X

Era un magnífico atardecer de primavera; los encendidos resplandores del crepúsculo apenas si querían desaparecer del cielo, y cuando llegó la noche se envolvió, a pesar suyo, con los crespones de la niebla, que se extendía a lo largo del horizonte.

La hoz del novilunio se alzó sobre las colinas de Zám, y por encima de ellas brillaba a lo lejos la estrella de los enamorados, el lucero de la noche, que sale pronto y se pone pronto también.

El potrero, después de haber buscado durante largo rato, acabó por escoger para cuartel nocturno un lugar bastante alejado de la yeguada; le quitó la silla a su caballo, la manta y las bridas, las colgó de su garrote, clavado en tierra, puso luego la silla sobre la manta, a manera de cabezal, empleando su szür para taparse.

Pero antes partió en trozos pequeños el pan que le quedaba de la cena y se lo dio a comer a su caballo.

—Bueno, chiquitín; ahora ya puedes ir tú también a pasear. Como estás siempre con la silla puesta, no puedes hacerlo durante todo el día, como los demás caballos. Y aun quisieran los señores que, después de haber estado montado sobre ti durante todo el día, te enganchase a la noria para sacar agua del pozo. Ya pueden esperar sentados; se figurarán ésos que el caballo es un perro como el hombre.

Después le limpió cuidadosamente los ojos a su favorito con la manga de su camisa.

—Bueno; ahora vete y busca buena hierba gorda; pero no te vayas muy lejos, y cuando la luna y esa estrella que brillan ahora dejen de brillar vuelves aquí. Ya ves, ni siquiera te ato al ramal de la cabezada, como hacen los vaqueros, ni te pongo cadenas en las patas, como los campesinos. Basta con que te diga: «¡Hola, caballito!», y entonces vuelves corriendo. El caballo le comprendió. Apenas se vio en libertad de la silla y de las bridas, se encabritó, alzándose de manos; después se revolcó alegremente por el suelo, echando al aire las cuatro patas; pero con la misma rapidez saltó sobre ellas, se sacudió, lanzó un relincho alegre y se lanzó al galope por la llanura cubierta de hierba, sacudiendo con su larga cola poblada los importunos mosquitos.

El potrero se tendió cómodamente sobre la mullida alfombra de hierba.

¡Qué sitio tan maravilloso! Tenía como cabezal toda la llanura infinita, y como pabellón, el estrellado firmamento.

Era ya tarde, mas la tierra, semejante a un niño testarudo, no quería dormirse. Por otra parte, no podría llegar a hacerlo, porque sobre la llanura corre el estrépito de un resonar variado y leve. Déjanse oír sonidos profundamente misteriosos. Verdad es que el sonido de las campanas del lugar no llega hasta la llanura, y que también el ladrar de los perros que guardan los apartados rebaños se extingue y muere en la lejanía. Pero en los cercanos cañaverales el alcaraván chilla como un alma en pena, el ruiseñor de los aguazales y el gorrión de los cañaverales cantan, y millares de ranas forman un coro con su croar discordante; óyese con todo esto el monótono chapalear de la rueda del molino. Muy alto, en el aire, retumba melancólicamente una queja, un adiós levemente tembloroso; bandadas de grullas y de patos silvestres vuelan por encima de la puszta, tan altos que apenas si la vista humana puede distinguirlos. Aquí y allá, enjambres de mosquitos, en gran número, dan vueltas por el aire durante minutos; el zumbido de estos millones de mosquitos suena como una música de espectros. Y a toda esta mezcla de sonidos júntase, a veces, un largo relincho.

¡Pobre potrero, qué bien has dormido siempre! Apenas ponías la cabeza sobre la silla, ya estabas dormido. Pero ahora miras fijamente el cielo, azul obscuro, e interrogas a las estrellas, cuyos nombres te ha hecho conocer tu anciano padrino. Allá, en lo más alto, en medio del cielo, está «el gran balsero», que jamás se mueve de su sitio; aquella otra estrella doble son «los gemelos del pastor», y aquella otra que luce siempre con color distinto es «el ojo de la huérfana»; aquella brillante estrella es «el segador»; pero todavía luce más claramente «la luz del vagabundo». Aquel otro grupo está formado por «el lucero de los tres Reyes Magos»; más allá brilla un grupo de siete estrellas, «el carro de Göncöl», y aquella otra estrella que ahora va a salir debajo de la profunda niebla es «la ventanita del cielo».

Mas ¿para qué le sirve mirar a las estrellas, si no puede hablarles? Un gran peso tiene sobre su corazón, y su alma sangra por una profunda y dolorosa herida. Quizá si su gran dolor pudiera derramarse, si pudiese contar a alguien su profunda pena, le sería mucho más fácil soportarla. Pero la llanura está tan solitaria como es de ancha y extensa.

Al fin ha palidecido también la estrella clara y se ha puesto la luna; el caballo ha terminado de mordisquear la hierba y vuelve hacia donde está su amo. Se aproxima a él levemente, cual si temiera despertarle, y alarga su cuello y humilla la cabeza para averiguar si duerme.

—Acércate, mi fiel caballo, que no duermo todavía. Entonces el caballo comienza alegremente a relinchar, y acaba por tenderse junto a él sobre la hierba.

Pero el potrero se alza a medias y pone su cabeza sobre la palma de la mano, apoyando el codo en el suelo.

Ya tenía alguien con quién hablar: un animal que tiene un alma.

—¡Ves tú, fiel amigo; ves tú! Así es como son las mujeres; por fuera de oro, y por dentro de plata. Hasta cuando dicen la verdad, la mitad de lo que dicen es mentira, y cuando mienten, la mitad es verdad… Nadie puede llegar a conocerlas… Ya sabes cómo yo he querido a esa muchacha… ¡Pobre animalito mío, cuántas veces te he clavado las espuelas en los ijares, hasta hacerte brotar sangre, para que me llevases más de prisa a su casa!… ¡Cuántas veces te he dejado a la puerta de su casa, sobre el barro y bajo la nieve, lo mismo si hacía un frío terrible que si quemaba el sol, pobre y fiel amigo! Ya no pensaba en ti; sólo en ella, a la que amaba locamente.

El caballo, silenciosamente, se ríe por dentro. Ya estaba enterado de todo. Sí, así fue, es verdad.

—También sabes lo mucho que me ha querido… Te ponía detrás de las orejas sus flores más lindas, te trenzaba en las crines cintas de diversos colores y te daba a comer sobre la palma de su mano ricos pasteles… ¡Cuántas veces me ha arrancado de la silla con un tierno abrazo, y cuántas veces también te echó sus brazos al cuello, para retenerme por más tiempo en su casa!

Ante aquella palabras, el caballo murmuró en voz baja: «Así fue, es verdad».

—Hasta el día en que ese maldito canalla se deslizó en su corazón, y me robó la mitad. ¡Si por lo menos lo hubiese cogido entero y se lo hubiera guardado para él solo! ¡Si se hubiera ido lejos con ella! Pero ¿por qué la ha dejado aquí, mitad para una celestial dicha y otra mitad para un infernal sufrimiento?

El caballo puso su acariciadora cabeza sobre las rodillas de su amo, como si quisiera consolarle.

Y el potrero murmuró ante él, como si estuviese soñando:

Dios justiciero castigue

a quien de él se olvidó,

y le haga sentir su ira

si a otro su novia quitó.

—Porque si soy yo quien ha de castigarle, sé muy bien que su madre tendrá que llorar por él.

El caballo golpeó furiosamente el suelo con su cola, cual si la cólera de su amo se hubiera traspasado al inteligente animal.

—Pero ¿cómo podré yo castigarlo, si ya ha cruzado los ríos y las montañas? Porque tú, caballito mío, no eres uno de esos caballos de los cuentos de hadas, para que pudieses llevarme por encima de los montes. Tú permaneces a mi lado con mi gran dolor.

Naturalmente, el inteligente caballo no podía remediar aquello. Demostró su resignación tendiéndose por tierra y apoyando hasta su cabeza en el suelo.

Pero el potrero no quería dejarlo dormir, porque todavía tenía muchas cosas que comunicarle.

Hizo chascar su lengua, poco más o menos como el ruido de un beso, y aquel ruido despertó al animal.

—No te duermas aún…; tampoco yo duermo. ¡Llegará un día en que tú y yo dormiremos un largo sueño!… ¡Hasta ese día estaremos juntos!… Tu amo no se separará nunca de ti. No, nunca, aunque me ofrecieran un pedazo de oro tan grande como tú… Mi único camarada fiel… ¿Crees que no sé cómo ayudaste al veterinario a levantarme cuando estaba tendido sobre la puszta como una carroña, y cuando ya las águilas hambrientas gritaban por encima de mi cuerpo?… Cogiste con los dientes mis ropas y me levantaste. ¿No es cierto? ¿Te acuerdas? Mi bravo animal… No tengas miedo, ya no cruzaremos nunca el puente de Hortobágy, ni entraremos más en la posada. Juro aquí, delante del cielo estrellado, que no volveré a cruzar nunca, no, jamás, el umbral de la casa donde vive esa pérfida muchacha… Y que no brillen nunca para mí esas estrellas si me olvido de semejante juramento.

Ante tan solemne juramento, el caballo se alzó sobre sus manos y permaneció sentado sobre las patas de atrás, en la misma postura que suelen adoptar los perros.

—No temas nada —continuó diciendo el potrero— no moriremos en esta comarca. No vagabundearemos eternamente por estas praderas. Cuando todavía era yo un chico, vi flotar al viento la hermosa bandera tricolor y cabalgar tras ella a los elegantes húsares… Hube de envidiarlos… Después he visto morir a hermosos soldados por culpa de las heridas que tenían abiertas, y arrastrando por el barro a la bandera tricolor… Estate tranquilo, que siempre no será así… Vendrá un día, cuando vayamos a buscar al granero la vieja bandera, que nosotros, los arrojados y valientes húsares, cabalgaremos detrás de la bandera y romperemos la cabeza a los malditos cosacos. Entonces tú vendrás conmigo, ¿no es verdad, mi valiente caballo?, y seguirás el redoble del tambor para entrar en batalla. Como si oyese sonar el clarín de guerra, el caballo fogoso dio un salto, se puso en pie, pateó la hierba con sus nerviosas patas, sacudió sus largas crines, alzó la cabeza y relinchó claramente en la noche. Y, semejante a los centinelas que se envían sus alertas, todos los caballos de la vasta llanura respondieron al saludo.

—Allí pondremos fin a nuestro asunto. Allí encontrará su remedio nuestra pena, pero no con lágrimas. No moriré por la copa envenenada de una novia infiel, ni por sus envenenados besos, sino por la espada del enemigo. Y si caigo muerto sobre el campo de batalla, ensangrentado, tú permanecerás junto a mí y me guardarás, hasta que mis compañeros vayan en mi busca para meterme en una tumba de honor.

Y como si quisiera poner a prueba la fidelidad de su caballo, el potrero fingió como si ya estuviese muerto, estirándose sobre el suelo y poniendo rígidos sus brazos. El caballo le miró un rato, y después, viendo que su amo no se movía, se acercó a él, enderezó las orejas y comenzó a empujar sus espaldas; como el potrero no dio señales de vida, comenzó a correr dando vueltas en torno de su amo extendido. Y como tampoco se despertase ante el ruido de su patalear agitado, el caballo se puso delante de él, y con los dientes comenzó a tirar de la hebilla del szür sujeta sobre el cuello del mozo, hasta que su amo dio fin a la broma y echó sus brazos al cuello del inteligente animal.

—Tú eres mi único amigo fiel.

Y el caballo, formalmente, se echó a reír con alegría; descubrió sus encías, como señal de su contento, se puso a bailar y a dar saltos como un pollinito, satisfecho de que todo aquello no hubiera sido más que una broma. Al fin se tiró al suelo, y acabó igualmente por tenderse. Quería pagar a su amo con la misma moneda, fingiendo también que había muerto.

En vano le hablaba el mozo, en vano le chasqueaba con la lengua; el animal no se movía.

Entonces el potrero puso su cabeza sobre el cuello del animal, que estaba suave y caliente como una almohada. El caballo levantó la cabeza; pero cuando vio que su amo dormía, ya no se movió hasta que llegó la mañana.

Aun cuando ya el día comenzó a apuntar, hubiera continuado quieto si no hubiese oído un ruido.

Entonces despertó a su amo con un fuerte relincho.

Éste se levantó rápido, y tras él el caballo.

Comenzaba ya a clarear; en el horizonte se alzaba el sol como oro brillante.

En la brumosa lejanía, la sombra de un caballo se hacía visible. Pero nadie cabalgaba sobre él. La presencia de aquel caballo era lo que el inteligente animal acababa de olfatear.

Era un caballo extraviado. Debía haber huido de algún pasto de vacas. En primavera suele apoderarse de estos caballos solitarios un extraño sentimiento; la vida solitaria entre los animales vacunos se les hace insoportable, y, si logran alcanzar la libertad, galopan venteando la yeguada más próxima. Allí riñen en seguida con los garañones, celosos de sus yeguas, y, como los garañones no están herrados, generalmente suelen ser vencidos por el animal intruso.

Por eso el potrero debe arrojar su lazo a semejantes caballos.

Alejandro echó en seguida la silla sobre su caballo, cogió el lazo y galopó en dirección al caballo sin amo.

Pero no tenía necesidad de lazo para cogerlo. Cuando llegó muy cerca de él, el mismo caballo corrió hacia el potrero, y lanzó un alegre relincho, que el caballo de Alejandro hubo de devolver. Eran antiguos amigos.

—¿Qué milagro es éste? —murmuró el potrero—. Se parece al garañón de Paco Lacza como dos gotas de agua. Y, sin embargo, ahora debe hallarse ya en Moravia.

Pero su asombro fue todavía mucho mayor cuando los dos caballos se mordieron en los riñones para saludarse.

—En realidad es el garañón de Paco Lacza. No cabe duda. Ahí está su marca sobre la frente: «F. L.». Y para mayor prueba, veo también en la frente la cicatriz de la herida que el casco de un caballo le hizo cuando era todavía potro.

El caballo arrastraba todavía el ramal con la clavija que había arrancado del suelo.

—¡Eh. caballo! ¿Cómo es que has vuelto al Hortobágy?

El caballo que se había escapado se dejó tranquilamente coger por el ramal.

—¿Cómo has vuelto? ¿Dónde está tu amo? —le preguntó el potrero.

Pero el caballo no le comprendía. ¿Qué va a saber un caballo educado entre bueyes y vacas?

El potrero condujo al animal hasta el recinto, lo metió dentro y cerró la puerta.

Después contó el caso al jefe.

Y cuando salió el sol, el secreto hubo de aclararse.

De la parte de los llanos de Zám llegó jadeante el carretillero, quien, en su gran prisa, hasta había olvidado de coger el sombrero.

Ya desde lejos reconoció al potrero y corrió directamente hacia él.

—¡Buenos días, tío Alejandro! ¿No han visto por aquí nuestro caballo blanco?

—Si, aquí está. ¿Cómo es que se ha escapado?

—Porque está pasando su día de locura. Todo el tiempo ha estado relinchando. Cuando le quería ensillar, casi me ha sacado los ojos con la cola. Y durante la noche ha arrancado la clavija y se ha escapado. Desde entonces corro detrás de él.

—¿Dónde, pues, está su amo?

—Todavía duerme; está muy cansado de su largo viaje.

—¿Qué viaje?

—¿Pero es que no ha oído usted hablar de lo que ocurrió ayer en el vado del Tisza? Las vacas que el propietario moravo había comprado volviéronse locas; en un momento dado saltaron todas fuera de la balsa, en unión del toro, y corrieron directamente a casa. El vaquero no pudo detenerlas.

—¿Entonces Paco Lacza está en casa?

—Sí; pero faltó muy poco para que el anciano jefe lo aplastase. Nunca le había oído jurar y echar pestes como cuando por la tarde llegó todo el ganado corriendo, y detrás de las bestias, jadeante, el vaquero. Su caballo estaba envuelto en espuma, y al toro le goteaba sangre de las narices. ¡Oh! Paco Lacza tuvo que oír millones de ¡carambas! y de juramentos. Hasta llegó el jefe a levantar por tres veces su palo, y lo hizo silbar en el aire; pero no llegó, sin embargo, a golpearle.

—¿Y qué dijo Paco?

—Que no era culpa suya, sino que las vacas se habían vuelto rabiosas. «Seguramente que las has embrujado tú, tunante», respondió el jefe. «¿Para qué iba a hacerlo?» «Porque tú eres el primero que te has vuelto loco. Seguramente que la “rosa amarilla” te ha dado a beber algún brebaje encantado, como a Alejandro Décsi.» Después empezaron a hablar de usted; pero no sé qué, porque cuando vieron que les estaba escuchando, me dieron de bofetadas y me echaron de allí. «Nada de esto es para ti», me dijeron. No sé quién diablos es esa «rosa amarilla». Sólo sé que cuando el viernes pasado se estaba tratando de llevar las vacas a Moravia, el tío Paco entró en la cabaña para buscar sus víveres, sacó de la manga de su szür una toquilla abigarrada, y que en aquella toquilla guardaba una rosa amarilla; que la estuvo oliendo durante mucho tiempo, y hasta la apretó contra sus labios; pensé por un momento que se la iba a comer; después quitó el forro de su sombrero, y metió debajo de aquél la rosa amarilla. Seguramente en aquella rosa era donde estaba el encantamiento.

El potrero golpeó tan fuertemente un girasol con el extremo nudoso de su garrote, que cayó al suelo.

—¿Qué le ha hecho a usted ese girasol? —como si él fuese el que había recibido el golpe.

—¿Y qué ocurrirá ahora? —preguntó el potrero al muchacho de la carretilla.

—Ayer llegaron también, a pie, los vaqueros moravos. Hablaron del asunto con el anciano jefe. Van a llevarse las vacas hacia Tisza-Fürer, y con ellas sus terneros. Así no saltarán por el puente, pues dicen que han vuelto por causa de sus terneros. Pero la boca de Paco Lacza sonreía.

—Y Paco Lacza, ¿irá de nuevo con ellos?

—Probablemente, porque el viejo no le deja un momento solo. Pero el vaquero no puede todavía marchar. Dice que los animales necesitan un reposo de algunos días para descansar de la larga caminata, y él mismo se pasa todo el día durmiendo como un leño. En efecto, no es poca cosa el ir sin detenerse desde el vado de Polgár hasta los pastos de Zám. De modo que el viejo le ha concedido un reposo de dos días.

—¿Dos? ¿Precisamente dos? Será demasiado.

—No lo sé.

—Yo sí que lo sé. O esos dos días de reposo se convertirán en muchos días.

—Ahora es preciso que me dé prisa. Es preciso que su caballo esté en casa antes de que se despierte. Porque cuando el jefe le riñe al vaquero, éste se venga conmigo. Pero cuando yo llegue a vaquero, también tendré entonces mi carretillero, a quien le podré dar buenos golpes. ¡Dios os bendiga, tío Alejandro!

—Ya me ha bendecido.

El mozo de la carretilla saltó sobre el caballo en pelo, se agarró a la crin y comenzó a apretar los riñones con sus talones desnudos. Pero el caballo no mostró el menor deseo de marchar; dio una vuelta, queriendo volverse a la fuerza a la yeguada, hasta que el potrero se compadeció al fin del muchacho, tocó al caballo con su fusta y la hizo sonar por dos veces junto a sus orejas; entonces el garañón se lanzó a galopar con todas sus fuerzas, dando saltos salvajes, de manera que el muchacho tuvo que agarrarse fuerte a las crines para no ser despedido.

Durante aquel tiempo, el potrero había adoptado una resolución.

—¡Dile a Paco Lacza que Alejandro Décsi lo saluda! —le gritó al muchacho.

Pero éste debió oír el mensaje con dificultad.