III

Maigret raramente se había sentido tan desorientado, como fuera de la vida normal, con un malestar semejante al que nos oprime cuando, en un sueño, el suelo falta bajo nuestros pies.

En las calles nevadas, los escasos transeúntes andaban esforzándose por guardar el equilibrio, los coches, los taxis y los autobuses circulaban a escasa velocidad, mientras que por todas partes camiones de arena o de sal iban a lo largo de las aceras.

Detrás de casi todas las ventanas lucían lámparas eléctricas y la nieve caía constantemente de un cielo gris pizarra.

Casi habría podido decir lo que ocurría en cada una de estas casitas donde respiraban seres humanos. Desde hacía más de treinta años, había aprendido a conocer París barrio por barrio, calle por calle, y, sin embargo, aquí se sentía sumergido en un mundo distinto donde las reacciones de los seres eran imprevisibles.

¿Cómo vivía Félix Nahour unas horas antes? ¿Cuáles eran sus relaciones exactas con el secretario y el resto de los sirvientes, con su mujer y sus dos hijos? ¿Por qué estaban éstos en la Costa Azul y por qué…?

Había tantos por qué que no podía abordarlos uno a uno. Nada estaba claro. Nada era limpio. No ocurría nada como en otras familias, en otros hogares.

Pardon la noche anterior había experimentado el mismo malestar cuando una extraña pareja había invadido su consulta de médico de barrio.

La historia del tiro disparado desde un coche en marcha era improbable e improbable también la mujer vieja que había indicado la casa del doctor.

Félix Nahour, con sus obras de matemáticas y sus listas de jugadas que ganaban o que perdían en los diferentes casinos, no se clasificaba en ninguna categoría que Maigret conociese y Fouad Ouéni salía, también él, de otro universo.

Le parecía que todo era falso, que todos mentían, y subiendo la escalera, Lapointe le confirmaba su intuición.

—Me pregunto, jefe, si esta muchacha es normal. Después de sus respuestas, cuando acepta responder, después de la mirada que me dirige, parece tener el candor y la mentalidad propios de una niña de diez años, pero me pregunto si no es una astucia o un juego.

Al entrar en la habitación de la señora Nahour, en la que estaba sentada Nelly sobre una silla tapizada de seda, Lapointe advirtió:

—Si se mira bien, jefe, los niños no tienen ya la edad que tenían cuando la foto fue hecha. La niña tiene ahora cinco años y el muchacho dos.

—¿Sabes dónde viven con la niñera?

—En Mougins, pensión de Palmiers.

—¿Desde hace mucho tiempo?

—A juzgar por lo que puedo comprender, el niño nació en Cannes y jamás ha venido a París.

La doncella les miraba con ojos claros, transparentes, sin que pareciese comprender nada de lo que decían.

—He encontrado otras fotografías en un cajón que me ha dicho… Una docena de fotos de cuando los niños eran pequeños, después cuando andaban ya, y ésta, tomada en una playa, de Nahour y de su mujer más jóvenes, probablemente de la época en que se conocieron… Aquí hay una foto de la señora Nahour con una amiga, cerca del canal de Ámsterdam…

La amiga era fea, con la nariz aplastada y los ojos demasiado pequeños, pero tenía por lo menos la cara agradable y simpática.

—Las únicas cartas que he encontrado en la habitación son de una joven, en holandés. Datan de hace siete años en adelante poco más o menos, y la última, de hace diez días.

—¿Nunca ha ido Nelly con su dueña a Holanda?

—Afirma que no.

—¿Iba ésta a menudo?

—De vez en cuando. Sola, parece ser… Pero no estoy seguro de que, incluso en inglés, Nelly comprenda exactamente las preguntas que le hago…

—Busca un traductor para estas cartas… ¿Qué dice respecto a la velada de ayer y a la noche?

—Nada. No sabe nada. La casa no es tan grande, y sin embargo, cada uno parece ignorar todo lo que hacen los demás. Cree que la señora Nahour ha cenado en la ciudad…

—¿Sola? ¿Nadie ha venido a buscarla? ¿No ha llamado a ningún taxi…?

—Afirma que no lo sabe…

—¿No ha ayudado a la señora Nahour a vestirse?

—A esta pregunta, responde que no la ha llamado… Ha cenado en la cocina, como de costumbre, después ha subido a su habitación, ha leído un periódico francés y se ha acostado… Me ha enseñado el periódico que data de anteayer…

—¿No ha oído pasos en el pasillo?

—No ha prestado atención… Una vez dormida, parece que nada la despierta…

—¿A qué hora comienza su trabajo por la mañana?

—No tiene hora fija…

Maigret trataba en vano de adivinar lo que ocurría tras la frente pulida como el marfil de la doncella que le sonreía indecisamente.

—Dile que puede ir a tomar su desayuno, pero que no debe abandonar la casa…

Cuando Lapointe hubo traducido estas instrucciones, Nelly se levantó, hizo una pequeña reverenda y se dirigió hacia la escalera.

—Miente, jefe…

—¿Cómo lo sabes?

—Según dice, no ha entrado esta noche en esta habitación. Esta mañana, los inspectores del barrio le han prohibido salir de la suya. Sin embargo, la primera vez que le he preguntado qué abrigo llevaba su dueña, no ha dudado en responder: «El de nutria…». Ahora bien, los armarios estaban cerrados, y en uno, he encontrado un abrigo de visón, y en otro, uno de astrakán gris…

—Querría que tomases el coche y volvieses a casa del doctor Pardon, en el bulevar Voltaire. Enséñale la fotografía que se encuentra abajo, en el despacho…

Había un teléfono en la habitación. Cuando comenzó a sonar, Maigret lo descolgó y oyó dos voces, la del médico forense y la de Ouéni.

—Sí —decía el último—. Está todavía en la casa… Espere… Voy a avisarle…

—Es inútil, señor Ouéni —intervino Maigret—. ¿Quiere colgar, por favor…?

Los tres aparatos, entre ellos el del secretario, estaban, pues, empalmados en la misma línea.

—Diga, aquí Maigret…

—Aquí Colinet… Tan sólo acabo de empezar la autopsia, pero he pensado que le gustaría conocer ya ahora el primer resultado adquirido… No se trata de un suicidio.

—Jamás he creído que lo fuera…

—Yo tampoco, pero, en adelante, tenemos la certidumbre… Sin ser experto en balística, puedo decir que la bala que he encontrado en el cráneo, como me esperaba, ha sido disparada por un arma de medio o de gran calibre, del 7’42 o del 45. Calculo la distancia entre tres y cuatro metros y el cráneo ha sido partido…

—¿La hora de la muerte?

—Será preciso, para establecerlo con más precisión, que conozca la hora de la última comida y que proceda al análisis de las vísceras…

—¿A primera vista?

—Hacia la mitad de la noche…

—Le doy las gracias, doctor…

Lapointe había salido y se oía el motor de su coche dar vueltas en la avenida.

Dos hombres, en voz baja, hablaban en una lengua extranjera que el comisario terminó por reconocer como árabe. Bajó y encontró en el pasillo a Ouéni en conversación con un desconocido, así como al inspector del barrio, que les observaba sin atreverse a intervenir.

El recién llegado se parecía a Félix Nahour, un poco más mayor, más delgado, y más alto también. Sus cabellos oscuros comenzaban a ponerse blancos por las sienes.

—¿Es de la policía? —preguntó su interlocutor con desconfianza.

—Comisario Maigret, jefe de la Brigada Criminal…

—¿Qué le ha sucedido a mi hermano? ¿Dónde está su cuerpo?

—Ha sido asesinado esta noche mediante una bala en la garganta y el cuerpo ha sido llevado al Instituto Médico-legal…

—¿Podría verlo?

—Dentro de poco.

—¿Por qué no ahora?

—Porque le están haciendo la autopsia… Entre, señor Nahour.

Dudó un instante en hacer penetrar a Ouéni en el despacho, pero al fin se decidió:

—¿Quiere ir a esperar en su habitación?

Ouéni y Nahour se miraron y Maigret no leyó ninguna simpatía hacia el secretario en los ojos del recién llegado.

Cerrada la puerta, el banquero de Ginebra preguntó:

—¿Ha sucedido aquí?

El comisario señaló la extensa mancha de sangre sobre la alfombra y su interlocutor se agachó un instante como lo hubiera hecho ante el cuerpo.

—¿Cómo ha sucedido?

—Nadie sabe nada. Parece ser que ha cenado en la ciudad y que ninguno le ha visto después.

—¿Lina?

—¿Habla de la señora Nahour…? Su doncella dice que ha cenado fuera, y que no ha vuelto.

—¿No está aquí?

—Su cama no está deshecha y se ha llevado unas maletas…

Pierre Nahour no parecía sorprendido.

—¿Ouéni?

—Según él, se ha ido a un círculo de juego del bulevar Saint-Michel y ha anotado las jugadas hasta después de la una y media. Cuando ha vuelto, no ha mirado si su jefe estaba o no en la casa y ha subido a acostarse. No ha oído nada…

Estaban sentados uno frente al otro y maquinalmente el banquero había sacado un puro de su bolsillo, que dudaba en encender, quizá por una especie de respeto por el muerto, aunque no estuviera ya allí.

—Me veo obligado a hacerle unas preguntas, señor Nahour, y le ruego que perdone mi indiscreción. ¿Estaba en buenas relaciones con su hermano?

—Sí, aunque no nos veíamos muchas veces.

—¿Por qué?

—Porque vivo en Ginebra, y cuando me marcho, es para volver al Líbano… En cuanto a mi hermano, no tenía ninguna razón para venir a Ginebra… No era uno de sus centros de actividad…

—Ouéni me ha declarado que Félix no ejercía ninguna profesión…

—Es cierto y falso a la vez… Creo, señor Maigret, que sin esperar sus preguntas, sería mejor que le diese algunas informaciones que le permitirán comprender… Mi padre era y es todavía banquero en Beirut… Al principio, su negocio era muy modesto, destinado sobre todo a financiar las importaciones y las exportaciones, pues por Beirut es por donde pasan casi todos los productos con destino al Próximo Oriente… Existen en Beirut, en proporción a la población, más bancos que en otros lugares…

Por fin se decidió a encender su cigarro. Sus manos eran tan cuidadas como las de su hermano y también llevaba una alianza.

—Somos cristianos maronitas, lo que le hará comprender el porqué de nuestros nombres… El negocio de mi padre se ha desarrollado con los años y ahora dirige uno de los bancos particulares más importantes del Líbano… Cursé mis estudios en la Facultad de Derecho de París, y después en el Instituto de Derecho comparado…

—¿Antes de la llegada de su hermano?

—Tiene cinco años menos que yo… Tenía que ir más adelantado que él… Cuando llegó, yo estaba casi a final de mis estudios…

—¿Se estableció en seguida en Ginebra?

—Primero trabajé con mi padre, después decidimos abrir una filial en Suiza, la Sucursal Libanesa, que yo dirijo… Es un negocio bastante modesto, cuyos despachos, donde no trabajan más que cinco empleados, están situados en un segundó piso de la avenida du Rhône…

Ahora que tenía ante él un hombre que hablaba con claridad, al menos en apariencia, Maigret se esforzaba en poner cada personaje en su lugar.

—¿Tiene más hermanos?

—Solamente una hermana, cuyo marido tiene un despacho del mismo género que el mío en Estambul…

—¿De manera que su padre, su cuñado y usted controlan gran parte del comercio del Líbano?

—Pongamos un cuarto, o más modestamente, una quinta parte…

—Y su hermano Félix, ¿no participaba en esta actividad de la familia?

—Era el más joven… Él también comenzó la carrera de derecho, pero sin mucho entusiasmo y frecuentó sobre todo las salas de juego del barrio de la Facultad… Había descubierto el póker, que se le reveló como el mejor juego, y pasaba noches enteras jugando…

—¿Fue entonces cuando encontró a Ouéni?

—No pretendo que Ouéni, que no es cristiano sino musulmán, haya sido una mala compañía, pero no ando muy lejos de pensarlo… Ouéni era muy pobre, como la mayor parte de la gente de la montaña… Debía trabajar para pagar sus estudios…

—Si comprendo bien, después de algunos descubrimientos que he hecho en este despacho, su hermano llegó a ser un jugador profesional…

—Un buen día nos enteramos de que había abandonado sus estudios de Derecho, para seguir en la Sorbona los cursos de Ciencias Matemáticas… Durante varios años, mi padre y él estuvieron enemistados…

—¿Y usted?

—Le veía de vez en cuando… Al principio tuve que adelantarle dinero…

—¿Se lo devolvió?

—Íntegramente. No crea, después de lo que acabo de decirle, que mi hermano era un fracasado. Los primeros meses, incluso los dos o tres primeros años fueron difíciles, pero no tardó en ganar grandes cantidades de dinero y estoy convencido de que había llegado a ser más rico que yo…

—¿Se reconciliaron su padre y él?

—Rápidamente… Nosotros, los maronitas, estimamos mucho a la familia…

—¿Supongo que su hermano jugaba sobre todo en los casinos?

—Sí. En Deauville, Cannes, Evian, y, durante el invierno, en Ghien. Durante un año o dos, antes de Castro, fue consejero técnico, y creo que estuvieron asociados, en el casino de La Habana… No jugaba a la aventura, sino que utilizaba sus estudios de matemáticas…

—¿Está casado, señor Nahour?

—Casado y padre de cuatro hijos, uno de los cuales, de veintidós años, estudia en Harvard.

—¿Cuándo se casó su hermano?

—Espere… Era el año… Hace siete años…

—¿Conoce a su mujer?

—Naturalmente que conozco a Lina…

—¿La había visto usted antes de su matrimonio?

—No… Teníamos todos la impresión de que mi hermano sería un soltero empedernido…

—¿Cómo supo que se había casado?

—Por una carta…

—¿Sabe dónde tuvo lugar?

—En Trouville, donde Félix había alquilado una villa…

El rostro de Pierre Nahour se había entristecido un poco.

—¿Qué clase de mujer es?

—No sé qué responderle.

—¿Por qué?

—Porque no la he visto más que dos veces.

—¿Fue su hermano a presentársela a Ginebra?

—No. Vine a París por asuntos de negocios y los encontré a los dos en el Ritz, donde vivían en aquella época.

—¿No fue nunca su hermano al Líbano con ella?

—No. Algunos meses más tarde, mi padre los encontró en Evian, donde había ido a hacer una solicitud.

—¿Aprobaba su padre este matrimonio?

—Me es difícil responder por mi padre.

—¿Y usted?

—Era un asunto que no me concernía.

Caían en la imprecisión, en las respuestas vagas o equívocas.

—¿Sabe dónde encontró su hermano la que debía ser su mujer?

—Jamás me lo dijo, pero me fue fácil adivinarlo. El año anterior, el concurso para la elección de Miss Europa tuvo lugar en Deauville… Félix se encontraba allí, porque tenía grandes partidas en el casino y la banca perdía casi todas las tardes… El título lo obtuvo una holandesa de diecinueve años, Lina Wiemers…

—Con la que se casó su hermano…

—Un año más tarde poco más o menos… Antes, los dos viajaron mucho, más exactamente los tres, porque Félix jamás se desplazaba sin Fouad Ouéni…

El timbre del teléfono les interrumpió. Maigret descolgó. Lapointe estaba al otro lado del teléfono.

—Le llamo desde la casa del doctor Pardon, jefe… Ha reconocido en seguida la fotografía… Se trata de la mujer herida a quien ha curado la noche pasada…

—¿Quieres venir aquí? Pasa primero por el Quai y di a Janvier, si está allí, y si no a Torrence o a otro, que se reúna conmigo en la avenida del Parc-Montsouris con un coche…

Colgó.

—Perdóneme, señor Nahour… Me queda la pregunta más indiscreta que debo hacerle, comprenda por qué… ¿Sabe si su hermano y su mujer se entendían bien?

De repente, el rostro de su interlocutor pareció cambiarse.

—Siento no poder decírselo… Jamás me he ocupado de la vida conyugal de mi hermano…

—Su habitación estaba en la planta baja y la de su mujer en el primer piso… Si me fundo en las declaraciones recientes, las comidas no las hacían en común y rara vez salían juntos…

Pierre Nahour no se movió, pero sus pómulos cada vez estaban más rojos.

—El personal en esta casa está reducido a una asistenta, a Fouad Ouéni, cuyo papel está bastante mal determinado, y a una doncella holandesa que no habla más que la lengua de su país y el inglés…

—Mi hermano, además del árabe, hablaba el francés, el inglés, el español y el italiano, sin contar un poco de alemán…

—Era Ouéni quien preparaba el desayuno de su amo y Nelly Velthuis el de su dueña. Sucedía lo mismo para la comida, cuando lo hacían aquí, pero los esposos cenaban frecuentemente en la ciudad, aunque por separado…

—No estoy al corriente…

—¿Dónde están sus hijos, señor Nahour?

—Pues… en Ginebra, naturalmente, más exactamente a ocho kilómetros de Ginebra, donde tenemos nuestra villa…

—Los hijos de su hermano viven en la Costa Azul con una niñera…

—Félix iba a menudo a verlos y pasaba gran parte del año en Cannes…

—¿Y su mujer?

—Supongo que iba también a verlos…

—¿Jamás ha oído decir que su cuñada tuviese algún amante?

—No frecuento el mismo ambiente…

—Señor Nahour, voy a tratar de explicarle lo que ha sucedido esta noche, o al menos lo que sabemos… Antes de la una de la mañana, su hermano ha sido herido en la garganta por una bala disparada con un arma automática de bastante calibre, cuya marca conoceremos en cuanto el armero nos envíe su informe… Él se encontraba en aquel momento de pie detrás de su mesa…

»Su hermano, como su agresor, tenía un arma en la mano, una pistola del 6’35, de culata de nácar, que se encontraba habitualmente en el cajón derecho de su escritorio, que nosotros hemos encontrado a medio abrir…

»Ignoro las personas que se encontraban en la habitación, pero tenemos la certeza de que su cuñada estaba presente…».

—¿Cómo puede saberlo?

—Porque ha sido herida por una bala disparada con una 6’35. ¿Jamás ha oído hablar de un tal doctor Pardon, que vive en el bulevar Voltaire?

—Es un barrio que no me es familiar y jamás he oído ese nombre.

—Su cuñada ha debido oírlo, o al menos el hombre que la acompañaba…

—¿Quiere decir que había otro hombre en el estudio?

—No lo afirmo… La señora Nahour, antes o después de la escena que ha tenido lugar, ha preparado de prisa varias maletas con vestidos y ropas… Poco más tarde, con un abrigo de nutria de mar, ella y su acompañante bajaban de un Alfa-Romeo rojo delante del número 76 del bulevar Voltaire, y poco más tarde los dos llamaban a la puerta del doctor…

—¿Quién era el hombre?

—Lo único que sabemos es que se trata de un ciudadano colombiano de veinticinco o veintiséis años…

Pierre Nahour no se movió, ni siquiera se estremeció.

—¿No tiene idea de su identidad? —preguntó Maigret mirándole a los ojos.

—Ninguna —dijo, retirando el puro de su boca.

—Su cuñada tenía una herida en la espalda que no es peligrosa. El doctor Pardon la ha curado. El colombiano ha contado una historia según la cual su compañera, que no conocía, había sido atacada a pocos pasos de él por varias personas que desde un coche habían disparado por la portezuela…

—¿Dónde está?

—Según todas las probabilidades, en Ámsterdam… Mientras el médico se lavaba las manos y se quitaba su bata ensangrentada, la pareja ha salido del despacho sin ruido… Más tarde los han encontrado en Orly, donde está todavía el coche rojo; y dos pasajeros, una holandesa y un colombiano, que responden a la filiación de nuestros personajes, han embarcado en el avión para Ámsterdam…

Maigret se levantó y fue a vaciar su pipa en un cenicero, antes de llenar otra que sacó del bolsillo.

—He jugado limpio, señor Nahour… Espero de usted la misma franqueza… Voy a volver a mi despacho del Quai des Orfèvres… Uno de mis inspectores permanecerá en la casa y cuidará para que ni la asistenta, ni Ouéni, ni Nelly salgan sin su permiso…

—¿Y yo?

—Me gustaría que permaneciese aquí también, pues cuando la autopsia haya terminado, le pediré que venga a reconocer el cuerpo, lo que no es más que una formalidad indispensable…

Fue a colocarse ante la ventana. La nieve caía todavía, con menor intensidad; sin embargo, el cielo no se despejaba. Dos coches negros de la P. J. se colocaron a lo largo de la acera y Lapointe bajó de uno y Janvier de otro. Los dos atravesaron el jardín y se oyó abrir la puerta del pasillo.

—Quizá, señor Nahour, cuando nos veamos de nuevo, tendrá que explicarme con más precisión las relaciones que había entre su cuñada y su hermano, y eventualmente, entre ella y otros hombres…

Pierre Nahour no respondió y, silencioso, le dejó marchar.

—Quédate aquí, Lapointe… Me marcho al Quai con Janvier…

Maigret rodeó la bufanda en su cuello, y se puso el abrigo.

* * *

Eran las doce menos diez cuando Maigret, sentado en su sillón, tuvo por fin la comunicación con Ámsterdam.

—¿Keulemans…? ¡Diga…! Aquí, Maigret, de París…

El jefe de la Brigada Criminal de Ámsterdam, Jef Keulemans, era todavía joven, apenas tenía cuarenta años, pero a causa de su larga silueta de estudiante, de su rostro sonrosado y de sus cabellos rubios, aparentaba diez años menos.

Cuando había ido a hacer unas prácticas a París, Maigret había sido quien le había mostrado el mecanismo de la P. J. y los dos se habían hecho buenos amigos, se veían de vez en cuando en los congresos internacionales.

—Muy bien, Keulemans, gracias… Mi mujer también, sí… ¿Cómo…? ¿El puerto está cubierto de hielo…? Consuélese pensando que París parece una pista de patinaje y ahora comienza a nevar de nuevo…

»… ¡Diga…! Escúcheme, tengo que pedirle un favor…, perdóneme si no le llamo más que para esto… Es para un asunto oficioso, como es natural… Primero, porque no tengo tiempo de rellenar los papelotes necesarios para pasar por vía oficial… Después, porque no tengo a mano suficientes elementos…

»Esta noche última, dos personas que me interesan han aterrizado en un avión de la K.L.M. que ha despegado de Orly alrededor de las cuatro de la mañana… Un hombre y una mujer… Es posible que hayan fingido no ir juntos… El hombre llevaba un pasaporte colombiano y tenía veinticinco años aproximadamente… La mujer, de origen holandés, se llama Evelina Nahour, nacida en Wiemers, y pasa a veces cierto tiempo en Ámsterdam, donde ha transcurrido su juventud…

»Supongo que los dos habrán llenado una ficha de desembarco que le será posible encontrar en el aeropuerto…

»La señora Nahour no tiene domicilio en Holanda, pero tiene una amiga en Ámsterdam, Anna Keegel, que inscribe al reverso de sus cartas una dirección de Lomanstraat… ¿La conoce?

»¡Bueno…! No, no se trata de detenerles… Quizá si encuentra a la señora Nahour, podría simplemente anunciarle que su marido ha muerto y que la esperan para la lectura del testamento… Añada que su cuñado ha llegado a París… No hable de la policía…

»Nahour ha sido asesinado, sí… Una bala en la garganta… ¿Cómo…? Es probable que ella lo sepa, pero es posible también que lo ignore porque, en este asunto, me espero muchas sorpresas.

»Me gustaría que no la asustase… Si está todavía con su acompañante, procure que no le molesten… Si están separados, supongo que le llamará para ponerle al corriente de su visita…

»Es muy amable, Keulemans… Me marcho a comer a mi casa y espero que me llame esta tarde… Gracias…».

Aprovechó que tenía línea para marcar su propio número.

—¿Qué tienes para comer? —preguntó a su mujer.

—He preparado una chucruta, pero estaba casi segura de que tendría que calentarla esta noche, o mañana.

—Llegaré a casa dentro de media hora.

Eligió una de las pipas que tenía encima de su escritorio y la llenó mientras paseaba lentamente por el pasillo. Casi al final de éste, llamó a la puerta del comisario Lardois, que dirigía la Policía de Juegos. Lardois había entrado poco más o menos al mismo tiempo que él en la P. J. y los dos se habían tuteado desde un principio.

—Buenos días, Raoul…

—¿Qué te sucede para que recuerdes que existo…? Nuestros despachos están a veinte metros el uno del otro y no me visitas ni una vez al año…

—Podría decirte tantas cosas…

La verdad es que se veían todas las mañanas en el despacho del director de la P. J., pero siempre de manera oficial, para hacer el informe.

—Mis preguntas van a parecerte ingenuas, pero te confieso que no conozco nada de las cuestiones relacionadas con la Policía de Juegos… ¿Existen realmente jugadores profesionales?

—Los directores de los casinos responden a esta definición puesto que juegan, en definitiva, contra la clientela… Cuando tienen la banca en dos mesas, suelen asociarse con un jugador especializado, o a veces con un sindicato… Eso en lo que concierne a los profesionales que tienen casa propia.

»Otros, no muchos, viven exclusivamente del juego, durante un tiempo más o menos largo, bien por una suerte excepcional, bien por poseer grandes sumas de dinero o estar bien instruidos…

—¿Se puede jugar científicamente?

—Parece ser. Algunos jugadores, poco numerosos, son capaces, mientras reparten las cartas y piden o no piden, de entregarse a cálculos de probabilidades complicadísimos.

—¿Has oído hablar de un tal Félix Nahour?

—Todos los empleados de las casas de juego de Francia le conocen… Pertenece a la segunda categoría, aunque, durante algún tiempo, en La Habana, haya saltado la banca en sociedad con un sindicato americano…

—¿Honrado?

—Si no lo fuese, hubiese estado fichado desde hace mucho tiempo y se le hubiese prohibido pisar las salas de juego… En los pequeños casinos es donde se encuentran a veces tramposos que no tardan en ser atrapados…

—¿Qué sabes de Nahour?

—Primero que tiene una mujer muy bella, una Miss de no sé qué, que he visto varias veces en Cannes y en Biarritz… Después que ha trabajado durante algún tiempo con un grupo del Próximo Oriente…

—¿Un sindicato de jugadores?

—Si tú quieres… Pongamos jugadores que no quieren o que no pueden jugar ellos mismos… Un profesional que provoca a la banca, en Cannes o en Deauville, por ejemplo, debe disponer de gran cantidad de millones que le permitan mantener la jugada hasta que la suerte le sea favorable… Dicho de otro modo, debe tener tanto como el casino, cuyas reservas son prácticamente inagotables…

»De ahí la constitución de sindicatos, que funcionan como sociedades financieras, con la única diferencia de que trabajan más discretamente…

»Durante mucho tiempo, un sindicato sudamericano envió cada año un jugador a Deauville y la banca se encontró varias veces en mala situación…

—¿Tiene Nahour siempre un sindicato tras él?

—Ahora roba con sus propias manos, pero es imposible controlarlo…

—Una pregunta más… ¿Conoces el círculo Saint-Michel?

Lardois dudó antes de responder.

—Sí… Le he hecho dos o tres visitas…

—¿Cómo es que funciona todavía?

—¿No vas a decirme que Nahour juega allí?

—No, pero su secretario pasa allí gran parte de la noche dos o tres veces por semana…

—Hago la vista gorda a petición del departamento de Informaciones Generales… El círculo está frecuentado sobre todo por estudiantes extranjeros, por numerosos orientales que viven en el barrio… Es un buen lugar para mantenerlos a la vista, y no falta en él un colega nuestro… ¿Ha habido bronca?

—No.

—¿Algo parecido?

—No.

—¿Está mezclado Nahour en algún asunto?

—Ha sido asesinado esta noche.

—¿En un círculo?

—En su casa.

—Ya me contarás.

—Cuando lo sepa yo mismo.

Veinte minutos más tarde Maigret, sentado a la mesa enfrente de su mujer, saboreaba una sabrosa chucruta a la alsaciana como únicamente se encuentra en dos restaurantes de París. La carne estaba muy apetitosa y el comisario había abierto botellas de cerveza de Estrasburgo.

La nieve caía siempre al otro lado de la ventana y se estaba muy bien al calor, sin tener que aventurarse por las aceras deslizantes como el puerto de Ámsterdam.

—¿Cansado?

—No demasiado.

Añadió después de unos minutos de silencio, mirando un poco maliciosamente a su mujer:

—En realidad, un policía no debería estar casado.

—¿Para no tener que volver a su casa y comer chucruta? —replicó ella vivamente.

—No, sino porque sería preciso que viviese en todos los medios, que conociese los casinos, por ejemplo, la banca internacional, a los libaneses maronitas y a los musulmanes, las tabernas extranjeras del Barrio Latino y de Saint-Germain, así como a los jóvenes colombianos. Y no hablo del holandés, ni de los concursos de belleza…

—Pero, al menos, ¿sabes por dónde andas?

Ella sonrió, porque él había perdido poco a poco su aspecto preocupado.

—El resultado de la investigación lo dirá…

Cuando se levantó se sentía pesado, pero era de haber hecho demasiado honor a la comida y a la cerveza. ¡Qué suerte habría sido, tras una noche por así decirlo sin sueño, tumbarse en la cama y echarse una pequeña siesta sintiendo vagamente las idas y venidas de su esposa por el apartamento!

—¿Te marchas ya?

—Keulemans debe llamarme desde Ámsterdam…

Le conocía también, porque había cenado en su casa en varias ocasiones. Esta vez llamó un taxi al que esperó, según su costumbre, al borde de la acera. Janvier había vuelto al despacho.

—¿No ha habido llamadas para mí?

—Solamente Lapointe. Como no había casi nada para comer en la nevera, el hermano de Nahour le ha pedido autorización para que le llevaran la comida de un restaurante de los alrededores. Lapointe no ha visto ninguna razón para negárselo y, en recompensa, se le ha invitado a participar de la comida. Los dos inspectores del barrio han regresado a la comisaría. El agente que estaba de guardia en la puerta ha sido sustituido… ¡Se me olvidaba…! La joven doncella no ha querido tocar la comida y se ha preparado un tazón grande de chocolate en el que ha mojado pan con mantequilla…

—¿Han desayunado en la misma mesa Nahour y Ouéni?

—No me lo ha precisado Lapointe…

—Vas a ir de nuevo al bulevar Saint-Michel… Encontrarás un bar llamado Tilleuls… Tienen una sala de juego, camuflada como si fuese un círculo privado, en el primer piso… El círculo está cerrado a esta hora, pero se debe pasar por el bar para subir…

»Di al jefe que vas de parte de Lardois y que no se trata de darle disgustos… Trata solamente de saber si Fouad Ouéni fue al círculo ayer noche, y si es verdad, a qué hora llegó y a qué hora se marchó…

»A la vuelta pasa por un restaurante cuyo rótulo es Petit Beyrouth, en la calle de Bernardins. El jefe es un tal Boutros. Félix Nahour era uno de sus clientes más asiduos. ¿Cenó ayer tarde en el restaurante? ¿Estaba solo? ¿Cuánto hace que no ha ido con su mujer? ¿Hubo una época en la que la pareja era inseparable? Etc. Tú mismo verás lo que puedes sacarle…».

Maigret todavía no había tocado el correo que se amontonaba sobre su carpeta, al lado de las pipas. Extendió el brazo para coger una carta, pero decidió dejar este trabajo para más tarde y, acurrucándose un poco en su sillón, bajó la cabeza y cerró los ojos.

Cuando el timbre del teléfono le sobresaltó, nadie le sacudía el hombro y no tuvo que discutir, pero el reloj marcaba las tres y media.

—¿El comisario Maigret…? Diga… Es el comisario Maigret en persona…

La telefonista tenía un acento dulce.

—Aquí, Ámsterdam… No se retire… Le paso al comisario Keulemans…

Dos o tres ruidos, después la voz alegre del policía holandés.

—¿Maigret…? Aquí, Keulemans… Trate de darme siempre servicios tan fáciles… Naturalmente, he encontrado las fichas del desembarco en el aeropuerto… Ni siquiera he tenido que molestarme… Me han dictado su contenido por teléfono… En cuanto a la mujer, se trata de Evelina Nahour, nacida en Wiemers, domiciliada en París, en la avenida del Parc-Montsouris… Es más joven de lo que usted se piensa… Tiene veintisiete años… Ciertamente, nació en Ámsterdam, pero de muy joven se marchó de la ciudad con sus padres, cuando su padre obtuvo el cargo de subdirector de una fábrica de quesos en Leeuwardem, en Friesland…

—¿La ha visto?

—Está en casa de su amiga, Anna Keegel. Las dos vivieron juntas varios años cuando, a los diecisiete años, Lina obtuvo de sus padres el permiso de venir a trabajar a Ámsterdam…

»Lina ha sido telefonista en una agencia de turismo, después recepcionista en casa de un médico conocido y por fin maniquí en una casa de modas… Anna Keegel, por su parte, ha mantenido siempre el mismo empleo: mecanógrafa en una gran cervecería cuyos depósitos se los enseñé cuando pasamos en barco por el Amstel…

—¿Cuál ha sido la reacción de Lina Nahour cuando le ha anunciado la muerte de su marido?

—En primer lugar estaba acostada y su médico acababa de dejarla…

—¿Le ha hablado ella de su herida?

—No. Me ha dicho que estaba muy cansada.

—¿No hay señales de su compañero?

—Como el apartamento no se compone más que de una habitación grande, de una cocina y de un cuarto de baño, lo hubiera visto… Ha preguntado, después de un momento de silencio:

»—¿De qué ha muerto?

»Le he respondido que lo ignoraba, pero que la necesitaban para la lectura del testamento.

—¿Qué ha dicho ella?

—Que esperaba estar bien mañana por la mañana para tomar el avión aunque el médico le haya prescrito un largo reposo… De todos modos, he dejado uno de mis hombres en aquel lugar… Oficiosamente, no tema…

—¿El colombiano?

—Vicente Alvaredo, veintiséis años, nacido en Bogotá, estudiante, domiciliado en París en la calle Notre-Dame-des-Champs…

—¿Lo ha encontrado?

—Fácilmente. Muy oficiosamente también, porque había hecho vigilar la línea del apartamento de Lomastraat… Lina Nahour ha descolgado el teléfono cuando yo todavía estaba en la calle… Ha preguntado por el hotel Rembrandt y ha sido puesta en comunicación con Alvaredo… Tengo ante mí la taquigrafía de su conversación… ¿Quiere que se la lea?

Maigret sentía no poder sostener el auricular mientras llenaba una pipa y miraba con deseo las que tan tentadoras se encontraban en su escritorio.

—Comienzo:

»—¿Vicente?

»—Sí. ¿Ha ido el doctor?

»—Hace media hora. Se ha creído lo que le he dicho y me ha puesto puntos de sutura después de haber limpiado la herida. Tiene que volver mañana por la mañana. He tenido otra visita, alguien de la policía, un hombre muy alto y muy simpático que me ha comunicado que mi marido había fallecido…».

Silencio.

—Observará usted, Maigret, que en ese momento el joven no ha hecho ninguna pregunta.

»—El notario me necesita para la lectura del testamento. He prometido tomar el avión mañana por la mañana.

»—¿Crees que podrás?

»—No tengo más que treinta y ocho de fiebre… Después de que el doctor me ha dado comprimidos dé no sé qué, no sufro ya casi nada.

»—¿Puedo ir a verte esta tarde?

»—No demasiado pronto, porque querría dormir. Mi amiga ha telefoneado a su despacho diciendo que tiene la gripe… Parece ser que una tercera parte del personal está en cama… Me cuida bien.

»—Estaré allá hacia las cinco…».

Nuevo silencio.

—Es todo, Maigret. Han comenzado la conversación en inglés y la han continuado en francés. ¿Puedo hacer algo más?

—Me gustaría saber si toma el avión, y a qué hora, en este caso, llegará a Orly… También me gustaría tener noticias de Alvaredo…

¡Oficiosamente!

Y Keulemans terminó alegremente la conversación diciendo, a la manera de los colaboradores de Maigret:

—¡Hasta la vista, jefe!