Emily durmió mal. La noche estuvo poblada de sueños espantosos, ropas manchadas de sangre, traqueteo de piedras sobre el ataúd de George, la cara sonrosada del vicario que boqueaba como un pez. Y la imagen de Jack Radley, mirándola sentado en el taburete de la habitación de los niños, con el sol reflejado en el cabello y en su mirada la conciencia de que ella sabía que él era culpable. Despertaba sobresaltada con un sudor frío, contemplando el oscuro techo.
Cuando se volvía a dormir los sueños eran aún peores, solapándose unos con otros, hinchándose y explotando para luego encogerse hasta la nada. Siempre salían caras: el tío Eustace presumido y risueño, mirándola con aquellos ojos redondos que lo veían todo y no entendían nada, sin importarle si era ella quien había asesinado a George pero sí que la culparan, única forma de salvaguardar el apellido March; y Tassie, demasiado loca para saber nada. Los ojos de la anciana March, como canicas de cristal, ciegos de malicia, siempre entornados; William con un pincel en la mano, y Jack Radley con el halo que el sol formaba en torno a su cabeza, sonriendo porque Emily había matado a su marido por amor a él, por aquel beso en el invernadero.
Despertó de golpe y permaneció tumbada viendo cómo la luz se arrastraba perezosa por el techo. ¿Cuánto tiempo le quedaba hasta que Thomas no tuviera otra alternativa que arrestarla? Cada segundo que pasaba le consumía la vida; el resto se deslizaba hacia la eternidad y ella seguía allí, sola e impotente.
¿Qué era lo que tanto había horrorizado a Sybilla, lo que había rasgado su máscara habitual para exteriorizar tanto odio; en dos ocasiones, una dos días atrás durante la cena y la otra en el gabinete al escuchar casualmente la pelea en el invernadero?
Emily no pudo aguantar más y se levantó. Ya era de día y podría ver claramente el camino. Se puso un chal sobre el camisón y cruzó la habitación de puntillas. ¡Se lo preguntaría a ella! Iría al cuarto de Sybilla, ahora que estaba sola y no podría buscar una evasiva cortés o aducir un asunto urgente, y así tampoco les interrumpiría nadie.
Abrió la puerta con precaución. Fuera no se oía nada. Miró arriba y abajo del corredor. La luz del alba se colaba fría y gris por las ventanas y caía sobre el papel con sus dibujos de bambú. El jarrón relucía amarillo. No había nadie.
Salió y fue rápidamente hacia la habitación de Sybilla. No tenía ninguna duda sobre lo que le iba a decir. Le contaría que se había fijado en su expresión de odio, y que fuera cual fuese la lealtad que Sybilla creyera tener, si no le decía a Emily qué hecho del pasado había provocado un odio tan profundo, iría a Thomas Pitt y dejaría que él lo averiguara a base de interrogatorios, procedimiento que resultaría mucho más duro. A juzgar por la cólera con que había abandonado la habitación la noche anterior, ella estaba dispuesta a proferir cualquier amenaza. Era demasiado tarde para pensar en delicadezas o susceptibilidades.
Le tembló la mano cuando fue a asir el tirador de la puerta para girarlo despacio. Tal vez estaría cerrada y se vería obligada a esperar a que la abriesen. Podía postergar las inevitables respuestas unas horas más. Pero el tirador giró con suavidad. Naturalmente. ¿Por qué alguien iba a cerrar por dentro en una casa como aquélla? Habría tenido que levantarse para que entrara la doncella. ¿Y quién quería hacer eso? Precisamente uno de los motivos principales para tener doncella era no tener que levantarse y descorrer las cortinas o abrir el grifo uno mismo. Tener que levantarse por voluntad ajena, recién despertado, no tenía ninguna gracia.
Emily entró. Había bastante luz. Las cortinas estaban amarillas, pues la ventana daba al sol. Sybilla ya había despertado y estaba recostada contra un poste de la cama, de cara a la ventana y con el pelo negro en gruesas trenzas anudadas delante y detrás de la cabeza. Emily pensó que era un modo muy raro de llevarlas.
—Sybilla, lamento la intromisión pero no podía dormir. Necesito hablar contigo. Creo que tú sabes quién asesinó a George y… —Había llegado al pie de la cama y ahora podía verla con más claridad. Estaba sentada de un modo muy raro, la espalda rígida contra el poste y la cabeza un poco ladeada, como si se hubiera quedado dormida.
Emily rodeó la cama y se inclinó hacia ella.
Entonces vio su rostro y el horror la embargó, impidiéndole respirar. Sybilla tenía mirada de ciega, los ojos salidos de sus órbitas, la boca abierta, la lengua salida; su pelo negro había sido atado en torno al cuello y luego hacia atrás alrededor del poste de la cama, rematándolo con un nudo.
Emily quiso gritar pero su boca no emitió sonido alguno. Se había llevado las manos a los labios y los nudillos le sangraban allí donde se los había mordido. ¡No podía desmayarse ahora! ¡Tenía que buscar ayuda! Y tenía que salir de allí, no debían encontrarla sola.
Temblaba tanto que sus piernas no le obedecían.
Tropezó con el canto de la cama y se magulló, y al querer alcanzar la silla para no caer casi la derribó al suelo. No era momento para mareos; alguien podía entrar y encontrarla. Ya la culpaban de la muerte de George; seguro que también la acusarían de ésta.
Por dos veces le resbaló el tirador en la mano sudorosa antes de poder abrir y caer casi de bruces en el corredor. Por fortuna no había nadie allí, ninguna criada preparando el comedor o limpiando la chimenea. Se dirigió a toda prisa hacia el vestidor, donde estaba Charlotte, y sin llamar abrió la puerta.
—¡Charlotte! ¡Despierta! Despierta y atiende. ¡Sybilla está muerta! —Apenas distinguía la forma de su hermana; su pelo era una nube oscura sobre la almohada blanca—. ¡Charlotte! —exclamó al borde de la histeria—. ¡Charlotte!
Ésta se incorporó sobresaltada.
—¿Qué pasa, Emily? ¿Te encuentras mal?
—No… no es eso… —Tragó saliva—. ¡Sybilla está muerta! Creo que la han asesinado. Acabo de verla en… en su dormitorio… ¡estrangulada con sus propias trenzas!
Charlotte miró el reloj de la mesilla.
—Emily, son las cinco y veinte. ¿No será que has tenido una pesadilla?
—¡No! ¡Dios mío! ¡Me culparán de esto también! —Y Emily rompió a llorar derrumbándose hecha un ovillo a los pies de la cama.
Charlotte se levantó y, rodeándola con sus brazos, la meció como a una niña.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo, procurando conservar la calma—. ¿Qué hacías tú en el cuarto de Sybilla a estas horas?
Emily comprendió que Charlotte no se atrevía a dejarse llevar por el miedo. La única ayuda estaba en pensar con lógica y disciplina. Trató de sosegarse y explicar los hechos.
—Anteanoche me fijé en su cara durante la cena. Por un momento, me pareció ver en ella un odio terrible cuando miraba a Eustace. Yo quería saber por qué. ¿Qué sabía ella de él, temía acaso que Eustace hiciera algo? Charlotte, están convencidos de que yo maté a George, y procurarán que Thomas se vea obligado a arrestarme. He de averiguar quién lo hizo… para salvarme.
Charlotte guardó silencio un momento y luego se levantó poco a poco.
—Será mejor que vaya a ver, y si estás en lo cierto iré a despertar a tía Vespasia. Habrá que llamar otra vez a la policía. —Se puso un chal y se arrebujó—. Pobre William —dijo casi en un susurro.
Cuando se hubo ido, Emily se sentó a los pies de la cama y esperó. Quería pensar, entender, pero era demasiado pronto. Estaba temblando, no de frío, sino de una oscura inquietud interior. El asesino de George había matado también a Sybilla, porque ella conocía su identidad.
¿Tenía algo que ver con Eustace y su hija Tassie? ¿O sólo con Eustace? ¿O se trataba de Jack Radley, después de todo?
Charlotte regresó con el semblante tenso. Le temblaban las manos.
—Sí, está muerta —dijo tragando saliva—. Quédate aquí y cierra la puerta con llave. Voy a decírselo a tía Vespasia.
—¡Un momento! —Emily se levantó y perdió el equilibrio; las rodillas le fallaban—. Voy contigo. Lo prefiero; además, es mejor que no vayas sola. —Probó otra vez, y ahora sus piernas la obedecieron.
Sin decir palabra ambas cruzaron a hurtadillas el rellano, descalzas sobre la alfombra. La jardinera con sus exuberantes helechos parecía casi un árbol, arrojando un pulpo de sombras sobre la pared.
Llamaron a la puerta de Vespasia y esperaron. Nadie acudió. Charlotte llamó otra vez y luego probó el tirador. No estaba cerrada con llave. Entraron y cerraron con un leve ruido.
—Tía Vespasia —llamó Charlotte.
La habitación estaba más oscura que la de Emily, las cortinas eran más gruesas, y en la penumbra distinguieron la gran cama y la cabeza de la anciana sobre la almohada, con el pelo de plata sobre un hombro. Se veía muy frágil y vieja.
—Tía Vespasia —repitió Charlotte.
La anciana abrió los ojos.
Charlotte avanzó hacia la penumbra.
—¿Charlotte? —Vespasia se incorporó un poco—. ¿Qué hay? ¿Eres tú, Emily? —Una nota de alarma crispó su voz—. ¿Qué ha pasado?
—Emily recordó algo que vio el otro día, un gesto de Sybilla —explicó Charlotte—, y pensó que tal vez podía ser una clave para explicar todo esto. Y fue a preguntarle a Sybilla.
—¿De madrugada? —Vespasia se irguió del todo—. Y… ¿ha sacado algo en claro? ¿Qué ha dicho Sybilla?
Charlotte cerró los ojos y los puños a la vez.
—Nada. Está muerta. Estrangulada con su propio cabello anudado al poste de la cama. No sé si pudo hacerlo ella misma. Tendremos que avisar a Thomas.
Vespasia se quedó inmóvil y en silencio durante un largo momento, y Charlotte tuvo miedo, pero por fin alargó la mano y tiró de la campanilla.
—Dame el chal, por favor —pidió. Charlotte lo hizo y Vespasia se levantó con dificultad, apoyándose en su brazo—. Será mejor que cerremos la puerta con llave. No interesa que entre nadie. E imagino que habrá que decírselo a Eustace. —Inspiró largamente—. Y a William. Supongo que a estas horas Thomas estará en casa. Bien, entonces escríbele una nota y envía a un lacayo a buscarlo.
Alguien llamó con rudeza a la puerta, sobresaltándolas. Antes de que nadie respondiese entró Digby, despeinada y con cara de susto. Al ver que Vespasia estaba bien, el susto se trocó en preocupación. Se apartó un mechón de la cara y se preparó.
—¿Sí, señora? —dijo con cautela—. ¿Necesita algo?
—Té, Digby, por favor —contestó Vespasia—. Traiga suficiente para las tres, y para usted también. Le conviene tomarlo. En cuanto haya puesto el agua a hervir, despierte a un lacayo y haga que se levante.
Digby la miró con ojos como platos.
—La joven señora March ha muerto —explicó Vespasia—. Quizá será mejor que despierte a dos lacayos, y el otro que vaya en busca del doctor.
—Al doctor podemos telefonearle, señora —propuso Digby.
—Ah, sí, lo había olvidado. Todavía no sé quién dispone de esos aparatos y quién no. Supongo que Treves tendrá uno.
—Sí, señora.
—Entonces diga a un lacayo que vaya a buscar al señor Pitt. Estoy segura de que él no tiene teléfono. Y traiga el té.
Las siguientes horas fueron como un sueño febril, una mezcla de cosas grotescas y ofensivos lugares comunes. ¿Cómo podía estar igual la sala del desayuno, el aparador repleto de comida, las ventanas abiertas de par en par? Pitt había subido arriba con Treves para examinar el cuerpo de Sybilla, tratando de determinar si se había matado ella con su propio cabello o si alguien había entrado subrepticiamente en su habitación para asesinarla. Charlotte no podía dejar de preguntarse si Jack Radley habría entrado en la habitación la noche anterior, con ese propósito y no por algún designio amoroso (sólo que ella había despertado a tiempo y echado a gritar). Charlotte sabía que a Vespasia también se le habría ocurrido lo mismo.
Era tarde, pasadas las diez de la mañana, cuando todos se sentaron a desayunar. Incluso William, pálido como un cadáver, macilento y ojeroso, parecía preferir la compañía a la soledad de su habitación, contigua a la de Sybilla.
Emily estaba muy rígida, con el estómago tan crispado que apenas soportaba la visión de la comida. Tomó un sorbo de té caliente que le quemó la lengua y se deslizó dolorosamente garganta abajo. Los sonidos de la loza y de la charla ora la molestaban ora la asustaban; para ella podía haber sido el ruido de las ruedas de un coche sobre la grava o de unos gansos en el patio.
Charlotte sí comía porque era consciente de que necesitaba reponer fuerzas, pero los huevos y las tostadas le supieron a gachas frías. El sol brillaba en la cristalería y el entrechocar de cubiertos iba subiendo de volumen a medida que Eustace se afanaba con su pescado y sus patatas, pero incluso él parecía no disfrutar de la comida. El mantel era tan blanco que le recordó a Charlotte un campo nevado, resplandeciente y frío con la tierra muerta debajo.
Eso era absurdo. El miedo la estaba paralizando. Debía esforzarse por escuchar, por pensar, por comprender. Todos estaban allí, sólo necesitaba apartar esa niebla de su mente y ver con claridad. Ya debería estar familiarizada; no era la primera vez que veía un asesinato y desde luego, conocía el dolor y el miedo que conducen a la violencia extrema. ¿Cómo podía estar tan cerca y no saber qué había pasado?
Los fue mirando de uno en uno. La anciana March tenía los labios apretados y la mano en un puño junto a su plato. Quizá la cólera contra las injusticias del destino era la única forma de no verse arrollada por la tragedia que estaba diezmando la familia a la que había dedicado toda su vida.
Vespasia guardaba silencio. Se había encogido; parecía más menuda, sus muñecas más huesudas, su piel más apergaminada.
Tassie y Jack Radley hablaban sobre temas triviales, y Charlotte supo que lo hacían por ayudar, para que el silencio no acabara asfixiándolos a todos. De qué hablaran daba lo mismo; del tiempo, de cualquier cosa. Cada cual, aprisionado en su propio islote de horror, trataba de recuperar algo de los días anteriores, cuando el mundo les parecía tan normal y seguro.
Charlotte había estado brevemente con Pitt, quien la había hecho ir a la habitación de Sybilla. Al principio ella no había querido, pero él le había dicho que el cuerpo había sido movido, el cabello desatado, y que habían cubierto la desencajada cara con una sábana.
—Por favor —le había rogado Pitt—. Necesito que vengas.
Temblando de miedo, ella había obedecido, y él casi había tenido que obligarla a cruzar la puerta.
—Siéntate en la cama —le había ordenado—. No… ahí, donde estaba Sybilla.
Charlotte se quedó pegada al suelo.
—¿Por qué? —Aquello era grotesco, irracional—. ¿Por qué, Thomas?
—Necesito que lo hagas —insistió él—. Por favor, Charlotte. Quiero saber si pudo estrangularse ella sola.
—¡Por supuesto que pudo! —No se había movido del sitio, y así permanecieron los dos, enzarzados en un tira y afloja en medio de la habitación.
Pitt empezaba a enfadarse porque no sabía qué hacer.
—¡Por supuesto que sí! —Charlotte se echó a temblar—. Primero se lo pasó alrededor del cuello y luego del poste. Es como atarse una bufanda a la nuca, o abrocharse la espalda de un vestido. Empleó el poste para estrangularse; las molduras del pilar lo tensaron de nuevo cuando ella se escurrió un poco hacia abajo. Ésa debía de ser su intención, o no se habría quedado allí. Se habría movido mientras aún le quedaban fuerzas. Supongo que no te mueres de golpe. ¡Suéltame, Thomas! ¡No pienso sentarme ahí!
—¡No seas tonta! —Pitt empezaba a perder la paciencia—. ¿Qué quieres, que se lo haga hacer a una criada? ¡No se lo he pedido a Emily!
Ella le miró horrorizada pero, viendo que él estaba ansioso, cedió finalmente y avanzó hacia la cama evitando mirar el sitio exacto donde había visto a Sybilla.
—Prueba en el otro. —Pitt señaló el poste del lado opuesto de la cama—. Siéntate y pasa las manos hacia atrás, alrededor del poste.
Charlotte lo hizo con movimientos lentos y rígidos: estirar los brazos hacia la nuca, asir el poste, aparentar que ataba algo.
—Baja las manos —pidió él—. Ahora tira. Intenta apretar. —Pitt le cogió las manos y tiró hacia abajo y hacia fuera.
—¡No puedo! —Le dolían los brazos por el esfuerzo—. Es demasiado abajo. No puedo tirar hasta ahí. ¡Me haces daño, Thomas!
Él la soltó.
—Es lo que yo pensaba. Ninguna mujer podría haber hecho fuerza tan hacia abajo, detrás de la nuca.
Pitt se arrodilló en la cama, abrazó a Charlotte y hundió la cara en su cabello, besándola lentamente, estrechándola con fuerza. Las palabras no habían sido necesarias. Así permanecieron en la silenciosa certidumbre de que Sybilla había sido asesinada.
La mente de Charlotte regresó al presente, a la mesa del desayuno y la pantomima de normalidad que allí se representaba. Quería ser amable, pero no había tiempo. Apuró su té y los miró a todos.
—Tenemos sentido común y no nos falta inteligencia —dijo—. Uno de nosotros asesinó a George, y ahora a Sybilla. Creo que será mejor averiguar quién fue antes de que se cobre una nueva víctima.
La señora March cerró los ojos y se cogió del brazo de Tassie, con dedos agarrotados.
—¡Creo que voy a desmayarme!
—Apoya la cabeza entre las rodillas —dijo cansinamente Vespasia.
La anciana abrió los ojos de golpe.
—¡No seas ridícula! —replicó—. Tú serías capaz de estar a la mesa con las piernas a la altura de las orejas, muy propio de ti. ¡Pero yo no!
—Es poco práctico. —Emily alzó la vista por primera vez—. No creo que pudiera hacerlo.
Vespasia ni se molestó en levantar los ojos del plato.
—Tengo unas sales, si lo prefieres.
Eustace prescindió de los comentarios y miró a Charlotte.
—¿Le parece bien, señora Pitt? —dijo sin pestañear—. La verdad podría ser muy turbadora, especialmente para usted.
Charlotte sabía lo que estaba insinuando, en cuanto a la naturaleza de su verdad y a la forma en que quería presentarla a la policía.
—Desde luego que sí. —Le tembló la voz, cosa que le enfureció pero no supo evitar—. Prefiero arriesgarme a eso antes que permitir que alguien pueda cometer otro asesinato.
William se quedó de piedra. Vespasia se llevó una mano a la frente y se inclinó sobre la mesa.
—Sangre mala —dijo la señora March con brusca intensidad, agarrando su cucharilla con tal fuerza que derramó un poco de azúcar sobre el mantel—. Al final siempre se sabe. Por más hermosa que sea la cara o más esmerados los modales, la sangre es lo que cuenta. ¡George era un imbécil! Un irresponsable y un infiel. Los matrimonios a la ligera son la causa de gran parte de los males.
—El miedo —la contradijo Charlotte—. Yo diría que la causa es el miedo; miedo al dolor, al ridículo, a no estar a la altura. Y por encima de todo, miedo a la soledad, pánico de que nadie te quiera.
—¡Eso lo dirá por usted, muchacha! —le espetó la señora March al volverse con ojos centelleantes y el semblante pálido—. ¡Los March no tienen nada que temer!
—No seas idiota, Lavinia. —Vespasia se irguió en la silla y se apartó el pelo de la cara—. Los únicos que no conocen el miedo son los santos, cuya visión del reino de Dios es más fuerte que la carne, y esos simplones que carecen de suficiente imaginación para concebir el dolor. Los aquí presentes estamos todos aterrorizados.
—Tal vez la señora March sea una santa… —señaló Jack Radley con sarcasmo.
—¡Cuidado con lo que dice! —exclamó la aludida—. Cuanto antes se lo lleve ese policía incompetente, mejor. Si usted no mató a George, está claro que influyó para que Emily lo hiciese. ¡En cualquiera de los dos casos, es culpable y merece la horca!
Radley palideció, pero sin apartar la vista. Hubo un tenso silencio. En el vestíbulo sonaron pasos de un lacayo. Incluso Eustace estaba inmóvil.
Vespasia se levantó a duras penas, como si le doliera mucho la espalda. Con ojos vidriosos, William la imitó y le retiró la silla.
—Imagino que el señor Beamish volverá a enviarnos a su coadjutor —musitó un ligero estremecimiento—, lo cual me parece bien; seguro que el señor Haré nos será más útil. Si viene estaré en mi habitación. Me gustaría hablar con él.
—¿Quieres que hagamos venir al doctor, abuela? —preguntó William. Parecía estar en una pesadilla contra la que hubiera luchado toda la noche, para luego despertar y seguir con ella, mezclada con la inalterable y eterna realidad.
—No, gracias, querido. —Vespasia le palmeó la mano y luego salió despacio de la estancia, conservando precariamente el equilibrio.
—Excúsenme. —Charlotte dejó la servilleta junto al plato y siguió a la anciana, alcanzándola en el zaguán y tomándola del codo para subir la larga escalera. Vespasia no se resistió.
—¿Quieres que me quede contigo? —le preguntó al llegar a su dormitorio.
Vespasia la miró fijamente con expresión de miedo y cansancio.
—¿Sabes algo, Charlotte?
—No —dijo ésta con sinceridad—. Pero si Emily está en lo cierto, Sybilla odiaba a Eustace, aunque no sé si por ella, por William o por Tassie.
Vespasia apretó los labios y su mirada fue aún más desdichada.
—Yo diría que por William —susurró—. Eustace nunca ha sabido refrenar la lengua. No es una persona sensible.
Charlotte dudó en preguntar si había algo más, pero decidió abstenerse. Esbozó una sonrisa y la dejó a solas.
La idea iba tomando cuerpo y tan pronto tuvo la certeza de que no había nadie en el descansillo, fue al cuarto de Sybilla. Los sirvientes tenían que saber ya lo sucedido, y ninguna criada se habría aventurado a entrar. La puerta no estaba cerrada con llave. Quizá no hacía falta; ¿quién iba a entrar allí? Tanto Pitt como Treves debían de haberlo examinado todo, y seguramente habrían ido al cuarto de la servidumbre para hacer sus pesquisas.
Echó un último vistazo al rellano y entró. Como daba al sur, ahora estaba inundado de luz. Sobre la cama había algo cubierto con una sábana. Charlotte apartó los ojos, aunque sabía exactamente qué vería si retiraba la sábana. Debía dominar su imaginación y la intensa sensación de piedad que le acuciaba. Sybilla había causado a Emily un dolor terrible y sin embargo no podía odiarla como deseaba, como no había podido hacerlo cuando estaba viva. Sabía que también Sybilla había sufrido mucho por alguna razón, algo que había crecido en su interior hasta hacerse insoportable. En cuanto Charlotte había visto la herida y el dolor, su cólera se había esfumado como la arena en el cedazo. Lo mismo le había pasado con Sybilla, y ahora trataba de encontrar algún indicio que le diera una pista sobre la causa.
Miró en torno. ¿Por dónde empezar? ¿Dónde guardaba sus pertenencias privadas, esas cosas que podían revelar a otra mujer sus puntos flacos? En el armario no; ahí sólo habría ropa, y nadie dejaba cosas privadas en un bolsillo cualquiera. La mesilla de noche tenía un pequeño cajón, pero las criadas podían haber husmeado en él, no tenía cerradura. De todos modos lo abrió, pero encontró sólo unos pañuelos, una bolsa de lavanda reseca, un sobre que había contenido polvos para el dolor de cabeza y un frasco con sales de olor. Nada.
Luego probó en la mesita del tocador y encontró lo esperado: cepillos y peines, pañuelos para abrillantar el pelo, horquillas, perfumes y cosméticos. Le habría gustado saber cómo utilizar todo aquello con la pericia que Sybilla había mostrado. Pensar en la belleza de la muerta resultaba especialmente doloroso, viendo todo aquel despliegue de artificios, ahora inútiles. Era absurdo identificarse tanto con Sybilla, pero no lograba superarlo.
Había ropa interior, como era de prever, infinitamente más bonita y más nueva que la de ella (mucho más parecida a la de Emily). Pero no vio allí nada que ocultara un significado más profundo, ningún papel escondido bajo las prendas. Miró en el joyero, y por momentos sintió envidia al contemplar la ristra de perlas y el broche de esmeraldas. Pero tampoco esos objetos le decían nada, no le daban ninguna pista sobre si eran más que meros adornos que cualquier mujer rica y querida podía poseer.
Se quedó en medio de la habitación, observando los retratos, las cortinas, la enorme cama de cuatro pilares. Tenía que haber algo en alguna parte.
¡Debajo de la cama! Se arrodilló rápidamente y levantó el largo cobertor. En efecto, había un baúl de ropa y al lado, medio escondido, un pequeño neceser. Charlotte lo agarró y sin levantarse probó la tapa: estaba cerrada con llave.
¡Maldición!, pensó. Se quedó pensando, mirando la cerradura. Era de un tipo muy corriente, pequeña y ligera. Una lengüeta metálica sostenía el pestillo. ¿Dónde estará la llave? Sybilla debía de tener una… ¿Dónde guardaba ella las llaves? En el joyero, por supuesto, en el espacio que quedaba bajo la bandeja de los pendientes. Allí guardaba las llaves de las maletas, claro que no es que viajara demasiado últimamente. Se puso de pie pisándose las faldas, y se abalanzó casi sobre el banquillo del tocador. Allí estaba, una pequeña llave de latón de unos dos centímetros, junto a las cadenas de oro.
La llave abrió el neceser, y con dedos torpes de excitación levantó la tapa y vio varias cartas y dos libritos blancos encuadernados en cabritilla. En uno se leía «direcciones». Charlotte examinó primero la correspondencia. Eran cartas de amor escritas por William, y después de leer la primera se limitó a mirar únicamente los nombres. Eran tiernas y apasionadas, de un estilo delicado que le hizo pensar en el cuadro que William estaba pintando en su estudio del invernadero, y que expresaba mucho más de lo que aparentemente mostraba. En él había toda la sutileza de las estaciones, la conciencia del cambio.
Se detestó por hacerlo. Eran todas de William; no había más, nada de George, claro que éste no era de los que escribían cartas de amor, y cualquier otro hombre habría parecido torpe al lado de estas cartas.
Cogió el libro que no tenía título. Era un diario empezado años atrás en un cuaderno corriente, sin fechas ni encabezamientos aparte de los que Sybilla había escrito de su puño y letra. Charlotte lo abrió al azar y vio la anotación «Nochebuena, 1886». Hacía unos meses. Luego leyó con horror:
William lleva todo el día pintando. El cuadro es estupendo, pero yo desearía que no empleara en él tanto tiempo, dejándome a mí sola con la familia. La anciana sigue preguntándome cuándo pienso convertirme en una «mujer de verdad» y dar un heredero a la familia March. A veces la odio tanto que me gustaría matarla. Quizá lo lamentaría después, pero eso no sería peor que soportar esto. Y Eustace no deja de repetir que William es un frustrado: pinta la vida en vez de vivirla. Y me mira con esos ojos concupiscentes que parecen atravesarme la ropa. ¡Es tan viril! ¿Cómo pude estar tan loca para dejar que me hiciera el amor? Daría cualquier cosa por haberle rechazado; pero eso no tiene sentido, los dos estamos metidos en esto y yo no me atrevo a contárselo a nadie. Tassie se quedaría de piedra, no por su padre —a veces pienso que no le quiere nada— sino por William, al que sí quiere mucho. Más que muchas hermanas, creo yo.
¡Santo Dios! Soy tan desdichada que no sé qué hacer. Pero la cobardía no sirve de nada. Siempre he sabido conquistar a los hombres. Encontraré una solución.
Charlotte estaba temblando, y pese al calor que hacía el sudor se le estaba helando en el cuerpo. ¿Era eso, entonces, lo que había habido con George? ¿Nada de grandes pasiones, ni siquiera vanidad femenina, sino sólo un modo de protegerse de Eustace? Sintió náuseas al pensarlo.
Hojeó el librito un rato más hasta que llegó al final. Leyó la última entrada:
¡Es increíble! ¡Nada parece enturbiar su apetito ni darle miedo! Casi estoy por creer que todo fue una pesadilla. Tengo que mirar a Jack para cerciorarme de lo contrario.
Pobre Jack. La abuela Vespasia le mira con tanto desagrado; yo creo que a ella le caía realmente bien. ¡Y Charlotte! Está muy disgustada, y eso se le nota en la cara. Imagino que es por Emily. Ojalá tuviera yo una hermana que se preocupara tanto por mí. Nunca había experimentado la necesidad de alguien en quien confiar, de alguien que me defendiera. Pero ahora sí.
Quizá bastará con mis gritos. Ojalá. Eustace parecía realmente horrorizado, pero fue sólo un momento, antes de que pensara qué iba a decir cuando todos acudieran corriendo a mi habitación. Seguramente él no pensó que yo lo iba a hacer, hasta que abrí la boca.
Que Dios me ayude, porque si vuelve a venir gritaré como la otra noche; me da igual lo que piense la gente. Le dije que lo haría.
Ahora Eustace tiene un ojo amoratado y Jack un labio partido.
Jack debe haber ido a su habitación para pegarle. El bueno de Jack.
¿Y qué voy a hacer cuando él se vaya?
Dios mío, ayúdame.
Allí terminaba. Sybilla no había tenido otra mañana para poder escribir.
Pero ¿por qué no se lo había dicho a William?
Porque William ya no quería a su padre, y ella tenía miedo de que la ira podía impulsarle a provocar una tragedia. O tal vez porque en una pelea entre William y Eustace, ella temía que éste ganara. Era lógico que le odiara.
Oyó algo del otro lado de la puerta, no el andar ligero de una sirvienta sino pisadas fuertes. De hombre.
No había escapatoria; los pasos se detuvieron y alguien probó el tirador de la puerta. Aterrorizada, Charlotte deslizó el neceser bajo la cama y se metió allí debajo, chocando con algo duro, y tras recogerse las faldas tiró del cobertor hacia abajo en el momento en que se abría la puerta y, segundos después, se volvía a cerrar. Quienquiera que fuese, había alguien más en la habitación.
Charlotte estaba acurrucada contra el baúl y el neceser se le clavaba en la espalda, pero no se atrevía a moverse. Pensó en Sybilla, tendida ya cadáver sobre la cama; entre ellas había solamente los muelles y el colchón.
¿Quién podía ser? Estaba abriendo cajones, rebuscando. Oyó chirriar la puerta del armario, como le había pasado a ella, y luego un frufrú de tafetán, un crujir de seda.
¡Santo cielo! ¿Estaba buscando el libro que ella tenía en la mano? Los pies se movían hacia la cama. Habría dado cualquier cosa por saber quién era, pero no se atrevía a levantar el cobertor para mirar. Quienquiera que fuese debía de estar mirando hacia allí, seguro que la vería. ¿Y luego qué? La sacaría y la acusaría, como mínimo, de robar a una muerta…
El neceser se le estaba clavando, sus cantos le lastimaban la espalda. Los pies seguían sin moverse. Se oyó un ruido débil —un cambiar el peso de pierna, un crujir de ropa—, ¿qué podía ser?
La respuesta no se hizo esperar. Alguien retiró el cobertor y de repente Charlotte vio la cara rubicunda y los ojos redondos de Eustace.
Durante un largo y terrible segundo él quedó tan traspuesto como ella. Cuando habló, su voz sonó a parodia de sí misma.
—¡Señora Pitt! ¿Me quiere decir qué excusa tiene para estar ahí?
¿Sabía él lo que Sybilla había escrito en el diario? Charlotte lo apretó con tal fuerza que sus nudillos palidecieron. Trató de hablar pero la garganta estaba seca, y tenía tanto miedo que no podía moverse. Tampoco podía reptar hacia atrás, debido al baúl. Si él decidía agredirla y recuperar el maldito cuaderno —que era con seguridad lo que había venido a buscar— la única salida era permanecer quieta donde él no podía alcanzarla. El corpachón de Eustace difícilmente podría colarse allí debajo.
Qué ridiculez. No podía quedarse debajo de la cama hasta que viniera alguien en su ayuda.
—¡Señora Pitt!
La cara de Eustace se había endurecido, ahora su mirada era peligrosa. Sí, había visto el diario que ella conservaba como un preciado tesoro. Ella le miró como un conejo asustado.
—Señora Pitt, ¿cuánto tiempo piensa quedarse ahí metida? La invité a esta casa para que consolara a su hermana en su congoja, pero me hace pensar que está tan perturbada como ella. —Le tendió una mano grande y cuadrada; Charlotte reparó en lo pulcra que estaba, en la manicura perfecta—. Y deme eso —agregó con un ligero balbuceo—. Fingiré que no sé que lo ha cogido. Será lo mejor, aunque opino que debería volver cuanto antes a su casa. Es evidente que no es usted una invitada grata.
Charlotte no se movió. Si le entregaba el diario, él lo destruiría y no quedaría de ello más que su palabra, que, por otra parte, hasta ahora nadie había valorado por encima de la de Eustace.
—¡Vamos! ¡Deje de hacer tonterías! ¡Salga de ahí!
Ella subió una mano hacia el cuello y desabrochó los tres botones superiores de su vestido.
Él la miró con fascinado horror y, a su pesar, sus ojos fueron hacia los senos de ella, uno de los atractivos más destacados de Charlotte.
—¡Señora Pitt! —graznó.
Con cuidado, Charlotte deslizó el diario por la pechera del vestido y se lo abrochó otra vez. Se sentía incómoda, y sin duda ridícula, pero él tendría que rasgarle el corpiño para arrebatárselo, cosa que le sería muy difícil de justificar.
Sin dejar de mirar a Eustace, cuyos ojos parecían llenos de furor —tal vez tenía tanto miedo como ella—, Charlotte salió torpemente de debajo de la cama y se puso en pie, rígida y magullada, temblando de pies a cabeza.
—Ese libro no es suyo, señora Pitt —dijo él—. ¡Démelo enseguida!
—Suyo tampoco —replicó ella con todo el coraje que pudo reunir. Eustace era corpulento y fuerte, y se hallaba entre la cama y la puerta—. Se lo entregaré a la policía.
—De eso nada. —La agarró del brazo. Sus dedos se cerraron como una garra.
Charlotte casi se atragantó al hablar.
—¿Va a rasgarme el vestido para cogerlo, señor March? —Intentó ironizar, sin conseguirlo—. Le será difícil justificar esto, y además pienso gritar… ¡y no crea que podrá convencer a nadie de que he tenido una pesadilla!
—¿Y cómo va a explicar su presencia en el cuarto de Sybilla? —repuso él. Pero tenía miedo, y ella pudo notarlo en su gesto y en la presión de sus dedos.
—Lo mismo digo.
Eustace esbozó una sonrisa repugnante.
—Diré que oí un ruido y que al entrar la encontré hurgando en el joyero de Sybilla; la razón no podrá ser más evidente.
—¡Entonces yo diré lo mismo! Sólo que no era por el joyero, sino por el neceser que había debajo de la cama. Y diré que usted encontró el diario, ¡y todo el mundo lo leerá!
La presión menguó. El miedo le vencía y el sudor empezaba a perlarle el labio superior y las cejas.
—Suélteme, señor March, o me pongo a gritar. Seguro que hay alguna criada por aquí, y tía Vespasia está en su cuarto, al otro lado del rellano.
Eustace la soltó muy lentamente, y ella esperó a que estuviera a una distancia prudencial antes de dirigirse, temblorosa, hacia la puerta. Se sentía mareada de alivio. Era preciso encontrar a Thomas inmediatamente.