta, que se abrió instantes después de que Maigret llamase. Un joven, muy moreno, bastante alto, pronunció con exquisita cortesía:

—Entren, señores… Les esperaba… ¿El comisario Maigret, supongo?

No les tendió la mano, pero les precedió hasta un salón claro, con modernos muebles y cuadros, cuyo balcón daba sobre el bulevar.

—¿No quieren asomarse?

—Una pregunta, señor Alvaredo. Ayer, en Ámsterdam, la señora Nahour le llamó por teléfono para anunciarle que su marido había muerto. Por la tarde volvió a llamarle otra vez para decirle qué avión tomaría con su amiga. Esta mañana se ha marchado usted de Ámsterdam y los periódicos de ayer tarde no podían hablar aún del asunto.

Negligente, Alvaredo se volvió hacia el canapé, de donde cogió un periódico parisino de la víspera.

—Incluso está su retrato en tercera página —dijo con una sonrisa burlona.

Los dos hombres se quitaron sus abrigos.

—¿Qué puedo ofrecerles?

En una mesita baja había un surtido de licores y de aperitivos, así como varios vasos. Uno estaba fuera de la bandeja y todavía contenía un poco de líquido del color del ámbar.

—Escúcheme bien, señor Alvaredo. Antes de hacerle algunas preguntas, tengo que decirle que, en este asunto, me he encontrado sin cesar con gentes que se toman grandes libertades con la verdad.

—¿Habla de Lina?

—De ella y de otras personas que no voy a citarle. ¿Quiere decirme, en primer lugar, cuándo puso los pies por última vez en casa de los Nahour?

—Permítame, señor comisario, responderle que la trampa es grosera, perdone la palabra, pero no encuentro otra. Debe saber que jamás he entrado en esa casa, ni el viernes por la noche ni nunca antes.

—Que usted sepa, ¿estaba Nahour al corriente de sus relaciones con su mujer?

—Lo ignoro, dado que no le vi más que dos o tres veces, de lejos, y siempre en una mesa de casino.

—¿Conoce a Fouad?

—Lina me ha hablado de él, pero nunca lo he visto.

—Sin embargo, el viernes por la noche no se escondió y esperó, frente a la verja, en un coche muy vistoso.

—No teníamos por qué escondernos ya, puesto que nos habíamos decidido y Lina iba a decírselo a su marido.

—¿Estaba preocupado por el resultado de la entrevista?

—¿Por qué debía estarlo? Decidida Lina a marcharse, su marido no podía impedírselo.

Añadió revelando cierto rencor:

—No estamos en el Próximo-Oriente.

—¿Oyó el disparo?

—Oí un ruido sordo que no precisé de dónde procedía. Un poco más tarde se abrió la puerta y Lina, que tenía dificultad en arrastrar la maleta, se precipitó hacia la acera. Justamente tuve tiempo de abrirle la portezuela. Parecía extenuada. Fue en el camino donde me lo contó todo…

—¿Conocía al doctor Pardon?

—Nunca había oído hablar de él. Fue ella quien me dio su dirección.

—¿Contaba con volver a Ámsterdam en coche?

—Ignoraba la gravedad de la herida. Sangraba mucho. Y estaba preocupado…

—Lo que no le impidió mentir al médico.

—Creí más prudente no decirle la verdad.

—Y después, abandonar el despacho sin hacer ruido…

—Para que no pudiese saber el nombre de Lina y el mío.

—¿Sabía que Nahour guardaba un arma en el cajón de su escritorio?

—Lina no me lo había dicho.

—¿Tenía miedo de su marido?

—No era un hombre de quien se pudiese tener miedo.

—¿Y de Ouéni?

—Me ha hablado muy poco de él.

—Sin embargo, representaba un papel importante en la casa.

—Ante su amo, quizás, pero no tenía nada que ver con Lina.

—¿Está seguro de ello?

La sangre afluyó a las mejillas y a las orejas de Alvaredo, quien replicó, apretando los dientes con cólera:

—¿Qué quiere insinuar?

—No insinuaba nada, pero Fouad, por la influencia que tenía sobre Nahour, podía ejercerla indirectamente también sobre el destino de la señora Nahour.

El joven se calmaba, molesto por haberse dejado llevar por el enojo.

—Es usted muy apasionado, señor Alvaredo.

—Amo —dejó caer él secamente.

—¿Puedo preguntarle cuánto hace que está en París?

—Tres años y medio.

—¿Es estudiante?

—Hice Derecho en Bogotá. Vine aquí para seguir unos cursos en el Instituto de Derecho comparado… Al mismo tiempo, trabajo como voluntario con Maître Puget, en el bulevar Raspail, a dos pasos de aquí, que es profesor de Derecho Internacional…

—¿Son ricos sus padres?

Respondió como excusándose:

—Para Bogotá, sí.

—¿Es usted hijo único?

—Tengo un hermano más joven que está en Berkeley, en los Estados Unidos…

—¿Sus padres son católicos, como la mayor parte de los colombianos, si no me equivoco?

—Mi madre es más bien devota.

—¿Piensa llevar a la señora Nahour a Bogotá?

—Ésa es mi intención.

—¿No ha pensado que podía chocar con su familia casándose con una divorciada?

—Soy mayor de edad.

—¿Me permite usar su teléfono?

Maigret llamó al hotel del Louvre.

—¿Lucas…? Puedes dejarles en paz… Quédate, sin embargo, en el hotel… Te relevarán esta tarde…

Alvaredo sonrió con amargura.

—Ha dejado uno de sus hombres en la habitación de Lina para impedir que me telefonease, ¿verdad?

—Estoy desolado por tener que tomar estas precauciones.

—¿Supongo que su inspector va a vigilarme también a mí?

—No se lo niego.

—¿Puedo ir a verla?

—No encuentro ningún inconveniente.

—¿No le ha probado el viaje?

—Lo bastante poco como para que no haya perdido su sangre fría ni su agilidad de espíritu.

—Es una niña.

—Una niña muy hábil.

—¿No quiere beber nada?

—No, no quiero.

—¿Lo que significa que me considera como un sospechoso?

—Mi oficio es el que me lleva a considerar a todo el mundo como sospechoso.

Una vez en la acera, suspiró, y se llenó los pulmones de aire.

—¡Vaya!

—¿Cree que le ha mentido, jefe?

Sin responder, Maigret continuó:

—Puedes subir al coche. No pasará mucho tiempo antes de que el coche rojo se dirija a la calle Rívoli. Buenas tardes… Ten al corriente al Quai, para que te releven…

—¿Y usted?

—Vuelvo a la avenida del Parc-Montsouris. Mañana será preciso comenzar de nuevo estos interrogatorios de una manera más oficial.

Con las manos en los bolsillos, se dirigió hacia la parada de taxis del rincón del bulevar Saint-Michel, echando pestes contra la bufanda que su mujer le había hecho, que le producía la sensación de tener el cuello hundido entre los hombros y le hacía cosquillas en el cuello.

Desde el exterior, la casa de los Nahour parecía vacía. El comisario pidió al chófer que le esperase, atravesó el jardincillo donde la nieve crujía bajo sus pies, y pulsó el botón del timbre.

Torrence, adormecido, acudió a abrirle bostezando.

—¿Nada nuevo?

—Ha llegado el padre. Está en el despacho con su hijo.

—¿Cómo es?

—Un hombre de unos setenta y cinco años, con cabellos blancos muy espesos, y rostro arrugado que no por ello deja de respirar energía.

La puerta del estudio se entreabrió y Pierre Nahour, al reconocer a Maigret, le preguntó:

—¿Me necesita, señor comisario?

—Desearía ver a Ouéni.

—Está allá arriba.

—¿Le ha visto su padre?

—Todavía no. Sin duda, pronto tendrá cierto número de preguntas que hacerle.

Maigret colgó su abrigo, su bufanda y su sombrero en la percha y se dispuso a subir la escalera. El pasillo estaba oscuro. Se dirigió hacia la habitación de Fouad, llamó y recibió la respuesta en árabe.

Cuando empujó la hoja, encontró a Ouéni sentado en un sillón. No leía. No hacía nada. Dirigió a Maigret una mirada completamente desprovista de expresión.

—Puede entrar… ¿Qué le han contado…?