Acorralado, trataba de defenderse, puesto que le agarraban traidoramente por la espalda. Intentó dar puñetazos, pero tuvo la sensación de que su brazo no le obedecía y se quedaba quieto, como anquilosado.
—¿Quién es? —gritó, dándose cuenta de que esta pregunta no era muy adecuada.
¿Emitió realmente una palabra?
—¡Julio…! El teléfono…
Tenía un sueño desagradable, en medio del cual había oído un ruido que parecía amenazador, pero no había pensado un instante que fuese el timbre del teléfono, que se encontraba al lado de su cama, del cual no se acordaba ya más cuando su mujer lo despertaba.
Tendió maquinalmente la mano para coger el aparato, abriendo los ojos e incorporándose. La señora Maigret también se hallaba sentada en la cama y a su lado la lámpara daba una luz dulce e íntima.
—¡Diga…!
Fue preciso repetir como en su sueño:
—¿Quién es?
—¿Maigret…? Aquí, Pardon…
El comisario veía la hora en el despertador que se encontraba sobre la mesita de noche de su mujer. Era la una y media. Habían dejado a los Pardon poco después de las once, tras su cena mensual que consistía esta vez en una sabrosa espalda de cordero rellena…
—Sí… Escucho…
—Perdóneme por sacarle de su primer sueño… Acaba de producirse un acontecimiento que considero bastante grave y que es de su incumbencia…
Hacía más de diez años que los Pardon y los Maigret eran amigos; cenaban los unos en casa de los otros una vez al mes, y sin embargo, los dos hombres jamás habían pensado tutearse.
—Le escucho, Pardon… Continúe…
La voz al otro lado del teléfono era inquieta y apurada.
—Pienso que valdría más que viniese a verme… Comprendería mejor la situación.
—¿Espero que no haya ocurrido ningún accidente?
Una duda.
—No… No exactamente, pero estoy inquieto…
—¿Está bien su mujer…?
—Sí… Está preparándonos café…
La señora Maigret trataba, después de las réplicas de su marido, de adivinar lo que ocurría y le miraba de manera interrogante.
—Voy en seguida…
Colgó. Estaba completamente despierto pero con aspecto preocupado. Era la primera vez que el doctor Pardon le llamaba de este modo y el comisario le conocía bastante para comprender que debía ser serio.
—¿Qué ocurre?
—No sé… Pardon me necesita…
—¿Por qué no ha venido a verte?
—Parece haber una razón por la cual debo volver allá…
—Hace poco estaba muy alegre… Su mujer también… Hemos hablado de su hija, de su yerno y del crucero que piensan realizar el próximo verano por las Baleares…
¿Escuchaba Maigret? Se vestía turbado, tratando de buscar el motivo por el que el médico le había telefoneado.
—Voy a prepararte café…
—No… La señora Pardon nos lo está haciendo…
—¿Llamo un taxi…?
—Con el tiempo que hace no encontrarás, o bien tardará media hora en venir hasta aquí…
Era viernes, 14 de enero, y la temperatura de París había sido todo el día de 120 bajo cero. La nieve, que había caído abundantemente los días anteriores, se había endurecido hasta tal punto que había sido imposible quitarla a pesar de la sal extendida por las aceras; quedaban planchas de hielo sobre las cuales los transeúntes se deslizaban.
—Ponte tu gruesa bufanda…
Una bufanda de lana recia que su mujer le había hecho y que casi nunca tenía ocasión de llevar.
—No olvides tus botas de goma… ¿Me permites ir contigo…?
—¿Para qué?
No le gustaba verlo marcharse solo aquella noche. Volviendo de casa de los Pardon, cuando andaban los dos con precaución, mirando el suelo ante ellos, Maigret se había caído en el rincón de la calle del Chemin-Vert, y había permanecido sentado en el suelo un buen rato, aturdido y avergonzado.
—¿Te has hecho daño?
—No… Simplemente he sido sorprendido…
Había rehusado que ella le ayudase a levantarse, ya que lo tendría que coger del brazo.
—Era inútil que cayésemos los dos…
Le siguió hasta la puerta, le besó y murmuró:
—Sé prudente…
Después dejó la puerta entreabierta hasta que llegase a la planta baja. Maigret evitó ir por la calle del Chemin-Vert, en la cual había caído hacía poco, prefiriendo dar un pequeño rodeo, siguiendo el bulevar Richard-Lenoir hasta el bulevar Voltaire, donde vivían los Pardon.
Andaba lentamente, no oyendo ningún paso más que el suyo. No se veían taxis ni coches. París parecía vacío, congelado de frío, y él no recordaba haberlo conocido así más que dos o tres veces en su vida.
Sin embargo, por la calle de la República, en el bulevar Voltaire, el motor de un camión estaba en ralentí y algunas siluetas negras se agitaban: hombres que arrojaban paladas de sal sobre la calzada.
En casa de los Pardon se veía luz en dos ventanas, de toda la hilera de casas eran las únicas. Maigret adivinó una silueta detrás de las cortinas y cuando llegó ante la puerta ésta se abrió antes de que tuviese tiempo de llamar.
—Perdóneme, Maigret…
El doctor Pardon llevaba la misma americana azul marino que en la cena.
—Me he metido en una situación tan delicada que no sé cómo salir de ella…
En el ascensor el comisario le encontró fatigado.
—¿No se ha acostado?
El médico, preocupado, trató de explicar:
—Cuando nos han dejado no tenía sueño y he aprovechado para rellenar mis fichas atrasadas…
Es decir, a pesar de su trabajo no había querido trasladar la cena tradicional a otra fecha.
Por casualidad, los Maigret se habían quedado más tarde que de costumbre. Habían hablado sobre todo de vacaciones y Pardon había experimentado que sus pacientes solían volver cada vez más fatigados, especialmente de los viajes que hacían en grupos.
Atravesaron la sala de espera, en la que tan sólo daba luz una lámpara, y en lugar de volverse al salón entraron en el despacho de Pardon.
La señora Pardon llegó en seguida con una bandeja, dos tazas, una cafetera y azúcar.
—No hubiese querido presentarme así… No me he tomado la molestia de vestirme… Además, me marcho en seguida, porque es mi marido quien tiene necesidad de hablarle…
Llevaba una bata azul pálida sobre su camisón y chinelas en sus pies.
—No quería molestarle… He insistido y si estoy equivocada le pido perdón…
Ella le servía café y se dirigía hacia la puerta.
—Como no voy a dormirme antes de que hayan terminado, no duden en llamarme si tienen necesidad de algo… ¿Tiene hambre, Maigret?
—He cenado demasiado para tener hambre…
—¿Tú tampoco?
—Gracias…
Una puerta que daba a la habitación en la que el médico examinaba a sus pacientes estaba abierta. En el centro, había una mesa alta y plegable, que estaba cubierta con un paño blanco manchado de sangre; Maigret observó también manchas en el linóleo verde.
—Siéntese… Primero tome su café…
Señalaba una pila de papeles y de fichas sobre su escritorio.
—¿Ve…? La gente no se da cuenta de que fuera de nuestras consultas y de nuestras visitas tenemos que cumplir un trabajo burocrático… Como nos molestan con urgencias, lo dejamos para más tarde y un buen día nos encontramos agobiados… Pensaba dedicar a esta tarea dos o tres horas…
Ahora bien, Pardon empezaba sus visitas a las ocho de la mañana, antes de recibir a los enfermos en su consulta, que comenzaba a las diez de la mañana. El barrio Picpus no es rico. Es un barrio de gente modesta, pero no era extraño ver hasta quince personas a la vez en la sala de espera. Se podían contar con los dedos las cenas mensuales que terminaban sin una llamada, obligando a Pardon a ausentarse durante hora y media.
—Estaba absorto en mis papeles… Mi mujer dormía… No he oído ningún ruido hasta que el timbre del piso ha sonado varias veces y me he sobresaltado… Cuando he abierto, he encontrado en el rellano una pareja que me ha causado una rara impresión…
—¿Por qué?
—Ante todo porque no conocía ni al hombre ni a la mujer, y sólo los clientes que no tienen teléfono me molestan por la noche…
—Comprendo…
—Después, me pareció que no eran del barrio. La mujer llevaba un abrigo de nutria de mar y un sombrero de la misma piel… Hace dos días mi mujer, que ojeaba un periódico de moda, me dijo de repente: «Cuando me regales un abrigo, no elijas un visón, sino nutria de mar… El visón está muy visto, mientras que la nutria…».
»No escuché el resto; me he acordado en el momento en que tenía la puerta abierta y cuando los miraba con asombro.
»El hombre llevaba también ropa que no se ve habitualmente en el bulevar Voltaire.
»Ha sido él quien ha preguntado con ligero acento:
»—¿El doctor Pardon?
»—Soy yo, sí, le he respondido.
»—Esta señora acaba de ser herida y quisiera que la mirase.
»—¿Cómo ha obtenido mi dirección?
»—Una mujer de cierta edad que pasaba por el bulevar Voltaire, nos la ha dado… Supongo que es una de sus clientes…
»Habían entrado en mi despacho. La mujer, muy pálida, estaba a punto de desvanecerse, me miraba con sus ojos sin expresión, teniendo sus manos en el pecho.
»—Creo que es preciso intervenir rápidamente, doctor… —decía el hombre quitándose sus guantes.
»—¿De qué clase de herida se trata?
»Se volvía hacia la mujer, muy rubia, la cual debía tener poco menos de treinta años.
»—Sería mejor que se quitase su abrigo…
»Sin decir una palabra, se había quitado su abrigo de piel y descubrí que su vestido amarillo estaba por la espalda impregnado de sangre hasta la cintura.
»Mire, hay una mancha de sangre en la alfombra, al lado de mi escritorio, donde ella vacilante se mantenía de pie.
»La he hecho entrar en la sala de consulta y le he pedido que se desnudase, proponiéndole ayudarle. Sin pronunciar una palabra, ha movido la cabeza y se ha desnudado ella misma.
»El hombre no nos había seguido, pero la puerta había quedado abierta entre las dos habitaciones y continuaba hablándome o más bien respondiéndome. Me había puesto mi bata. Me lavaba las manos. La mujer, tumbada boca abajo, permanecía inmóvil, sin un gemido».
—¿Qué hora era? —preguntó Maigret, que acababa de encender su primera pipa después del telefonazo.
—He mirado el reloj en el momento que han llamado a la puerta. Era la una y diez. Todo eso ha ocurrido muy de prisa, en menos tiempo que me es necesario para contarle la historia.
»En efecto, estaba ya lavando la herida y tratando de contener la sangre, cuando me he dado cuenta de lo que me sucedía. A primera vista, la herida no era demasiado importante. La tenía en el lado derecho de la espalda, de unos ocho centímetros de longitud y de la que continuaba fluyendo la sangre.
»Asegurándome, he preguntado al hombre que se había quedado en mi despacho:
»—Cuénteme lo que ha sucedido…
»Caminaba por la acera del bulevar Voltaire, a unos cien metros de aquí y esta mujer andaba delante de mí…
»—¿No va a decirme que ha resbalado?
»—No… Estaba bastante sorprendido de verla sola en la calle a esta hora y he moderado la marcha para no darle la impresión de que quería atracarla…, ha sido entonces cuando he oído el motor de un coche…».
Pardon interrumpió la conversación para beber su café y para servirse otra taza.
—¿Quiere?
—Con mucho gusto…
Maigret permanecía dormitando, los párpados le producían picazón, con la sensación de que comenzaba a enfriarse. Diez de sus inspectores estaban en la cama con gripe, lo que había complicado su trabajo durante los últimos días.
—Le repito esta conversación lo más exactamente posible, pero no le garantizo cada una de las palabras… He descubierto que entre la tercera y la cuarta costilla la herida era más profunda; cuando la desinfectaba, algo ha caído al suelo sin que mostrase atención.
—¿Una bala?
—Espere… El hombre que ha venido con ella me ha seguido contando: «Cuando el coche ha pasado a la altura de esta señora, ha moderado la marcha. Entonces he visto sacar un brazo por la portezuela…».
Maigret interrumpió:
—¿La puerta delantera o la trasera?
—No me lo ha dicho y no se me ha ocurrido preguntarle… No olvide que estaba ocupado en una verdadera intervención quirúrgica… Esto me sucede de vez en cuando, en caso de urgencia, pero como ésta no es mi especialidad, encontraba todo este asunto extraño… Lo que más me sorprendía era el mutismo de la joven…
»El hombre ha continuado:
»—He oído un disparo y he visto que esta mujer vacilaba, trataba de agarrarse a una pared, después doblar las rodillas y caerse lentamente en la nieve…
»El coche había girado a la derecha por una calle que no conocía y se había alejado…
»Me he apresurado… He visto que no estaba muerta, ha sido ella quien apoyándose en mí se ha levantado…
»Le he preguntado si estaba herida y me ha hecho señal con la cabeza de que sí.
»—¿No le ha hablado?
»—No… No sabía qué hacer… He mirado alrededor para encontrar ayuda… una mujer mayor pasaba y le he preguntado si sabía dónde encontraría un médico… Me ha señalado su casa y me ha dado su nombre…».
Pardon calló mirando a Maigret con aspecto de niño defectuoso.
Fue el comisario quien preguntó:
—¿No se le ha ocurrido a este hombre conducirla a un hospital?
—Le he hecho la misma observación diciéndole que estamos a dos pasos del hospital de San Antonio. Se ha contentado con murmurar: «No lo sabía».
—¿No sabía tampoco que la comisaría principal de barrio está a cien metros?
—Supongo… Estaba apurado… Sabía que no tenía derecho a curar una herida de arma de fuego sin avisar rápidamente a la policía. Además, había comenzado mi intervención… He especificado:
»—No debo hacerle más que la primera cura y cuando haya terminado llamaré a una ambulancia.
»Le he puesto un vendaje provisional.
»—Para que no se ponga su ropa ensangrentada, voy a prestarle una bata de baño…
»Ella ha dicho que no con la cabeza y poco más tarde, se ponía ella misma su vestido y su combinación, y después se volvía a reunir en mi despacho con el hombre que la había conducido.
»Les he dicho a los dos:
»—Siéntense… Vengo en seguida…
»Quería quitarme mis guantes de goma, mi bata manchada y volver a tapar los frascos que había usado. Continuaba hablándoles.
»—Será preciso que me den su nombre y dirección… Si prefieren una clínica particular a un hospital, díganmelo para que haga lo necesario…».
Maigret había comprendido ya:
—¿Cuánto tiempo ha estado sin verles?
—Es difícil de precisar… Me acuerdo que he recogido la bala que había caído al suelo durante mi intervención y que he echado en el cesto de la ropa sucia el algodón y la ropa manchada de sangre… ¿Dos o tres minutos…? Hablando me he acercado a la puerta y he comprobado que mi despacho estaba vacío…
»Primero he ido corriendo hacia la antesala, después hacia el rellano… No oyendo ni ascensor, ni pasos en la escalera, he vuelto al despacho y he mirado por la ventana, pero no podía ver la acera que estaba debajo de la casa.
»Ha sido en ese momento cuando he oído claramente que un coche arrancaba… Juraría, por el ruido que hacía, que se trataba de un coche deportivo… Al abrir la ventana he comprobado que el bulevar Voltaire estaba vacío, solamente por la calle de la República había un camión de sal y bastante lejos en dirección contraria, un transeúnte solitario…».
* * *
Fuera de sus colaboradores más próximos, como eran Lucas, Janvier, Torrence y desde hacía poco el joven Lapointe, por los cuales Maigret sentía gran simpatía, el comisario no tenía por amigo más que al doctor Pardon.
Los dos hombres, que se llevaban casi un año de edad, se dedicaban a las enfermedades de los hombres y de la sociedad, de forma que sus maneras de pensar eran bastante parecidas.
Podían hablar durante horas después de las cenas mensuales en el bulevar Richard-Lenoir y en el bulevar Voltaire, sin darse cuenta de que el tiempo pasaba y de que las experiencias que evocaban eran casi idénticas.
¿Era el respeto que cada uno experimentaba hacia el otro lo que les impedía tutearse? Esa noche, en la cama y el silencio del despacho del médico, no estaban tan tranquilos como algunas horas antes, quizá porque el azar los ponía por primera vez frente a frente en el terreno profesional.
El doctor, en la intimidad, hablaba más de prisa que de costumbre y se adivinaba que tenía prisa por probar su buena fe, como si hubiese sido interrogado por el Consejo del Orden.
Maigret, por su parte, no quería hacer demasiadas preguntas, y buscaba aquéllas que creía indispensables después de cierta vacilación.
—Dígame, Pardon, desde un principio me ha dicho que el hombre y la mujer no parecían ser del barrio.
El doctor trataba de explicarse.
—Mi clientela se reduce a tenderos, artesanos y gente humilde. No soy un médico de fama, ni un especialista, sino el que cada día sube veinte veces cinco o seis pisos sin ascensor llevando siempre consigo su maletín. Existen en este bulevar casas burguesas, ricas, pero nunca he encontrado en la calle gentes como mis clientes de hace poco.
»Aunque la mujer no haya pronunciado una palabra, tengo la impresión de que es extranjera… Tiene el tipo nórdico bastante pronunciado, la tez lechosa, los cabellos de un rubio difícil de encontrar en París, a no ser teñido, lo que en ella no sucedía… Después, por sus senos, creo que ha tenido niños a los que ella misma ha amamantado…».
—¿Ninguna señal en particular?
—No… Espere… Una cicatriz, de unos dos centímetros, partiendo del ojo izquierdo hacia la oreja… Lo he advertido porque se parece a una pata de oca, y en su cara joven parece irritante…
—¿Cree que se ha disparado voluntariamente?
—Lo juraría… Como habría jurado también, viéndolos en el rellano y después en mi despacho, que se conocían incluso íntimamente. Voy a decir quizá una tontería… Creo que existe algo con relación a estas parejas de verdaderos enamorados y que aunque no se miren, ni se toquen, se ve que existen lazos entre ellos…
—Hábleme de él.
—Le he visto menos tiempo, pero no se ha quitado su abrigo, que era de tela adaptable y blanda…
—¿Llevaba sombrero?
—No, llevaba la cabeza descubierta. Tenía los cabellos castaños, la cara perfilada con delicadeza, la piel bronceada, las pupilas más obscuras que lo que llaman avellana… Le doy veinticinco o veintiséis años; por él modo de hablar, por sus actitudes tan ricas como su ropa, deduciría que ha crecido entre las clases privilegiadas… Un muchacho guapo, dulce en apariencia, algo melancólico… Sin duda, español o sudamericano…
»¿Qué debo hacer ahora…? Como no conozco su nombre, no puedo rellenar su ficha médica… Ahora bien, se trata verdaderamente de una agresión criminal…
—¿Ha creído en el relato del hombre?
—De momento no he reflexionado… La explicación que me ha dado no me ha parecido extraña hasta que he encontrado vacío mi despacho y le he estado esperando, tras mi llamada telefónica…
Maigret examinaba la bala con atención.
—Probablemente disparada por un 6’35… Un arma que no es peligrosa más que a corta distancia, a la que le falta precisión…
—Esto explica la herida… La bala ha alcanzado la espalda de través, rasguñando la piel algunos centímetros antes de introducirse suficientemente para alojarse entre dos costillas…
—¿Puede ir lejos así la mujer?
—Soy incapaz de juzgarlo. Me pregunto si antes de venir aquí no habrá tomado algún sedante, porque apenas ha reaccionado, cuando las heridas superficiales son las más penosas…
—Escúcheme, Pardon —refunfuñó Maigret levantándose—, voy a tratar de ocuparme de ellos. Mañana por la mañana envíeme una relación repitiendo lo que acaba de decirme…
—¿Tendré disgustos?
—Está obligado a asistir a toda persona en peligro, ¿no?
Encendió otra pipa antes de ponerse sus guantes y su abrigo.
—Le tendré al corriente…
Volvió a encontrar helado el aire de la calle, mirando fijamente la nieve amontonada contra las casas; recorrió unos cien metros sin ver manchas de sangre ni huellas de caída. Después, retrocediendo un poco, atravesó la plaza de León-Blum y entró en la prevención que estaba en la planta baja de la alcaldía.
Conocía desde hacía años al cabo Demarie que siempre estaba sentado detrás del escritorio.
—Buenas noches, Demarie…
Éste, sorprendido al ver surgir al jefe de la Criminal, se levantó con aire preocupado, porque estaba leyendo los servicios designados.
—Hola, Luvelle…
El sargento Luvelle preparaba café en un infiernillo de alcohol.
—Díganme, ¿no han oído nada, alrededor de la una?
—No, señor…
—¿Como un tiro a unos cien metros de aquí…?
—Nada…
—¿Entre la una y la una y diez…?
—¿De qué lado?
—Del bulevar Voltaire, hacia la calle de la República.
—Una patrulla de dos hombres, los sargentos Mathis y Bernier, ha salido a las once exactamente y ha debido bajar hasta la calle Amelot…
—¿Dónde se encuentra en este momento?
El cabo echó un vistazo al reloj eléctrico.
—Por la calle de la Bastilla, a menos que no se hayan metido ya en la calle de la Roquette… Los dos entrarán a las tres… ¿Quiere que vaya adonde están ellos?
—No… Llámeme un taxi… Cuando lleguen aquí, telefonéeme a la P. J.
Fueron precisos dos o tres telefonazos para encontrar un taxi libre. Maigret se puso en seguida en comunicación con el bulevar Richard-Lenoir.
—No te preocupes si no vuelvo hasta la madrugada… Estoy en la comisaría del barrio… Un taxi va a venir a recogerme… ¡Pero no…! No es por nada de lo que ocurre… Sin embargo, debo ocuparme de ello esta noche… No, no he caído… Hasta luego…
El taxi pasó al lado del camión de sal que avanzaba despacio, y apenas encontraron tres coches antes de alcanzar el Quai des Orfèvres, donde el hombre que estaba de guardia ante el portal parecía helado de frío.
Arriba encontró a Lucas en compañía de los inspectores Jussieu y Lourtie. El resto de los locales parecían vacíos.
—Buenas noches, compañeros… Llamad a todos los hospitales y a todas las clínicas particulares de París… Querría saber si, después de la una y media de esta noche, dos personas, un hombre y una mujer, han ingresado… Es posible que la mujer, que estaba herida en la espalda, se haya presentado sola… He aquí su descripción…
Repitió las palabras de Pardon.
—Comenzad por los barrios al este de la ciudad…
Mientras los tres hombres se dirigían a los teléfonos, él entraba en su despacho, encendía la luz, se quitaba el abrigo y la gruesa bufanda que su señora le había hecho.
No creía que el tiro hubiese sido disparado desde un coche al pasar a lo largo de la acera. Es un procedimiento de pícaros y jamás había visto a un pícaro armado con una 6’35. Además, había disparado una sola vez, lo que es bastante extraño en una agresión desde un coche.
Como Pardon, él se había dado cuenta de que el hombre y la mujer se conocían. La única prueba que tenía, era que se habían marchado sin pronunciar palabra, como si fuesen cómplices, aprovechando que el médico se entretenía un poco entre los papeles.
Se volvió hacia los tres hombres, que llegaban casi al final de su lista.
—¿Nada?
—Nada, jefe…
Él mismo llamó a la central de Police-Secours.
—¿No han tenido llamadas, hacia la una de la mañana? ¿Nadie ha oído un tiro?
—Un momento… Voy a preguntar a los compañeros…
Instantes más tarde:
—Nada más que una riña y una cuchillada en una taberna de la puerta de Italia… Peticiones de ambulancias a consecuencia de piernas y de brazos rotos… Ahora que la mayor parte de la gente ha entrado en sus casas, disminuye, pero todavía hay llamadas cada diez minutos…
Apenas había colgado cuando Lucas le llamaba, a su lado.
—Teléfono para usted, jefe…
Era Demarie, de la comisaría del distrito municipal 11.
—La patrulla acaba de entrar… Mathis y Bernier no han visto nada anormal y no advierten más que algunas caídas a causa de las heladas… Mathis, sin embargo, ha observado un Alfa-Romeo rojo que se paraba enfrente del número 76 del bulevar Voltaire, e incluso ha dicho a sus compañeros:
»He aquí lo que nos sería preciso para dar nuestra vuelta».
—¿Qué hora era?
—Entre la una y cinco y la una y diez. Mathis, que ha acariciado el capot, ha observado que éste todavía estaba caliente.
Es decir, el hombre y la mujer acababan de entrar en la casa, en la que había llamado a la puerta del médico a la una y diez.
¿Cómo conocían la dirección de Pardon? Mathis, interrogado, no había visto ninguna señora mayor en toda la avenida.
¿De dónde venía la pareja? ¿Por qué se había parado precisamente en el bulevar Voltaire, casi enfrente de una comisaría de policía?
Era demasiado tarde para dar la alarma a los coches radio, porque el coche rojo había tenido tiempo de llegar a su destino, dondequiera que fuese.
Maigret, fruncidas las cejas, refunfuñaba, lanzando bocanadas de su pipa, y Lucas trataba de adivinar lo que pensaba.
—… Extranjeros… Tipo español… La mujer no ha hablado… ¿Porque no conocía el francés…? Tipo nórdico… Pero ¿por qué el bulevar Voltaire y por qué Pardon…?
Es lo que más le molestaba. Si la pareja vivía en París, y casi seguro que lo hacía en barrios ricos, existen médicos en casi todas las calles de la ciudad… Si el tiro había sido disparado en una casa, ¿por qué no habían llamado a un médico en lugar de llevar la herida por las calles a 120 bajo cero…?
Si estaba de paso en un hotel de lujo… No era probable… El ruido de un tiro raramente pasa inadvertido…
—¿Por qué me miras así? —preguntó bruscamente a Lucas, cuya presencia enfrente de él parecía descubrir.
—Espero que me diga lo que debo hacer.
—¿Crees que lo sé?
Sonrió a su manera.
—Es una historia inverosímil, y me pregunto por qué lado tomarla. Sin contar con que he sido despertado por el teléfono en mitad de no sé ya qué pesadilla…
—¿Quiere café?
—Acabo de tomarlo… Un tipo de clase español y una mujer de apariencia nórdica llaman, a la una y diez de la mañana, a la puerta de mi amigo Pardon…
Contando la historia de manera adusta, descubría los puntos débiles.
—El tiro no ha sido disparado en un hotel. En la calle tampoco. Por lo tanto, ha debido ser en un apartamento o en una casa particular…
—¿Los cree casados?
—Tengo la impresión de que no, siendo incapaz de decir por qué. Si hubieran llamado a su médico habitual, en el caso de que tuvieran uno, éste se vería obligado a dirigir su informe a la policía…
Lo que más le intrigaba era la elección de Pardon, médico de barrio. ¿Habían encontrado su nombre por azar mirando la guía con el anular?
—La mujer no está en ningún hospital, en ninguna clínica… Pardon le ha propuesto prestarles un albornoz de su mujer, porque la combinación y el vestido estaban calados de sangre… Ha preferido volver a ponérselos… ¿Por qué?
Lucas abrió la boca, pero el comisario tenía ya su propia respuesta.
—Porque tenían intención de irse… No creo que sea un razonamiento brillante, pero está bien…
—La mayor parte de las carreteras están poco más o menos impracticables… Con mayor motivo con una mujer herida en el coche…
—He pensado… Llámeme a Breuker, de Orly… Si no está, páseme al idiota de su suplente, de cuyo nombre jamás me acuerdo…
Breuker era un alsaciano que había conservado su acento y ocupaba el cargo de comisario especial en el aeropuerto. No estaba de servicio, y fue su suplente quien respondió.
—Aquí Marathieu, el suplente del comisario.
—Aquí Maigret —refunfuñó el jefe de lo criminal, a quien irritaba la voz pretenciosa de su interlocutor.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor comisario?
—No sé, todavía nada… ¿Cuántas salidas ha habido para el extranjero desde las dos, o más bien desde las dos y media de la mañana…?
—Dos solamente. Un vuelo para Ámsterdam y otro para las Indias, vía Cointrin… Hace cuarenta minutos, las salidas han sido suspendidas, a causa de las heladas que cubren ahora completamente las pistas…
—¿Está lejos del aparcamiento?
—No muy lejos, pero no es fácil salir fuera a causa de las heladas…
—¿Sería tan amable de ir a ver si se encuentra un Alfa-Romeo rojo…?
—¿Tiene su número?
—No. Debe haber tantos Alfa-Romeo de ese color en el aparcamiento a esta hora… Si está, pregunte a los inspectores que comprueban los pasaportes si vieron pasar a una pareja cuya filiación tengo aquí.
Repitió lo que había dicho ya a Lucas y a los otros dos.
—Llámeme de nuevo lo más rápidamente posible, al Quai des Orfèvres.
Y Maigret, encogiéndose de hombros, dijo al volverse hacia Lucas:
—Nunca sabe nada…
Era una estrambótica información, y se diría que el comisario no la tomaba completamente en serio, que se molestaba poco en resolver la situación.
—Marathieu debe estar furioso… —advirtió Lucas—. A él, que está siempre de punta en blanco y que toma actitudes de gran jefe, ¡enviarle a zambullirse en la nieve y a hacer equilibrio en las heladas…!
Pasaron cerca de veinte minutos antes de que el teléfono se oyese. Maigret dijo entre bastidores:
—Aquí Marathieu, el suplente del comisario.
Fueron las primeras palabras que oyó.
—¿Entonces, el coche rojo?
—Hay un Alfa-Romeo rojo en el aparcamiento, con placas de la región parisina…
—¿Cerrado con llave?
—Sí… Una pareja que corresponde a la descripción que me ha dado, ha cogido a las 3 y 10 el avión para Ámsterdam…
—¿Tiene los nombres?
—El inspector que los ha apuntado no los recuerda… Solamente se acuerda de los pasaportes… El hombre tenía un pasaporte colombiano y la mujer holandés… Los dos pasaportes llevaban numerosos visados y sellos…
—¿A qué hora deben aterrizar en Ámsterdam?
—Si no ha tenido retraso a través del camino y si la pista es practicable, llegarán a tierra a las 4 y 17.
Eran las 4 y 22. La pareja estaba probablemente presentando sus pasaportes y pasando la aduana. De todos modos, sobre todo en estado de información, Maigret no se podía permitir dirigirse directamente a la policía del aeropuerto holandés.
—Entonces, jefe, ¿qué hago?
—Nada. Espera la hora del relevo. En cuanto a mí, voy a acostarme. Buenas noches, compañeros… En realidad, ¿habrá alguien de vosotros que pueda llevarme a casa?
Media hora más tarde, dormía profundamente al lado de su esposa.