7

Emily despertó temprano. Era el día del funeral de George. Inmediatamente sintió frío, la luz blanca en el techo carecía de calor y color. Se sintió invadida de una desdicha con ribetes de cólera y de intolerable soledad. Esto iba a ser el final. No, claro que no era el final de nada. George estaba muerto, no había ya posibilidad de recuperar los momentos de calidez, salvo en la memoria. Pero un funeral, un entierro, ponía las cosas en su sitio, extraía de ellas la inmediatez y relegaba al hombre al pasado.

Se arrebujó al abrigo de las mantas pero no halló consuelo. Era demasiado temprano para levantarse, y además no le apetecía ver a nadie. Todos estarían muy ocupados en sus cosas, haciendo aspavientos, pensando en qué habían de ponerse, en cómo habrían de comportarse. Y por encima de todo la estarían observando con suspicacia. La mayoría pensaba que ella había matado a George, que se había colado en la habitación de la anciana March, que había robado el digital y envenenado el café.

Salvo una persona. Una persona sabría que Emily no lo había hecho… porque lo había hecho él, o ella. Y esa persona estaba esperando que acusaran a Emily, incluso que la juzgaran y… No interrumpió sus pensamientos, pese a que era una estupidez infligirse ese castigo. Siguió adelante, imaginándose el tribunal, a ella misma vestida de presidiaria, el pelo estirado hacia atrás, la cara blanca y ojerosa, el jurado que no osaba mirarla, algunas mujeres que mostraban piedad tal vez por haber sufrido o creído sufrir el mismo tipo de rechazo. Luego la sentencia, y el juez levantándose con semblante impertérrito.

Se detuvo ahí. Lo que venía a continuación era demasiado angustioso. Podía imaginarse el olor a cuerda y a oscuridad húmeda. No se trataba sólo de un pensamiento morboso; podía ser muy real, sin un despertar reparador en un lecho tibio.

Se destapó y alcanzó el cordel de la campanilla. Pasaron cinco largos minutos hasta que Digby llamó a la puerta y entró, con el pelo apresuradamente recogido y el delantal mal ceñido. Parecía nerviosa pero resuelta.

—Buenos días, señora. ¿Quiere una taza de té o le preparo antes un baño?

—Prepare el baño. —No hacía falta hablar de la ropa; sólo podía ser el de estambre negro con sombrero y velo negros que se había hecho traer. No un velo a la moda que aportara algo de misterio, sino la prenda típica de luto para ocultar la cara y disimular los estragos de la congoja.

Digby volvió pocos minutos después con las mangas subidas y una sonrisa indecisa en los labios.

—Hace buen día, señora. Al menos no tendrá que aguantar la lluvia.

A Emily le daba lo mismo, pero tal vez fuera una suerte. Estar junto a una sepultura con el agua goteando cuello abajo, mojándole los pies y acumulando peso y humedad en su falda sólo añadiría una dimensión física a la desolación que la consumía por dentro. Aunque quizá habría sido mejor; era más fácil pensar en unos pies helados que en George blanco y mortalmente rígido dentro del féretro, para no verle ya más. Él había formado parte importantísima de su vida, había ocupado sus pensamientos durante muchos años. Incluso cuando no estaban juntos, la certeza de que no tardaría en llegar le había dado una seguridad que nunca temió perder.

Las lágrimas brotaron de repente, sorprendiéndola; sorber y tragar no le sirvió para contenerlas. Se sentó otra vez y se tapó la cara con las manos.

Inesperadamente notó que Digby la rodeaba con sus brazos, y apoyó la cabeza en sus hombros. Digby no dijo nada, se limitó a mecerla suavemente, acariciándole el pelo como a una niña. Todo fue tan natural que Emily no sintió bochorno alguno, y cuando el dolor amainó y le sobrevino el alivio de la fatiga, se soltó y fue al baño sin necesidad de explicar o reafirmar que ella era la señora y Digby la sirvienta. No había preguntas ni respuestas. Digby sabía exactamente lo que era preciso, y su silencio fue comprensivo.

Emily desayunó a solas con Charlotte. No deseaba ver a nadie más, salvo quizá a tía Vespasia, pero ella no se presentó.

—No me lo ha dicho —comentó Charlotte mientras cogían tostadas, las untaban de mantequilla y se servían después sendas tazas de té—, pero creo que está ocupada preparándose para la defensa.

Emily no preguntó qué quería decir con eso; ambas sabían que las filas se cerraban contra la policía, contra la intrusión y el escándalo… y contra Emily también. Si ella era culpable la cosa podía terminar en cuestión de días. La familia podría guardar luto el tiempo que dictaba la decencia y luego reanudar su vida.

Charlotte sonrió tristemente.

—Creo que ni siquiera la señora March dará rienda suelta a su lengua estando presente tía Vespasia. Tengo la impresión de que no se aprecian mucho.

—Ojalá pudiera pensar que la señora March mató a George —dijo pensativa Emily—. He estado tratando de buscar algún motivo.

—¿Se te ha ocurrido algo?

—No.

—A mí tampoco. Pero seguro que hay muchas cosas que ignoramos. —Charlotte estaba tensa, daba la impresión de tener miedo—. Emily, esta noche me desperté pensando que te había oído andar por tu cuarto.

—Lo siento…

—Pero no eras tú. El ruido venía de la escalera, así que me levanté y me acerqué. Se trataba de Tassie. Estaba subiendo la escalera camino de su habitación. La vi con claridad. Tenía las mangas manchadas de sangre, y también la parte delantera de la falda y el dobladillo. ¡Y estaba sonriendo! Tenía una expresión extrañamente apacible. Le brillaban los ojos y los tenía muy abiertos, pero a mí no me vio. Me oculté en el pasadizo del vestidor y ella pasó tan cerca que podría haberla tocado. —Sintió un vahído al recordar el olor dulzón y nauseabundo.

Emily estaba azorada, aquello era increíble. Dio la única explicación que se le ocurría.

—Tuviste una pesadilla.

—No, Emily —insistió Charlotte—. Pasó de verdad. —Su rostro estaba crispado, pero no vaciló—. Pensé que estaba soñando por culpa de todo lo ocurrido, de modo que bajé al lavadero esta mañana y encontré el vestido en remojo dentro de uno de los calderones.

—¿Y estaba cubierto de sangre?

Charlotte meneó la cabeza.

—No; estaba limpio. Pero era lógico; no lo habría dejado manchado de sangre para que lo encontraran las criadas.

—Pero eso no tiene sentido —siguió protestando Emily—. ¿De quién era la sangre? No han asesinado a nadie de esa forma —tragó saliva—, al menos que sepamos.

Otro recuerdo espantoso removió la memoria de Charlotte: paquetes en un cementerio, pero impidió que llegara a tomar forma.

—¿Tú crees que puede estar loca? —dijo con malicia. Parecía la única explicación posible, y había que encontrar una por el bien de Emily.

—Supongo que sí —dijo ésta a regañadientes—. Pero George no lo sabía, bueno, a menos que acabara de descubrirlo. Ése sería un posible motivo para que la señora March lo matara.

—¿Tú crees? —Charlotte frunció los labios—. ¿George se lo habría contado a alguien?

—¡Claro! Si Tassie era peligrosa, como parece que es, y si la sangre es humana.

Charlotte calló, sintiéndose cada vez más desdichada.

Emily sabía por qué: a ella también le gustaba Tassie. Tenía algo que resultaba inmediatamente grato: sinceridad, humor y generosidad. Pero ella la había visto subir la escalera con las mangas y la falda manchadas de sangre fresca. Se estremeció. Ojalá no fuera Tassie.

—No tuvo por qué ser ella —dijo Charlotte quedamente—. Imagino que puede haber otra explicación. Un animal, o un accidente en la calle. No sabemos nada. Simplemente me parece inconcebible que Tassie sea… En fin, si la familia lo supiera la encerrarían en un manicomio.

—Quizá no sabían lo mal que estaba de la cabeza —apuntó Emily—. Puede que haya empeorado de repente.

—Pero aún está Jack Radley. No te olvides de él. O de Sybilla. Y William podría ser el culpable. Incluso Eustace. No sé cómo, pero podría ser que George hubiera descubierto algo relacionado con él. Ésta es su casa, a fin de cuentas. Quizá esté haciendo algo horrible, o guarda un secreto del pasado que no podía permitir que nadie supiera.

Emily alzó la vista.

—¿Como qué?

—No lo sé. Un hijo ilegítimo, o una aventura con una mujer poco apropiada…

Emily enarcó las cejas:

—¿Eustace? ¿Una aventura? ¡No me cabe en la cabeza! ¿Tú te imaginas a Eustace enamorado?

—No —reconoció Charlotte—. Pero estaba pensando más en lujuria que en amor. Hasta el más pomposo y farisaico de los hombres, como Eustace, puede llegar a sentir lujuria. Además, no tiene por qué ser algo reciente. Podría tratarse de algo sucedido hace años, incluso en vida de la madre de Tassie. Y hay otras posibilidades. La gente tiene obsesiones extrañas, sabes. Tal vez ella lo averiguó.

—¿Quieres decir algo repugnante de verdad? —preguntó Emily despacio—. ¿Un niño?, ¿otro hombre? ¿Crees que Olivia pudo descubrirlo y que él la mató?

—Bueno… —Charlotte suspiró—. En realidad no pensaba en nada parecido. Más bien en una criada o una campesina. He oído decir que a hombres muy respetables sólo les gustan las mujeres bastas y corpulentas.

—¡Ridiculeces! —farfulló Emily, cogiendo otra tostada y mordiendo sin entusiasmo.

—En absoluto, y nadie querría que se supiera.

—Es que no lo creería nadie. No hasta el extremo de que valiera la pena matar para silenciar a alguien.

—Es posible. Desde luego, si Eustace mató a Olivia sería porque merecía la pena.

—Pero si no mató a Olivia, y no creo que lo hiciera, George no se lo hubiera dicho a nadie. Él tampoco habría querido que se supiera. Después de todo, Eustace es de la familia. —Tragó la tostada con un nudo en la garganta—. Y en estas cosas George era muy convencional.

—Cierto —dijo Charlotte con más suavidad—. Pero quizá no se fio de que George no se lo contara a los amigos, en plan de broma. George era un poco atolondrado cuando hablaba. O puede que le presionara.

—¡George habría sido incapaz!

—Puede, pero quizá Eustace no estaba muy seguro. —Sacudió la cabeza—. Lo único que digo es que no lo sabemos. Podría ser un montón de cosas.

Emily se quedó quieta.

—Pues será mejor que le busquemos alguna pista al agente Stripe, y cuanto antes.

—Lo sé. —Charlotte se mordió el labio—. Eso intento.

El servicio iba a celebrarse en la iglesia local, que asimismo había sido el lugar de descanso final para la familia Ashworth desde que adquirieran su primera residencia urbana en aquella parroquia, hacía casi dos siglos.

Lógicamente, Emily había avisado a su propia familia. Ésa había sido la carta más difícil de escribir, y la única en que Charlotte no pudo ayudarla. ¿Cómo se le dice a un niño de cinco años que han asesinado a su padre? Él todavía no podía leer una carta; sería su niñera, la gruesa y maternal señora Stevenson, quien trataría de explicárselo, quien le ayudaría a comprender la muerte y hacer que captara su significado poco a poco en medio de una terrible confusión de emociones. Emily sabía también que la buena mujer trataría de consolarle, para que no se sintiera traicionado por un padre que le abandonaba demasiado pronto ni abrigara sentimiento alguno de culpabilidad ante ese hecho.

La carta de Emily sería para más adelante, cuando fuera un poco mayor, una carta para releer en momentos de mayor sosiego. Cuando llegara a joven ya se la sabría de memoria. Ahora el niño era lord Ashworth: tenía que sentarse erguido en la iglesia, comportarse adecuadamente, seguir el féretro de su padre hasta la tumba y llevar luto como era de rigor.

Edward vendría acompañado de la señora Stevenson y después regresaría con ella a casa. Charlotte y Emily volverían a Cardington Crescent, pues así lo requerían las peculiares circunstancias del asesinato. Viajaron con Eustace y la tía Vespasia en el coche de la familia, engalanado de negro para la ocasión y tirado por caballos también negros. El coche fúnebre, como es lógico, lo proporcionaba el enterrador y llevaba todos los aditamentos de costumbre.

En el segundo birlocho iban la señora March y su nieta Tassie. Charlotte y Emily la observaban, pero ésta portaba un velo que hacía invisible la expresión de su cara. Podría haber sido de pena y pavor como todos presumían, o podrían haber quedado restos de la extraña serenidad que Charlotte le había visto en la escalera… o el más absoluto olvido del episodio espeluznante que lo hubiera precedido. Era imposible averiguarlo.

Se discutió sobre si Jack Radley debía acudir o no al funeral; al final, con gran desgana, la señora March se hizo cargo de él, y William y Sybilla fueron en su propio vehículo.

Se apearon a la entrada del cementerio y recorrieron a pie el estrecho sendero de tierra y grava en dirección a la vieja iglesia con su torre de piedra. Las lápidas mostraban el verdín de los años, sus inscripciones se habían ido alisando y para distinguirlas había que forzar la vista. Cerca de los tejos y la hierba alta había unas lápidas blancas como dientes relucientes; aquí y allá un ramo de flores.

Charlotte avanzó junto a Emily tomándola del brazo. Notó que estaba temblando, y le parecía más delgada y menuda. En ningún momento olvidó que era la hermana mayor. La situación le recordaba extrañamente al funeral de Sarah —sólo quedaban ellas dos—, pero entonces Emily era mucho menos vulnerable. En aquella ocasión experimentó cierto optimismo latente, una seguridad en sí misma subyacente bajo la pena y el miedo en forma de sólida convicción.

Ahora era distinto. Emily había perdido no sólo a George, el primer hombre a quien había amado, sino también la confianza en su propio discernimiento. Incluso el valor tenía que ganárselo a pulso; partiéndose las uñas, aferrándose desesperadamente.

Charlotte apretó los dedos y Emily buscó su mano. El señor Beamish, el vicario, esperaba junto a la puerta con una sonrisa escueta. Tenía las mejillas coloradas y el blanco pelo atusado como si se hubiera pasado las manos apresuradamente. Al reconocer a Emily dio un paso al frente, estiró el brazo, pero luego dudó y lo dejó caer de nuevo. Murmuró algo ininteligible. A Charlotte le pareció un salmo mal cantado. La hermana soltera del vicario meneó la cabeza y sorbió un poco por la nariz. Luego se llevó delicadamente el pañuelo a la mejilla.

Estaban incómodos. Rumores y suposiciones habían llegado hasta ellos. No sabían si tratar a Emily como a una aristócrata a la cual tenían el deber social y religioso de hacer extensiva su piedad, o como una asesina, una escarlata, una criatura a la que rehuir, antes de que ellos mismos, buenos cristianos, fueran contaminados por su doble caída.

Charlotte les devolvió la mirada sin sonreír. En parte sentía cierta empatía por su apuro, pero en conjunto los desdeñaba; y se daba cuenta de que debía notársele en la cara. Así le pasaba siempre.

La señora Stevenson, sombría y gallarda, estaba ya en la iglesia con Edward de la mano. Él estaba muy pálido, y daba apuro ver lo mucho que se parecía a Emily. El chico soltó la mano de la Stevenson y fue hacia ella con torpeza, consciente de la situación; pero luego, al abrazar a su madre se relajó y sorbió por la nariz antes de recomponerse y caminar al lado de ella.

Mungo Haré estaba en la nave lateral junto al banco que la familia March tenía en primera fila. Era un hombre recio de cara franca. No bajó la cabeza y miró a Emily a los ojos.

—¿Se encuentra bien, lady Ashworth? —dijo en voz baja—. He dejado un vaso de agua en la repisa, por si lo necesita. El servicio no será largo.

—Gracias, señor Haré. Muy amable de su parte. —Se deslizó hacia el banco con Edward, seguidos de Charlotte, tía Vespasia y por último Eustace. Oyó a la señora March haciendo un ruido insoportable en el banco de atrás. Estaba molesta por no ocupar la primera fila y quería que todo el mundo lo supiera.

Tassie estaba al lado de ella, cabizbaja, las manos sobre el regazo. Resultaba increíble recordarla como la víspera: serena, manchada de sangre, de puntillas por el rellano. El coadjutor pasó por su lado y se dirigió a la anciana.

—Buenos días, señora March. Si puedo servirle en algo, u ofrecerle algún consuelo…

—Lo dudo, joven —dijo ella secamente—, como no sea procurar que mi nieta esté muy ocupada haciendo buenas obras para que no se escape y se case con quien no debe, ¡o la acaben asesinando por su dinero!

—Sería una estupidez —murmuró Tassie—. Tú no me dejarías nada si hiciera eso.

—¡Si alguien te asesina será por no refrenar tu lengua! —le espetó la anciana—. Haz el favor de recordar que estás en la iglesia; un poco más de seriedad.

—Buenos días, señorita March —dijo el religioso inclinando la cabeza.

—Buenos días, señor Haré —contestó Tassie con disimulada coquetería—. Gracias por sus desvelos. Supongo que la abuela le agradeció que fuera a visitarla.

—Yo hubiera preferido al señor Beamish —interrumpió la anciana—. Está mucho más cerca que usted de la muerte. Sabe comprender la aflicción, la pérdida de un ser querido, ver cómo alguien de tu sangre es objeto de pasiones impías, cae víctima de sus estragos y acaba pagando el precio.

El coadjutor disimuló su asombro con un estornudo.

—¿De veras? —dijo Vespasia desde la fila de delante sin volver la cabeza—. Si es así, entonces sabes muchas cosas de Beamish que yo ignoro.

Tassie estaba haciendo un curioso gorgoteo con el pañuelo en la boca, y el pastor se puso a hablar con William y Sybilla. Charlotte no se atrevió a volverse para mirar.

La ceremonia fue lánguida y cantada en el curioso sonsonete del luto formalizado. A ratos, empero, hubo algo de reconfortante, tal vez la mera expresión de sentimientos más lóbregos hasta entonces reprimidos. Aquí se reconocía algo que dentro de la casa de los March era innombrable, la muerte y la corrupción física eran llamadas por su nombre en vez de quedar detrás de la palabra hablada. Incluso las notas del órgano tenían una cualidad eterna, y parecían proceder de toda la iglesia para extinguirse de nuevo en su interior. La sillería y los tubos del órgano formaban una unidad acústica.

Emily estaba erguida y callada, su rostro oculto por el velo. Charlotte sólo podía especular sobre sus sentimientos. Entre las dos, Edward permanecía muy tieso pero pegado a su madre, y su mano estaba fuertemente cerrada.

Las últimas notas del órgano se perdieron en las altas arcadas de piedra, y todos se prepararon para lo peor. Seis hombres de negro, totalmente inexpresivos, levantaron el ataúd y echaron a andar hacia el sol del exterior. Los presentes desfilaron de dos en dos, encabezados por Emily y Edward.

La tumba era un hoyo pulcramente practicado en la tierra húmeda. Los Ashworth nunca habían sido partidarios de criptas o mausoleos familiares, prefiriendo gastarse el dinero en los vivos, pero lógicamente habría una lápida de mármol, que tal vez tendría dorados con el tiempo. Eso parecía ahora irrelevante, incluso vulgar.

Beamish, todavía sonrosado y con su blanca mata de pelo levantada por el viento, empezaba a recitar las palabras de siempre. Se contentaba con esto porque no le habían dado opción de inventar otra cosa, pero siguió evitando a Emily. Miró una vez a tía Vespasia e intentó sonreír, pero ella parecía tan frágil y alicaída que la sonrisa palideció en sus labios.

Charlotte miró en derredor. Una de aquellas personas había matado a George. ¿La pasión del momento habría dado paso al terror o el remordimiento? ¿Acaso el autor del crimen se sentía liberado de algún peligro? ¿O el asesino esperaba ávidamente algún tipo de recompensa?

El sospechoso más claro era Jack Radley. ¿Pudo haber imaginado que Emily llegaría a… casarse con él? Probablemente ésa era la única respuesta. Si era capaz de pensarlo, entonces el mero hecho de ser su amante no habría justificado el matar a George. Si Emily enviudaba, sin embargo, sería con seguridad una viuda rica, y a sus treinta años y con un hijo, una viuda muy vulnerable.

Charlotte se había puesto también un velo, en parte por decoro y en parte para tener la oportunidad de observar discretamente. Ahora miró a Jack Radley, que estaba al otro lado del hoyo. De pie con las manos unidas, se le veía muy sobrio y adecuadamente compungido. Pero su traje era de última moda, su corbata elegante, y Charlotte imaginó que veía la sombra de sus pestañas sobre la mejillas cuando él bajaba la vista. ¿Era tan monstruosamente vanidoso como para pensar que podía matar a George y ocupar su puesto? ¿Acaso la envidia había dado paso a la tentación y luego a un plan que la oportunidad había convertido a la postre en acto?

No vio nada en su cara; Jack podría haber sido un niño de coro. Pero si era culpable de un plan criminal eso significaba que carecía de conciencia, de modo que no podía esperarse que la culpa asomara a su rostro.

El semblante de Eustace traslucía una devota rectitud sin mostrar otra cosa que su conciencia del acto al que estaba asistiendo y su propio lugar en él. Si había algo más, no era culpa, y desde luego tampoco miedo. Si había cometido un asesinato era sin remordimiento alguno. ¿Qué podía haber justificado algo así en una mente como la suya?

Sólo quedaban los últimos y más claros sospechosos: William y Sybilla. Estaban el uno al lado del otro y sin embargo sólo podía decirse tal cosa en un sentido puramente literal. William miraba al frente, más allá de Eustace y de Beamish, a los perpetuos guardianes de la muerte, los tejos que orillaban el camposanto protegiendo la oscuridad con sus hojas como agujas y su densa y gruesa madera. Nada crecía a sus pies y su fruto era venenoso.

Esa idea podía haber estado pasando tras los ojos grises de William mientras escuchaba. Su boca mostraba dolor, y sus mejillas estaban fruncidas. Charlotte se sintió mal al mirarle, como si aquella piel blanca fuera más delgada que la de las otras personas y las heridas de la naturaleza llegaran más fácilmente a los nervios. Tal vez por eso necesitaba pintar las sombras y la luz del cielo. Ni toda la técnica del mundo sirve para plasmar lo que antes no ha sentido uno.

¿Habría robado aquella delicada mano creativa la droga mortal y envenenado con ella el café de George para matarlo? ¿Por qué? La respuesta era evidente: porque George había conquistado a Sybilla.

Charlotte miró automáticamente a la propia Sybilla. Era una mujer muy hermosa, y vestida de riguroso negro estaba mejor que cualquiera de las presentes. La blanca piel de su cuello era perfecta, casi luminosa como una perla. La parte superior del rostro quedaba oculta por un velo. Charlotte la observaba tratando de sacar alguna conclusión cuando reparó en las lágrimas sobre su mejilla, las tenues arrugas de dolor, la tensa garganta. Siguió observando. Tenía apretadas las manos enguantadas de negro, y al pañuelo se le había rasgado la puntilla. Mientras estaba mirando los dedos se abrieron un poco, cogieron los fragmentos rasgados de batista y los dejaron caer como pequeños copos de encaje roto. ¿Aflicción? ¿Culpabilidad? ¿Por haber seducido al marido de otra, o por haberle asesinado cuando él se cansó de ella?

Charlotte notó que una mano helada le apretaba el estómago. ¿Creería Sybilla que había impulsado a Emily a matar? ¿Hasta qué punto la había amado George? La presunta reconciliación de George y Emily se sustentaba en las palabras de ésta. ¿Qué había pasado aquella noche en su dormitorio al entrar George? ¿Recordaba Emily la verdad de los hechos o sólo lo que el orgullo y el miedo le decían que recordara? ¡No! Eso era una tontería… una debilidad… «¡Líbrate de esa idea! Niégate a tenerla». Pero ¿cómo rehúsa uno a pensar algo? Cuanto más se intenta rechazarlo, más fuerte es la presa y más consume tu mente.

¡Tía Vespasia!

Pero el corazón de la anciana estaba absorto en un amplio abanico de recuerdos, días de juventud, viejas confidencias y pequeños placeres compartidos, vanas esperanzas, sueños sin trabas, todo ello apretujado en una caja fría y dura, y tan próxima que podría haber alargado una mano y tocarla.

El féretro fue bajado al hoyo y Beamish esparció algo sobre la tapa, que había quedado un poco torcida en el fondo del agujero. ¿Qué importaba? A George le daba lo mismo. Su yo real había ido a un sitio cálido y luminoso, dejando atrás los miedos terrenales.

Emily se inclinó para coger unas piedrecillas y las lanzó al hoyo. Empezó a decir algo, pero la voz le falló.

Charlotte la tomó del brazo y se dispusieron a marcharse con Edward.

Regresaron a casa en silencio. Emily se había despedido de Edward dejándolo al cuidado de la señora Stevenson para que volviera a casa, a su cuarto seguro y familiar. Emily, mentalmente, ya estaba sola.

Ella no había matado a George. Alguien había entrado a hurtadillas en la despensa para envenenar el café. Pero ¿por qué? Era el acto final de una larga serie de incidentes y emociones. Tal vez habían contribuido muchas personas, cada cual con una palabra, un gesto; pero ¿era ella la que había puesto la mayor parte?

Sería bonito descubrir que George conocía algún secreto que justificara haberle matado; eso pondría fin a los oscuros pensamientos que la invadían. Había tres sospechosos claros: William, Sybilla y Jack Radley. Los tres con el mismo motivo: el antojo de George por Sybilla.

Emily tenía algo que ver. Si hubiera sido lo bastante afectuosa, interesante, generosa, discreta, alegre e ingeniosa, George no habría sentido por Sybilla más que una atracción pasajera. Nada importante, nada que hubiera herido a Emily o a William, ni que a Sybilla le hubiera desesperado perder.

¿Tanto había estado enamorada de George? Tía Vespasia había dicho que Sybilla tenía muchos admiradores y que William nunca se había mostrado celoso por ello. Sybilla era discreta, y lo que hubiera podido hacer era secreto suyo. E incluso George no había hecho nada que los demás no hubieran visto en público.

Ella había aceptado, fomentado incluso, su admiración. Pero ¿había llegado a llevárselo a la cama? La idea le dolió profundamente; era una traición a sus momentos más íntimos y preciados, pero tratar de eludirlo era una idiotez. Emily no sabía la respuesta, y no había ninguna razón para pensar que William la supiera.

No, lo más probable era que para Sybilla hubiese sido sólo un juego, un cumplido a su vanidad, y tal vez la presencia del peligro lo había hecho más divertido.

Si William se había sentido repentinamente celoso, la única cosa a defender era su propia vanidad. Durante todos estos años había sido tolerante. No iba a organizar ahora un espectáculo, convertirse en el hazmerreír de todos atacando a George. Podía haber compasión por el marido cornudo pero también había risa, una compasión marcada por la cicatriz de la crueldad, por el alivio de que eso le pasara a otro. Había chistes obscenos, calumnias contra la hombría… y ése era el insulto definitivo, lo insoportable que usurpaba la esencia de la vida pero negaba la paz de la muerte. La víctima todavía sentía en carne viva la conciencia de haberle perdido. Él jamás habría llamado la atención sobre sí mismo de ese modo, ya por un arrebato de mal genio ya por venganza.

No. Ella no creía que William hubiera matado a George. Eso sólo le habría acarreado lo que todo hombre encontraba intolerable.

¿Y Sybilla?

George era encantador, divertido, generoso, pero sólo si ella se hubiera vuelto completamente histérica se habría enamorado de un hombre casado al extremo de que una pelea pudiera conducirla al asesinato. Sybilla había tenido otras aventuras, que habrían concluido de una manera o de otra. Seguro que sabía cómo terminar algo así con elegancia, seguro que notaba los síntomas de una ruptura y era la primera en mostrarse fría. No tenía dieciocho años, y además le sobraba experiencia.

¿Acaso su aventura con George había sido diferente? ¿Por qué razón? A Emily no se le ocurría ninguna.

Quedaba Jack Radley, y la respuesta a eso era el desagradable pensamiento que había intentado eludir todo el día. Ella le había dado pie, y lo había pasado bien. A pesar de lo infeliz que se sentía, del dolor por la pérdida de George, le había gustado Jack, le había gustado coquetear con él, sintiendo que estaba en cierto modo justificado.

¡Justificado! Quizá sí, por lo que hacía a George. Lo que era bueno para el uno era bueno para el otro. Pero ¿y Jack? Para empezar, ella ni siquiera se había molestado en considerarlo una persona, sino sólo una oportunidad. Jack era atractivo, afectuoso y viril. Le constaba que no tenía un penique, pero a ella le había dado igual; eso no cambiaba las cosas.

¿Era así? Si se hubiera molestado en mirar detenidamente ¿habría visto a un hombre de unos treinta y cinco años, de buena cuna pero sin dinero ni perspectivas, aparte de lo que él pudiera conseguirse mediante el ingenio? ¿Habría visto quizá un hombre débil, acostumbrado ya a un estilo de vida muy elegante, envidioso de los pudientes y seducido de pronto por una mujer bonita; una mujer cuyo marido desdeñaba públicamente, vulnerable porque entendía las convenciones con la mente y no con el corazón?

¿Hasta qué punto le había animado ella? ¿Le había dado pie a pensar que se casaría con él si quedaba libre? Él tuvo que ver que por parte de ella había sido un ardid para recuperar a George. Menos aún: una secuela de que se mostrara encantadora en vez de hacer una escena que sólo la habría alejado más de George.

Quizá no. Quizá Jack Radley estaba más lejos aún que ella de familias como los Ashworth y los March; podía ser que las restricciones económicas y la ambición hubieran dado al traste con cualquier otro sentimiento.

Ella le había tomado por un hombre demasiado frívolo, apegado a sus placeres y demasiado consciente de sus propios intereses como para enamorarse. La atracción física era otro cantar, pero eso no había que tomarlo demasiado en serio, no dejar que pusiera en peligro las cosas duraderas, como el dinero y la posición social. Y eso era algo que comprendía hasta la clase media. Nadie lo echaba todo a rodar por un antojo. Desde luego, un hombre que había sobrevivido hasta los treinta y cinco gracias a su atractivo y su ingenio no era tan tonto como para rendirse al romanticismo o a la concupiscencia.

¿O sí? Al fin y al cabo, la gente se enamoraba. ¿Tan encantadora se había mostrado ella para que él lo arrojara todo por la borda… y en un arrebato de pasión asesinara a George?

No. Todo estaba calculado. Y él había escogido impetuosamente el momento porque de algún modo también había oído la riña entre George y Sybilla, sabiendo que se le escapaba la oportunidad. Un día más y habría perdido a Emily.

El coche pasaba ahora por una avenida de abedules y el viento que agitaba sus hojas sonaba como a frufrú de faldas, a bombasí negro sobre la vereda del cementerio, a repiqueteo de azabaches en torno a cuellos rechonchos. Emily se estremeció. Dentro hacía frío; el pañuelo de seda blanca que tenía en la mano le recordó a los lirios, y la muerte.

¿Era ella, en el fondo, la responsable? La culpabilidad moral seguiría viva al margen de lo que la policía pudiera descubrir. Y también el estigma social. Todos olvidarían el hecho de que ella sólo había sido obsequiosa, atenta. Se la recordaría como la mujer cuyo amante había asesinado al marido.

¿Y el dinero?

Había recibido ya una nota de su abogado, un pésame escueto, pero sabía que había una fortuna esperándola. Parte de la misma estaba a nombre de Edward, pero aun así a ella le quedaría una suma muy cuantiosa, suficiente para que Jack Radley siguiera llevando un excelente tren de vida. Y por supuesto, las casas serían para ella.

Pensarlo la asustó; un frío y pegajoso vahído atenazó su estómago. Si Jack había matado a George, ella debía compartir la responsabilidad. Si le descubrían, en el mejor de los casos ella quedaría marginada de la sociedad… en el peor la colgarían con él.

Y si no le descubrían, la sospecha flotaría siempre sobre su cabeza. Se pasaría el resto de la vida viendo murmurar a los demás. Y tal vez sería la única persona que sabría que ella era inocente… y él culpable.

¿Podía Jack permitirse dejarla vivir con el riesgo de que algún día pudiera demostrar que él era el asesino? Tendría que intentarlo, por su honor. Quizá ella también tendría un «accidente» o incluso se «suicidaría». El aire que entraba por la ventanilla del coche le puso carne de gallina.

El almuerzo, como toda colación de funeral, fue frío y formal. Emily aguantó con toda la dignidad que pudo, pero después se disculpó y en lugar de dirigirse a su alcoba, donde Charlotte o Vespasia podían encontrarla, pasó de largo. Quería pensar sin que la interrumpieran, sin que nadie la coaccionara con preguntas.

En el cuerpo principal de la casa existía el riesgo de tropezarse con alguien, lo que le forzaba a dar una excusa o a entablar conversación, sabiendo lo que pensaban de ella y teniendo que pasar por la pantomima de la urbanidad.

Una vez arriba, tomó el segundo y más estrecho tramo de escalera hasta lo que, una generación atrás, había sido el cuarto de los niños, a fin de que sus juegos y sus gritos no molestaran al resto de la casa. Dejó atrás los dormitorios —ahora cerrados—, el cuarto de la niñera, la habitación de los niños —donde sólo quedaban dos cunas cubiertas por sábanas y una cómoda blanca y rosa— y al fondo del pasillo llegó finalmente al cuarto principal.

Era como un mundo atrapado en ámbar desde hacía diez años, cuando Tassie, la última descendiente, lo había abandonado. Las cortinas estaban abiertas y el sol sacaba destellos dorados de las paredes, mostrando los techos descoloridos y la escarcha de polvo en la parte superior de las fotografías: niñas con delantal almidonado y un muchacho en traje de marinero. Debía de ser William, su cara entonces más blanda, los huesos aún por formar, la boca indecisa en una media sonrisa. En el virado sepia y sin el rojo de su pelo, se veía extrañamente distinto. Su cara de muchacho tenía algo que recordaba mucho a la foto que había visto de Olivia.

Las niñas eran diferentes, pero todas salvo una tenían la cara redonda de Eustace, las cejas curvadas, la mirada confiada. La excepción era Tassie, más flaca, más cándida, más como William, a excepción de la boca y el lazo en el pelo.

Junto a la ventana había un caballo de balancín, moteado, con la brida rota y la silla gastada. Una otomana rosa con blondas aparecía cubierta de muñecas, todas bien sentadas y obviamente atildadas por la mano indiferente de una sirvienta. Una caja de soldados de plomo descansaba junto a unos cubos de colores, una casa de muñecas con la fachada extraíble, dos cajitas de música y un calidoscopio.

Emily se sentó en la butaca grande y se fijó en su falda negra sobre el rosa. Odiaba el negro. A la luz del día se veía vieja y polvorienta, como si llevara puesto algo muerto. Las normas dictaban un luto de un año por lo menos.

Qué ridículo. George no lo habría querido así. Le gustaban los colores alegres y suaves, sobre todo el verde claro. Siempre le encantaba verla de verde claro, como un río a la sombra o las hojas tiernas de primavera.

¡Basta! Era un dolor innecesario seguir pensando en George, seguir dándole vueltas y más vueltas. Era demasiado pronto. Quizá dentro de un año sería capaz de recordar únicamente las cosas buenas. Para entonces se habría acostumbrado a estar sola y la herida habría empezado a cicatrizar, poco a poco.

La habitación era cálida y luminosa, y la butaca muy cómoda. Cerró los ojos y se apoyó en el respaldo, de cara al sol. El silencio era absoluto allí arriba, como si el resto de la casa no existiera. Las disputas y susurros de los otros, sus miedos y su malicia, quedaban lejos, muy lejos, en otra ciudad. Olía a polvo y juguete viejo, al algodón de los vestidos de muñeca, la madera del caballo, el pungente olor del plomo de los soldaditos y el estaño de las cajas. Todo resultaba vagamente placentero, quizá porque era diferente y porque le recordaba un poco esa época más segura y más sencilla de su propia vida.

Estaba casi dormida cuando oyó la voz, muy floja pero sobresaltándola.

—No nos aguantaba más, ¿verdad? No la culpo. Nadie sabe qué decir, pero siguen hablando igual. Y la anciana parece salida de una tragedia griega. He subido a ver si estaba porque temía que no se encontrara bien.

Emily abrió los ojos y levantó la vista, parpadeando al sol que entraba por la ventana. Jack Radley estaba allí de pie, un poco inclinado contra la jamba de la puerta. Ya no iba de negro sino de un bonito marrón claro. No se le ocurrió qué responder. Su mente se negaba a pensar.

Él avanzó y fue a sentarse a sus pies en un pequeño taburete. El sol formaba un halo en torno a su pelo y hacía que sus pestañas dieran sombra a sus mejillas. Emily se acordó del día en el invernadero, y el estómago se le removió. Aquel día George aún estaba vivo…

Al fin encontró una respuesta.

—No estoy de humor para charlar. No quiero verme forzada a ser cortés, mientras los demás tratan (muy torpemente, todo hay que decirlo) de no hablar del asesinato pero dejando bien claro que piensan que fui yo.

—Entonces evitaré el tema —respondió él sin inmutarse, mirándola con ese mismo candor afectuoso que ella le había visto la noche en que la había besado tan íntimamente. Eso le trajo el recuerdo de cómo sabían sus labios, el olor de su piel, y la suave y fuerte textura de su pelo. La sensación de culpa fue abrumadora.

—¡No sea ridículo! —le espetó con furia desmedida. Ya no tenía la destreza necesaria para hablar indefinidamente de trivialidades. En realidad, no quería hablar de nada con Jack Radley. No podía sacarse de la cabeza los pensamientos que temía pudiera albergar él respecto a ella, la idea de que ella se hubiera sentido tan atraída por él que con George muerto estuviera dispuesta a pensar en casarse otra vez, ¡no digamos con un hombre que tal vez le había asesinado!

—Lo siento —dijo él en voz baja—. Sé que es imposible no pensar. Supongo que no puede quitárselo de la cabeza ni durante media hora.

Ella le miró con desgana. Jack estaba sonriendo, y parecía tan inocente y agradable en mitad de aquel cuarto de niños que ella encontró extravagante pensar en muertos. Sin embargo, no podía eludirlo. ¡Era verdad! Alguien había asesinado a George. No lo había hecho ella; le resultaba difícil creer que fuera Sybilla —ella no tenía nada que ganar y sí mucho que perder— e imposible que lo hubiera hecho William. Ojalá pudiera pensar que había sido la señora March, pero no encontraba una razón de peso. Y luego estaba la imagen abominable de Tassie subiendo por la escalera en plena noche, serena y oliendo a sangre. ¿Podía haber matado a George en un ataque de locura? ¡Pero hasta la locura tenía sus razones!

E incluso forzando las cosas, ¿pudo ser Eustace, para ocultar la pena de Tassie? Tal vez ella hubiera hecho alguna cosa horrenda anteriormente. ¿Sería para ocultar eso? No tenía sentido. Si Eustace sabía que Tassie estaba loca no habría intentado casarla con nadie; la habría hecho encerrar, por el bien de todos.

Tenía que haber sido Jack Radley, sentado ahora a un paso de ella, con el sol brillando en su cabello y la camisa de un blanco deslumbrante. Podía oler el algodón lo mismo que olía el polvo y el calor del sol en la silla y en los soldaditos de plomo.

Evitó su mirada, temerosa de que él notara el miedo en sus ojos. Si él comprendía sus pensamientos, ¿cómo debía de sentirse? ¿Dolido, porque le importaba lo que ella pensara de él, porque era injusto y él esperaba otra cosa, o porque le estaban fallando sus planes? ¿Enfadado quizá hasta el punto de agredirla? O, peor aún, ¿temeroso de que ella le delatara y se convirtiera en un peligro para su seguridad?

Ahora no se atrevía a mirarle. ¿Y si él notaba todo eso en sus ojos? Si había matado a George, ahora tendría que matarla también a ella. ¡Pero le descubrirían!

No si simulaba un suicidio. Los March se alegrarían de aceptarlo, olvidarse del asunto y echar a la policía de casa, y Thomas tendría que marcharse y aceptar la evidencia. La familia no haría preguntas ni se complicaría la vida, ¡de eso nada! Lo aceptarían agradecidos.

Charlotte nunca lo creería, por supuesto. Pero ¿quién le iba a hacer caso? Ella no podría hacer nada. E incluso si podía, difícilmente conseguiría ayudar a Emily.

Estaba en el cuarto de los niños. El sol brillaba tanto que la deslumbraba. Se sentía un poco mareada, y la butaca le pareció de repente demasiado dura. Era como si se moviera. ¡Qué absurdo, ahora no podía desmayarse! Estaba a solas con él, fuera del alcance del oído de los otros. Si él la mataba aquí podían pasar días hasta que alguien la encontrara, ¡semanas, quizá! Hasta que una criada viniera de nuevo a quitar el polvo rutinariamente. Pensarían que se había escapado, que había admitido su culpa.

—Emily, ¿se encuentra bien? —Su voz sonó ansiosa. Ella notó que le tocaba el brazo.

Quiso zafarse con violencia. Un sudor de pánico le perló la piel. Si se apartaba, él sabría que tenía miedo, y sabría por qué. Ella no podría levantarse y echar a correr antes de que la alcanzara. Cabía la posibilidad de que pudiera ganar la puerta y correr por el pasillo hasta la empinada escalera. Sería tan fácil empujarla, caería de cabeza. Ya se imaginaba su cuerpo tendido en el suelo, oír la voz de él dando explicaciones. Todo tan simple, tan lamentable.

Sólo había una salida: fingir inocencia, convencerle de que no sospechaba nada, de que no le tenía miedo.

Tragó con fuerza y apretó los dientes. Se forzó a mirarle, sostuvo su mirada sin pestañear, habló sin morderse la lengua ni farfullar.

—Sí… gracias. Sólo estaba un poco mareada. Aquí dentro hace mucho calor.

—Abriré la ventana. —Se levantó y abrió el pesado marco corredizo.

¡Exacto! ¡Una caída ventana abajo! Estaban en un tercer piso, y ése sería el fin. ¿Quién la oiría si gritaba? Nadie. Por eso precisamente era el cuarto de los niños, para que sus gritos no incomodaran a nadie. Pero si permanecía sentada a él le costaría hacerla levantar, era un peso inerte. Era muy poco, pero no le quedaba más salida que avanzar un paso cada vez y calcular el siguiente.

—Sí, puede que eso me alivie —concedió.

Él la miró enmarcado por el sol. Se acercó a ella y se inclinó para cogerle la mano. Estaba caliente, y ella no pudo evitar un estremecimiento al notar su fuerza. Ahora no podía levantarse de la silla. La tenía prácticamente aprisionada.

—Emily… —La miró a la cara fijamente—. Emily, ¿les tiene miedo?

Ella estaba tan asustada que le dolía el cuerpo y el sudor le corría espalda abajo y entre los senos.

—¿Miedo? —Fingió no comprender.

—No finja conmigo. —Seguía sosteniéndole la mano—. Eustace y esa anciana temible están empeñados en que la acusen de asesinato. Pero lo hacen sólo para acallar el asunto y sacar a la policía de su casa. Pitt se lo habrá imaginado. Él es cuñado suyo, ¿verdad? Y opino que su hermana no permitirá que la acusen de nada sin hacer lo posible por despedazarlos, y que los trozos caigan donde sea.

¿Sabía él lo que ella estaba pensando? ¿Podía percibir su miedo? Seguro que sabía que era inmediato y físico, no motivado por algo tan remoto como las sospechas de los March. Había un paso evidente y obligado desde ahí hasta el conocimiento de que ella pensaba que él había matado a George.

—Resulta muy irritante —dijo tragando sin saliva, el rostro enrojecido—. Como es lógico, no es agradable que alguien, aunque sea la señora March, imagine cosas así de uno. Pero me consta que es porque teme por sí misma.

—¿Por sí misma? —Parecía sorprendido, pero ella no quiso mirarle.

—Creo que será mejor que no hable de ello —dijo Emily en voz baja—. Pero hay ciertas cosas… en la familia…

—¿Quién? ¿Tassie? —Ahora parecía incrédulo.

—La verdad, señor Radley, yo preferiría no seguir con esto. No creo que tenga nada que ver con ella, pero la señora March puede ponerse muy nerviosa. —Se movió por fin, rezando para que él se echara atrás y la dejara ponerse de pie. Le temblaron las piernas de alivio cuando él lo hizo.

—¿Usted cree que fue Tassie? —insistió.

Pero ella se negó a mirarle. Cautelosamente, medio asfixiada por los nervios, se dirigió hacia la puerta.

—No… probablemente porque no quiero pensarlo. No quiero pensarlo de nadie, pero es algo que no puedo evitar. —Había llegado al otro cuarto de los niños y él estaba detrás de ella—. William tenía una buena razón para hacerlo. —Era malvado decirlo, pero sólo pensaba en escapar, llegar a la escalera y bajar hasta el rellano del primer piso, donde habría alguien.

—Por supuesto. —Radley seguía detrás, muy cerca, listo para cogerla si parecía a punto de desmayarse—. Si es que le importaba. Yo no he visto que diera muestras de ello. Y desde luego George no era el primer hombre al que seducía Sybilla, sabe.

—Me lo imagino, ¡pero eso no significa que a William le diera lo mismo! —Emily avanzó deprisa, demasiado deprisa. La idea de que a unos metros estaría segura era demasiado dulce; el alivio anticipado le impedía respirar bien. Tenía que adelantarse para bajar la escalera, de forma que él no pudiera empujarla o hacerla tropezar. Quería correr, asegurarse la huida.

Entonces, con horror casi insoportable, notó que la mano de él se cerraba sobre su codo. Deseó zafarse, gritar. Pero allí no había nadie, ni siquiera abajo. Y si gritaba se habría delatado y estaría sola frente a él. Se quedó petrificada.

—Emily —dijo él—. ¡Tenga cuidado!

¿Era una amenaza? Ella le miró casi involuntariamente. Necesitaba saberlo.

—¡Cuidado con William! —dijo él con seriedad—. Si fue él y se da cuenta de que usted lo sabe, podría hacerle daño, aunque sólo fuera tratando de inculparla de alguna manera.

—Descuide. Mi intención es no hablar de ello, si es que me dejan.

Él rio sin deleite.

—Lo digo en serio, Emily.

—Gracias. —Casi se atragantó al decirlo. Estaban en lo alto de la escalera. No podía permanecer allí; él sabría que temía que la empujara, y el saberlo no haría sino propiciar ese acto. Él tenía que matarla, y no se le presentaría una ocasión mejor. Un simple traspié y ella caería escaleras abajo, se rompería la espalda o el cuello. Estaba ya en el segundo peldaño. Se obligó, temblando de miedo y las rodillas flojas, a seguir bajando. Cuarto escalón. Él estaba detrás; no podía ponerse al lado, era demasiado estrecho. Séptimo escalón, octavo; trató de no apresurarse. Cada segundo estaba más cerca. Y por fin llegó abajo. ¡Estaba a salvo! De momento.

Aspiró una bocanada de aire, se alejó con la torpeza propia del desahogo y cruzó a toda prisa el descansillo en dirección a la escalera principal.