Existen asuntos que desde un principio se presentan dramáticos y que obtienen muy pronto grandes titulares en la primera página de los periódicos. Otros, en apariencia vulgares, no merecen más que tres o cuatro líneas en la sexta página, antes de advertir que tal hecho tan simple escondía en realidad un drama lleno de misterio.
Maigret desayunaba enfrente de su mujer, cerca de la ventana. Eran las ocho y diez de la mañana, el día estaba tan nublado que tenían todas las luces encendidas. Como no había dormido lo suficiente, se sentía pesado, la mente embotada, llena de confusos pensamientos.
En los ángulos de los cristales quedaba escarcha y se acordaba de que, cuando era niño, trazaba dibujos o sus iniciales; recordaba también la curiosa sensación, a la vez un poco dolorosa y agradable, de cuando la fina capa de hielo se introducía debajo de sus uñas.
Después de tres días de frío, la nieve había comenzado a caer y apenas distinguían las casas y los almacenes del otro lado del bulevar.
—¿No estás demasiado cansado?
—Una taza más de café y estaré en plena forma.
Trataba de evocar a esa pareja de extranjeros elegantes que había surgido, Dios sabe de dónde, en el despacho de un modesto médico de barrio. Pardon había comprendido en seguida que pertenecía a un mundo distinto del suyo, del de Maigret, del barrio Picpus en el que ambos vivían.
Muchas veces, el comisario había sido llamado para ocuparse de personas de esta clase, tanto en Londres como en Nueva York y en Roma, que cogen el avión como otros cogen el metro, bajan en palacios en los que vuelven a encontrar, en cualquier país, sus costumbres y sus amigos, y que forman de alguna manera una masonería internacional.
No solamente de dinero. Sino de cierto género de vida, de ciertas actitudes, hasta de cierta moral distinta de la moral común de los mortales.
Maigret jamás se sentía completamente a gusto con ellos y le costaba esfuerzo dominar una irritación que habría podido tomar por envidia.
—¿En qué piensas?
—En nada.
No podía pensar. Permanecía en el vacío y se estremeció oyendo el timbre del teléfono. Eran las nueve menos cuarto e iba a levantarse de la mesa para ponerse su abrigo.
—¡Diga…!
—Aquí, Lucas…
Lucas, que debía dejar su trabajo a las nueve.
—Acabo de recibir un telefonazo del comisario Manicle, del distrito XIV, jefe… Un hombre ha sido muerto la última noche en un hotelito particular de la avenida del Parc-Montsouris… Un tal Nahour, un libanés… La asistenta lo ha descubierto al comenzar su trabajo a las ocho.
—¿Ha llegado Lapointe?
—Creo que oigo sus pasos en el pasillo… Un momento… Sí… Es él…
—Dile que venga a buscarme con un coche… Anuncia a Manicle que llego tan pronto como me sea posible… En cuanto a ti, ve a acostarte…
—Gracias, jefe…
Maigret repitió a media voz:
—Nahour… Nahour…
Un extranjero más. La pareja de la noche anterior se componía de una holandesa y de un colombiano. Ahora Nahour y el Próximo-Oriente.
—¿Un asunto nuevo? —le preguntó su mujer.
—Un crimen, parece ser, en la avenida del Parc-Montsouris…
Puso su gruesa bufanda alrededor de su cuello, se colocó el abrigo y cogió el sombrero.
—¿No esperas a que Lapointe esté aquí?
—Necesito tomar el aire unos minutos…
De manera que Lapointe le encontró al borde de la acera. Maigret se metió en el coche.
—¿Tienes la dirección exacta?
—Sí, jefe. Es la última casa antes del parque, una casa rodeada de un jardín… Parece que no ha dormido mucho esta noche…
La circulación era lenta y difícil. Por aquí, por allá, un coche que había patinado estaba parado transversalmente a la calzada, y en las aceras, los transeúntes andaban con precaución. El Sena estaba de un verde oscuro, sembrado de témpanos de hielo que se deslizaban lentamente en la corriente de agua.
Se pararon ante un chalet que tenía de cristal una parte de su planta baja. La casa parecía datar de 1925 o 1930, cuando se erigió cierto número de casas, ultramodernas entonces, en algunos barrios de París, sobre todo en Auteuil y en Montparnasse.
Un guarda urbano, que iba y venía, saludó al comisario y le abrió una puerta de hierro que daba acceso a un jardincito en el que crecía un árbol sin hojas.
Los dos hombres siguieron el pasillo de la entrada, subieron la escalinata de cuatro peldaños y encontraron en el pasillo a otro policía que los introdujo en el estudio.
Manicle estaba allí con uno de los inspectores. Era un hombrecito delgado y bigotudo que Maigret conocía desde hace más de veinte años; los dos se saludaron y después el comisario de policía señaló un cuerpo tumbado detrás de un escritorio de caoba.
—La asistenta, Louise Bodin, nos ha avisado por teléfono a las ocho y cinco. Todos los días comienza su trabajo a las ocho. Vive a dos pasos, en la calle de Saint-Gothard.
—¿Quién es Nahour?
—Félix Nahour, de 42 años, ciudadano libanés, sin profesión. Se instaló en la casa hace seis meses. Se la alquiló amueblada un pintor que se marchó a Estados Unidos…
Hacía mucho calor en la habitación, a pesar de los inmensos cristales, en parte cubiertos de escarcha, como en el bulevar Richard-Lenoir.
—Cuando han llegado, ¿estaban descorridas las cortinas?
—No… Estaban corridas… Como ve, son cortinas recias, forradas de fieltro, para impedir que penetre el frío…
—¿No ha llegado el médico?
—Un médico de barrio ha pasado hace poco y ha confirmado su muerte, que es demasiado evidente… He avisado al médico forense, a quien espero de un momento a otro, al mismo tiempo que al Juzgado…
Maigret se volvió hacia Lapointe.
—Llama, pues, a Moers para que venga en seguida con sus hombres de la Identidad Judicial… No, aquí no… Puede haber huellas en el aparato telefónico… Encontrarás una taberna o un teléfono público en los alrededores…
Se quitó el abrigo y la bufanda, porque después de una noche casi sin sueño, el calor le subía a la cabeza y le daba vértigo.
La habitación era amplia. Una moqueta azul pálida recubría el suelo y el mobiliario; aunque dispar, era de buen gusto y de valor.
Dando la vuelta al escritorio para ver al muerto más de cerca, el comisario vio, cerca de la carpeta, una fotografía en un marco de plata.
Era el retrato de una mujer joven, muy rubia, de sonrisa lúgubre, que tenía a su lado una niña de tres años, y sobre sus rodillas un bebé de un año aproximadamente.
Fruncidas las cejas, cogió el marco para mirar la imagen de cerca y vio una cicatriz, de unos dos centímetros, que iba del ojo izquierdo hasta la oreja.
—¿Es su mujer?
—Supongo. He buscado en nuestros registros. Está inscrita con el nombre de Evelina Nahour, nacida en Wiemers, oriunda de Ámsterdam…
—¿Está en la casa?
—No. Han llamado a la puerta. A falta de respuesta, han abierto. La habitación está en desorden, pero la cama no ha sido deshecha…
Maigret se inclinó sobre el cuerpo encogido, del cual no veía más que la mitad de la cara. A juzgar por lo que podía ver sin mover nada, una bala había penetrado en la garganta y seccionado la carótida, de manera que había en la alfombra un impresionante charco de sangre.
Nahour era más bien pequeño, regordete, y llevaba escaso bigote. Su cabeza comenzaba a quedarse calva. Llevaba una alianza en la mano izquierda, que estaba muy cuidada y, con la mano derecha, en vano había tratado de impedir que la sangre corriese.
—¿Sabe usted quién vivía en la casa?
—No he interrogado más que a la asistenta, prefiriendo dejarle esto a usted. Les he pedido al secretario y a la asistenta que se quedasen en el piso de arriba, donde uno de mis hombres les impide comunicarse entre ellos.
—¿Dónde está la señora Bodin?
—En la cocina… ¿La llamo?
—Si es tan amable…
Lapointe acababa de entrar anunciando:
—Ya está, jefe… Moers llega…
Louise Bodin entró con el rostro endurecido, con una expresión de desafío. Maigret conocía aquel tipo de personas, era el de la mayoría de las asistentas de París, seres que han sufrido, a quienes la vida ha maltratado y que, sin esperanza, esperan una vejez todavía más penosa. Entonces se endurecen y, desconfiadas, quieren para el mundo entero sus desgracias.
—¿Se llama Louise Bodin?
—Señora Bodin, sí.
Subrayó el señora, que era a sus ojos el último vestigio de su dignidad de mujer. Sus vestidos colgaban en su cuerpo delgado y sus ojos castaños tenían una mirada tan intensa que parecían febriles.
—¿Está casada?
—He estado…
—¿Su marido ha muerto?
—Si quiere saberlo, está en Fresnes, y más vale así…
Maigret prefirió no preguntarle detalles sobre lo que había conducido a su marido a la prisión.
—¿Trabaja en esta casa desde hace mucho tiempo?
—Mañana hará cinco meses…
—¿Cómo entró?
—Por un anuncio… Antes, trabajaba una hora aquí, una tarde o una mañana allá…
Rió burlonamente, volviéndose hacia el cuerpo:
—Afortunadamente habían puesto en el anuncio: ¡puesto estable!
—¿No duerme aquí?
—Nunca. Iba a mi casa a las ocho de la tarde y volvía a las ocho de la mañana del día siguiente…
—¿Ejercía el señor Nahour alguna profesión?
—Debía hacer algo, puesto que tenía un secretario y permanecía durante horas entre sus papeles…
—¿Quién es el secretario?
—Un tipo de su país, el señor Fouad…
—¿Dónde está en este momento?
Se volvió hacia el comisario del barrio.
—En su habitación…
Hablaba con voz agresiva.
—¿No le tenía simpatía?
—¿Por qué iba a tenérsela?
—Ha llegado esta mañana a las ocho… ¿Ha entrado en seguida en esta habitación?
—En primer lugar he ido a la cocina para poner agua a calentar y para colgar mi abrigo en el armario…
—Luego, ¿ha abierto esta puerta?
—Siempre comenzaba por aquí los quehaceres de la casa…
—Cuando ha visto el cuerpo, ¿qué ha hecho?
—He telefoneado a la comisaría…
—¿Sin decírselo al señor Fouad?
—Sin advertir a nadie…
—¿Por qué?
—Porque desconfío de las gentes, y en particular de los que viven en esta casa…
—¿Por qué razón desconfía de ellos?
—Porque no son seres normales…
—¿Qué quiere decir?
Se encogió de hombros y dijo:
—Yo ya me entiendo… Nadie puede impedirme que tenga mis ideas, ¿verdad?
—¿Ha subido a avisar al secretario, estando esperando a la policía?
—No. He ido a preparar mi café a la cocina; por la mañana no tengo tiempo de beberlo en mi casa…
—¿No ha bajado el señor Fouad?
—Raramente baja antes de las diez…
—¿Dormía?
—Le repito que no he subido.
—¿Y la doncella?
—Es la doncella de la señora. No se ocupaba del señor. Como la señora se quedaba en la cama hasta las doce e incluso más tarde, nada le impedía aprovecharse…
—¿Cómo se llama?
—Nelly y algo más… He oído una vez o dos pronunciar su apellido, pero no lo recuerdo… Un apellido holandés… Es holandesa, como la señora…
—¿No le gusta tampoco?
—¿Es un crimen?
—Veo, según esta fotografía, que su dueña tiene dos niños… ¿Están en la casa?
—Jamás han puesto los pies en ella…
—¿Dónde viven?
—En un lugar de la Costa Azul, con su niñera…
—¿Iban sus padres a verlos a menudo?
—No sé nada. Viajaban mucho, casi siempre separados, pero jamás les he preguntado dónde iban…
La camioneta de la Identidad Judicial se paraba ante el jardín y Moers avanzaba con sus colaboradores.
—¿Recibía a muchas gentes el señor Nahour?
—¿A qué llama recibir?
—Si invitaba a amigos a comer o a cenar.
—Desde que estoy aquí, no. Además, cenaba casi siempre en la ciudad.
—¿Y su mujer?
—También.
—¿Juntos?
—Nunca les he seguido.
—¿Y visitas?
—A veces el señor recibía a alguien en su despacho…
—¿Un amigo?
—No escucho en las puertas… Casi siempre extranjeros, gentes de su país, con las que hablaba una lengua que no comprendo…
—¿Asistía el señor Fouad a estas conversaciones?
—A veces, sí; otras, no.
—Un momento, Moers… No puede empezar antes de que llegue el médico forense… Le doy las gracias, señora Bodin… Le ruego se quede en la cocina y no limpie nada hasta que los lugares hayan sido examinados… ¿Dónde está la habitación de la señora Nahour?
—Allá arriba, en el primer piso…
—¿Ocupaban la misma habitación el señor Nahour y su esposa?
—No. El aposento del señor está en la planta baja, al otro lado del pasillo…
—¿No hay comedor?
—El estudio servía de comedor…
—Le doy las gracias por su colaboración…
—No hay de qué…
Y ella salió con dignidad.
Un instante después, Maigret subía la escalera cubierta con una alfombra del mismo azul espliego que el suelo del estudio. Manicle y Lapointe le seguían. En el rellano del primer piso encontraron a un inspector del barrio, que fumaba un cigarrillo con resignación.
—¿La habitación de la señora Nahour?
—Ésa, justamente enfrente…
La habitación era espaciosa, amueblada a lo Luis XVI. Aunque la cama no había sido deshecha, reinaba cierto desorden. Un vestido verde y ropa interior estaba tirada por la alfombra. Las puertas de los armarios, completamente abiertas, hacían pensar en una marcha precipitada. Varias perchas, una de ellas sobre la cama y otra sobre un sillón recubierto de seda, parecían indicar que habían cogido de prisa vestidos para meterlos en una maleta.
Maigret abrió descuidadamente varios cajones.
—¿Quieres llamar a la asistenta, Lapointe?
Esto requirió cierto tiempo. Después de varios minutos, una joven casi tan rubia como la señora Nahour, con ojos azul claro, apareció, seguida de Lapointe, en el marco de la puerta.
No llevaba bata de trabajo, ni el vestido negro, ni el delantal blanco tradicionales, sino un traje de mezclilla que la modelaba bastante estrechamente.
Era la holandesa típica de las cajas de cacao y no le faltaba más que el gorro de dos puntas de su país.
—Entre… Siéntese…
Su cara permanecía sin expresión, como si no hubiera comprendido lo que ocurría, ni quiénes eran esas gentes que estaban de pie ante ella.
—¿Cómo se llama?
Movió la cabeza y abrió, sin embargo, un poco la boca para decir:
—No comprendo…
—¿No habla francés?
Hizo señal de que no.
—¿Solamente holandés?
Maigret pensaba ya la complicación que supondría encontrar un traductor.
—¿Habla inglés?
—Sí…
Lo poco que Maigret sabía no era suficiente para un interrogatorio quizá importante.
—¿Quiere que traduzca, jefe? —propuso tímidamente Lapointe.
El comisario le miró sorprendido, porque el joven inspector jamás le había dicho que conocía el inglés.
—¿Dónde lo has aprendido?
—Estudio día tras día desde hace un año…
La joven los miraba alternativamente. Cuando le preguntaban no respondía en seguida, sino que se tomaba tiempo para asimilar lo que acababan de decirle.
No era una desconfianza agresiva, como la de la asistenta, más bien una especie de impasibilidad, natural o adquirida. ¿Lo hacía expresamente para no mostrarse inteligente?
Incluso en inglés, las frases no parecían afectar a su cerebro más que a duras penas y sus respuestas eran breves, elementales.
Se llamaba Velthuis, tenía veinticuatro años, nacida en Frise, en el norte de los Países Bajos, de donde, a la edad de quince años, había partido para Ámsterdam.
—¿Entró en seguida al servicio de la señora Nahour?
Lapointe hacía la pregunta, no obteniendo por respuesta más que la palabra:
—No.
—¿Cuándo comenzó a ser su criada?
—Hace seis años…
—¿Cómo?
—Por un anuncio aparecido en un periódico de Ámsterdam.
—¿Estaba ya casada la señora Nahour?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—No sé.
Maigret se sentía apenado y guardaba su frialdad, porque, con «sí» y «no», o más bien «no» y «sí» en inglés, este interrogatorio amenazaba con durar mucho tiempo.
—Dígale que no me gusta que me tomen por un imbécil.
Lapointe, preocupado, tradujo, y la joven miró al comisario con una ligera sorpresa, para volver a tomar aire de total indiferencia.
Dos coches obscuros se paraban al borde de la acera y Maigret refunfuñó:
—El Juzgado… Quédate con ella, ¿quieres…? Trata de sacarle el máximo…
* * *
El sustituto Noiret era un hombre de edad, con la perilla gris y pasada de moda, que después de haber recorrido la mayor parte de los tribunales de provincia, había sido nombrado en París, donde esperaba su retiro.
El médico forense, un tal Colinet, inclinado sobre el cadáver, sustituía desde hacía algún tiempo al doctor Paul, con quien Maigret había trabajado durante tantos años. Además, había desaparecido también con el tiempo, como el juez Coméliau, a quien el comisario habría podido llamar su enemigo íntimo y que llegaba a añorar.
En cuanto al juez Cayotte, relativamente joven, tenía por principio dejar trabajar sola a la policía dos o tres días antes de intervenir él en la investigación.
El médico había cambiado dos veces la posición del cuerpo y sus manos estaban manchadas de sangre coagulada. Buscó a Maigret con sus ojos.
—Como es natural, no puedo decirle nada definitivo antes de la autopsia. El punto de entrada de la bala, aquí, me hace pensar que no se trata de un arma de medio calibre, sino de gran calibre, y que el tiro ha sido disparado desde una distancia de más de dos metros.
»Ya que no hay orificio de salida, la bala ha quedado en el cuerpo. Como no creo que se haya detenido en la garganta, donde no habría encontrado resistencia suficiente, supongo que, disparada más o menos de abajo a arriba, se ha alojado en el cráneo…».
—¿Quiere decir que la víctima estaba de pie mientras que el asesino se hallaba sentado, al otro lado del despacho, por ejemplo?
—No necesariamente sentado, pero ha podido disparar sin levantar el brazo, con la mano en la cadera…
Hasta que los hombres del coche mortuorio levantaron el cuerpo para tumbarlo en una camilla, no vieron en la alfombra una automática con culata de nácar de calibre 6’35.
El sustituto y el juez miraron a Maigret para saber lo que pensaba.
—¿Supongo —preguntó el comisario al forense— que la herida no ha podido ser producida por esta arma?
—Ésa es mi opinión, hasta mayor información.
—Moers, ¿quiere examinar la pistola?
Moers se proveyó de un trapo para cogerla, la miró y luego sacó de ella el cargador.
—Falta una bala, jefe…
Puesto que se llevaban el cuerpo, los hombres de la Identidad Judicial podían ponerse a trabajar y el fotógrafo a operar. Todo el mundo iba y venía. Se formaban grupitos. El sustituto Noiret trataba de sonsacar información del comisario.
—¿De qué nacionalidad cree que es?
—Libanés…
—¿Cree que se trata de un crimen político?
Esta perspectiva le asustaba, porque se acordaba de ciertos casos de esta clase que más bien habían resultado mal para la mayor parte de los que se habían ocupado de ellos.
—Creo firmemente poder darle una respuesta muy pronto…
—¿Ha interrogado al personal?
—A la asistenta, que no es muy habladora. También he interrogado a la doncella, que lo es todavía menos. La verdad es que no parece hablar una palabra de francés y que en inglés es como el inspector Lapointe está ocupado, allá arriba, en interrogarla.
—Póngame al corriente lo más rápidamente posible…
Buscaba al juez para irse con él, porque esta irrupción del Juzgado no era más que una formalidad.
—¿No tiene ya necesidad de mí ni de mis hombres? —preguntaba el comisario del barrio.
—De usted, no, pero me ayudaría si me dejase a sus inspectores durante algún tiempo todavía, así como al sargento que vigila la entrada.
—A su disposición…
El salón se vaciaba así poco a poco y Maigret se encontró en un momento plantado ante una biblioteca que tenía más de trescientos volúmenes. Quedó sorprendido al constatar que casi todas las obras eran científicas, tratando la mayor parte de matemáticas; y toda una fila de libros, en francés e inglés, estaban consagrados al cálculo de probabilidades.
Al abrir el armario, bajo las estanterías, encontró los cajones llenos de hojas que no contenían más que columnas de cifras.
—Moers, no te marches antes de verme de nuevo… En cuanto al arma, la enviarás, para fines de peritación, a la casa Gastinne-Renette… Para lo cual añade esta bala…
Cogió de su bolsillo la bala que Pardon le había entregado y que estaba envuelta en un trozo de algodón.
—¿Dónde la ha encontrado?
—Te lo contaré más tarde… Me gustaría saber con urgencia si la bala ha sido disparada por esta automática…
Encendiendo su pipa, subía la escalera, echaba un vistazo a la habitación donde Lapointe y la joven holandesa estaban sentados frente a frente; el inspector tomaba notas en un bloc, sirviéndose del tocador como mesa.
—¿El secretario? —preguntó al inspector del barrio que se aburría en el pasillo.
—La puerta del fondo.
—¿No ha protestado?
—De vez en cuando entreabre su puerta para escuchar. Ha recibido una llamada telefónica.
—¿Qué le ha dicho el comisario esta mañana?
—Que su jefe había sido asesinado y que se le rogaba no abandonara su habitación hasta nueva orden…
—¿Estaba presente?
—Sí.
—¿Ha parecido sorprendido?
—No es hombre que manifieste sus sentimientos. Usted mismo verá.
Maigret golpeó al mismo tiempo que giraba el pomo de la puerta y que empujaba la hoja. La habitación estaba en orden, y aunque la cama había sido utilizada durante la noche, la habían vuelto a hacer con cuidado. Nada estaba fuera de su sitio. Un pequeño escritorio se encontraba ante la ventana, un sillón de cuero sin curtir cerca de ese escritorio, y en el sillón, un hombre miraba avanzar al comisario.
Era difícil precisar su edad. Tenía aspecto árabe muy pronunciado, la tez obscura, y su cara, aunque arrugada, podía ser tanto de un hombre de cuarenta años como de sesenta. Sus cabellos eran espesos, de un negro azabache, sin una cana.
No se levantó, no hizo nada para recibir al visitante, contentándose con mirarle con sus ojos llenos de ardor sin que se pudiera leer nada en sus rasgos.
—¿Supongo que habla francés?
No respondió más que mediante un signo de cabeza.
—Comisario Maigret, jefe de la Brigada Criminal. ¿Creo que usted es el secretario del señor Nahour?
Nuevo signo afirmativo.
—¿Puedo preguntarle su nombre exacto?
—Fouad Ouéni.
La voz era sorda, como si sufriera laringitis crónica.
—¿Está al corriente de lo que ha pasado esta noche en el estudio?
—No.
—Sin embargo, le han dicho que el señor Nahour ha sido asesinado.
—No.
—¿Dónde estaba?
Ningún rasgo se estremecía. Maigret rara vez había encontrado tan poca cooperación como desde que había entrado en esta casa. La asistenta no respondía a las preguntas más que evasivamente, con hostilidad. La doncella holandesa se contentaba con monosílabos.
En cuanto a Fouad Ouéni, que llevaba un traje negro, una camisa blanca y una corbata gris oscura, miraba y escuchaba a su interlocutor con la más completa indiferencia, si no con desprecio.
—¿Ha pasado la noche en esta habitación?
—A partir de la una y media de la mañana.
—¿Quiere decir que ha vuelto a la una y media de la madrugada?
—Creía que había comprendido.
—¿Dónde ha estado hasta entonces?
—En el círculo Saint-Michel.
—¿Un círculo de juego?
El otro se contentó con alzar los hombros.
—¿Dónde se encuentra exactamente?
—Un poco más arriba del bar des Tilleuls.
—¿Ha jugado?
—No.
—¿Qué ha hecho?
—He anotado las jugadas.
¿Era la ironía lo que le daba ese aspecto satisfecho de sí mismo? Maigret se sentó en una silla y continuó preguntando como si no se diera cuenta de la hostilidad del que se encontraba enfrente.
—Cuando ha entrado, ¿había luz en el estudio?
—No sé.
—¿Estaban cerradas las cortinas?
—Supongo. Lo están todas las noches.
—¿No ha visto si se filtraba luz por debajo de la puerta?
—No se filtra ninguna luz.
—¿Estaba acostado generalmente a esa hora el señor Nahour?
—Dependía.
—¿De qué?
—De él.
—¿Salía muchas veces por la noche?
—Cuando lo deseaba.
—¿Adónde iba?
—Adonde quería.
—¿Solo?
—De casa salía solo.
—¿En coche?
—Llamaba un taxi.
—¿No conducía?
—No le gustaba conducir. Durante el día, yo le servía de chófer.
—¿De qué marca es su coche?
—Bentley.
—¿Está en el garaje?
—No lo he comprobado. Me han impedido abandonar mi habitación.
—¿Y la señora Nahour?
—¿Qué quiere saber?
—¿Tiene también coche?
—Un Triumph de color verde.
—¿Salió, ayer tarde?
—No tenía por qué ocuparme de ella.
—¿A qué hora dejó usted la casa?
—A las diez y media.
—¿Estaba ella aquí?
—Lo ignoro.
—¿Y el señor Nahour?
—No sé si había vuelto. Debió cenar en la ciudad.
—¿Sabe dónde?
—Probablemente en el Petit Beyrouth, donde cenaba frecuentemente.
—¿Quién cocinaba en la casa?
—Nadie y todo el mundo.
—¿El desayuno?
—Yo para el señor Félix.
—El señor Nahour. ¿Por qué le llama señor Félix?
—Porque está también el señor Maurice.
—¿Quién es el señor Maurice?
—El padre del señor Nahour.
—¿Vive aquí?
—No. En el Líbano.
—¿Y además?
—El señor Pierre, hermano del señor Félix.
—¿Dónde vive?
—En Ginebra.
—¿Quién le ha llamado esta mañana?
—No me han llamado por teléfono.
—Sin embargo, se ha oído un timbre en su habitación.
—He sido yo quien ha llamado a Ginebra y me han llamado de nuevo cuando han tenido el número.
—¿El señor Pierre?
—Sí.
—¿Le ha puesto al corriente?
—Le he dicho que el señor Félix había muerto. El señor Pierre llegará a Orly dentro de pocos minutos, porque ha cogido el primer avión.
—¿Sabe lo que hace en Ginebra?
—Es banquero.
—¿Y el señor Maurice Nahour, en Beirut?
—Es banquero.
—¿Y el señor Félix?
—No tenía profesión.
—¿Hace mucho tiempo que estaba a su servicio?
—No estaba a su servicio.
—¿No desempeñaba las funciones de secretario? Ha dicho hace poco que preparaba su desayuno y que le servía de chófer.
—Le ayudaba.
—¿Desde hace mucho tiempo?
—Dieciocho años.
—¿Le conocía ya en Beirut?
—Le conocí en la Facultad de Derecho.
—¿En París?
Dijo que sí con la cabeza, siempre impasible y rígido en su sillón, mientras que Maigret, en su silla, se impacientaba.
—¿Tenía amigos?
—Que yo sepa, no.
—¿Se ocupaba de política?
—No, por cierto.
—En suma, usted ha salido hacia las diez y media sin saber si había alguien o no en la casa. Ha ido a un círculo de juego del bulevar Saint-Michel, donde ha anotado las jugadas sin jugar. Ha vuelto a la una y media y ha subido aquí, ignorando siempre dónde se encontraba cada uno. ¿Está bien eso? No ha visto nada, ni oído nada, no se esperaba que le despertasen para comunicarle que el señor Nahour había sido asesinado con una bala.
—Es usted quien me dice que se han servido de un arma de fuego.
—¿Qué sabe usted de la vida familiar de Félix Nahour?
—Nada. Eso no me importaba.
—¿Era un matrimonio feliz?
—Lo ignoro.
—Tengo la impresión, al oírle, de que el marido y la mujer difícilmente estaban juntos.
—Creo que es una situación bastante frecuente.
—¿Por qué los niños no viven en París?
—Están quizá mejor en la Costa Azul.
—¿Dónde vivía el señor Nahour antes de alquilar esta casa?
—Un poco en todas partes… En Italia… Antes de la revolución, un año en Cuba… Ocupamos también una villa en Deauville…
—¿Va a menudo al círculo Saint-Michel?
—Dos o tres veces por semana.
—¿No juega nunca?
—Rara vez.
—¿Quiere bajar conmigo?
Se dirigieron hacia la escalera y Fouad Ouéni, de pie, parecía todavía más delgado que cuando permanecía en su sillón.
—¿Qué edad tiene usted?
—No sé. En la montaña, cuando nací, no existía Registro Civil. La cifra inscrita en mi pasaporte es cincuenta y un años.
—¿Tiene más o tiene menos?
—No sé.
Los hombres de Moers, en el estudio, volvían a poner sus aparatos en sus cajas.
Cuando la camioneta se alejó y los dos hombres se quedaron solos, Maigret preguntó:
—Mire a su alrededor y dígame si falta alguna cosa en la habitación o bien si hay algo de más.
Ouéni dejó de contemplar la mancha de sangre, abrió el cajón de la derecha del escritorio y advirtió:
—La automática no está ya.
—¿Qué género de arma?
—Una Browning 6’35.
—¿Con culata de nácar?
—Sí.
—¿Por qué Félix Nahour había elegido un arma considerada más bien como arma de mujer?
—Pertenecía antiguamente a la señora Nahour.
—¿Cuántos años hace?
—Lo ignoro.
—¿Se la cogió él?
—No me lo dijo.
—¿Tenía permiso para llevar armas?
—Nunca llevaba encima esa pistola.
Considerando la pregunta como solventada, el libanés abrió los otros cajones que contenían un buen número de expedientes, después se dirigió hacia la biblioteca, abrió las puertas de abajo.
—¿Puede decirme qué significan estas listas de cifras?
Ouéni le miró con un asombro con mezcla de ironía, como si Maigret le hubiera comprendido.
—Son jugadas que se hacen en los casinos principales. Las listas son enviadas por las agencias a sus abonados. Las otras, el señor Félix se las arreglaba para obtenerlas de un empleado de las casas de juego.
Maigret iba a hacerle otra pregunta, pero Lapointe apareció en el marco de la puerta.
—¿Quiere subir un momento, jefe?
—¿De nuevo?
—No es gran cosa, pero creo que vale más ponerle al corriente.
—Le pediría, señor Ouéni que no dejase la casa hasta que no le dé autorización.
—¿Puedo ir a prepararme café?
Maigret, alzando los hombros, le volvió la espalda.