XII

El potrero vació tranquilamente la última botella. También el vaquero bebióse el vino rojo hasta la última gota.

Brindaron.

—¡Por tu salud!

Y vaciaron el último vaso.

Después, el potrero descansó su cabeza en la mano, apoyada sobre el codo, y dijo:

—Este Hortobágy es una hermosa y grande llanura, ¿verdad, compañero?

—Sí, en efecto, es una gran llanura.

—No creo que la llanura adonde Moisés llevó a su pueblo por espacio de cuarenta años fuese mayor.

—Tú debes saberlo mejor, puesto que estás siempre sentado sobre la Biblia.

—Pero, por muy grande que sea esta llanura de Hortobágy, no lo es bastante para que tú y yo quepamos en ella.

—Lo mismo creo.

—Defendamos, pues, nuestro puesto.

Y los dos agarraron sus garrotes. Eran dos hermosos y jóvenes troncos de encina, cuyo extremo nudoso estaba cubierto de plomo.

Los dos saltaron sobre sus caballos.

Un verdadero caballero no se bate nunca a pie.

Cuando la muchacha volvió encontró a los dos a caballo. No dijeron ni una sola palabra; se volvieron las espaldas y galoparon, el uno hacia el norte, hacia el sur el otro, como si huyesen de la tormenta próxima.

Pero cuando se habrían alejado unos doscientos pasos miraron hacia atrás e hicieron dar la vuelta a sus caballos.

Después agarraron ambos sus garrotes por el extremo más delgado, clavaron las espuelas a sus cabalgaduras y corrieron el uno hacia el otro, en un galope salvaje, y haciendo vibrar sus garrotes. Aquél era el duelo de la puszta.

Y no es la cosa tan fácil como parece. Luchar con sables a caballo es ya un arte; pero aquél que lucha con un garrote tiene que calcular bien su golpe cuando galopa hacia el adversario. En este duelo ni se para el golpe ni se le evita. Cada cual da un golpe sólo, y aquél que hiere mejor, aquél gana.

Los dos caballos llegaban siempre más cerca el uno del otro. Ahora ya no están separados más que por la distancia de un brazo; sus jinetes alzan a un mismo tiempo sus pesados garrotes. Un grito salvaje. Clara permanece de pie, como si hubiese echado raíces en la tierra. Después los dos garrotes cruzan silbando el aire, caen sobre las cabezas, y los caballos continúan su carrera cubiertos de espuma.

Paco Lacza vacila sobre la silla; el garrote se le cae de la mano; el golpe le ha alcanzado en las sienes, y, sin moverse, se desliza de la silla y cae sobre la blanda hierba.

—Alejandro, Alejandro —exclama Clara temblando de miedo y de esperanza—. Alejandro, ¿estás herido?

El cuerpo arrogante de Alejandro Décsi está todavía sentado sobre la silla; pero una extraña vacilación se nota en él; las bridas caen flojas de sus manos. Al oír el grito fuerte de Clara se vuelve hacia donde viene la voz, y teniendo siempre el garrote en su diestra, cae sobre la hierba a algunos pasos de la puerta de la posada. El caballo se detiene, sintiendo vacilar a su amo sobre la silla; se aproxima a él, que está sin movimiento, y tira de sus ropas.

Clara cae temblorosa cerca del muerto. Su pálido rostro está blanco como el mármol; el muerto no está más blanco que ella. Sus labios se agitan convulsos.

—¡Alejandro! Por segunda vez soy tu asesina.

Y se cubre el rostro con las manos, desesperada, mientras a través de sus finos dedos comienzan a fluir ardientes lágrimas.

De repente se levanta. ¡Y el otro! Si viviese todavía… Si se le pudiera aún ayudar… Si por lo menos no pesase sobre ella un doble crimen. Con pasos vacilantes se aproxima al cadáver de Paco Lacza, el cual está acostado sobre el vientre. No puede ver su rostro, porque lo tiene vuelto contra el suelo; pero no se mueve, y sus musculosos miembros están rígidos. También él está muerto.

El sombrero se le había desprendido de la cabeza al caer; lo alza del suelo y siente algo blando, y cuando lo ojea cae la rosa amarilla que ella le había puesto en el sombrero unos días antes.

—Por esta rosa es por lo que habéis muerto.

Y colocando el sombrero cerca del muerto, acaricia la nuca del fiel animal, que baja la cabeza y relincha llamando a su amo.

Después vuelve junto al cadáver de Alejandro Décsi y le coloca la rosa amarilla sobre el pecho.

—¡Tú dijiste que no estarías tranquilo hasta no haber conquistado esta rosa amarilla, Alejandro! Ahora ya la tienes, ya es tuya, y nunca pertenecerá a otro.

Después cayó de rodillas, silenciosamente.

El caballo, que corría inquieto en torno a su amo, se detuvo y lanzó un relincho quejumbroso. La respuesta del otro caballo sin amo fue también quejumbrosa.

Mientras tanto, la tempestad había llegado. Negros nubarrones cubrían el cielo, y todo alrededor se tornó obscuro. Una llama fosforescente atravesó como un duende las masas negras de las nubes, y un trueno cruzó el aire, haciéndole temblar. Clara no se movió.

Pero los caballos se encabritaron y empezaron a dar vueltas en derredor de sus amos muertos, con saltos salvajes, después galoparon desbridados en la noche tempestuosa, por las praderas envueltas de obscuridad, para llevar el mensaje a la llanura de la muerte sin gloria de sus hijos, de aquellos valientes… que habían muerto por una «rosa amarilla».