VI

Al cabo de algunos días el muchacho estaba curado. Un mozo como él, criado en la puszta, apenas venció al mal, tenía que detestar la cama. Por eso al tercer día anunció al veterinario que deseaba volverse a los pastos donde servía.

—Espera todavía un poquito más, hijo mío, que hay alguien que te tiene que decir algo.

Aquel alguien era el juez de instrucción.

Al tercer día después de la denuncia llegó el juez, en unión de un notario y de un guardia, con el objeto de comenzar las diligencias oficiales.

La muchacha fue interrogada como acusada; lo contó todo tal como había sucedido, no negó nada, y únicamente dijo, para excusarse, que amaba a Alejandro infinitamente, y que deseaba que él la amase de la misma manera.

Todo aquello fue escrito en los autos y firmado. Quedaba tan sólo confrontar a la envenenadora con su víctima, lo que fue ejecutado en cuanto el mozo se sintió con fuerzas bastantes para abandonar el lecho.

Durante todo aquel tiempo, el nombre de la muchacha no apareció en los labios del potrero, el cual obraba como si no supiese que ella había estado allí y le había cuidado, ya que, desde que el mozo recobró el conocimiento y se tranquilizó, Clara no se dejó ver más.

Después de la confrontación, el juez leyó otra vez a la muchacha toda su declaración, que fue nuevamente ratificada sin modificar una sola palabra.

Entonces fue llamado Alejandro, quien apenas fue introducido en la sala, comenzó a representar un papel que con anticipación tenía preparado.

Se mostró de tal modo chulesco, que no parecía sino que hubiese aprendido en alguna obra teatral la fanfarronería del tipo de los potreros. A la pregunta de cómo se llamaba, contestó al juez altivamente:

—Mi nombre honrado es Alejandro Décsi. No he hecho daño a nadie, ni he robado tampoco, para que se me traiga aquí con guardias. Además, no pertenezco a la jurisdicción de la justicia civil, porque soy todavía soldado del emperador. Si alguien me acusa de alguna cosa, que me cite ante el tribunal militar, y allí me defenderé.

El juez apaciguó flemáticamente al irritado:

—Tranquilidad, joven, tranquilidad. No se le acusa a usted de nada. Únicamente queremos recibir su declaración acerca de un asunto que le interesa muy de cerca. Ése es el fin de esta información. Dígame cuándo ha estado usted por última vez en el despacho de vinos de la posada de Hortobágy.

—Puedo decirlo con gran precisión. ¿Por qué había de ocultarlo? Pero antes quiero que se vaya el guardia que está a mis espaldas; porque soy muy quisquilloso, y si se acerca demasiado a mí y me roza, podría darle una…

—Vaya, vaya… Tranquilidad, joven; tiene usted demasiada sangre. El guardia no está ahí para vigilarle. Dígame, pues: ¿cuándo ha estado usted la última vez en casa de la señorita Clara, para beber?

—Forzando un poco mi memoria, podré decirlo. La última vez que estuve en la posada de Hortobágy fue el año pasado, el día de san Demetrio; aquel día fue cuando me vestí el uniforme del emperador. Desde aquel día no he estado en esta comarca.

—¡Alejandro! —le interrumpió la joven con un grito.

—¡Ése es mi nombre! Así fue como me bautizaron.

—Luego, ¿no estuvo usted hace tres días en la posada de Hortobágy, el día en que la muchacha del posadero le dio a beber un vino que estaba envenenado con jugo de raíz de mandrágora, y que le ha puesto a usted tan gravemente enfermo?

—No, no estaba en la posada de Hortobágy; y en cuanto a la señorita Clara, hace seis meses que no la he visto, y mucho menos he bebido de su vino.

—¡Alejandro! ¡Mientes, por causa mía! —exclamó Clara.

El juez le riñó furiosamente.

—¡No trate usted de engañar a la justicia con sus mentiras! Ella misma me ha confesado que le dio a usted de beber un vino envenenado con el jugo de la mandrágora.

—Entonces la muchacha ha mentido.

—¿Qué razón iba a tener la muchacha para echar sobre sí un crimen que tendría para ella las más graves consecuencias?

—¿Qué razón tendría? La de que una muchacha, cuando le llega su hora de locura, ni oye ni ve nada; pero parlotea toda clase de ideas absurdas. La señorita Clara tiene una queja contra mí: el que no quiero mirarla a los ojos con bastante fuerza; y ahora, se ha acusado a sí misma, porque quiere que, compadecido de ella, confiese quién es la otra donde yo he estado; quién es la hermosa muchacha que cuida de mi corazón enfermo, la que me ha dado ese brebaje de hechizo. Pero lo diré si quiero, y si no quiero, no lo diré. Es ésa su venganza por no haber estado en su casa desde que volví del ejército con licencia.

La muchacha gritó contra él, como un furioso dragón.

—¡Escucha, Alejandro! ¡Tú nunca has mentido! ¿Qué ha sido de ti? En otro tiempo, cuando con sólo una palabra mentirosa hubieras podido librarte del servicio militar, no fuiste capaz de pronunciar aquella palabra. Y ahora niegas que estuviste en mi casa hace tres días.

Entonces, ¿quién me dio la peineta con la que sujeté mis cabellos en un nudo?

El potrero dejó oír una risa irónica.

—La señorita sabrá, seguramente mucho mejor que yo, por quién se alzó los cabellos con un nudo.

—Alejandro, no está bien lo que haces. No me quejaré si por causa de mi crimen me ponen en la picota o me echan a latigazos. Aquí está mi cabeza: que me la corten; no me importa nada. Pero no digas que no me quieres, que no estabas en mi casa, porque eso es peor mil veces que la muerte.

El juez comenzó a sentirse furioso.

—¡Caramba! Arreglen ustedes en otra ocasión su disputa amorosa; pero es preciso que sepa yo quién es el envenenador, pues se trata de un delito de envenenamiento in fraganti.

—¡Bueno, responde! —exclamó la muchacha, con la mirada encendida—. ¡Contesta, si puedes!

—Lo diré, si es preciso. Sobre el llano de Ohát he encontrado una caravana de gitanos vagabundos. Una gitana joven, maravillosamente bella, de negros ojos, se encontraba a la puerta de su tienda. Me dirigió la palabra y me hizo entrar en su morada. Precisamente estaban asando en la tienda un tocinillo lechal. Me estuve divirtiendo con ellos y bebí de su vino, aunque en seguida noté que tenía un gusto amargo. Pero los besos de la gitana eran dulces y me hicieron olvidar que el vino era amargo.

—¡Mientes! ¡Mientes! ¡Mientes! —exclamó la muchacha—. Esa joven gitana te la has inventado.

Pero el potrero reía con arrogancia. Se puso alegremente la mano izquierda sobre la sien, y haciendo castañetear los dedos de la otra mano, cantó en voz baja la canción:

¿Podrán nuestras empresas

no ser dichosas,

si las gitanas húngaras

son como rosas?

Porque aquella historia no había nacido entonces en su cerebro, sino durante aquella primera noche de dolores, cuando «la rosa amarilla» le arreglaba la almohada y le refrescaba la frente. Con su dolorida cabeza inventó aquel cuento para salvar a su novia infiel.

Pero el juez, furioso, dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡No me represente una comedia!

Entonces el potrero se puso de nuevo serio y digno.

—Señor juez, yo no represento una comedia. Lo que he dicho es la verdad, y ante Dios lo juro.

Y levantó sus tres dedos para prestar juramento.

—¡No, no, no debes jurar! —gritó Clara—. No debes jurar; ¡no debes perder la salud eterna de tu alma!

—¡Váyanse al diablo! —gritó el juez—. ¡Están los dos locos! Señor notario, tome nota de la declaración del mozo relativa a la joven gitana, a la que acusa del crimen. Que la busque la policía, que es cosa suya. Y vosotros os podéis marchar. Si es necesario ya os llamaré.

Con aquello la joven fue puesta en libertad; pero antes recibió del juez una severa amonestación.

El mozo tuvo que quedarse todavía para escuchar la lectura de su declaración, escrita en los autos, y firmarla.

Clara le esperaba fuera. El caballo de Alejandro estaba ya listo en el patio.

Pero el potrero entró primero en casa del veterinario para darle las gracias por sus cuidados.

El veterinario, que figuraba como testigo, lo había oído todo.

—Bueno, Alejandro —dijo al fin, interrumpiendo los extensos reconocimientos del mozo— he visto en el teatro muchos y buenos actores; pero ninguno de ellos ha representado el papel de chulo tan bien como tú.

—¿No debía obrar así? —preguntó Alejandro, poniéndose serio.

—¡Eres un buen muchacho! Has hecho bien. Pero si te vuelves a encontrar con la muchacha, dile algo bueno. La pobre no sabía que cometía una mala acción.

—No tengo nada contra ella. ¡Que Dios bendiga a usted por su gran bondad!

Cuando salía al corredor, Clara le cortó el paso y le agarró las manos.

—¡Alejandro! ¿Qué has hecho? Has perdido tu alma por toda la eternidad. Has jurado en falso, has mentido para salvarme. Has negado que me amabas, para que no ensangrentaran mi cuerpo, para que el verdugo no cortase mi delgado cuello. ¿Alejandro, por qué has hecho eso?

—Es asunto mío. Pero puedo decirte que, a partir de hoy, desprecio, aborrezco a uno de nosotros dos. No llores, que no es a ti. Ya no puedo mirarte a los ojos, porque me veo en ellos. Ya valgo menos que ese botón roto que se ha descosido de mi jubón. Dios te bendiga.

Tras estas palabras saltó a su caballo y desapareció en seguida en la brumosa lejanía.

Pero Clara le siguió con la mirada fija, hasta que sus grandes ojos se arrasaron en lágrimas ardientes; después recogió del suelo el botón tirado, y lo colocó sobre su pecho.