VIII

Es una suerte el que, fuera de los habitantes de Hortobágy, nadie sepa lo que es la «turba volante» que recogen allí en las praderas. Lo que es cierto es que no es un clavel. Es la única materia combustible usada por los pastores de la puszta, una especie de turba animal.

Universalmente conocida es la anécdota del terrateniente húngaro que después de la revolución creyó prudente pasar una temporada en el extranjero, escogiendo como refugio la libre Suiza. Pero el hijo de la llanura húngara no podía habituarse a las rocas. Entonces, todas las noches, cuando se retiraba a su cuarto, cogía un trozo de la «turba volante» que había recogido en los prados, lo colocaba sobre la repisa de la chimenea y lo encendía. Después cerraba los ojos, y el aroma de aquel producto animal humeante lo llevaba con la imaginación a las llanuras húngaras, entre los rebaños de corderos y animales de cuernos, agregando a su sueño todo aquello que su alma anhelaba.

Luego si el humo de esa «turba volante» aturdía de tal modo a gentes distinguidas, ¿cómo no creer la historia que al momento voy a contar?

Los viajeros debían esperar en el vado de Polgár dos días enteros todavía. Al cabo, hacia la media noche del tercer día, el balsero, a quien se le había acabado la paciencia al mismo tiempo que los víveres, regocijó a los que esperaban comunicándoles la noticia de que las aguas iban bajando. A la mañana siguiente, al salir el sol, la travesía sería ya posible; la almadía estaba ya colocada en el río y dispuesta para cruzarlo.

Los que esperaban con sus coches no vacilaron un solo momento en irlos transportando sobre la balsa, uno tras otro. Después entraron los caballos, y a continuación les llegó su vez a los animales bovinos, los cuales también tenían sitio, aunque hubieran de apretarse fuertemente. Pero ¿qué se iba a hacer? Si fuesen al teatro, aun se tendrían que apretar más.

Por fin se trasladó a la balsa el toro, al que todos tenían miedo. Ya no faltaba más que el vaquero y su caballo, pues los dos moravos se hallaban ya sobre la almadía, en medio de las vacas.

Pero la balsa todavía no podía ponerse en movimiento, porque el cable de remolcar estaba tan tieso por causa del agua, que apenas si lo podían coger, despidiendo verdaderas nubes de vapor.

Para que el tiempo no pasase inútilmente, el vaquero propuso que el balsero preparase pescado con pimentón. Por otra parte, aquello era lo único que había para comer. Tenían una cacerola y una enorme cantidad de pescado. Los mozos de la balsa sacaban el pescado de los escondrijos con palas: grandes carpas, barbos, sollos y hasta esturiones. Pronto se les cortó en pedazos, se les limpió y fueron echados en la cacerola. Después se encendió el fuego rápidamente.

Ya estaba hecho. Era cosa entonces de saber quién tenía el pimentón, pues, aunque todo húngaro castizo lo lleva siempre en su alforja, después de tres días era fácil que no tuviese todo el pimentón que hacía falta. Ahora, que sin pimiento rojo no es posible preparar un plato de halázlé[8].

—Bueno; tranquilícense ustedes, que yo tengo pimiento rojo —dijo el vaquero; y sacó de la manga de su szür una cajita de madera.

Aquello probaba su circunspección, pues había guardado pimentón hasta para el último momento. De este modo toda la gente iba a ser auxiliada.

Pero la cacerola se encontraba al otro extremo de la almadía, con lo que el vaquero hubo de atravesar por el borde toda la balsa, ya que el ganado se encontraba en el centro, y a nadie le gusta abandonar de su mano la caja del pimentón.

Mientras el balsero espolvoreaba sus pescados con aquel pimentón —del que ya Oken había dicho que era un veneno, pero que algunos pueblos salvajes suelen, sin embargo, comerlo—, el vaquero dejó caer, sin que lo viesen, un trozo de «turba volante» en el fuego.

—¡Caramba, qué olor más desagradable tiene ese halázlé! —hizo notar pronto el zapatero.

—Ya no es olor desagradable, sino podredumbre —le corrigió el botonero.

Pero el humo espeso y fuerte empezó a meterse por las narices de los animales, siendo el toro el primero que comenzó a agitarse, dando muestras de inquietud. Alzó su nariz en el aire, sacudió el cencerro y dejó escapar un mugido; después bajó la cabeza hasta el suelo, agitó la cola en forma de círculos y se puso a mugir con un tono amenazador. Entonces se les subió también a las vacas la sangre a la cabeza; comenzaron a frotarse unas con otras, agitándose en todas direcciones; mugieron, se encabritaron, prensándose, hacia el borde de la almadía.

—¡Jesús, María y santa Ana! —exclamó la gorda jabonera—. ¡Ten clemencia con la balsa!

—Buena mujer, siéntese usted en seguida al otro lado de la almadía, para restablecer el equilibrio —dijo el zapatero, bromeando.

Pero, bromas aparte, todos los hombres tenían que agarrarse con fuerza al cable para mantener el equilibrio, mientras el borde opuesto de la balsa se sumergía ya.

De pronto, el toro lanzó un mugido terrible, y saltó al río. A los pocos momentos, las veinticuatro vacas le habían seguido.

En aquel momento la balsa se hallaba en medio del río. Los cornudos animales nadaban hacia la orilla de donde habían partido.

Los dos vaqueros moravos le gritaban al balsero desesperados:

—¡Volved, volved!

Querían que con la balsa persiguiese a las bestias.

—¡Qué diablo! ¡Volver! —gritaron las gentes de la feria—. ¡Es preciso que lleguemos pronto a la otra orilla! ¡Ya llegaremos tarde al mercado!

—Pero no hagáis ruido, hijos míos —dijo el vaquero flemáticamente a sus camaradas moravos, tranquilizándoles—. Yo arreglaré todo esto con esos inteligentes animales.

Saltó sobre su caballo, lo llevó hasta el borde de la almadía, le clavó las espuelas, y por encima de la barandilla le hizo arrojarse al río.

—El vaquero las reunirá, no tengáis cuidado —dijo el zapatero, tratando de consolar a los desesperados moravos.

Pero el chalán que había permanecido en la otra orilla porque ya no había sitio en la balsa para sus caballos, y no quería mezclarlos con los animales de cuernos, era de otra opinión. Por eso gritó a los moravos:

—¡Ya no volveréis a ver ese ganado! ¡Ya os podéis despedir de él!

—¡Otra vez ese pájaro de mal agüero! —exclamó furioso el zapatero—. ¿Dónde hay un jamón para que yo fusile con él a ese judío?

El ganado, que nadaba oblicuamente, llegó a la otra orilla, en un sitio donde estaba más accesible, y los animales salieron a tierra. El vaquero se quedó algo atrás, porque en el agua el ganado vacuno nada más de prisa que los caballos.

Pero al fin también él llegó a la orilla, empuñó el látigo, que se había echado al cuello, y lo hizo restallar.

—¿Ven ustedes? Ya los empuja —dijeron las gentes de la feria a los moravos, consolándoles.

Pero el sonido del látigo no produce más que un efecto sobre las vacas, y es que las hace andar más de prisa todavía.

Este improvisado artificio de los animales dio motivo a los viajeros para cambiar de opinión. Los balseros aseguraron que no era aquél el primer caso. Los pobres animales, cuando los conducen desde la llanura de Hortobágy al extranjero, a menudo los apodera una profunda nostalgia, de manera que en el momento en que la balsa comienza a agitarse, se vuelven tercos, saltan al río, alcanzan la otra orilla y emprenden una loca carrera de vuelta a la puszta.

—Sí, sí; también los hombres suelen sentir esa nostalgia de la patria —afirmó el tendero, que tenía lejos muchos libros y por sus lecturas estaba enterado de dicho mal.

—Naturalmente —dijo la jabonera con voz doctoral— las vacas se han vuelto a sus pastos porque han dejado allí sus terneros. La culpa es de quien separa a las madres de los hijos.

—Bien está; pero yo, por mi parte, veo la cosa de otro modo muy distinto —dijo el zapatero, cuyo oficio le hacía escéptico—. He oído muchas veces que los agudos bandoleros, cuando quieren poner confusión en un ganado, echan en su pipa un poco de sebo del empleado para engrasar los coches. Con ese olor los animales se vuelven salvajes y empiezan a correr en todas las direcciones, de manera que el bandolero puede entonces robar fácilmente un animal del ganado. Hace poco he sentido un olor semejante.

—¿Y no le ha hecho a usted correr, compadre?

Todos se echaron a reír.

—¡Aguarda un poco, tunante, a que lleguemos a la orilla!…

Pero aquella hazaña improvisada de las bestias no era del todo del gusto de los vaqueros moravos. No tenían ganas de reír ni de entrar en discusiones zoológicas, sino que empezaron a lamentarse como si fuesen gitanos que hubieran perdido todos sus bienes.

El viejo balsero hablaba un poco el eslovaco y se puso a consolarlos.

—No ladréis, compadres. Ne stekat. El vaquero no ha robado las bestias. Es un hombre honrado… Ya habéis visto en su sombrero las dos letras: «C. D.». No creo que quieran decir «Cabeza Delincuente», sino «Ciudad Debrecen». No puede, pues, escaparse con los animales. De aquí a que estemos de vuelta habrá reunido a todos ellos. Lleva consigo su perro de guarda, que ha nadado tras él hasta la otra orilla. Cuando volvamos a cruzar con el ganado sobre la balsa habrá que atar las vacas unas con otras, en grupos de tres, y sujetar por los cuernos al toro en esta argolla. Entonces todo estará en orden, no quedando más que pagar otra vez el transporte.

Más de hora y media costó el que la almadía llegase a la otra orilla, que se desembarcase todo y se volviese al punto de donde habían salido.

Los moravos se precipitaron hacia la casa del balsero, pero allí no había rastro alguno de las vacas.

El chalán les dijo que el ganado, espantado, había entrado en un bosquecillo de ginesta, entrando también el vaquero; pero que en seguida habían desaparecido todos por las praderas.

Los animales no marchaban a lo largo de la carreta, sino en la dirección del viento, con los cuernos inclinados hacia el suelo y la cola en alto.

Un ollero retrasado, que llegaba de Ujváros con su coche lleno de mercancía, dijo que había visto en un sitio de Hortobágy un ganado vacuno que corría mugiendo hacia las colinas de Zám, y que un vaquero a caballo y con un perro los seguía. El agua del arroyo Hortobágy les había cortado el camino; pero se habían metido en ella, y a causa de las espesas cañas no se pudo ya distinguir ni a las bestias, ni al jinete, ni al perro.

Entonces el balsero se volvió a los moravos y les dijo:

—Ahora ya podéis ladrar, hijos míos.