Mientras, el cochecillo del veterinario cruzaba alegremente la puszta.
El pacífico caballejo no tenía necesidad ni de brida ni de látigo, sabiéndose su lección de memoria. El veterinario podía pues sacar tranquilamente su cuadernito de notas y dedicarse a hacer sus cálculos.
De repente, alzando los ojos, descubrió a un potrero que galopaba con velocidad vertiginosa.
Mas era un galope como si caballo y jinete se hubiesen vuelto locos. Tan pronto el caballo galopaba como se detenía, se encabritaba y tomaba otra dirección. El jinete estaba sentado en la silla, con la cabeza y todo el cuerpo echado hacia atrás, y teniendo las bridas sujetas con ambas manos. El caballo sacudía de un modo salvaje la cabeza, tiraba impetuosamente de las bridas, soplaba y relinchaba.
El veterinario agarró en seguida las bridas y el látigo, y se apresuro para cortarle el camino al jinete.
—Pero… ¡si es Alejandro! —exclamó.
Por un momento pareció como si éste hubiese reconocido al veterinario, porque soltó las bridas y dejó que su caballo corriese hacia el coche.
El inteligente animal galopó jadeante hacia el coche y se detuvo ante él. Dio una sacudida, relinchó y faltó muy poco para que hablase.
Pero el mozo seguía sobre la silla con el cuerpo echado hacia atrás y el rostro mirando al cielo; sus manos rígidas ya no sostenían las bridas, y únicamente sus espuelas apretaban los riñones del animal.
—¿Me oyes, Alejandro Décsi? —le gritó el veterinario. El potrero parecía no oír ni ver absolutamente nada, y caso de que oyese o viese, no podía responder.
El veterinario saltó rápidamente fuera de su coche, rodeó con sus brazos el cuerpo del jinete y lo bajó del caballo.
—¿Qué tienes, Alejandro?
El mozo no contestó. Sus labios estaban apretados convulsivamente uno contra otro; el cuello, echado hacia la espalda, y su pecho jadeaba como el de un enfermo; todo su cuerpo estaba echado hacia atrás. Sus grandes ojos abiertos brillaban con un fuego enfermizo, y lo más terrible era que las pupilas se habían dilatado en forma que daba miedo.
El veterinario tendió al muchacho sobre la hierba y se puso a auscultarle.
—El pulso, unas veces se acelera, otras se retrasa, y en ocasiones se detiene por completo; las mandíbulas están cerradas convulsivamente; el cuerpo se echa para atrás. El muchacho está envenenado, y con un veneno vegetal.
El veterinario encontró al mozo entre la posada de Hortobágy y los pastos de Mátra. Era pues probable que el potrero se encaminase hacia los pastos y que los efectos del veneno hubieran comenzado a dejarse sentir en medio de su camino. Mientras conservó el conocimiento se dio prisa, seguramente, para llegar a la granja; pero en cuanto sus fuerzas le habían abandonado y los terribles dolores habíanle puesto como desvanecido, perdió el dominio de sus movimientos, y estos mismos movimientos locos habían espantado al caballo, pues el animal llevaba la boca toda espumeante.
El veterinario quiso colocar al mozo en su coche; pero era demasiado pesado y no logró ni siquiera alzarle hasta el borde del vehículo.
Sin embargo, no era posible dejarle allí hasta que se pudiera volver en su ayuda, pues durante aquel tiempo las águilas hubieran despedazado al hombre indefenso.
El caballo miró al veterinario con ojos inteligentes, casi como si supiese hablar, y después humilló la cabeza sobre el pecho de su amo y dejó oír un corto relincho repetido.
—¡Está bien; ahora ayúdame! —le dijo el veterinario. Y el caballo lo comprendió. ¡Cómo había de no comprenderlo! ¡Un caballo de la puszta! Son animales que casi tienen alma. Apenas vio el caballo que el veterinario trataba de levantar el cuerpo de su amo, le agarró del jubón con los dientes y trató de levantarlo. Así lograron, por fin, meterlo dentro del coche.
El veterinario ató el caballo por el cabestro al coche y corrió rápido en dirección a la granja.
Allí había un pequeño hospital y una farmacia, pero únicamente para los animales. El mismo no era más que veterinario; pero en casos como aquél todo el mundo que puede debe prestar su ayuda.
Pero era necesario averiguar si podría ayudar, siendo ante todo, preciso saber de qué veneno se trataba. ¿Sería estricnina o belladona?
Apenas llegaron a la casa, el veterinario llamó inmediatamente a su ama de llaves y a su ayudante.
Pronto quedó preparado el café; pero no era cosa fácil hacérselo tomar al enfermo, cuyas mandíbulas de tal modo estaban apretadas que para derramar el café entre los dientes fue preciso abrirlas con la ayuda de un hierro.
El veterinario dispuso ponerle compresas de agua fría sobre la cabeza y una cataplasma de mostaza en el estómago; y, como no había nadie que pudiera ayudarle, lo hizo todo por sí mismo. Al mismo tiempo escribía cartas y daba órdenes a su ayudante.
—Escucha y conserva bien en tu memoria todo lo que te digo. Vas en coche lo más de prisa que puedas a la posada de Hortobágy y le entregas al posadero esta carta. Si diese la casualidad de que no se encontrara en la casa, le dirás al cochero que yo le mando que enganche inmediatamente el caballo y que al galope vaya hasta la ciudad, entregando en seguida esta carta lacrada al médico. Yo no soy más que un veterinario y mi profesión me prohíbe cuidar a las personas; pero el caso exige un socorro inmediato. El mismo doctor traerá también la medicina. A la hija del posadero puedes decirle que me envíe todo el café molido que tenga en la casa, pues hasta tanto llegue el médico hay que darle sin cesar café al enfermo. Y, sobre todo, vuelve pronto. El ayudante comprendió la importancia de la misión que se le encomendaba y se apresuró a ejecutarla. Fatigado el caballo, que apenas si había tenido tiempo de descansar, se vio forzado a reanudar su carrera. Precisamente se hallaba Clara en la puerta de la casa, disponiéndose a regar los rosales, cuando el mensajero llegó con su coche.
—¿Qué es lo que te trae, Esteban, galopando tan de prisa?
—Una carta para el amo.
—Será difícil que le hables en este momento, porque está en trance de colocar un enjambre de abejas en un cesto nuevo.
—Hay en la carta una orden del veterinario para que envíen en seguida un coche en busca del médico.
—¿Qué es eso? ¿Tenéis algún enfermo en vuestra casa? ¿Quién de vosotros tiene la fiebre?
—De nosotros nadie; el veterinario ha encontrado al enfermo en la pradera. Es Alejandro Décsi, el guardián de caballos.
La muchacha dio un grito y la regadera se desprendió de sus temblorosas manos.
—¿Alejandro? ¿Está enfermo?
—Sí, y de tal modo que los dolores le hacen morder la sábana de la cama y golpea su cabeza contra la pared. Se conoce que al pobre lo ha envenenado alguien.
Fue preciso que la joven se apoyase en la pared con ambas manos para no caer al suelo.
—El veterinario no sabe a punto fijo de qué se trata, y por eso hace venir de la ciudad al médico.
Clara balbuceó algunas palabras ininteligibles.
—¿No sabe de qué se trata? —balbuceó la muchacha, mientras todo su cuerpo temblaba.
—El veterinario le pide a usted, además, que le envíe todo el café molido que tenga en casa, porque cuida a Alejandro con café negro, hasta tanto que el médico de la ciudad traiga la medicina; ignora cuál puede ser el veneno que le han dado al desgraciado.
Y el ayudante del veterinario marchó apresurado en busca del posadero.
—¿Ignora cuál puede ser el veneno? —murmuró entre dientes Clara, mirando fijamente delante de ella—. Pero yo sí que lo sé y se lo podría decir al veterinario. Así sabría en seguida lo que había que darle.
Tras aquellas palabras corrió a su cuarto, abrió el cofre, buscó en él la maldita raíz milagrosa de cabeza humana y se la metió en el bolsillo.
«¡Maldita aquélla que le había dado el mal consejo y maldita quien lo había aceptado!»
Después se puso a tostar café, y cuando el ayudante volvió del jardín —porque primero tuvo que ayudar a trasladar las abejas al cesto nuevo—, ya tenía llena de café molido la caja de estaño.
—Déme usted, pues, el café, señorita.
—Voy yo contigo.
El ayudante, que era un muchacho inteligente, lo comprendió todo en seguida.
—No venga usted conmigo, señorita, porque no le sentará bien ver a Alejandro Décsi en semejante estado. Cuando se ven dolores tan terribles, uno no puede resistir. Además, mi amo no la dejará entrar.
—No quiero más que hablar con tu amo.
—¿Y quién servirá mientras a los huéspedes de la posada?
—Se quedan la criada y el mozo tabernero.
—Por lo menos pregunte usted al posadero si se lo consiente.
—No, para qué. No se lo pregunto, porque sé que no me dejaría marchar. Démonos prisa, no me detengas.
Tras estas palabras apartó al mozo hacia un lado, se lanzó al patio, subió de un salto al coche, agarró las bridas y el látigo, dando al caballito un golpe, de modo que se pusiera al galope.
Sorprendido el mozo empezó a gritar jadeante, siguiéndola: «¡Señorita Clara!… ¡Señorita Clara!… Párese, no sea tan loca».
Y corrió tras el puente, donde el caballo, rendido, comenzó a andar al paso. Allá saltó también dentro del coche.
El pobre animal no recibió nunca tantos latigazos como le dieron en aquella caminata. Cuando llegaron a aquella parte del camino donde empieza el suelo arenoso, apenas si podía continuar.
Entonces Clara saltó impaciente del vehículo, y llevando consigo la caja, corrió con todas las fuerzas de sus piernas a través del campo de trébol y hacia la casa del veterinario.
Llegó jadeante y fuera de sí.
El veterinario, que la había visto llegar a través de la ventana, salió a su encuentro y en el patio le cortó el paso.
—Bueno, Clarita; ¿cómo es eso? ¿A qué viene usted?
—¿Cómo está Alejandro? —preguntó la muchacha respirando con dificultad.
—¿Alejandro? Mal.
A través de la cerrada puerta llegaba hasta los oídos el gemido doloroso del enfermo.
—¿Qué es lo que ha ocurrido?
—Ni yo mismo lo sé —dijo, no atreviéndose a dar su opinión.
—Pues yo sí lo sé. Es que le han dado algo de beber. Una mala mujer. También sé quién es. Para que se enamorase perdidamente de ella le ha mezclado algo en el vino, y por eso se ha puesto enfermo. Yo sé quién es ella y qué es lo que le ha dado.
—Señorita, no lo diga usted. Es una acusación muy grave. Además, habría que probarlo.
—¡Aquí está la prueba!
Y sacó del bolsillo la raíz venenosa y se la alargó al veterinario.
—¡Cielos! —gritó el veterinario horrorizado—. Pero si es la atropa mandrágora. Un veneno mortal.
La muchacha se llevó desesperadamente las dos manos al rostro.
—¿Pero, sabía acaso yo que se trataba de un terrible veneno?
—¡Clarita! No me asuste, porque si no, salto por la ventana. ¿Supongo que no habrá usted envenenado a Alejandro?
Silenciosamente, Clara dijo que «sí» con la cabeza.
—¿Y por qué, Dios mío, ha hecho usted eso?
—Era conmigo muy cruel, y me había dicho una gitana que con este medio lograría que me fuese fiel toda la vida.
—¡Ah! ¿Conque frecuentas el trato de las gitanas? No quieres ir a la escuela, donde el maestro te enseñaría a conocer las plantas venenosas, y, en cambio, aprendes lo que te cuentan las gitanas. Ahora sí que has hecho al muchacho bien dócil.
En su rabia tuteaba a la joven.
—¿Se morirá? —preguntó Clara con una voz llena de angustia.
—Sólo faltaría eso, que se muriese. No tiene el alma tan débil.
—Entonces, ¿seguirá viviendo?
Y, pronunciando aquellas palabras de esperanza, cayó de rodillas ante el veterinario, agarrándole las manos, que en vano el hombre trató de arrancarle.
—Vamos, vamos, no me agarres las manos, que están llenas de cataplasma de mostaza y se te hincharán los labios.
Pero ella besaba sus pies, y cuando se veía rechazada besaba las huellas de los pies, las huellas de los pasos sobre los ladrillos, llenas de barro, poniendo en ellas sus húmedos labios rojos.
—Pero, levántese y déjeme decirle algo razonable. ¿Ha traído usted el café? ¿Está tostado? Sí. ¿Y molido? Muy bien. Hasta que venga el médico es preciso que el enfermo beba café incesantemente. Conviene que hayas dicho de qué veneno se trata, porque así sé cuál es el contraveneno que tenemos que darle. Y ahora, hija mía, trata de marcharte de aquí y de desaparecer de la comarca; que no descubran tu pista, porque, hija mía, lo que has cometido es un delito criminal; el médico lo denunciará y la cosa llegará hasta el tribunal y los jueces. Huye, pues. Allá, donde las lenguas no sepan hablar.
—Yo no me muevo de aquí —dijo Clara, enjugándose los ojos húmedos con su delantal—. Aquí está mi cabeza, que me la corten. No pueden castigarme más. Si he pecado, que me castiguen según la ley y la justicia manden. Pero yo no me voy. Ese gemido que desde aquí escucho me liga más fuertemente que si mis pies y mis manos estuviesen atados. Por el amor de Dios, señor médico, permítame que permanezca cerca de él, que le cuide, que pueda ponerle los paños de agua fría, arreglarle las almohadas y enjugar el sudor de su frente.
—¿Pero qué cosas se te ocurren? Me encerrarían en un manicomio si dejase al envenenado al cuidado de la envenenadora.
Ante aquella cruel respuesta, el rostro de la joven se convulsionó con un dolor indecible.
—Luego, ¿también usted cree que yo soy mala?
Lanzó una mirada en derredor suyo, descubriendo en el borde de la ventana la raíz que ella misma había traído como cuerpo del delito, y agarrándola rápidamente, y antes de que el veterinario pudiese impedirlo, se la metió en la boca.
—¡Pero, Clara, no hagas tonterías con esa raíz, no la muerdas! Pronto, sácatela de la boca. Dámela. Te permitiré más tarde entrar en el cuarto del enfermo. Pero anticipadamente te digo que no es un espectáculo adecuado para ti. Las gentes débiles de corazón no pueden ver tales sufrimientos.
—¡Lo sé todo! Su ayudante me lo ha contado todo. Que su cambio es tal que no se le puede reconocer. Que sus hermosas mejillas sonrosadas están llenas de manchas azules; que la sombra de la muerte está tendida sobre su hermosa frente blanca y un sudor frío corre por su rostro; que sus ojos están terriblemente abiertos e inmóviles, como si fuesen de vidrio; que sus labios están fuertemente apretados y que, cuando los abre, sale por entre ellos una espuma blanca, y que, además de todo esto, da profundos gemidos y hace castañetear sus dientes y sus miembros se agitan en movimientos convulsivos, de modo que da pena verlo y oírlo. Pero es necesario que ése sea mi castigo. Que su gemido corte mi corazón como un cuchillo afilado. Aunque no lo vea con mis propios ojos ni lo oiga con mis oídos, lo veo y lo escucho ahora mejor que si estuviese dentro de la habitación.
—Bueno; inténtalo, si es que te encuentras con fuerzas. Te daré la cafetera para que en seguida le prepares el café. Pero si comienzas a llorar te saco fuera.
Cuando descubrió al mozo soberbio y fuerte tendido sobre el lecho, se presentó ante sus ojos verde y amarillo. ¡Qué es lo que había sido de aquel real mozo que horas antes se había despedido de ella, en un espacio de tiempo no mayor del que se necesita para contar un cuento!
El veterinario llamó también a su ayudante.
Clara dominó sus sollozos, y si éstos salían a veces de todos modos de su garganta, una mirada llena de reproches del veterinario bastaba, diciendo ella que tenía hipo. Los dos hombres pusieron la mostaza sobre las piernas del enfermo.
—Dadme el café. Es preciso hacérselo pasar entre los dientes.
Pero aquello era cosa difícil y muy complicada. Era necesario que los hombres separasen los brazos rígidos del muchacho para que no se retorciese convulsivamente.
—¡Bueno, Clarita; ahora ábrele la boca! ¡Oh!, así no puede ser. Es necesario que metas ese hierro entre sus dientes. Así; sobre todo no tengas miedo, que no se lo tragará. Sus dientes lo sostendrán tan fuertemente como si estuviese cogido por tenazas de hierro.
Clara obedeció.
—Bueno; ahora échale el café muy despacio. Así. ¿Ves? Eres una muchacha muy lista. Te recomendaré a las hermanas de la caridad como enfermera.
La muchacha sonrió, aunque su corazón estaba a punto de estallar.
—¡Si por lo menos no me mirase tan fijamente con los ojos!
—¿Es eso lo que te causa más pena, sus ojos fijos? Lo creo.
Entonces el estado del enfermo experimentó una pequeña mejoría. Quizá era aquello el efecto del contraveneno. Su doloroso gemido se hizo más bajo y las convulsiones de los miembros eran menos fuertes. Pero la frente le seguía ardiendo como si tuviese fuego.
El veterinario dio a la muchacha instrucciones precisas acerca de cómo debía retorcer la servilleta húmeda, cuánto tiempo debía mantener la compresa sobre la frente y cuándo había que renovarla. Ella le obedeció en todo.
—Veo, Clara, que tienes un corazón valiente.
La recompensa de todo aquello no tardó en llegar.
Era la alegría de ver cómo el enfermo cerraba los ojos, no mirando más tan terriblemente con aquellos ojazos vidriosos y aureolados.
Más tarde abrió también los labios, y ya no fue preciso abrirle a la fuerza sus apretados dientes.
Probablemente, aquello era el rápido remedio que hacía su efecto. ¿O era acaso que la dosis de veneno no había sido grande? Cuando el médico, llegó de la ciudad el estado del paciente había mejorado de una manera considerable. Habló largo rato en latín con el veterinario, y aunque Clara no entendió nada, su claro instinto le hizo comprender que se ocupaban de ella.
Entonces el médico prescribió una pócima, escribió el «despáchese» y se volvió al instante a la ciudad. El guardia que había venido con él, sentado junto al cochero, se quedó.
Apenas había marchado el médico cuando entró en el patio un segundo coche, en el que venía el posadero para reclamar la muchacha al veterinario.
—No corra usted tanto, amigo mío. La señorita está detenida preventivamente. Vea usted ahí el guardia.
—Si ya lo decía yo siempre…, que estas muchachas se vuelven locas en cuanto una vez pierden la razón. Por otra parte, todo esto no me importa gran cosa. No somos parientes próximos.
Y con una tranquila flema se volvió a su casa.