IV

Fue una tarde lenta, en el despacho demasiado caliente, y sobre el escritorio se exhibían seis o siete pipas. En casi todas las investigaciones, hay, en un momento dado, lo que Maigret llamaba con satisfacción el agujero, un momento en el que se posee cierto número de elementos que es indispensable verificar y que además es imposible poner en orden.

Es un período a la vez tranquilo e irritante, porque uno intenta hacer hipótesis, sacar conclusiones que corren el riesgo, después, de revelarse falsas.

Si Maigret hubiera seguido su inclinación, si no se hubiera repetido que el papel de un comisario de distrito no es correr por todas las partes como un perro de caza, lo habría visto todo por sí mismo, como lo hacía cuando todavía no era más que inspector.

Por ejemplo, envidiaba a Keulemans por haber visto a Lina Nahour y a su amiga de físico desagradable, en el apartamento de Ámsterdam en el que ambas jóvenes habían vivido juntas en otro tiempo.

Al mismo tiempo, le hubiese gustado pasar la jornada entera en lugar de Lapointe, en la casa de la avenida del Parc-Montsouris, buscando, husmeando en los rincones, abriendo cajones a la aventura, observando a Fouad Ouéni, a Pierre Nahour, a la desorientada Nelly, que no era quizás tan infantil como intentaba hacerlo creer.

No seguía un plan preconcebido. Pero seguía su camino, al azar, esforzándose sobre todo por no forjarse ninguna opinión.

Sonrió cuando llamaron a la puerta y vio entrar a la criada de los Pardon.

—Buenos días, señor Maigret…

Porque para ella no era el comisario de la P. J., sino el invitado de todos los meses.

—Le traigo el informe. El señor me ha encargado que se lo entregue en sus propias manos…

Estaba escrito con dos dedos en la vieja máquina del médico y tenía tachones, letras saltadas, palabras pegadas.

¿Había comenzado Pardon esta redacción la noche anterior, después de marcharse Maigret? ¿O bien la había escrito entre visita y visita? El comisario no hizo sino ojearlo, sonriendo al constatar la meticulosidad de su amigo que había hecho un visible esfuerzo para no omitir ningún detalle, como si se tratase de un diagnóstico médico.

No tardaría en fruncir las cejas, porque acababan de anunciarle que varios periodistas le esperaban en el pasillo. Dudó, y terminó por refunfuñar:

—Que pasen…

Eran cinco, más dos fotógrafos, y entre los reporteros se encontraba el pequeño Maquille, que apenas tenía veinte años pero que era el más encarnizado de la prensa parisina, a pesar de su rostro de querubín.

—¿Qué puede decirnos del asunto Nahour?

El asunto Nahour era ya un título que sin duda se iba a encontrar en todos los periódicos.

—Poca cosa, hijos míos, porque no hago más que comenzar.

—¿Piensa que Nahour haya podido suicidarse?

—No. Tenemos pruebas de lo contrario, porque la bala, que se alojó en el cráneo después de haber atravesado la garganta, no es del mismo calibre que el arma encontrada debajo de su cuerpo.

—¿Tenía, entonces, esa arma en la mano cuando ha sido asesinado?

—Es probable. Como preveo las preguntas que van a continuación, les declaro que ignoro quién se encontraba en aquel momento en la habitación.

—¿Y en la casa? —soltó el pequeño Maquille.

—Una joven doncella holandesa, Nelly Velthuis, dormía en el primer piso en una habitación bastante alejada del estudio. Dice que tiene el sueño pesado y afirma que no oyó nada.

—¿No había también un secretario?

Debían haber preguntado a los vecinos, e incluso a los proveedores del barrio.

—Hasta que prueben lo contrario, el secretario, Fouad Ouéni, estaba en la ciudad y no volvió hasta la una y media de la mañana. No entró en el estudio y subió en seguida a acostarse.

—¿Y la señora Nahour?

—Ausente.

—¿Antes o después del drama? —preguntó de nuevo el obstinado Maquille, que elegía bien sus palabras.

—La cuestión no está resuelta.

—¿Pero al menos hay una cuestión?

—Siempre hay cuestiones.

—¿Por ejemplo, la posibilidad de un crimen político?

—Que nosotros sepamos, Félix Nahour no se ocupaba de política.

—¿Y su hermano, en Ginebra?

Iban ya más lejos de lo que el comisario hubiera pensado.

—¿No servía su banco para cubrir otras actividades?

—Van demasiado de prisa para mí.

Maigret no podía asegurar que Pierre Nahour hubiera llegado a París en el avión de la mañana. Hasta entonces, nada demostraba que no estuviera allí la víspera.

—¿Fue empleada el arma encontrada bajo el cuerpo de la víctima?

Maigret respondió sin comprometerse:

—Está en manos de los expertos y no he recibido todavía su informe. Ahora, saben poco más o menos tanto como yo y les pido que me dejen trabajar. Les convocaré cuando tenga algo nuevo.

No ignoraba que Maquille iba a dejar a uno de sus compañeros en el pasillo para vigilar su despacho y reparar en las visitas que recibía.

—No, hijos míos, tengo muchas cosas que hacer y me es imposible dedicarles más tiempo.

Por fortuna, no había terminado mal aquello. Suspiró, pensó en una buena cerveza muy fresca, pero no se atrevió a hacer que se la subieran de la cervecería Dauphine.

—¡Diga…! ¿Lapointe…? ¿Qué ocurre allá?

—La casa sigue siendo tan lúgubre. La asistenta está furiosa ya que se le impide proceder a la limpieza. Nelly, acostada en su cama, lee una novela policíaca inglesa. En cuanto a Pierre Nahour, no sale del despacho, en el que examina la correspondencia y los documentos que se encuentran en los cajones.

—¿No ha llamado por teléfono?

—Una vez solo, a Beirut, para poner al corriente a su padre. Éste trata de obtener un billete para el próximo avión.

—Pásame a Pierre Nahour, ¿quieres?

—Está a mi lado.

Después se oyó la voz del banquero ginebrino.

—Le escucho…

—¿Sabe si su hermano tenía un notario en París?

—Félix me habló de ello en nuestro último encuentro, hace tres años, y me dijo que, en caso de que se muriese, encontraría su testamento en casa de Leroy-Beaudieu, en el bulevar Saint-Germain. De casualidad, conozco muy bien a Leroy-Beaudieu, porque hice gran parte de la carrera de Derecho con él, pero después perdimos el contacto.

—¿Le reveló su hermano el contenido del testamento?

—No. Solamente me dijo, con cierta amargura, que a pesar de las críticas de nuestro padre era un Nahour.

—¿No ha encontrado nada en los papeles que está mirando?

—Sobre todo facturas, que indican que mi cuñada no se ocupaba de los proveedores, ni siquiera del carnicero ni de la tienda de comestibles, dejando esto para mi hermano. Informes casi diarios de la niñera dando noticias sobre los niños, lo que prueba que mi hermano los quería mucho. Invitaciones, cartas de directores de casinos y de empleados de las casas de juego…

—Escuche, señor Nahour. No es ya necesario que permanezca en la casa. Puede andar por París, sin abandonar la ciudad. Si toma una habitación en el hotel…

—No tengo esa intención. Me acostaré en la habitación de mi hermano. Es posible que salga, aunque no sea más que para cenar.

—¿Quiere pasarme de nuevo a mi inspector…? ¡Oye! ¿Lapointe? Acabo de darle a Pierre Nahour autorización para que entre y salga cuando quiera. En cuanto a Ouéni y a la doncella, prefiero que no abandonen la casa…

»La asistenta puede ir a hacer sus compras y después, si lo desea, volver a su casa.

»A última hora de la tarde, te enviaré a alguien para que te releve. Hasta pronto…».

Penetró en el despacho de los inspectores, en el que había trabajando quince, unos redactando informes, otros llamando por teléfono.

—¿Quién habla correctamente el inglés?

Se miraron en silencio y Baron levantó tímidamente la mano.

—Le advierto que tengo muy mal acento.

—Entre las cinco y las seis, irás a relevar a Lapointe al Parc-Montsouris y te quedarás allí. Te daré instrucciones.

Al entrar un poco más tarde en su despacho, Maigret encontró a Janvier, con el abrigo puesto; con su presencia hacía penetrar en la habitación un poco de aire helado de la calle.

—He visto al dueño del bar de Tilleuls, un tipo grueso, siempre adormilado, de quien sospecho que es más listo de lo que quiere aparentar. Pretende que no tiene nada que ver con el círculo del primer piso, dirigido por un tal Pozzi; sólo que los clientes tienen que pasar por el bar…

»Por la noche, de las ocho a las once o a las doce, está lleno de gente para ver la televisión.

»Ayer eran mucho más numerosos porque daban lucha. No vio llegar a Ouéni, pero lo vio salir hacia la una y cuarto…».

—¿De manera que Ouéni pudo haber llegado en cualquier momento antes de la una y cuarto y permanecer unos minutos en el círculo?

—Es posible. Si me lo permite, esta noche iré a interrogar a Pozzi, a los croupiés y, si es necesario, a los clientes.

A Maigret le hubiese gustado ir también. Dudó antes de admitir que debía acostarse, después de una noche casi en blanco, y viendo el trabajo que le esperaba al día siguiente.

—¿Y el restaurante?

—Es una salita pequeña, en la que el olor de la cocina oriental es tan fuerte que la cabeza me daba vueltas. Boutros es un tío gordo que separa al andar sus muslos demasiado voluminosos. Aparentemente, no sabe nada de lo que ocurrió ayer noche porque, cuando le he hablado de la muerte de Nahour, se ha puesto a llorar.

»—¡Mi mejor cliente…! ¡Mi hermano…! Sí, inspector, amaba a ese hombre como a un hermano… Piense que venía ya a comer a mi casa cuando todavía era estudiante y que muchas veces le fiaba dinero durante semanas… Una vez rico, no había olvidado al pobre Boutros y, cuando estaba en París, venía a cenar aquí casi todas las tardes…

»—¡Mire! Aquí está su mesa, en el rincón, cerca del mostrador…».

—¿Te ha hablado de la señora Nahour?

—Es un viejo mono, que te vigila con el rabillo del ojo al mismo tiempo que hace muecas… Me ha hablado extasiado durante mucho tiempo de la belleza de la señora Nahour, de su dulzura, de su gentileza…

»—¡Y no era orgullosa, inspector…! Al entrar y al salir, no dejaba de estrecharme la mano…

—¿Cuándo la ha visto por última vez?

—No sabe… No ha dicho más que vaguedades… Los primeros días de su matrimonio, venía muy a menudo con su marido, sin embargo, últimamente no tanto… Era una hermosa pareja, muy enamorada… Han estado siempre muy enamorados… No, no ha pasado nada entre ellos; como es natural, ella debía ocuparse de la casa y de los niños…

—¿Ignora que los niños viven en el Sur?

—Finge ignorarlo en todo caso…

Maigret no podía dejar de sonreír. ¿Es que en este asunto mentía todo el mundo? Todo había comenzado en casa de Pardon, la noche anterior, con esa historia increíble de un tiro disparado desde un coche y de la señora mayor que les había recomendado la casa del médico.

—¡Un instante! —dijo el comisario a Janvier—. Tengo que hacer una llamada telefónica. Quédate aquí…

Tuvo de nuevo a Lapointe al otro extremo del hilo.

—¿Se ha marchado la asistenta?

—Creo que la oigo prepararse para salir.

—¿Quiere decirle que se ponga?

Debió esperar bastante tiempo antes de que una voz de mujer pronunciase sin amabilidad:

—¿Para qué me quiere?

—Para hacerle una pregunta, señora Bodin. ¿Cuánto hace que vive en el distrito XIV?

—No sé que tiene que ver eso…

—Me es fácil informarme en la comisaría, en la que usted debió inscribirse.

—Tres años…

—¿Y dónde vivía antes?

—En la calle Servan, en el distrito XI.

—¿Estuvo enferma allí?

—Mis enfermedades no le importan a nadie…

—¿Le curó el doctor Pardon?

—Un buen hombre ése, que no hace preguntas a la gente y que se contenta con curarla…

Así, un pequeño misterio que preocupaba al comisario desde el relato de Pardon había sido aclarado.

—¿Hemos terminado? ¿Puedo ir a hacer mis recados?

—Todavía otra pregunta… Usted quería mucho al doctor Pardon… Es probable, pues, que le haya enviado a personas conocidas…

—Quizá lo haya hecho…

—Trate de acordarse… ¿A quién ha hablado de él en la casa en que trabaja en la actualidad…?

Hubo un silencio bastante largo y Maigret oía la respiración de la señora.

—No lo sé.

—¿A la señora Nahour?

—Jamás ha estado enferma.

—¿Al señor Ouéni? ¿A la doncella?

—¡No le he dicho que no me acuerdo de haberles hablado de él! Ahora, si ya no soy libre ni siquiera para ir a hacer mis compras, no tiene más que detenerme…

Maigret colgó. Su pipa estaba apagada y ordenó a Janvier que llamase a Orly, mientras él llenaba otra pipa.

—Pregunta al inspector si el avión que ha llegado poco después de las once es un avión de Air-France o de la Swissair.

Janvier repetía la pregunta.

—¿Swissair? —repetía Janvier—. Un momento.

—Que te ponga con el despacho que controla los pasaportes de llegada…

—¡Oiga…! Quiere usted…

Instantes más tarde, Maigret se hallaba considerando un nuevo punto. Pierre Nahour había llegado por la mañana de Ginebra a bordo de un Metropolitan en el que había encontrado plaza en el último momento.

—¿Y ahora, jefe?

—¿Sabes a qué hora cenó ayer por la noche Nahour?

—Hacia las ocho y media… Se marchó un poco más tarde de las nueve y media… Cenó cordero, después un pastel de almendras y de uvas…

—Pasa al lado y dale al doctor Colinet esta información, ya que tiene necesidad de ella para fijar la hora de la muerte…

Él mismo buscaba el número de teléfono de Leroy-Beaudieu, cuyo nombre le parecía familiar.

Cuando lo tuvo al otro extremo del hilo, el notario dijo:

—¿Qué hay de nuevo, querido comisario? Hace mucho tiempo que no he tenido el placer de verle y de oírle…

Y, como Maigret buscase en su memoria, el notario prosiguió:

—¿Se acuerda del caso Montrond…? Ese antiguo cliente mío, cuya mujer…

—Sí… Sí…

—¿En qué puedo ayudarle?

—Creo que tiene entre manos el testamento de un tal Félix Nahour…

—En efecto… Anuló el antiguo y redactó uno nuevo hace unos dos años…

—¿Sabe por qué cambió de intención?

Hubo un silencio molesto.

—La pregunta es bastante delicada y me encuentro en una situación falsa… El señor Nahour jamás me dijo nada… En lo que concierne al testamento, creo que no ignora que estoy obligado a guardar el secreto profesional… Si esto puede ayudarle, solamente puedo decirle que se trataba de razones puramente personales…

—Félix Nahour fue asesinado ayer noche en su despacho.

—¡Ah! Los periódicos no han hablado de ello.

—Hablarán en sus próximas ediciones.

—¿Han detenido al asesino?

—Hasta ahora no podemos hacer más que suposiciones contradictorias. ¿No sucede bastante a menudo, y esto, creo yo, sí puede decírmelo, que cuando un marido redacta su testamento su mujer redacta el suyo al mismo tiempo?

—He visto presentarse el caso.

—¿Y respecto al señor y a la señora Nahour?

—Jamás he visto a la señora Nahour ni he tenido ninguna relación con ella. Es una antigua reina de belleza, ¿verdad?

—Exactamente.

—¿Cuándo tiene lugar el entierro?

—Lo ignoro, porque el cuerpo está todavía en manos del médico forense.

—De ordinario, esperamos a que sean los funerales para convocar a los interesados. ¿Cree que tardarán mucho?

—Es posible.

—¿Ha avisado a la familia?

—El hermano, Pierre Nahour, ha llegado esta mañana a París. En cuanto al padre, que al mediodía estaba todavía en Beirut, ha debido embarcarse en el primer avión.

—¿Y la señora Nahour?

—La esperamos mañana por la mañana.

—Escuche, querido comisario, voy a enviar las convocatorias esta tarde. ¿Qué le parece para mañana por la tarde?

—Está bien.

—Querría ayudarle en la medida de mis posibilidades sin quebrantar nuestras reglas profesionales. Todo lo que puedo decirle es que si la señora Nahour estaba al corriente del primer testamento, tendrá una desagradable sorpresa al conocer el segundo. ¿Le es útil esto?

—Muy útil. Le doy las gracias.

Janvier estaba de vuelta en el despacho de Maigret.

—Hay algo nuevo —murmuró éste—. Si he entendido bien, la señora Nahour era la principal beneficiaria del primer testamento. Hace unos dos años, el marido redactó un segundo y me sorprendería que hubiera dejado a su mujer más del mínimo previsto por la ley.

—Cree que es ella quien…

—Olvidas que jamás creo nada hasta que no termino una investigación.

Añadió con una sonrisa escéptica:

—¡Y ni aun entonces!

Decididamente era la tarde de las llamadas telefónicas.

—Llámame a la pensión Palmiers, de Mougins.

Rebuscó en sus bolsillos, y cogió un trozo de papel en el cual había anotado el nombre de la niñera.

—Mira si la señorita Jobé está allí.

Se colocó ante la ventana porque se sentía adormecido por haber permanecido tanto tiempo en el sillón. Los copos de nieve eran cada vez más escasos. Hacia bastante tiempo que las calles estaban con luz eléctrica, y en algunas arterias no habían dejado de estarlo durante todo el día.

En el puente Saint-Michel, un embotellamiento impedía la circulación y tres agentes en uniforme se esforzaba en aclarar la madeja de coches y de autobuses con sus silbatos.

—¡Oiga! ¿Es la señorita Jobé…? Un momento, por favor… Le pongo con el comisario Maigret… No… De la Policía Judicial de París…

Maigret cogió el aparato y se quedó de pie, con una pierna sobre la mesa.

—Oiga, señorita Jobé… Supongo que los dos niños están con usted… ¿Cómo…? ¿No ha podido sacarlos a causa de la nieve y del frío…? Consuélese, porque en París, la nieve hace casi imposible la circulación…

»Querría que me dijese si tiene noticias del señor Nahour… ¿Le llamó por teléfono ayer…? ¿Hacia qué hora…? A las diez de la mañana… Sí, comprendo… Telefoneaba siempre antes del paseo o de hacerse de noche… ¿Tenía alguna razón especial para llamarle? Nada de particular… Lo hacía dos o tres veces por semana…

»¿Y la señora Nahour…? ¿Menos veces…? ¿Una vez…? ¿A veces dos llamadas en quince días…?

»No, señorita… Si le hago estas preguntas, es porque el señor Nahour fue asesinado ayer noche… Nadie ha sido detenido… ¿Puedo preguntarle desde cuánto hace que trabaja para esta familia…? ¿Desde hace cinco años…? Entonces desde el nacimiento del primer hijo…

»Desgraciadamente me es imposible ir a Mougins en este momento… Quizás me vea obligado a enviar un exhorto para que la Brigada Judicial de Cannes registre su declaración… ¡Pero no…! No tema nada… Comprendo su situación…

»Escúcheme… Cuando entró al servicio de los señores Nahour, éstos viajaban mucho, ¿verdad…? Sí… Tan pronto a Cannes, como a Deauville, como a Evian… La mayor parte de las veces alquilaban un chalet para la temporada o parte de la temporada… ¿Iba usted con ellos…? ¿Muchas veces…? Sí… le oigo perfectamente…

»Vivió con ellos y la niña en el Ritz… Y tres años más tarde nació el niño… Exacto… ¿No es un niño enfermizo que tiene necesidad de un clima más cálido que el de París…? Si no me equivoco, tiene ahora dos años… Y es un diablo…

»Se lo ruego… ¡Vaya! Sigo al aparato…

Dijo a Janvier:

—Los niños están peleándose en la habitación de al lado… Me parece que es muy sincera… Sus respuestas son claras y las dice sin dudar… ¡Con tal de que dure…! ¡Diga…! Sí… Entonces, el señor Nahour se ocupaba más de los niños que su señora… Todos los días le dirigía una corta relación con su salud y sus actividades…

»¿Observó usted cierta tensión entre los esposos…? Es difícil de decir, lo sé… Cada uno hacía su vida personal… ¿No le sorprendió…? ¿Solamente al principio…? Después se ha acostumbrado…

»¿Iban juntos a verles…? ¿Rara vez…? Le estoy muy agradecido por su ayuda… Comprendo que no sepa más… Le doy las gracias, señorita…

Maigret suspiró profundamente y volvió a encender la pipa que había dejado apagarse.

—Y ahora, al amargo trabajo… En el fondo, digo eso por costumbre, porque el juez Cayotte es muy amable…

Cogió de su escritorio el informe de su amigo Pardon y se dirigió sin darse prisa hacia el barrio de los jueces de instrucción, al Palacio de Justicia. Cayotte no trabajaba en locales modernos y su secretaría se parecía a las descripciones de los novelistas del siglo pasado.

Incluso el secretario parecía surgir de un dibujo de Forain o de Steinlen aunque no usase mangas de lustrina.

A falta de lugar en los estantes de madera, que estaban pintados en negro, los expedientes se amontonaban en el suelo y la lámpara que estaba colgada encima del escritorio había perdido su pantalla.

—Siéntese, Maigret…

El comisario no quiso mentirle. Durante más de una hora, permaneció sentado en una silla mala, diciendo todo lo que sabía. Cuando se marchó, el humo de su pipa y el de los cigarros del juez formaban alrededor de la bombilla eléctrica una espesa niebla.

* * *

Maigret estaba en el aeropuerto desde las nueve y media de la mañana, aunque el avión de Ámsterdam no tuviese prevista su llegada hasta las 9 y 57. Era domingo. Mientras se afeitaba había oído recomendar en la radio a los conductores que no circulasen más que en caso de necesidad porque en las calles la nieve estaba más dura y resbaladiza que nunca.

Le había llevado Lucas y le esperaba en el coche de la P. J. Había más animación en las salas de espera del aeropuerto que en las calles de París y se respiraba un aire cálido, que hacía subir la sangre a la cabeza.

El comisario, después de haberse bebido un vaso de cerveza en uno de los bares, tuvo la impresión de estar colorado y sintió haberse puesto, ante la insistencia de su señora, la bufanda que ella le había hecho a mano.

Los altavoces anunciaban que el aterrizaje del avión de Copenhague, vía Ámsterdam, se había retrasado unos diez minutos. Maigret sobrellevó el plantón observando a los policías que, a la salida, examinaban los pasaportes, echaban un breve vistazo al visado del viajero y ponían o no ponían sello, según los casos.

La víspera, hacia las ocho, Keulemans le había telefoneado al bulevar Richard-Lenoir, cuando se disponía a sentarse a la mesa tras haber pulsado el botón de la televisión.

—Lina Nahour ha reservado dos plazas en el avión que despega a las 8,45 con destino a Orly.

—¿Le acompaña Alvaredo?

—No. La otra plaza es para su amiga, Anna Keegel. El joven ha reservado una plaza en el avión de las 11,22 que llega a París a las 12,45.

—¿Se han llamado por teléfono otra vez?

—Hacia las cinco. Lina Nahour le ha dicho simplemente la hora de salida, añadiéndole que le acompañaría su amiga. Él le ha respondido que tomaría el avión siguiente. Cuando le ha preguntado cómo se encontraba, ella le ha dicho que se sentía muy bien y que la temperatura le había bajado a 37,5°.

Por fin anunciaron la llegada del aparato y Maigret se colocó muy cerca del cristal, siguiendo así con sus ojos las idas y venidas tradicionales alrededor del aparato.

En primer lugar descendieron cuatro niños, y como no reconoció entre los pasajeros a la que buscaba, comenzaba a temer que hubiese cambiado de opinión cuando vio a una joven vestida con un abrigo de piel de nutria que se apoyaba, para descender, en el brazo de su amiga.

Anna Keegel, pequeña y morena, llevaba un abrigo de lana gruesa de un color verde oscuro.

La azafata, en el último momento, ayudó a Lina a subir al microbús donde los demás pasajeros estaban ya apretados y pronto la portezuela estaba cerrada.

Después de haber sido las últimas en descender del avión, las dos mujeres fueron las últimas también en presentar su pasaporte y Maigret, apoyado en la ventanilla, tuvo tiempo para observarlas de cerca.

¿Era realmente bella Lina Nahour? Era una cuestión de gusto. Tenía la tez clara de que Pardon le había hablado, la nariz pequeña, y los ojos de un azul de porcelana.

Esa mañana sus rasgos daban la impresión de cansancio y se notaba que solamente merced a un gran esfuerzo se mantenía de pie.

Anna Keegel era fea pero simpática, y si no estaba alegre, se veía que era capaz de reírse de cualquier cosa.

Las siguió a distancia basta la aduana donde esperaron durante algunos minutos una maleta verde y otra de peor calidad, que sin duda debía pertenecer a Anna.

Un mozo de estación se encargó de sus equipajes y, cuando llegó al borde de la acera, llamó un taxi, mientras que Maigret se sentaba al lado de Lucas.

—¿Son ellas?

—Sí. No te dejes dar el esquinazo.

No fue difícil, porque el chófer del taxi era prudente y emplearon tres cuartos de hora para llegar al parque Montsouris.

—¿Creía que se iban a otro sitio?

—No creía nada. Simplemente quería estar seguro. Párate detrás del taxi cuando éste se detenga y espérame.

Las dos mujeres descendieron y, antes de avanzar hacia la verja del jardín, Lina Nahour miró primero la casa de arriba abajo, pareció indecisa, y al fin se dejó llevar por su amiga.

Maigret se adelantó para llegar antes que ellas al pie de la escalinata.

—¿Quién es usted? —preguntó Lina frunciendo las cejas.

Tenía un ligero acento.

—Comisario Maigret. Soy yo quien investigo sobre la muerte de su marido. Debo pedirle permiso para entrar con usted…

Aunque no protestó, pareció más nerviosa y estrechó más contra ella su abrigo. El chófer dejó las maletas en la escalinata, y fue Anna Keegel quien abrió su bolso para pagar el viaje.

El corpulento Torrence, que había estado vigilando durante el día, abrió la puerta sin decir palabra y Lina le miró, también a él, con asombro más que con inquietud.

Se adivinaba que no sabía qué hacer ni a dónde ir, que dudaba entre subir a su habitación o entrar en el estudio.

—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó a Maigret.

—En el Instituto Médico-legal.

¿Se sintió aliviada al saber que no estaba en casa? Pareció temblar, pero estaba tan nerviosa que sus movimientos eran más bien reflejos.

Terminó por colocar la mano en el pomo de la puerta del estudio y, en el momento en que iba a girarlo, fue abierta la puerta desde el interior y apareció Pierre Nahour, quien quedó asombrado al encontrar a cuatro personas en el pasillo.

—Buenos días, Pierre… —dijo ella tendiéndole la mano.

¿Hubo realmente una duda por parte del banquero de Ginebra? Lo cierto es que acabó por tenderle la mano a su vez.

—¿Dónde sucedió?

Pierre Nahour retrocedió para dejar entrar a Lina, su amiga y el comisario, mientras que Torrence se quedó en el pasillo.

—Aquí… Detrás del escritorio…

Dio algunos pasos vacilantes, descubrió la mancha de sangre y volvió la cabeza.

—¿Cómo sucedió?

—Le dispararon.

—¿Murió en seguida?

Pierre Nahour estaba tranquilo, con bastante frialdad, observando a su cuñada sin que se pudiera leer ningún sentimiento en su rostro.

—No se sabe… La asistenta lo descubrió ayer por la mañana al comenzar su trabajo…

Viéndola vacilante, su amiga la condujo a un sillón donde Lina se sentó con precaución, porque su espalda debía hacerle daño. Dijo que desearía un cigarrillo y Anna Keegel se lo dio encendido.

Era bastante penoso el silencio. El mismo Maigret sentía cierto malestar ante el estado físico y sin duda moral de la joven, cuyos nervios debían estar a punto de estallar.

—¿No se sabe si sufrió?

—No se sabe —dijo secamente Pierre Nahour.

—¿A qué hora… sucedió?

—Probablemente entre las doce de la noche y la una de la mañana…

—¿No había nadie en la casa?

—Fouad estaba en el círculo y Nelly dormía… Según ella, no oyó nada…

—¿Es cierto que debo asistir a una reunión en casa del notario?

—Me ha llamado por teléfono, sí… Mañana por la tarde… Mi padre llegó ayer noche y está en el hotel Raspail…

—¿Qué voy a hacer? —preguntó sin dirigirse a ninguno en particular.

Tras de un silencio todavía más desagradable que los anteriores, fue su amiga quien le respondió en holandés.

—¿Crees…? —le preguntó en francés—. Sí. Quizás es mejor… No tendría valor de dormir en esta casa…

Buscó a Maigret con los ojos.

—Voy a instalarme en el hotel, con mi amiga y mi doncella…

No pedía autorización, como si hubiese sido una sospecha, sino que anunciaba simplemente su decisión.

Después se dirigió de nuevo a su cuñado:

—¿Está arriba Nelly? ¿Dónde está la señora Bodin?

—No ha venido. Nelly está en su habitación.

—Subo a cogerme ropa y algunos vestidos… ¿Vienes a ayudarme, Anna?

Una vez solos, los dos hombres se miraron sin decir una palabra.

—¿Cómo ha soportado el golpe su padre, señor Nahour?

—Bastante mal… Mi hermana le ha acompañado y los dos han ido a descansar al hotel… He sido yo quien ha insistido para que no se quedasen aquí…

—Y usted, ¿se queda aquí?

—Prefiero… ¿Comienza a tener idea de la personalidad del asesino, señor Maigret?

—¿Y usted?

—No sé… ¿Por qué no ha interrogado a mi cuñada…?

—Espero a que se haya instalado en el hotel. De momento, sin duda no podría soportarlo…

Los dos estaban de pie y Pierre Nahour miraba con dureza.

—Querría hacerle una pregunta —dijo suavemente el comisario—. Usted ha leído la correspondencia de su hermano y ha tenido ocasión de hablar con Ouéni… No parece dispuesto a colaborar con nosotros… Quizás, con usted…

—Traté de sacar algo, ayer noche, sin mucho éxito…

—El número de culpables posibles parece bastante limitado, con una condición…

—¿Cuál?

—Suponga que su hermano, contrariamente a su primera suposición, no haya jugado solamente por su cuenta, sino que lo haya hecho para un sindicato, como lo hizo en el pasado…

—Veo a dónde quiere llegar y le ruego, señor comisario, que no se entretenga con tal hipótesis… Mi hermano era un hombre honrado, como todos los Nahour… Era incluso escrupuloso, hasta puntilloso, como me he dado cuenta al repasar su correspondencia…

»Es increíble que, trabajando con un sindicato, le robase a éste aunque sólo fuese un céntimo, y que por ello haya sido después objeto de una venganza…

—Me alegra oírselo decir… Pido perdón por verme obligado, por mis funciones, a no dejar escapar ninguna hipótesis… Es quizás la presencia de Ouéni en la casa lo que me ha dado esta idea…

—No comprendo…

—¿No le parece bastante equívoca la situación de Ouéni…? No es ningún secretario, ni un ayuda de cámara, ni un chófer, y tampoco uno de la casa… De ahí a pensar que hubiera podido representar ante su hermano el papel de vigilante, o de representante del sindicato…

Nahour sonrió irónicamente.

—Si alguien distinto a usted me hubiese dicho eso, le hubiera respondido que había leído demasiadas novelas policíacas… Le hablé del sentido de la familia entre los libaneses… Ahora bien, la familia no se limita a los parientes más o menos cercanos. Sucede que viejos servidores forman parte de ella, incluso que los amigos viven en la casa en un mismo plano de igualdad…

—¿Hubiera elegido usted a Ouéni?

—No… Primero porque no me es simpático, después porque me casé joven y con mi mujer me es suficiente… No olvide que Félix estuvo soltero hasta los treinta años… Todos de la familia estábamos persuadidos de que jamás se casaría…

—¿Me permite?

Maigret, que oía pasos en la escalera, fue a abrir la puerta. Lina se había cambiado de vestido y llevaba ahora su abrigo de visón. Nelly Velthuis la seguía, con la mirada lejana, llevando una maleta, y Anna Keegel, cargada también ella de equipajes, cerraba el paso.

—Pierre, ¿quiere llamarme un taxi? No debía haber despedido el mío…

Miró al comisario con aspecto interrogador y Maigret le preguntó:

—¿A qué hotel va…? ¿Al Ritz…?

—¡Oh! No, me recordaría muchas cosas… Espere, ¿cómo se llama el hotel que hace esquina con la calle de Rívoli, cerca de la plaza Vendôme…?

—¿El hotel del Louvre…?

—Eso es… Vamos al hotel del Louvre…

—Me veo en la obligación de tener que visitarle pronto, porque debo hacerle algunas preguntas…

—El taxi viene en seguida…

Eran casi las doce de la mañana. Le tocaba a Janvier llegar pronto a Orly para esperar a Alvaredo y seguirlo.

—Adiós, Pierre… ¿A qué hora es la cita de mañana, y con qué notario?

—A las tres, en casa de Leroy-Beaudieu, en el bulevar Saint-Germain…

—No se moleste en anotarlo —dijo Maigret—. Ya le daré yo la dirección en el hotel…

Fue necesario mucho tiempo para colocar los equipajes y las tres pasajeras en el coche. En la acera Lina tiritaba visiblemente y miraba a su alrededor como si no reconociese el decorado que le era, sin embargo, familiar.

Pierre Nahour había cerrado la puerta y Maigret observó que se movía una cortina en la ventana que debía ser de Ouéni.

Miró a Lucas, tomando sitio al lado de él.

—Síguelas… Van al hotel del Louvre, pero prefiero estar seguro de que van allí… Hasta el momento, en este asunto, no estoy seguro de haber oído una sola verdad…

Las calles estaban tan desiertas como en el mes de agosto, sin autocares de turistas. El taxi se paró ante el hotel del Louvre. Lina y su amiga entraron primero, sin duda para asegurarse de que había habitaciones libres. Instantes más tarde, un maletero fue a buscar los equipajes mientras la doncella miraba el taxímetro y pagaba la cuenta.

—Aparca el coche en alguna parte y reúnete conmigo en el bar. Al menos es necesario que le dé tiempo a tomar posesión de su apartamento y de colocarse a gusto.

Además, tenía sed.