A la mañana siguiente, el potrero fue a la yeguada y le dijo al jefe:
—Tengo que pedirle una cosa, querido padrino. Le ruego que me conceda un permiso de mediodía para esta tarde.
—Te doy el permiso, con una condición: la de que no has de entrar en la posada de Hortobágy.
—Doy mi palabra de que no pondré los pies en los umbrales de la posada.
—Si das tu palabra, sé que la cumplirás.
Pero el potrero no había añadido: «Salvo si me llevan allí».
La tarde era calurosa y asfixiante cuando Alejandro Décsi se puso en camino; el cielo era de un azulado tan acuoso que parecía agua de leche; la atmósfera estaba toda llena de vapores. Y el délibáb, la fata morgana milagrosa, era aquel día particularmente rica en cambiantes. Los pajarillos permanecían agachados entre las altas hierbas; ni uno solo de ellos se atrevía a lanzarse cantando por los aires. Enjambres de millones de tábanos, moscardones y mosquitos zumbaban en el aire agobiante. Por eso el caballo no podía ir de prisa, porque tenía que desembarazarse con los movimientos de la cabeza y de la cola de los insectos molestos y sanguinarios. Sin embargo, no equivocó el camino, aunque su amo apenas si sostenía las bridas, porque el hombre también siente cuando una tempestad se acerca.
De este modo llegaron finalmente hasta el puente de Hortobágy, aquella monumental obra de arte, de un arte húngaro primitivo.
—¡Ojo! —exclamó el potrero despertando de sus sueños—. No pongamos los pies sobre el puente, fiel amigo. Ya sabes que he jurado ante el firmamento estrellado que jamás pondré los pies sobre el puente de Hortobágy.
Pero no había jurado no cruzar nunca las aguas del Hortobágy.
Dirigió el caballo hacia el pequeño molino, donde se hallaba el vado, para atravesar el río sobre su caballo. Cierto es que el valiente animal hubo de nadar a un lado y otro; ¿pero aquello qué importaba? Sus anchos calzoncillos, provistos de flecos, hubieron de secarse pronto bajo el ardiente sol de la tarde.
Después el caballo trotó hacia la posada.
Estaba visiblemente contento, y relinchaba alegremente.
Desde el patio de la posada le respondió un relincho también alegre. Allí estaba su camarada, el caballo blanco del vaquero, atado a una acacia.
En realidad, el patio de la posada de Hortobágy no merece semejante denominación, pues la gran plaza, cubierta de hierba y margaritas que se extiende delante de la posada, el establo y la cuadra, no están rodeados por una valla; sin embargo, es una especie de patio, porque en el centro del césped se encuentra una larga mesa, junto a la cual se extienden por ambos lados bancos imperfectamente cepillados; allí es donde los huéspedes acostumbran a beber el vino y fumar sus pipas.
El potrero saltó del caballo y lo ató a una segunda acacia, no a la misma donde estaba atado el caballo blanco del vaquero.
A la sombra de la empalizada del jardín se encontraban aún otros dos cuadrúpedos con la cabeza baja, alargando de tiempo en tiempo el cuello para coger los delgados tallos que crecían al otro lado de la empalizada, y que no podían alcanzar. Mientras tanto, sus jinetes estaban cómodamente sentados bajo las acacias; a pesar del calor agobiante, su szür colgaba de sus hombros, porque en verano les sirve para hacer sombra. Bebían vino del más barato en verdes vasos, y mientras bebían cantaban una canción de pastores que nunca terminaba, con un aire aburrido y monótono. Los dos eran pastores, de aquellos a quienes el burro les sirve de caballo.
Alejandro Décsi se sentó al otro extremo del banco, puso su garrote a lo largo de la mesa y miró fijamente al horizonte, allí donde las nubes relumbrantes se hacían cada vez más espesas, uniendo el cielo con la tierra con una línea de color azul negro. Pero en un sitio se alzaba una columna brillante, de color amarillo de azufre: era la señal del viento.
Los dos pastores seguían siempre cantando:
Mientras bebe el pastor el suave vino rojo,
triste su burro pace no lejos de allí…
¡Burro querido, debes alegrarte,
pues pronto vamos a marchar de aquí!
Aquel monótono cántico se le hizo al potrero ya tan insoportable, que les gritó:
—Esteban, será mejor que no sigáis cantando esa pastorela de Belén, y que os montéis sobre los burros y salgáis arreando para el rebaño, porque si no es posible que hayáis de mojaros las pieles de cordero.
—¡Huy, qué cambiado está hoy Alejandro Décsi!
—Y aun te voy a cambiar a ti más la piel si quieres buscarme jarana —respondió con rabia el potrero, alzándose las mangas flotantes de la camisa hasta el codo.
Con el humor que tenía, era capaz de batirse con cualquiera que se pusiera en medio de su camino.
Los dos pastores comunicáronse algo en voz baja. Conocían muy bien las costumbres de la puszta, según las cuales, cuando un potrero está sentado a una mesa, el pastor no puede sentarse en ella sin su permiso, y que debe inmediatamente irse si el potrero lo manda.
Uno de los pastores golpeó la mesa con el vaso:
—Vamos a pagar, que la tormenta se va acercando.
Al oír aquel ruido, Clara salió de la taberna.
Hizo como si no hubiese visto a Alejandro; pero sacó la cuenta del gasto de los pastores, le entregó la vuelta del billete de banco y limpió la mesa con un trapo.
Después los pastores se montaron en sus burros, y únicamente cuando ya se creían seguros se atrevieron a seguir, testarudos, la canción empezada:
Sigo la pista de un lobo
al que persiguen mis perros…
Trota, trota borriquillo,
que he de llegar yo primero.
Cuando hubieron desaparecido, Clara se volvió hacia el mozo:
—Bueno, tesoro mío; ¿no me dices ni buenos días?
—Me llamo Alejandro Décsi —murmuró éste, fúnebre.
—Está bien, señor; perdóneme si le he ofendido. ¿No quiere usted entrar en la taberna?
—Gracias. Aquí fuera estoy bien.
—Pero en la taberna encontraría el señor buena compañía.
—Ya lo sé; ya veo el caballo; ya saldrá a verme.
—¿Qué desea usted, pues? ¿Vino? ¿Blanco o rojo?
—Ya no bebo vino. Cerveza. La cerveza embotellada no se la puede envenenar, porque se escapa apenas se descorcha.
La muchacha comprendió el reproche; pero se tragó la pena que le subía del pecho, y volvió en seguida con una botella, que colocó ante el mozo.
—¿Quién crees que soy yo? ¿Un sastre, que no me traes más que una botella?
—Bien, señor, bien. Sobre todo no se enfade usted. Al momento traeré otras.
Y volvió en seguida con seis botellas, todas las cuales las colocó delante de Alejandro.
—Está bien.
—¿Es preciso que las descorche?
—No, gracias. Ya lo haré yo mismo.
Entonces cogió la primera botella, golpeó el cuello contra el borde de la mesa, saltando roto en mil pedazos, y después echó la espumosa bebida en el vaso grande. De aquella manera la cerveza resulta más cara, porque hay que pagar también las botellas. Pero el que nace caballero, siempre lo sigue siendo.
Pero la muchacha le volvió la espalda, y con pasos afectados y moviendo coquetonamente las caderas, entró en la casa. Los pendientes dorados sonaban a cada paso que daba. Llevaba otra vez los cabellos sujetos por una fuerte trenza sobre la espalda; ya no estaban levantados y retenidos en un nudo mediante la peineta. «Te pago en la misma moneda que tú a mí», quería decirle al potrero con aquel nuevo peinado.
Y Alejandro continuó bebiendo enteramente solo, oyendo cómo salía de la casa la voz de Clara, su voz clara, que cantaba lo siguiente:
Si supieras a quien quiero
no sólo yo lloraría…
La copla se vio cortada por el ruido de una puerta que se cerraba.
Cuando volvió a salir, ya había sobre la mesa tres botellas con el cuello roto. Puso las botellas en su delantal y recogió del suelo los pedazos de vidrio.
Después de vaciadas las tres botellas había vuelto a aparecer el buen humor del mancebo, el cual, mientras Clara se inclinaba para recoger los pedazos rotos, le pasó el brazo alrededor de su delgado talle.
Clara no fingía estar enfadada, pero le dejaba hacer.
—Bueno: ¿se te puede tutear otra vez? —preguntó ella con cierto reproche.
—¡Como siempre! ¿Qué tienes que decirme?
—¿Me has pedido algo?
—¿Por qué tienes los ojos tan encendidos de haber llorado?
—Porque tengo una gran alegría. Tengo un pretendiente.
—¿Quién es?
—El viejo tabernero de Vérvölgy. Un viudo, y además muy rico.
—¿Te casarás con él?
—¿Cómo no, si me obligan a ello? Déjame.
—Mientes, mientes. Pones cara de pascua, y continúas sin decir palabra de verdad.
Dejó caer el brazo con que rodeaba el talle de la muchacha.
—¿No beberás ya más?
—Seguro que sí.
—Te vas a volver indolente si tomas tanta cerveza.
—Bien lo necesito. Quizá eso aplaque un poco el fuego interior. Al otro, al que está dentro, dale vino fuerte, para que se ponga fogoso y vengamos a estar iguales.
Naturalmente, Clara no le había dicho a «el otro» que «el uno» estaba fuera.
Pero el potrero sabía muy bien qué era lo que tenía que hacer.
Comenzó a cantar una canción satírica, con la que tenía costumbre de burlarse de los vaqueros.
Su voz era fuerte y clara, y se le oía en todo el Hortobágy.
Yo soy el mozo vaquero
que mejor cuida las vacas,
bien tendido a la bartola
mientras los demás trabajan.
En efecto, apenas hubo terminado la copla, cuando el vaquero estaba ya en la puerta como si le hubiesen llamado. Tenía en una mano una botella de vino rojo tapada con un vaso y en la otra el garrote. Colocó la botella fuertemente sobre la mesa, puso su garrote junto al de Alejandro y se sentó frente a él.
Ni se dieron la mano, ni se saludaron; únicamente se hicieron una seña con la cabeza, como dos personas que se comprenden sin necesidad de cruzar la palabra.
—Compañero, ¿ya has regresado de tu largo viaje?
—Seguiré mi camino cuando me dé la gana.
—¿Te volverás a Moravia?
—Si no dispongo otra cosa.
Los dos callaron y vaciaron sus respectivos vasos.
Entonces el potrero siguió preguntando:
—¿Acaso piensas llevarte contigo una mujer?
—No sabría cuál.
—Por ejemplo, tu madre.
—En cuanto a ésa, no cambiaría su condición de vecina de Debrecen por toda la Moravia.
De nuevo volvieron a beber, silenciosos.
—¿Te has despedido ya de tu madre?
—Sí.
—¿No le debes nada a nadie?
—¿Sabes que me estás haciendo unas preguntas graciosas? No, a nadie, ni siquiera al cura. ¿Pero a ti qué te importa?
El potrero sacudió disgustado la cabeza, rompió aún el cuello de otra botella y quiso llenar de cerveza el vaso del otro.
Pero el vaquero puso la mano sobre su vaso.
—¿No quieres beber de mi cerveza?
—Soy de la opinión de los que dicen que la cerveza no sabe bien después del vino.
Entonces el potrero vació toda la botella de un solo trago, y después se puso a filosofar, lo cual era cosa de la cerveza.
—Mira, compañero, no hay nada más abyecto en el mundo que el mentir. Yo no he mentido en toda mi vida más que una sola vez, y aun entonces no ha sido por mí. Sin embargo, todavía hoy me sigue pesando aquella mentira sobre el corazón. La mentira puede tolerarse en un pastor; pero de ningún modo en un hombre que va a caballo; porque desde sus abuelos han mentido siempre los pastores. El patriarca Jacob engañó a su suegro con los corderos mezclados; después engañó a su padre con los guantes de Esaú, para recibir su bendición. Hasta el patriarca Jacob hubo de mentir. No es, pues, de extrañar que toda su descendencia, que todos los que guardan corderos mientan; pero a un vaquero la mentira no le está bien.
El vaquero rompió a reír.
—¡Ah, compañero! ¡Qué buen predicador hubieras sido! Predicas tan bien como el cura de Balmazujváros.
—¡Hum! Compañero, no sería malo para ti el que yo fuese un buen predicador; pero no puede resultarte mal si soy también un buen abogado. ¿Dices que no le debes ni un crédito a nadie en el mundo?
—¡A nadie!
—¿Sin mentir?
—No necesito mentir.
—Entonces, ¿qué es esto? ¡Míralo bien! Este papel largo. ¿No lo conoces?
Y sacó de su bolsillo la letra de cambio y la puso ante las narices del vaquero.
Éste enrojeció de vergüenza y de cólera.
—¿Cómo ha venido eso a parar a tus manos? —exclamó aquél, saltando en su asiento.
—De una manera honrada. Sigue sentado tranquilamente. No es que te pregunte, es que te predico. El buen señor, en cuya casa has dejado tú esta letra de cambio en vez del dinero, estuvo el otro día en nuestra casa a comprar unos caballos, pagando con otra letra. Entonces le pregunté qué era aquello, y me lo explicó, diciéndome al mismo tiempo que tú hacía mucho tiempo que sabías lo que era una letra de cambio. Después me enseñó la que tú dejaste en casa de su mujer, quejándose de que estaba redactada de una manera imperfecta, porque no habían escrito sobre ella dónde debía ser pagada. Se había puesto únicamente: «Pagadera en Hortobágy». Pero la puszta es demasiado grande. Por eso es por lo que yo ahora te presento la letra de cambio para que corrijas en ella el error, para que no pueda decir el chalán que un mozo de la llanura, que va a caballo, le ha engañado. Escribe, pues:
«Pagadera en la posada de Hortobágy».
Y aquellas palabras sonaban tan suavemente que engañaron completamente al otro. Creía que en todo aquello se trataba sólo de la buena reputación de los potreros y de los vaqueros.
—Bien. Si tienes con qué, yo corregiré el error para darte gusto.
Ambos golpearon sobre la mesa.
Clara vino hacia ellos. Hasta entonces había estado oculta observando la actitud de los dos rivales, y fue grande su sorpresa cuando vio que en lugar de una violenta disputa estaban en trance de hablar con toda tranquilidad.
—Tráiganos, querida, un tintero y una pluma de ave.
Trajo ella el tintero del despacho del comisario de la llanura.
Después se quedó de pie cerca de ellos, para ver lo que hacían.
El potrero señaló con el dedo el sitio, y dictó al otro lo que debía escribir:
—«Pagadera en la posada de Hortobágy». ¿Has terminado? «En el patio de la taberna». Hay que añadir eso.
—¿Por qué precisamente en el patio?
—Porque en otra parte no es posible.
Mientras tanto, la tempestad se aproximaba más aún. Se levantó un fuerte remolino de viento, como precursor de la tempestad; luego surgieron grandes nubes de polvo, y más tarde el cielo y la tierra se ensombrecieron; las gallinas de agua revoloteaban por el aire, lanzando gritos, mientras golondrinas y gorriones buscaban de prisa un refugio en sus nidos. Y un tumulto sordo y arrollador de tormenta murmuraba a lo largo de la llanura.
—¿No entran? —preguntó la muchacha.
—Es imposible, tenemos todavía que hacer algo aquí fuera —respondió el potrero.
Cuando el vaquero acabó de escribir, el potrero quitó la letra de cambio de la mano y escribió al dorso su propio nombre.
—¿Para qué sirve el que tú hayas puesto ahí tu nombre? —preguntó el vaquero.
—Sirve para que cuando llegue el día del pago no seas tú quien pague los diez florines, sino yo.
—¿Y por qué pagarás tú los diez florines en lugar mío?
—¡Porque es una deuda mía! —dijo el potrero, levantándose y poniéndose el sombrero. Sus ojos despedían llamas de cólera.
Al oír aquellas palabras, el vaquero palideció. Ahora ya sabía lo que le esperaba.
La muchacha no había comprendido nada de la escritura ni tampoco de la conversación.
Toda asombrada, sacudía la cabeza, lo que hacía que sonasen sus pendientes. ¡De aquellos pendientes se trataba, «rosa amarilla», de aquellos pendientes y de ti!
El potrero dobló lentamente el papel, y, dándoselo a la muchacha, le dijo delicadamente.
—Querida Clara: le ruego a usted que guarde esta letra de cambio en su baúl, y cuando el señor Pelícano, el chalán, regrese de la feria de Onód y entre aquí para almorzar, déle ese papel. Y dígale que se lo enviamos los dos, los antiguos compañeros Paco Lacza y Alejandro Décsi. Los dos le saludamos. Uno de nosotros será el que pagará la letra de cambio… Cuál, ya se sabrá luego.
La muchacha se encogió de hombros. ¡Qué diablos de muchachos! Ni siquiera por ella reñían. Eran capaces de escribir sus nombres sobre el mismo papel.
Y tomando el tintero y la pluma los llevó al cuarto del comisario de la llanura, que estaba al otro extremo del corredor de las columnas.
Los dos muchachos quedaron solos.