La muchacha veló, durante toda la noche, a la cabecera del enfermo. Por todos los tesoros del mundo no hubiera dejado su puesto a otra persona.
Y, sin embargo, también la noche anterior la había pasado en vela.
Pero no de aquel modo.
Aquél era el castigo.
Sentada sobre una silla, dormíase a veces; pero el más ligero gemido del enfermo la despertaba. Cada vez que le ponía una compresa fría se lavaba los ojos para seguir estando despierta.
Al primer canto del gallo cayó sobre los ojos del paciente un sueño bienhechor, lo cual era una crisis de buen augurio. Se estiró y comenzó a roncar en tono alto y normal.
Al principio, Clara se asustó mortalmente, porque pensó que aquellos eran los últimos estertores; pero luego su corazón se llenó de un violento goce. Era aquél un ronquido regular y sano, porque sólo un hombre que se encuentra bien es capaz de roncar así. Y, además, con aquel ronquido la hacía defenderse contra el sueño.
Hasta el segundo canto del gallo el enfermo durmió de un tirón.
Luego se despertó y bostezó.
¡Gracias a Dios! Ya sabía bostezar.
Cesaron las convulsiones. Aquellos que padecen bajo la tiranía de sus nervios saben lo bien que sienta un bostezo sano después de las convulsiones.
Clara quería echarle de nuevo café; pero el enfermo volvió la cabeza y murmuró en voz baja: «Agua».
La muchacha llamó a la puerta del veterinario, que dormía en la habitación de al lado, y le preguntó si podía darle al enfermo el agua que pedía.
El veterinario se levantó en seguida, y con la ropa de dormir y en zapatillas fue a observar al enfermo.
El estado de éste le dejó completamente satisfecho.
—Esto marcha muy bien. Si tiene sed, es una buena señal. Puede usted darle toda el agua que desee.
El enfermo bebió un gran vaso con agua y después se durmió tranquilamente.
—Va a dormir mucho rato —dijo el veterinario—. Bueno. Clarita; puedes ir a acostarte. En el cuarto de mi ama de llaves encontrarás preparada una cama. Dejaré la puerta abierta y cuidaré del enfermo.
—Permítame usted que permanezca aquí. Apoyaré la cabeza sobre la mesa y me dormiré de ese modo. ¿Quiere usted?
El veterinario lo consintió.
Cuando la muchacha despertó vio que era ya de día y que sobre el tejado los gorriones cantaban alegremente.
El enfermo no sólo seguía durmiendo, sino que hasta soñaba.
Sus labios se movían, balbuceaba algo y se sonreía. Abrió lentamente sus pesados párpados; pero aquello debía ser para él una gran fatiga, porque en seguida los volvió a cerrar. Sus labios estaban secos y se abrían, chascando.
—¿Quieres que te dé agua? —cuchicheó la muchacha.
—¡Hum! —murmuró el enfermo sin abrir los ojos. Le llevó un gran vaso de agua; pero aquel hombre, que hubiera sido antes capaz de mascar hierro, no tenía fuerzas bastantes para sostener el vaso. Era preciso que ella le alzase la cabeza y se lo pusiera en los labios.
Después de beber se durmió de nuevo.
Y cuando su cabeza se desplomó sobre la almohada, comenzó a cantar en voz baja; quizá no era otra cosa que la continuación de aquella canción que había comenzado a cantar en sueños, de aquella canción arrogante que dice:
¿Podrán nuestras empresas
no ser dichosas,
si las gitanas húngaras
son como rosas?