La llanura de Ohát es el lugar de los pastos de la yeguada comunal. Hasta allí donde alcanza la mirada no se ven sobre la inmensa pradera más que caballos que pastan. Se ven allí representados todos los pelos, y únicamente la riqueza de la lengua húngara puede expresarlos todos: caballos blancos, grises, castaños, negros, alazanes, tordos, bayos, caretos, rodados, etc., lo que suele ser raro entre los potros… Por causa de aquella confusión de colores se la conocía con el nombre de yeguada abigarrada. La yeguada noble era otra cosa muy distinta, pues en ella no había más que caballos de la misma clase y del mismo color.
Todos los dueños de caballos de Debrecen tenían allí sus yeguas, no encerrándolas en establos ni en verano ni en invierno; el inspector general no da cuenta del número de ellas más que una vez al año. Allí crecían los caballos, que corrían maravillosamente sobre la arena, viniendo desde muy lejos a correr allí, pues no todos los caballos saben hacer otro tanto; los caballos de las montañas se rinden fatigados si tienen que correr por los caminos de la vasta llanura húngara.
Los caballos, solos o en grupos, rodean al caballo que los guía, y no dejan de pastar, porque los caballos están siempre rumiando. Los sabios dicen que Júpiter, cuando creó a Minerva, maldijo al caballo para que siempre esté comiendo sin decir nunca «basta».
Cuatro o cinco muchachos, excelentes caballistas, guardan aquellos millares de caballos, haciendo venir a los que se separan con el sonar de la fusta.
Todo está allí dispuesto, como en los pastos del ganado vacuno, sólo que no hay «turba volante», ni carretillero, ni perros; porque los caballos son demasiado impetuosos para que puedan soportar los perros alrededor suyo, y los aplastarían con sus patas.
Hacia el mediodía, los caballos, dispersos, se agrupan en torno a un gran pozo.
De la parte hacia donde cae el puente de Hortobágy se aproximan crujiendo dos carros.
El jefe de los potreros, un hombre rechoncho, musculoso y huesudo, coloca ambas manos sobre los ojos para preservarlos del sol, y reconoce ya desde lejos por sus caballos a las personas que llegan.
—Uno de ellos es el señor Miguel Kádár, y el otro el Pelícano, el chalán. Cuando estaba mirando mi calendario pensaba en que estos dos nos honrarían con su visita.
—¿También eso está en el calendario? —preguntó Alejandro irónicamente.
—Naturalmente. En el calendario del viejo Csáthy está todo. Por algo ha podido hacerse una posada con el producto de la venta de sus calendarios. El domingo hay feria de caballos en Onód, y es preciso que el Pelícano lleve allí sus caballos.
Su astronomía del potrero estaba en lo cierto. Aquellos señores venían para comprar y vender caballos. El señor Kádár venía como vendedor y el Pelícano como comprador.
Bajaron del carromato, se aproximaron a la morada de los potreros y saludaron al jefe, estrechando su mano, después de lo cual éste dio sus órdenes y ellos marcharon hacia la yeguada.
Los potreros, excelentes caballistas, empujaron los caballos ante los recién venidos, con sólo el sonido del látigo; cerca de doscientos potros fogosos, que no habían sido tocados por ninguna mano humana.
Mientras los potreros hacían desfilar la yeguada, en largas hileras, ante los conocedores, el chalán indicaba un caballo alazán, diciendo:
—Quisiera llevarme ése.
Entonces Alejandro Décsi se quitó rápidamente su szür y su dolmán, cogió el lazo arrollado y se aproximó a la yeguada, que galopaba ante ellos. Con la velocidad del rayo lanzó el largo lazo sobre el potro señalado, y la lazada cayó con matemática precisión sobre el cuello del caballo, y se acercó. Los demás caballos continuaron su galope relinchando, y el cogido se detuvo. Se encabritó, pataleó, se respingó, sacudió las patas; pero todo fue en vano. El mozo lo tenía sujeto por el lazo, tan fuertemente como si fuese de bronce. Las anchas y flotantes mangas de su camisa caían hacia atrás, dejando libres sus musculosos brazos. Era como una estatua griega o romana de conductor de carros en el circo o de domador de fieras. Entonces, retorciendo lentamente el lazo de una mano a otra, atrajo al animal hasta cerca de él, a pesar de toda la resistencia que aquél oponía. Los ojos del indomable animal querían escaparse de sus órbitas, las aletas de su nariz se hinchaban de una manera enfermiza, y la respiración brotaba silbante de su pecho. Pero entonces el potrero puso acariciador su brazo sobre la nuca del animal, le murmuró en voz baja algo al oído y le quitó el lazo, con lo cual el animal se transformó en manso, como si fuese un cordero. Se dejó poner tranquilamente la cabezada, y fue inmediatamente atado al carromato del chalán, el cual no dejó de dar a su víctima un trozo de pan salado.
Aquella demostración de fuerza se repitió por tres veces, sin que Alejandro errase el golpe nunca. Únicamente a la cuarta vez ocurrió que la lazada estaba demasiado floja, y le cayó al potro hasta el pecho, de manera que el animal, como no se sentía estrangulado, no capituló tan fácilmente como los otros. Comenzó a encabritarse, a tirar coces, y arrastró consigo al potrero un buen trozo de camino; pero al fin logró, sin embargo, adueñarse del potro, llevando el caballo ya domado hasta donde se hallaba el chalán.
—Es mucho más divertido que una partida de carambolas en El Buey Rojo —dijo el Pelícano al señor Kádár.
—Cuando uno no tiene otra cosa que hacer —respondió flemáticamente el honorable burgués.
Pero el chalán sacó su petaca y ofreció un cigarro al potrero. Éste aceptó, lo encendió y lanzó al aire el azulado humo.
Los cuatro caballos fueron distribuidos de manera que dos fueron atados detrás del carromato, uno cerca del caballo que iba entre varas, y el cuarto junto al caballo delantero.
—Amigo, es usted un hombre admirable —dijo el Pelícano, encendiendo un cigarro en el de Alejandro.
—¡Y si no hubiese estado enfermo!… —murmuró el anciano jefe de los potreros.
—¡No he estado enfermo! —dijo el potrero, ponderando su mérito y echando hacia atrás la cabeza con altivez.
—Entonces, ¿dónde diablos has estado? ¿Seguro que no has dormido tres días en el hospital de Mátra?
—No, no he estado allí. El hospital de Mátra es un hospital para caballos.
—Entonces, ¿qué es lo que has hecho?
—He estado borracho.
El anciano jefe retorció sonriendo sus bigotes, y murmuró con una cólera afectuosa:
—Así son estos tunantes. Por nada del mundo confesarían que han estado enfermos. ¡Por nada del mundo!
Entonces vino el momento de pagar.
El precio de los cuatro potros había quedado fijado, después de largo regateo, en ochocientos florines.
El Pelícano sacó del bolsillo de su chaqueta un papel de lija, plegado en varios dobleces. Aquélla era su cartera.
Después fue sacando una serie interminable de papeles, entre los que no había un solo billete de banco; únicamente letras de cambio, escritas y en blanco.
—Nunca llevo dinero encima —dijo el Pelícano—. Las letras de cambio no me las pueden robar, porque el ladrón se denunciaría a sí mismo. Pago siempre con estos papeles.
—Y yo los acepto —confirmó el señor Kádár— la firma del señor Pelícano vale tanto como el dinero al contado.
El señor Pelícano llevaba también encima recado de escribir. En el bolsillo del pantalón llevaba el tintero, asegurado con tornillos, y en la bota de montar la pluma de ave.
—Al instante tendremos también una mesa para escribir. Hágame usted el favor, estimado potrero, de acercarnos su caballo.
La silla del caballo era un sitio muy a propósito para extender una letra de cambio. Mientras, el potrero le miraba atentamente.
Pero no sólo el potrero, sino que también los caballos estaban mirando lo que hacía. Los mismos potros salvajes, a los que acababan de arrebatarles cuatro de sus camaradas, rodeaban al pequeño grupo con la curiosidad de las vacas y sin demostrar el menor miedo.
Un caballo blanco colocó confidencialmente su cabeza sobre el hombro del chalán. Naturalmente, ninguno de ellos había visto en toda su vida cómo se extendía una letra de cambio.
Y es muy probable que todos los caballos dieran su tácito asentimiento cuando Alejandro Décsi preguntó de repente:
—¿Por qué ha escrito el señor sobre ese papel ochocientos doce florines, si los caballos no valen más que ochocientos?
—Lo he hecho así, estimado señor potrero, porque tengo la obligación de pagar los caballos al contado. Si ahora el señor Kádár pone su nombre en el dorso de esta letra de cambio, se convierte en endosante, y entonces puede presentar mañana mismo su letra en el caja de ahorros. Allí le pagarán los ochocientos florines y se quedarán los doce florines y diez y ocho krajcár en calidad de intereses. Con eso yo no pago el dinero hasta dentro de tres meses, y hasta entonces lo empleo.
—¿Y si el señor Pelicano no paga a la caja de ahorros?
—Entonces le piden el dinero al señor Kádár. Por eso lo que yo tengo es crédito.
—Ahora ya lo comprendo. Para eso sirve, pues, una letra de cambio.
—¿No había usted visto nunca una letra de cambio, estimado potrero?
—¡Un potrero… una letra de cambio!
—¿Por qué no? Vuestro estimado compañero, Paco Lacza, aun no siendo más que un vaquero, es un caballero distinto. Ése ya sabe lo que es una letra de cambio. Precisamente llevo encima una suya; ¿quiere usted verla?
Y buscó entre el montón de papeles una letra de cambio completamente nueva, y se la dio a Alejandro.
La letra de cambio era de diez florines.
El potrero interrogó sorprendido.
—¿Y cómo ha conocido usted al vaquero? Que yo sepa, el señor no se dedica a vender vacas.
—Yo no tengo el gusto de conocerle, sino mi mujer. Ya deben ustedes saber que mi mujer tiene una tiendecita de platería, que corre por su cuenta; yo no me ocupo de ella. Hace algunos meses, ese Paco Lacza fue a casa de mi mujer y le llevó un par de pendientes para que los hiciese dorar.
Alejandro tembló todo, como si le acabara de picar una tarántula.
—¿Unos pendientes de plata?
—Sí, muy bonitos por cierto, de filigrana. Mi mujer pidió por aquello diez florines. En efecto, los hizo dorar y se los llevó consigo; pero como no tenía dinero, dejó una letra de cambio, prometiendo que pagaría el día de san Demetrio.
—¿Es esa letra de cambio?
Miraba tan fijamente a la letra, que los ojos querían salírsele de las órbitas, y hasta los lóbulos de sus orejas temblaban; un gesto extraño desfiguraba sus facciones, de suerte que habría podido creerse que se reía, mientras la letra temblaba entre sus manos. No la abandonó ya; con tal fuerza la retenía.
—Si tanto os agrada esa letra de cambio, os la doy como propina —dijo el señor Pelícano en un acceso de magnanimidad.
—Pero, señor, es demasiado dinero para una propina. ¡Diez florines!
—Cierto que diez florines son mucho dinero, y no soy yo tan loco que piense en tirar diez florines cada vez que compro caballos. Pero he de confesar sinceramente que me gustaría desprenderme de esa letra, como el zapatero del cuento quería quitarse de encima su viña.
—¿Por qué? ¿Hay alguna trampa en esta letra de cambio?
—No, no hay trampa alguna. Al contrario, mis derechos son demasiado extensos. Mire, voy a explicárselo. Aquí, donde dice «Señor Francisco Lacza», está impreso en la segunda línea «domiciliado en…». Había que escribir en los dos sitios «Debrecen». Pero mi mujer, una gansa estúpida, escribió «Hortobágy». Naturalmente, es verdad que el tal Paco Lacza habita en la llanura de Hortobágy. Si mi mujer hubiese escrito por la menos «pagadera en la posada de Hortobágy», sabría yo dónde ir a cobrar; pero ¿cómo quiere usted que me pasee yo con la letra en la mano por todo el Hortobágy, desde allí a la puszta de Zám, desde ésta a los pastos, y de allí Dios sabe todavía adónde, exponiéndome a que los perros me desgarren mis ropas? ¡Dios, y cuántas veces tengo reñido con mi mujer por esto! Así, al menos, podré decirle que me he quitado la letra de encima con un beneficio de ciento por ciento, y ya no reñiremos más por tal motivo. Y usted podrá cobrar los diez florines, usted que no ha de tener miedo a los perros ni al mismo Paco Lacza.
—Gracias, señor, muchas gracias.
Y el potrero dobló cuidadosamente el papel y se lo metió en el bolsillo.
—El mozo agradece mucho esa propina —murmuró el señor Kádár al oído del jefe—. La magnanimidad tiene intereses.
El señor Kádár era un gran lector de periódicos, y hasta estaba suscrito al Diario del Domingo y a las Novelas Políticas, por cuya razón empleaba frases tan escogidas.
—Su alegría tiene otro motivo —murmuró el jefe de mal humor—. Alejandro sabe muy bien que Paco Lacza se ha marchado de aquí, se ha ido a Moravia; ya no lo verá más, lo mismo que a sus diez florines. Pero está satisfecho por haberse enterado por fin del asunto de los pendientes. En esa cuestión hay oculta una mujer.
El señor Kádár se llevó a sus labios la cabeza de pájaro que figuraba como puño de su bastón.
—¡Ah! Eso cambia la lógica de los hechos.
—Porque debe saber usted, señor, que ese mozo es mi ahijado. Quiero mucho a ese muchacho. Nadie sabe tratar como él a los caballos. Por eso he hecho cuanto he podido para librarle del servicio militar. Y el otro, el Paco Lacza, es el ahijado de mi compadre, el jefe de los vaqueros. También es un buen muchacho. Los dos mozos serían los mejores amigos del mundo, si el diablo, o qué sé yo quién, no hubiera interpuesto entre ellos esa muchacha del rostro pálido. Ahora, por culpa de la muchacha, quisieran romperse la cabeza. Felizmente, mi compadre ha tenido una idea astuta: la de enviar a Paco a Moravia como vaquero en casa de un conde. Ahora tendremos otra vez paz en el Hortobágy.
—En efecto, ha sido el mejor huevo de Colón para salir del laberinto de Ariadna.
Alejandro descubrió que estaban hablando de él, y como no entra en el carácter de un húngaro el ponerse a escuchar lo que otros hablan, llevó sus caballos al abrevadero, donde se habían reunido al resto de la yeguada. Había allí bastante que hacer. Cinco potreros, tres cigoñales y mil caballos. Cada potrero debía sacar agua doscientas veces, llenar el cubo y echar el agua en el dornajo. Era un entretenimiento cotidiano, que se repetía tres veces al día. No podían, pues, quejarse de no hacer bastante movimiento.
Pero en Alejandro no se vio fatiga alguna. Estaba de un humor tan loco que daba gusto verle. Cantaba y silbaba durante todo el día. El eco de la puszta repetía su canción preferida:
Bien se ve que no estoy malo
pues con seis caballos troto.
Son animales magníficos.
Y hasta yo soy un buen mozo.
De él aprendió la copla un potrero, luego otro, después otro, hasta que por toda la puszta resonaba la misma copla. Todavía al día siguiente continuó desde la mañana a la noche de un humor tan magnífico que los demás hubieron de decir: «Está de tan buen humor como si fuese su último día».
Después de la puesta del sol, los caballos fueron conducidos a su cuartel nocturno, donde permanecieron hasta el día siguiente por la mañana.
Durante aquel tiempo, el mozo pastor trajo del vecino cañaveral una gran cantidad de troncos de cañas para encender el fuego nocturno. En la llama de la caña se cuece igualmente la comida de los potreros. Entre ellos no se trata nunca de cerdos o corderos robados, porque los rebaños de los tocinos y los de los corderos pastan en la otra orilla del arroyo Hortobágy, y el potrero tendría que hacer una caminata de todo un día para hallar un tocino o un cordero extraviado. La mujer del jefe es la que les hace la comida en la ciudad, de manera que con aquello les baste para toda la semana, y se compone de platos que hasta los señores elegantes podrían comer de ellos. Sopa agria de trigo, potaje de segadores, coles rellenas, bolas de cerdo y rellenos de tocino. Los cinco potreros comían al mismo tiempo, sin olvidarse nunca del criado.
La yeguada, después de la puesta del sol, no hace como el ganado vacuno, que, después de beber, se acuestan en seguida y rumian. ¡Oh, no; el caballo no es un filósofo! Continúa pastando mientras la luna sigue luciendo.
Pero Alejandro estaba aquella noche de tan excelente humor que sorprendió a sus camaradas.
Se sentó cerca del fuego y preguntó al jefe:
—Dígame, querido padrino: ¿cómo es que el caballo puede estar comiendo durante todo el día, y no cesa tampoco durante la noche? Aunque toda la puszta estuviese llena de buñuelos, yo no desearía tener que estar llenando mi estómago durante todo el día.
El viejo arrojó un nuevo haz de cañas al fuego, que comenzaba a apagarse, y dijo:
—Ya os lo voy a contar; pero no os riáis de mí, pues es una historia muy vieja, todavía de los tiempos en que los estudiantes llevaban sombreros de tres picos. Esta historia se la oí contar a un chupatintas, y si no es cierta, su alma habrá de responder por ello… Pues érase una vez que vivía un célebre santo, al que llamaban san Martín; todavía sigue viviendo; pero ya no viene más por el Hortobágy. De que era un santo húngaro no puede cabernos la menor duda, pues es de saber que iba siempre a caballo. Por el mismo tiempo vivía por aquí un rey llamado Ménmarót[9]. Y se le daba semejante nombre porque había logrado apoderarse astutamente del caballo de san Martín, sobre el cual el santo había recorrido el mundo. Ménmarót invitó al santo a su casa e hizo llevar su caballo a la cuadra. Pero a la mañana siguiente, muy temprano, queriendo san Martín continuar su camino, le dijo al rey: «Apareja mi caballo, para que pueda seguir mi camino». Pero el rey le respondió: «Ahora es imposible, porque el caballo está comiendo». San Martín esperó hasta el mediodía, y entonces pidió nuevamente su caballo. Pero el rey respondió: «El caballo no puede ponerse en camino porque está todavía comiendo». El santo esperó hasta la noche, y entonces volvió de nuevo a pedir su caballo. El rey le respondió: «Realmente, es imposible, porque el caballo come aún». Entonces el santo se puso muy furioso, arrojó su librito de oraciones al suelo y maldijo al rey y a su caballo. «Deseo que el nombre “men” se vea unido eternamente a tu nombre, de manera que siempre los pronuncien juntos. Y que el caballo se vea condenado a estar comiendo siempre, sin tener nunca bastante.» Por esto es por lo que el caballo se hincha durante todo el día, sin llegar a saciarse. Así es como me lo contaron. Aquél que no lo crea, que se vaya al monte de diamante, y allí encontrará un caballo ciego; se le puede preguntar, pues el caballo ciego lo sabrá seguramente mejor que yo, pues él lo vio.
Los potreros dieron gracias al viejo por haberles contado aquel cuento. Después, cada cual se dio prisa para ir en busca de su caballo y alcanzar su yeguada bajo la silenciosa noche estrellada.