VII

La posibilidad indicada por el jefe de los vaqueros, es decir, que el rebaño de las vacas no pudiese pasar por el puente de Polgár, se había realizado. Al mismo tiempo habían crecido los ríos Tisza, Hernád y Sajó. Y el agua había subido tanto que las ondas llegaban ya a los tablones del puente. La almadía había sido retirada del agua y atada a unas acacias. Las olas fangosas y negras arrastraban consigo árboles arrancados de raíz. Los patos salvajes, los somorgujos y las bécadas nadaban en grupos sobre las aguas, pues con aquel tiempo no le temían al cazador.

Aquella interrupción de las comunicaciones era un gran perjuicio, no sólo para las vacas del conde, sino igualmente para las gentes que querían ir a la feria, y cuyos carricoches permanecían atascados en el enorme barro, mientras aquéllas se lamentaban en la única sala de la taberna del vado.

Paco Lacza se puso en camino para comprar heno para el ganado, toda una hacina.

—Aquí podemos aburrirnos lo menos tres días.

Afortunadamente había entre las gentes que iban a la feria una guisandera, la cual llevaba consigo una enorme cacerola de hierro y una gran provisión de carne de tocino fresca. Al instante improvisó con cañas de maíz una tienda, y bajo la tienda un puesto de comida. No necesitaba comprar leña, porque el Tisza arrastraba consigo bastante. En cuanto a vino, lo había en la taberna del vado; verdad es que era bastante mediano; pero cuando no hay otra cosa, toda parece bueno. Por otra parte, el húngaro, cuando se pone en camino, siempre lleva consigo una bota y un saquete con provisiones.

El zapatero de Debrecen y el curtidor de Balmazujvaros eran ya antiguos conocidos, y el botonero suele ser compadre de todo el mundo; el tendero estaba sentado en una mesa separada —considérase más que los demás porque lleva un jubón de adornos rojos— pero de tiempo en tiempo se mezclaba igualmente en la conversación. Más tarde también un chalán se unió con ellos; pero debía permanecer en pie, porque tenía la nariz curvada, es decir, era un judío. Pero, en cambio, cuando el vaquero se aproximó a ellos le hicieron en seguida sitio, porque ante un vaquero hasta las gentes de la ciudad experimentan respeto. Los dos vaqueros moravos se quedaron fuera con las bestias.

Aun podían entonces hablar cómodamente, porque no estaba allí la Pundor, pues cuando esta joven llegase nadie podría meter baza. Pero su carricoche debía haberse retrasado en alguna hospitalaria taberna del camino; venía en el cochecillo de su cuñado el carpintero.

Éste llevaba al mercado baúles húngaros, adornados de tulipanes, y la Pundor proporcionaba a las gentes jabones y velas de sebo. Cuando entró el vaquero en la sala, estaba de tal modo llena de humo y de vapor, que apenas si se podía distinguir a las personas.

—Cuente usted, pues, compadre —dijo precisamente el zapatero dirigiéndose al curtidor—. Usted es el que vive más cerca de la posada de Hortobágy. ¿Cómo fue lo del potrero envenenado por la muchacha del posadero?

Aquella pregunta atravesó el corazón del vaquero como una aguda espada.

—Es que la hermosa Clara echó en el gulyás que preparaba para Alejandro Décsi rapé en lugar de pimentón.

El tendero le contradijo.

—Según lo que yo sé, fue que le dio a beber cerveza de miel con cicuta, de la que se acostumbra a emplear para atontar a los peces.

—¡Ah!, el señor lo sabe mucho mejor porque lleva una cadena de oro. Parece ser que han llamado al médico militar de Balmazujváros, el cual ha hecho la autopsia del cadáver del potrero envenenado, y ha encontrado en su estómago los polvos del rapé. Lo han puesto en alcohol, y será ante el tribunal el cuerpo del delito.

—¡Ah!, ¿luego el señor sería capaz de afirmar que el potrero ha muerto? En realidad, no ha muerto del todo, únicamente se ha vuelto loco. Lo han trasladado a Buda, en donde le harán un agujero en la cabeza, pues parece ser que todo el veneno se le ha subido a la cabeza.

—¡Hola, hola! ¿Conque lo han trasladado a Buda? Sí, sí, bajo tierra es donde lo han trasladado para que haya madera barata. Mi mujer ha hablado en persona con la florista que ha hecho las coronas para el pobre muchacho, y no hay la menor duda.

—Aquí está la señora Csikmák, la guisandera, que ha salido de Debrecen un día después que nosotros. Llamadla, pues ella estará mejor enterada que nosotros.

Pero la señora Csikmák no podía dar su opinión más que a través de la ventana, pues no le era posible abandonar el asado. Según ella, el potrero envenenado estaba ya bajo tierra; el coro de la iglesia de Debrecen había cantado en su entierro, y el cura había pronunciado un hermoso discurso.

—¿Y qué ha sido de la muchacha? —preguntaron los tres hombres al mismo tiempo.

—La muchacha se ha escapado con su amante, un vaquero, por cuya incitación había envenenado al potrero; y ahora piensan fundar juntos una partida de bandoleros.

Paco Lacza escuchaba tranquilamente.

—Todo eso no son más que habladurías —dijo el tendero—. Ya veo que está usted mal informada. En seguida detuvieron a la muchacha, le pusieron las esposas, y la hicieron conducir por los guardias. Mi criado estaba presente cuando la llevaron al ayuntamiento.

El vaquero callaba y no se movía.

La lengua húngara resulta muy amable cuando a un fenómeno como la señora Pundor lo llama «joven».

—Bueno; la señora Pundor nos dirá en seguida lo que ha ocurrido con la muchacha que ha envenenado al potrero.

—Estad seguros de que os lo diré, hijos míos; pero primero dejadme descansar un poco.

Y se sentó sobre el enorme cofre, porque lo mismo las sillas que los bancos se hubieran roto bajo su enorme peso.

—La hermosa Clara, ¿está encerrada o ha huido?

—¡Oh!, está ya delante del tribunal. La han condenado a muerte; mañana será trasladada a la celda de los condenados a muerte, y pasado mañana será ejecutada. Hoy llega el verdugo de Szeged; ya han alquilado para él una habitación en El Caballo Blanco, pues en El Toro Negro el dueño no ha querido recibirlo. Tan cierto es esto como que estoy aquí sentada. Lo sé por el criado de la fonda, que compra en mi casa las velas.

—¿Qué muerte le darán?

—Merecía, y si hubiese justicia así sería, el que la quemasen viva; pero no harán más que cortarle la cabeza, porque es de noble cuna.

—Quite usted de ahí, señora —dijo el tendero— en nuestro tiempo ya no se guardan consideraciones a la nobleza. Antes del año 48,[7] sí; entonces yo llevaba puestos en mi zamarra botones de plata, y me tomaban por noble y no me reclamaban el peaje en el puente de Pest; pero ahora ya me puedo poner la zamarra, que no me sirve para nada.

—Déjenos usted en paz con su zamarra y sus botones de plata —dijo el botonero, arrebatándole la palabra—, y que nos cuente aquí la joven por qué motivo la muchacha cometió crimen tan tremendo.

—¡Ah! Es una historia bastante sucia. Por ese asesinato se ha descubierto la pista de otro. No hace mucho tiempo vino por aquí un rico tratante en ganados de Moravia con objeto de comprar unas vacas. Llevaba encima mucho dinero. La hermosa Clara y su amante, el joven vaquero, asesinaron al tratante de ganado y arrojaron su cuerpo al Hortobágy. Pero el potrero, que estaba también enamorado de la muchacha, los descubrió. Por esa razón dividieron al principio con él el dinero robado; pero después lo envenenaron para desembarazarse de él.

—¡Caramba! ¿Y no han cogido al vaquero? —exclamó el zapatero, indignado.

—Lo han buscado por todas partes; pero ya ha cruzado el mar. Sin embargo, todavía lo buscan todos los guardias de la puszta. Por todas partes han pegado los edictos de su persecución. Yo misma los he leído. Ofrecen cien escudos para el que lo coja vivo. Yo lo conozco muy bien.

Si en lugar de ser Paco Lacza hubiera sido Alejandro Décsi el que estaba allí presente, a aquellas palabras hubiera seguido un cuadro, una escena de teatro de gran efecto. Hubiera echado a rodar por el suelo su silla, hubiera dado sobre la mesa un golpe con su pesado garrote cubierto de plomo y habría gritado provocador: «Yo soy el vaquero a quien buscan. ¿Quién se quiere ganar los cien escudos que dan de premio por mi cabeza?».

¡Ah, ah, ah! ¡Cómo hubiera escapado en un instante toda aquella digna sociedad: los unos, por la bodega; por la chimenea los otros!

Pero no son ésas las maneras de un vaquero. Está habituado a la moderación y a la circunspección, y al lado de los animales ha aprendido que no es cosa buena cogerlos por los cuernos.

Apoyó, pues, los dos codos sobre la mesa y preguntó con toda tranquilidad:

—¿Y ha reconocido usted al mozo después de leer la descripción?

—¿Si lo he reconocido? ¿Cómo no iba a reconocerlo, si ha sido en mi casa donde él compraba siempre el jabón?

Entonces el chalán quiso también demostrar su talento.

—Pero vamos a ver, querida señora —dijo—, ¿para qué podía servirle a un vaquero el jabón? Esas gentes llevan todo el año camisas y calzoncillos azules, y no necesitan jabón, porque sus ropas interiores tienen que cocerse con lejía.

—Ya está. Éste quiere meter su nariz en todo. ¿Me quiere usted decir que sólo se necesita el jabón para la ropa sucia, no es así? ¿Y un vaquero no se afeita nunca? ¿Cree usted que llevan una barba tan larga como la de los tratantes judíos?

Todos los reunidos rompieron a reír a costa del intruso.

—¿Tenía yo necesidad de esto? —murmuró aquél para su coleto.

Pero el vaquero siguió tranquilamente preguntando:

—Querida señora, ¿no sabe usted cómo se llamaba el vaquero fugado?

—¿Si lo sé? Naturalmente. Pero en este momento no lo recuerdo. Sin embargo, tengo su nombre en la punta de la lengua. Como que le conozco como a mi mismo hijo.

—¿No se llamaba Paco Lacza?

—¡Sí, sí! ¡Paco Lacza! Me ha cogido usted el nombre de los labios. ¿Acaso lo conocía usted también?

Ni aun siquiera entonces se descubrió el mozo. Ni siquiera dijo que lo conocía también como al único hijo de su padre; vació silenciosamente su pipa; luego la volvió a llenar de tabaco fresco; se levantó después; apoyó el palo contra la silla de paja, como para indicar que aquella silla estaba ocupada, para que no se sentase en ella otro; luego encendió la pipa en la única vela que alumbraba la sala y salió.

Los que en la sala estaban hicieron comentarios acerca de él.

—Debe tener sobre su corazón un gran peso.

—Su mirada no me agrada del todo.

—Ese debe saber algo del crimen.

El chalán judío se dejó seducir de nuevo por la idea de emitir su opinión.

—Mis estimados señores y señoras: solamente quiero permitirme hacer una observación: la de que ayer estaba yo en la puszta de Ohát para comprar unos caballos, y allí he visto al envenenado Alejandro Décsi, que está tan sano como una roja manzana. Ha hecho salir con su lazo, y para que yo los viese, los potros; esto es tan cierto como que yo vivo.

—¡Oh, qué impertinente, un cualquiera! ¡Quiere decir que todos nosotros somos unos embusteros! —exclamó indignada la reunión. Al instante lo trincaron por el cuello y lo echaron fuera.

El chalán, arrojado fuera sin la menor ceremonia, se alzó jurando, y mientras arreglaba su sombrero arrugado, se dijo: «Bueno; ¿qué necesidad tenía yo de todo esto? ¿Qué obligación tenemos los judíos de decir la verdad?».

El vaquero se fue hacia el ganado y trató de hacer comprender a los vaqueros moravos que podían ir a la sala para tomar allí un vaso de vino. Allí estaba su silla para que ellos la ocupasen y su palo; mientras, él guardaría las vacas.

Y mientras las guardaba, alzó del suelo un pedazo de excremento de vaca y lo dejó deslizarse dentro de la manga de su szür.

¿Qué era lo que con aquello quería hacer?