Muy temprano, aun antes de la salida del sol, los caballeros forasteros habían salido de la posada de Hortobágy.
La posada de Hortobágy no es una cabaña cualquiera, cubierta de paja, tal como ha imaginado el pintor, sino una linda casa de ladrillo, con tejado de bardas y cómodas habitaciones para los viajeros, con una buena cocina y una excelente bodega: el establecimiento pudiera perfectamente encontrarse en una ciudad. Cerca del jardín se desliza tranquilamente el arroyo de Hortobágy, bordeado por espesos cañaverales y temblones sauces.
No lejos de la posada cruza la carretera sobre un monumental puente de piedra, que descansa sobre abovedados pilares. Los habitantes de Debrecen aseguran que la fortaleza de este puente se debe a que la cal empleada para construirlo fue mezclada con leche; pero los envidiosos dicen, por el contrario, que la cal fue mezclada con el vinillo que produce la tierra arenosa de Debrecen, y que ese vino malo es lo que ha contraído de aquel modo la cal.
La marcha tan de mañana tenía dos razones: una ideal y otra práctica. El pintor se alegraba ya por anticipado con la razón ideal, es decir, con presenciar la salida del sol en la llanura, de cuyo maravilloso encanto nadie es capaz de tener una idea si no lo ha visto con sus propios ojos… Y era la razón práctica el que las vacas compradas no podían ser separadas del ganado más que por la mañana. Es preciso saber que en el coto de Mátra hay reunidas mil quinientas vacas, y en primavera la mayoría de ellas están acompañadas de ternerillos. Si el vaquero quita sus terneros a las vacas elegidas por la mañana muy temprano, antes de que las vacas hayan bebido, éstas siguen instintivamente a sus pequeñuelos. Estos animales salvajes, que, exceptuado su vaquero, jamás ven hombre alguno, se portarían terriblemente con un extraño, mientras que a su vaquero están habituadas.
Los dos señores forasteros se han puesto en camino sobre un ligero cochecillo, y hacia la parte más alejada de la llanura de Hortobágy, allí donde hasta los habitantes del llano no sabrían hallar el camino sin la intervención de un guía. Pero los dos cocheros de Debrecen conocen perfectamente la ruta; por eso han dejado marchar al vaquero que desde los pastos les habían enviado, apenas les prometió que más tarde se uniría a ellos.
El pintor era un célebre paisajista de Viena, que había viajado mucho por Hungría para hacer estudios de su arte, y que hablaba el húngaro; el otro era el caballerizo mayor del conde de Engelshort, gran propietario de Moravia. Habría sido mucho mejor enviar a un conocedor de vacas en lugar del caballerizo mayor, pues un conocedor de caballos acostumbra a dirigir toda su atención hacia estos animales; pero el caballerizo aventajaba al resto de los empleados del conde en que conocía el húngaro. Había estado en Hungría mucho tiempo de guarnición como teniente de dragones, y las hermosas húngaras le habían enseñado aquella lengua. Acompañábanle dos vaqueros moravos, dos mozos fuertes, de poderosos puños, armados de pistolas de dos cañones.
Los señores de Debrecen, el uno era un empleado del ayuntamiento, y el otro un honrado burgués, en cuyo ganado se habían de escoger las veinticuatro vacas de cría, con los correspondientes representantes de la especie masculina.
Cuando salieron, todavía la luna y las estrellas lucían en el cielo pálido, mientras que por el oriente comenzaban a distinguirse las claridades de la aurora.
El burgués de Debrecen, un castizo magiar, explicaba al pintor que aquella estrella era «la linterna de los vagabundos», hacia la cual van los ojos de los bandoleros, creyendo que si al mismo tiempo suspiran un «Ayúdame, Dios mío», entonces es seguro que nunca se verán atrapados cuando roban los ganados.
El pintor, encantado con aquello que escuchaba, dijo:
—Es una idea digna de Shakespeare.
Pero su impresión se hizo todavía mucho más honda cuando al cabo de una media hora llegaron a un lugar en donde la vista no descubría otra cosa que el cielo y el mar de hierba de la llanura sin fin. Ni un solo pájaro volando, ni una sola cigüeña de largas patas que interrumpiese la majestuosa monotonía.
—¡Cuán encantador es todo esto! ¡Qué armonía de colores! ¡Qué armonía asimismo tan maravillosa en los contrastes! —exclamó encantado el artista.
—Ahora, todavía —dijo interrumpiéndole el prosaico ganadero—, pero más tarde, cuando aparezcan los tábanos y los mosquitos…
—¡Y este tapiz de hierba perfumada, y esos verdes oasis!
—Sí, todo eso es bueno para el ganado.
En aquel momento se oyó en lo alto el maravilloso gorjeo de la alondra.
—¡Encantador! ¡Son maravillosas esas alondras!
—Sí, ahora son todavía delgadas; pero una vez que el trigo esté maduro…
Poco a poco se levanta el día, y el rojo púrpura del cielo se trocaba en amarillo de oro. Lucía ya en el horizonte, precursora del sol, la estrella matutina; luminosos contornos con los colores del arco iris rodeaban las sombras de los hombres y de los animales, que se dibujaban obscuras sobre la hierba. Rápidos como flechas los ocho caballos hacían volar los ligeros cochecillos a través de la verde pradera sin caminos. En el horizonte se hacían visibles los contornos obscuros, el primer bosquecillo de acacias sobre la llanura sin árboles, y algunas colinas aisladas, envueltas en azul, destacaban con mayor nitidez.
—Aquéllas son las colinas de los tártaros de Zám —explicó el burgués de Debrecen a su compañero de viaje—. En otro tiempo era un pueblo, pero los tártaros lo han devastado. Todavía en algunos sitios aparecen entre la hierba las ruinas de la iglesia. A menudo, cuando los perros desentierran a las comadrejas, acostumbran a desenterrar también esqueletos humanos.
—¿Y qué calvario es aquél de allá lejos?
—No es un calvario, sino el triple cigoñal del pozo grande, donde se da a beber a los animales. Estamos ya cerca de los pastos.
Descansaron un poco cerca del bosquecillo de acacias, pues, según habían convenido, tenían que esperar allí al veterinario, que venía desde el llano de Mátra con su cochecillo tirado por un solo caballo.
Durante aquel tiempo, el pintor dibujó algunos apuntes en su cuaderno, mientras iba pasando de un éxtasis en otro: «¡Qué modelos tan maravillosos! ¡Qué asuntos tan lindos!».
En vano su compañero de viaje le rogaba que no dibujase aquella infinidad de cardos, sino mejor las erguidas y finas acacias.
Al fin acercóse a ellos, cruzando el llano oblicuamente, el carruaje del veterinario.
Ni siquiera detuvo el coche, contentándose con gritar a los demás:
—Hay que darse prisa, señores; hay que darse prisa antes de que se haga completamente de día.
Después de un camino bastante largo llegaron por fin al «gran rebaño».
Nada más digno de ser visto sobre la llanura de Hortobágy. Mil quinientas vacas, formando un rebaño, con sus toros en número correspondiente.
En aquella hora el ganado descansaba todavía; no se puede afirmar si duerme, porque nadie ha visto descansar a un animal vacuno con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia el suelo. No se referían a ellos las palabras de Hamlet: «Dormir…, soñar acaso».
—¡Qué maravilloso cuadro! —exclamó el pintor, arrobado—. Un verdadero bosque de cuernos. En medio del rebaño mantiénese el toro de raza, con la cabeza negra y el morrillo lleno de pliegues. Muy negra es también la pajaza de su cama; todo alrededor, la hierba verde, infinita, y, en último término, la niebla gris, a través de la cual, como a través de un velo, brilla la hoguera lejana de unos pastores. Es preciso que todo esto quede eternizado.
El pintor se apeó del coche.
—Les ruego que sigan en el coche su camino. Ya veo desde aquí los pastos y sabré encontrar la dirección.
Tras estas palabras desplegó su silla de campo, cogió su paleta y su pincel y trazó sobre su cuaderno grandes líneas de colores. Durante aquel tiempo los coches se alejaron de él.
De improviso los dos perros grandes de guarda que custodiaban el ganado descubrieron al forastero en medio de la llanura, corrieron hacia él ladrando y dando grandes saltos.
Pero el pintor no tenía costumbre de asustarse, tanto más cuanto que los perros de guarda formaban parte de aquel conjunto de colores, blancos sus pelos y el hocico negro.
Además, los perros no hacen nunca daño a un hombre que está sentado tranquilamente. Cuando llegaron muy de cerca se detuvieron, preguntándose: «¿Quién diablos es este tipo?». Después se sentaron sobre sus patas traseras y miraron con curiosidad al cuaderno de los apuntes: «¿Qué estará haciendo?».
Entonces el pintor les gastó una broma, pintando de rojo el hocico de uno de los perros y de verde el del otro. A los perros les agradó aquella atención, mientras la consideraron como unas caricias. Mas cuando luego se miraron y descubrieron el hocico rojo y verde, cada uno de ellos creyó hallarse en presencia de un perro extraño, y se atacaron con sus agudos colmillos.
Afortunadamente se aproximó el carretillero. Llámase así a un vaquerillo que sigue al rebaño con el chirrión, especie de carro donde se va recogiendo aquella turba volante que los animales van dejando tras sí en el suelo, que es lo que luego se emplea para encender fuego en la llanura, y cuyo humo, que produce cierta comezón, es tan apreciado por los hombres como por los animales.
El carretillero introdujo su carro entre los dos perros que reñían, separándolos y haciéndoles apartarse de allí. El perro de guarda no tiene miedo al palo; pero ante la carretilla experimenta un terrible respeto.
El muchacho de la carretilla era un mozo guapo y bien plantado, capaz de repetir de modo muy inteligente el recado de los señores, por el cual se le hacía saber al pintor que debía trasladarse a los pastos, donde encontraría cosas mucho más interesantes para su pincel.
Pero el cuadro de la llanura no estaba todavía terminado.
—Si te doy una linda moneda de diez Krajcár, ¿me podrás llevar en tu carrito hasta los pastos?
—Ya lo creo. Tengo llevados en esta carretilla bueyes más pesados que el señor. Siéntese usted dentro.
Con aquella feliz idea, el pintor lograba dos cosas. Llegar a los pastos y, sentado en el carrito, terminar su nota de color, llena de encanto.
Durante ese tiempo los caballeros habían descendido de los coches y el comprador había sido presentado al jefe de los vaqueros.
El jefe de los vaqueros era un magnífico ejemplar del hijo de la llanura húngara. Era alto y fuerte, con los cabellos ligeramente encanecidos y los bigotes retorcidos en forma de anillo. Su inteligente rostro estaba bronceado por la vida al aire libre, guiñando los ojos por causa de estar recibiendo de continuo la luz del sol.
En la llanura se llama «biombo contra la tempestad» al recinto que sirve a los hombres y a los animales como defensa contra el viento y contra la tempestad, pues sólo el viento puede tenerse como un mal enemigo en el llano. El vaquero no se preocupa ni de la lluvia, ni del calor, ni del frío, y colocándose del revés el szür y doblando el ala de su sombrero, brinda a la lluvia su frente.
Pero contra el viento necesita de una fuerte defensa, porque el viento es el gran señor de la llanura. Si el torbellino coge a la yeguada en pleno campo y los guardianes no pueden hacerla guarecerse todavía a tiempo detrás del «biombo contra la tempestad», entonces el huracán arrastra a los animales como si fueran ligeros copos de nieve, llevándolos hasta el río Tisza, hasta que llegan a un bosque donde pueden detenerse. El «biombo contra la tempestad» es un recinto construido con fuertes empalizadas, con tres alas, en cuyos extremos los animales hallan un refugio.
La habitación de los vaqueros es una cabaña pequeña, cuyas paredes están hechas como los nidos de las golondrinas. Pero aún esta cabaña no está construida para vivir en ella y dormir, pues los vaqueros no encontrarían allí suficiente sitio. En la cabaña no tienen más que sus pellizas de piel de cordero y la «caja húngara», es decir, una piel de ternero con las cuatro patas y con una cerradura en el sitio correspondiente a la cabeza. Allí es donde guardan su tabaco, el pimentón y sus documentos. De la pértiga cuelgan, una tras otra, las pesadas pieles de cordero. Duermen todo el año al raso. En verano su manta es el szür, y en invierno la pelliza. Únicamente el jefe de los vaqueros duerme bajo la techumbre de la cabaña, sobre un banco; encima de su cabeza está el aparador donde están puestos los grandes panes, y en el centro la olla de madera, en la cual sus mujeres les traen los domingos, después de mediodía, la comida para toda la semana. Porque las mujeres viven en la ciudad.
Delante de la cabeza se halla una construcción redonda, formada por una hilera de cañas, cuyo suelo está hecho de ladrillos y que carece de techo. Es la cocina. Allí es donde se cuece el gulyás[5], manjar principal de los guardianes, en la gran cacerola colgada sobre el fuego de una trípode de madera, y también es allí donde se cuecen las sopas de harina. La cocina está a cargo del mozo vaquero. Las cucharas, de largos mangos, están colocadas en fila, una tras otra, sobre la pared de cañas.
—¿Y dónde han dejado los señores al vaquero? —preguntó el jefe.
—Tenía que saldar una cuentecita con la hija del posadero —respondió el ganadero, el señor Sajgató.
—Entonces ese bandolero no volverá para la hora de dar de beber al ganado.
—¿Bandolero? —dijo el pintor interrumpiéndole, por haber sonado a su oído aquella palabra como si fuese música—. ¿Pero ese vaquero es un bandolero?
—¡Oh, no! Lo he dicho únicamente como una expresión de lisonja —dijo, explicándolo, el jefe de los vaqueros.
—Sin embargo, ¡me gustaría tanto poder pintar un bandolero de verdad!
—Por aquí no los encontrará el señor. Si alguno se pierde por aquí, lo echamos.
—¿Cómo? ¿No hay bandoleros en el llano de Hortobágy?
—¿Para qué negarlo? Entre los pastores hay bastantes ladrones, y también los porqueros suelen ser con frecuencia bandidos; hasta puede ocurrir que un guardián de caballos, perdiendo la cabeza, acabe por convertirse en un bandido vagabundo; pero nadie es capaz de recordar que un vaquero se haya transformado en un ladrón.
—¿Cómo es eso?
—Porque el vaquero trata siempre con animales pacíficos e inteligentes, y no llega a mezclarse, ni siquiera para beber, ni con los pastores ni con los porqueros.
—De manera que —dijo el caballerizo— el vaquero constituye, por decirlo así, como la aristocracia de la llanura.
—Sí, así es. Del mismo modo que entre los caballeros hay barones y condes, así entre los guardianes de animales hay vaqueros y yegüerizos.
—De manera que ni aun en el llano reina la igualdad completa.
—Mientras existan hombres, nunca habrá igualdad. El que ha nacido para ser caballero lo es hasta debajo del szür, y no roba caballos ni animales aunque los encuentre separados del rebaño, sino que busca al propietario del animal y se lo entrega. Pero que en el ferial el mismo honrado guardador de caballos no engañe al comprador que se deja engañar, eso sí que ya no lo garantizo.
—También es un rasgo de carácter aristocrático. Engañar en la venta de caballos es un deporte de la sociedad distinguida.
—Más todavía en la venta de animales de cuernos. Por eso, señor, le ruego que se ponga bien los lentes mientras esté entre nosotros, porque una vez que haya comprado los animales ya no respondo por ellos.
—Gracias por la advertencia.
Una llamada del veterinario puso fin a la conversación.
—Señores, vengan pronto. Ha salido el sol.
El pintor cogió rápidamente su paleta y su pincel y se instaló para hacer algunos apuntes; pero pronto hubo de dejarlos, desesperado.
—Es completamente absurdo —dijo—. ¡Vaya un cuadro modernista! La niebla lila sobre el horizonte; la tierra, azul obscura; el cielo color naranja, y entre los dos luce una nube ancha color de rosa. Pero ¡qué gloria de púrpura anuncia allá lejos la salida del sol! Una montaña de fuego se alza en el horizonte claramente limitado. Semejante a una pirámide, pero sin resplandor, de manera que se puede mirar al sol con los ojos abiertos. ¡Miren ahora, señores! El sol tiene cinco ángulos. Ahora, subiendo, adopta la forma de un huevo. ¡Ah! Y ahora parece delgado por abajo y como una bóveda por arriba, como un hongo. Miren ahora, que toma la forma de una urna romana. Es absurdo, no puedo pintar eso. ¡Ah! Ahora un jirón delgado de nube pasa por delante del sol, como un amorcillo con una venda sobre los ojos. Y ahora… ahora tiene el aire de un mosquetero barbudo. ¡Ca! Si yo pintase ese sol pentagonal me encerrarían en un manicomio.
Y arrojó el pincel furiosamente contra el suelo.
—Estos húngaros siempre quieren tener algo aparte. Al presente nos muestran una salida del sol, que en realidad existe, y que, sin embargo, es absurda. ¡Esto no es natural!
El veterinario comenzó a explicarme que aquello era una maravilla óptica, que solemos ver con ocasión del espejismo húngaro, el délibáb; es la rotura de los rayos del sol al atravesar las capas de aire desigualmente caldeadas.
—¡Y, sin embargo, es imposible! No lo creo, precisamente porque lo he visto.
Pero el sol no se dejaba mirar por más tiempo. Hasta entonces no había sido más que su reflejo, provocado por la rotura de los rayos en la atmósfera; pero en el momento en que él mismo se eleva y lanza sus rayos, ningún ojo humano puede mirarle impunemente. El firmamento, que hasta entonces lucía sonrosado, trocóse en oro líquido, y el horizonte se mezcló con la tierra, que del mismo modo lució amarilla como el oro.
Y cuando brotaron los primeros rayos del sol, todo el rebaño durmiente se alzó de pronto, y aquel bosque de cuernos de mil quinientas bestias se puso en movimiento. El toro padre, de cuyo cuello colgaba el enorme cencerro del rebaño, sacudió su poderosa cerviz, y al son de aquel cencerro vibró, semejante al trueno, el corazón de la llanura. Mil quinientas bestias comenzaron a mugir a un mismo tiempo.
—¡Magnífico! ¡Divino! —exclamó el pintor entusiasmado—. Parece un coro wagneriano, un concierto de oboes, de cuernos y de timbales. ¡Ah, qué obertura! ¡Qué sinfonía! Parece un final del Crepúsculo de los dioses.
—Sí, sí —dijo graciosamente el señor Sajgató—. Ahora van a abrevar, y cada vaca llama a su ternero… Por eso es por lo que gritan.
Tres vaqueros se trasladaron de prisa al pozo grande, cuyo cigoñal era una verdadera obra maestra de carpintería; y poniendo en movimiento el cubo de hierro, sacaron agua hasta lograr que el gran dornajo estuviese lleno. Era aquél un trabajo bastante pesado, que debía repetirse tres veces al día.
—¿No se podría hacer ese trabajo por medio de máquinas? —preguntó el vienés al jefe de los vaqueros.
—Sí, señor, y hasta tenemos una máquina para ello; pero el vaquero prefiere trabajar, ensangrentarse las manos, que hacer trabajar a su caballo tirando de la noria.
Mientras se le da de beber a las bestias, un cuarto vaquero se ocupaba en escoger cerca del dornajo las vacas que el señor Sajgató había destinado a la venta y llevaba sus ternerillos a la parte trasera del recinto. Entonces las vacas los seguían por instinto, dejándose conducir fácilmente al mismo sitio.
—Éstas son mis vacas —dijo el señor Sajgató al vienés.
—Pero ¿cómo reconoce el vaquero, entre mil, cuáles son las de usted? —preguntó el caballerizo—. ¿Cómo puede distinguir unas vacas de otras?
El vaquero miró al forastero con un desdeñoso gesto de piedad.
—¿Pero es que ha visto alguna vez el señor dos vacas parecidas?
—Para mí todas lo son.
—Pero no para un vaquero.
Por otra parte, el caballerizo estaba contento con los animales escogidos.
Durante aquel tiempo se aproximó el muchacho vaquero y anunció que desde el mástil de observación se veía ya venir al vaquero Paco, que galopaba muy de prisa.
—Ese tunante va a estropear el caballo —murmuró furiosamente el jefe de los vaqueros—. Aguarda, miserable, que yo te limpiaré la cabeza.
—Supongo, amigo, que no le irá usted a golpear —dijo el caballerizo.
—Ciertamente que no. El que pega a un vaquero haría mucho mejor matándolo al mismo tiempo, pues aquél no sería capaz de soportar la vergüenza. Además, ese muchacho es mi preferido, porque yo soy el que le ha educado. Soy el padrino de ese tunante.
—Y, sin embargo, se separa usted de él y le envía a Moravia. ¿Cómo es eso?
—Precisamente porque le quiero. La conducta de ese mozo no me agrada. Se ha dejado el corazón cerca de esa rosita amarilla de la posada de Hortobágy, y eso no puede terminar bien. La muchacha tiene un novio hace mucho tiempo, un potrero que está ahora en el ejército. Si vuelve a su casa con licencia, los dos muchachos habrán de reñir por la muchacha como dos toros bravos. Es mucho mejor para él que se vaya lejos; allí se enamorará pronto de alguna linda morava y olvidará a su rosa amarilla de la posada.
Durante aquel tiempo, el veterinario había examinado a cada uno de los animales, redactando para cada uno de ellos una guía, después de lo cual el mozo vaquero escribió con bermellón en los cuernos de las bestias el nombre del comprador. Todos los vaqueros saben leer y escribir.
Se oía a lo lejos el patalear de un caballo. El vaquero había llegado. El viento de la mañana le había quitado la borrachera de la cabeza, y el galope le había arrancado también el sueño de los ojos.
Con un diestro salto se desprendió de la silla y condujo el caballo de las bridas hasta los pastos.
El jefe lo detuvo, gritándole:
—¡Ah, tunante! ¿Te ha traído el diablo a casa?
No respondió el vaquero, y tranquilamente le quitó al caballo la silla y las bridas. Los riñones del caballo estaban cubiertos de espuma por causa del galope; el vaquero se la quitó cuidadosamente con una rodilla de piel de cordero, enjugó todo el cuerpo del animal y en seguida le puso la cabezada.
—¿Por dónde diablos te has estado de paseo? Vienes una hora más tarde que los señores, y debieras haberlos guiado hasta aquí, vagabundo.
El mozo no contestaba ni una palabra, ocupándose sólo del caballo, colgando de un clavo la silla y las bridas.
El jefe de los vaqueros se enfadaba cada vez más, gritando de tal manera, que el rostro se le puso rojo como una cereza.
—¿Quieres responderme? ¿O será necesario que te sacuda las orejas para que oigas lo que te digo?
Entonces el mozo respondió:
—Pero ¿no sabe usted que soy sordomudo?
—¡Habrá que colgarte el día de tu santo! ¿Acaso he inventado yo esta historia para que vengas ahora a entretenerme con ella? ¿No ves que ya ha salido el sol?
—¿También es culpa mía que haya salido el sol? Los forasteros se echaron a reír, lo que todavía enfadó más al viejo.
—Oye, tunante, conmigo no bromees, porque te golpeo como se golpea a la ropa sucia.
—¿Sí? Y yo, ¿qué haría?
—No, tú no harías nada, pillo, más que pillo —gritó el jefe de los vaqueros, echándose él mismo a reír—. Bueno; no es posible hablar razonablemente con este muchacho.
El caballerizo mayor aseguró que él sabría hablar razonablemente con el mozo.
—Amigo mío, es usted un guapo mozo —le dijo—. Me extraña mucho que no le hayan escogido para servir en húsares. ¿Qué enfermedad padece usted, pues, que no le han reclutado?
El mozo hizo un gesto brusco, pues a los muchachos campesinos no les agradan semejantes preguntas curiosas.
—No he sido soldado porque mi nariz tiene dos agujeros.
—¿Lo ve usted? —murmuró el viejo—. No es posible que se hable razonablemente con ese mozo. ¡Anda pronto al abrevadero! No, por allí no. ¿Qué es lo que te he dicho? ¿No sabes lo que tienes que hacer? ¿Estás borracho todavía? ¿No ves que ya están separadas las vacas? ¡Hum! ¿Quién va a separar el toro?
Efectivamente, no todo el mundo es capaz de hacer que el toro salga del rebaño, y para semejante operación es necesario alguien que sea todo un hombre. Paco Lacza era maestro en aquel arte. Hizo salir mediante palabras halagadoras y caricias al toro, perteneciente al señor Sajgató, y lo condujo ante los señores como un corderillo. Era un soberbio animal, con su gran cabeza cuadrada, enormes cuernos puntiagudos y grandes ojos negros. Se dejó arañar la peluda testuz, y con su lengua de agudos bordes lamió la palma de la mano del vaquero.
—Es joven todavía. No ha visto más que la tercera hierba —dijo el jefe.
Los vaqueros cuentan la edad de los animales según los cortes de la hierba.
Naturalmente, el pintor no dejó pasar la ocasión de dibujar al magnífico vaquero con su toro, diciéndole cómo debía colocarse y poner las manos sobre la cornamenta del animal. Pero el vaquero no estaba acostumbrado a servir de modelo y le parecía que cambiaba su dignidad.
Cuando el modelo se impacientaba, el pintor tenía la costumbre de entretenerlo con toda clase de chistes. Durante aquel tiempo, los demás habían ido a visitar el ganado.
—Dígame, amigo: ¿es cierto lo que he oído, que los vaqueros suelen muchas veces engañar al comprador?
—Naturalmente. Hasta ahora el jefe ha engañado a estos señores, pues les ha dicho que el toro no tenía más que tres hierbas, y, mire usted, señor pintor, la verdad es que es viejo, que no tiene ni un solo incisivo en la mandíbula superior.
Tras estas palabras, abrió fuertemente la boca del animal para demostrar la verdad de su afirmación.
El pintor abandonó en seguida su dibujo.
El sentimiento de la justicia era en él todavía más fuerte que el del arte.
Al momento cerró su álbum, pretextando haber terminado, y comenzó a buscar a su compañero de viaje, que estaba contemplando con los otros señores las bestias escogidas. En voz baja le comunicó al oído su descubrimiento.
Esto provocó también en el caballerizo una profunda indignación, haciéndole abrir la boca de dos o tres vacas.
—Oiga usted, amigo —le dijo al jefe de los vaqueros—, me ha dicho usted que a los vaqueros les gusta engañar a los compradores; pero yo soy de los que no se dejan engañar. Estas vacas son tan viejas que no tienen un solo incisivo en la mandíbula superior.
El jefe de los vaqueros se retorció los bigotes y sonrió.
—¡Ah, caballero!; ya comprendo la broma. Esa anécdota está en el calendario del año pasado, donde se cuenta cómo durante la guerra con los franceses, la napoleónica, los campesinos burláronse del general, el cual no sabía que los animales con cuernos no tienen dientes incisivos en la mandíbula superior.
—¿Ninguno? —preguntó el caballerizo mayor, asombrado.
Y cuando el veterinario lo afirmó, todavía hubo de mostrarse más ofendido.
—¿Sé yo acaso cómo se ha formado la mandíbula de una vaca? ¿Es que soy un dentista de animales vacunos? En toda mi vida he tenido que ver más que con caballos.
Pero era preciso que se vengase con alguien de la plancha que había cometido, y atacó furiosamente al pintor, porque había pretendido engañarle. Aquello él no lo consentía.
La disputa se vio interrumpida por el anuncio respetuoso del carretillero, el cual vino a decir que el desayuno estaba a punto.
El carretillero es el cocinero de los pastos. Durante todo aquel tiempo había estado preparando el desayuno de la llanura, que se conoce con el nombre de farinetas. Las trajo en la gran cacerola y la colocó sobre las trébedes. En seguida los señores se colocaron alrededor, y cada uno de ellos recibió una cuchara de estaño, de mango largo, con la cual fueron cogiendo las farinetas de la cacerola, uno tras otro, afirmando cada vez que estaban muy buenas. Cuando los señores habían comido bastante, les llegó su turno a los vaqueros, que consumieron todo el contenido de la cacerola. Lo que quedaba en el fondo era para el carretillero.
Mientras tanto, el señor Sajgató preparó el café húngaro. Los que han viajado alguna vez por estas comarcas saben muy bien lo que es este café húngaro. Es vino rojo cocido, con azúcar cande, amarillo, canela y clavillo. Es muy agradable después de un paseo matinal por el llano.
Después el carretillero lavó la cacerola, la llenó de agua y volvió a colgarla sobre el fuego.
—De aquí a que los señores vuelvan de su inspección estará preparado el gulyás. Entonces es cuando verán lo que es cosa buena.
Paco Lacza guió a los señores y les enseñó las cosas de la llanura que merecen ser vistas: el biombo contra la tempestad, el cementerio de las bestias, rodeado por una tapia, etcétera.
—En otros tiempos, en los buenos tiempos, si una bestia moría se la dejaba por ahí, hasta que llegaban enjambres de cuervos y devoraban hasta el último trozo. Pero desde que hay «orden» en el país, hemos recibido la orden de que por cada animal que muera avisemos al veterinario para que lo examine y acredite de qué se ha muerto, obligándonos a enterrarlo. Mas —para decir verdad— el hacerlo nos duele por la buena carne, y entonces cortamos grandes trozos de lomo, los dividimos en pedacitos, los asamos un poco y luego los ponemos sobre una estera de esparto para que el sol los seque. Cuando ya están bien secos los metemos en un saco, y cuando queremos preparar el gulyás, echamos en la cacerola un puñado de carne seca por cada hombre.
Durante aquel relato, el pintor había estado mirando fijamente a los ojos del vaquero, volviéndose luego al jefe.
—Dígame, buen hombre: ¿ese vaquero suyo tiene costumbre de decir alguna vez la verdad?
—Muy pocas veces; pero, casualmente, esta vez la acaba de decir.
—Entonces, muchas gracias por vuestro gulyás.
—¡Oh, señor!; no debe extrañarle eso, pues no tiene importancia. Siempre fue así, desde que Dios creó el llano de Hortobágy, y, miren ustedes, señores, a esos muchachos, llenos de salud y de fuerza, y, sin embargo, todos han sido criados con carne de carroña. Los sabios podrán decir lo que quieran; pero la carnada no hace daño al campesino húngaro.
Sin embargo, el caballerizo mayor prohibió a los vaqueros moravos que comiesen de aquel plato.
—Es posible —dijo el pintor a su compañero— que ese tunante haya inventado la historia para quitarnos las ganas de probar el gulyás y luego burlarse de nosotros. Ya veremos si el veterinario come, pues él debe estar bien enterado de si la cosa es cierta.
Durante aquel tiempo se alzó en el horizonte el espejismo del aire, el délibáb, la fata morgana, la encarnación de un sueño de cuento de hadas.
En el horizonte se alzaba un mar gigantesco, cuyas terribles ondas corrían del este hacia el oeste; las colinas se transformaban en islas y las menudas acacias en bosques vírgenes. Un rebaño de bueyes que pastaban a lo lejos transformóse en una calle, con dos hileras de palacios. Sobre el mar parecían mecerse majestuosamente algunas galeras, pero cuando llegaban a la orilla transformábanse en caballos. Después de la salida del sol es cuando el délibáb es más rico en imágenes fantásticas. Grandes ciudades se reflejan en las capas de aire, y tan cerca, que con buenos gemelos se hubieran podido distinguir los coches que rodaban por sus calles; las casas y las torres se reflejaban invertidas sobre el espejo del mar encantado.
—¡Que se pongan los alemanes a imitar esto! —dijo el señor Sajgató, orgulloso, a los forasteros, dominados por la admiración.
El pintor se arrancaba los pelos desesperado.
—¡Es preciso que yo vea aquí cosas que no puedo trasladar al lienzo! Pero, en realidad, todo eso ¿qué es? —preguntaba uno tras otro a todos ellos.
El jefe de los vaqueros le respondió:
—Es el délibáb.
—Pero… ¿qué es el délibáb?
—Paco Lacza lo sabe explicar mejor.
—El délibáb es un milagro que hace Dios para que el pobre vaquero no se muera de aburrimiento en el llano.
Al final el pintor se dirigió al veterinario para que le explicase lo que era el délibáb.
—Querido amigo: yo sé todavía menos acerca de lo que puede ser el délibáb. He leído el libro de Flammarión sobre la atmósfera; en ese libro describe la fata morgana que se observa en los desiertos de África, sobre las orillas del mar Glacial, cerca de Orinoco, y en Sicilia; he leído también las descripciones de Humboldt y de Bonpland; pero del délibáb de Hortobágy los sabios no tienen la menor idea. Y, sin embargo, se le puede ver aquí en cualquier día de verano, desde la mañana a la noche. Pero hasta los fenómenos naturales de Hungría son ignorados por el mundo científico. El veterinario se alegró de poder derramar sobre los señores forasteros su pena interior. Mas él no tenía tiempo para admirar los fenómenos naturales, porque necesitaba irse en seguida a los pastos de Mátra, donde se encuentra el hospital de los animales y la farmacia; se despidió, pues, de aquellos caballeros, saltó dentro de su cochecillo y desapareció rodando por la ancha llanura.
El rebaño estaba ya lejos; pero todavía los vaqueros le llevaban siempre adelante. Verdad es que la hierba es mejor allí cerca; pero, precisamente por eso, los circunspectos vaqueros conducían primero a los animales a los campos lejanos, cuyo suelo contenía más cantidad de sal, porque en el verano, cuando el sol quema esta hierba, entonces les queda la del campo rico. La separación de los animales comprados y del gran rebaño era aflictiva y desgarrante. «Como si fuese un coro de druidas y de valquirias», dijo el pintor. Durante aquel tiempo, el caballerizo mayor se ocupó de la parte financiera del asunto y de enterarse del camino que debían seguir. Pagó al señor Sajgató el precio de los animales en billetes de banco nuevos, de cien florines, que éste se metió sencillamente en el bolsillo del abrigo, sin tomar ninguna clase de precauciones. El forastero le dijo al señor Sajgató que, estando en la puszta[6], debiera tener más cuidado del dinero, ante lo cual el honrado burgués respondió con verdadera flema de Debrecen:
—Caballero, me han robado y engañado muchas veces en la vida; pero, sin embargo, nunca me robó un ladrón ni me engañó un pillo, sino siempre fueron personas decentes.
El comprador dio también una propina al jefe de los vaqueros, el cual le dijo:
—Caballero, he de decirle algo más: si ha comprado usted las vacas, debe también comprar los terneros; es un consejo de amigo.
—¿Para qué quiero esos pequeños que gritan? Tendría que alquilar un coche para llevármelos.
—Irían bien a pie.
—Pero eso retrasaría el viaje. Los terneros detienen a cada momento a las vacas, siempre que quieren mamar. Además, el conde no las ha comprado para crear una raza puramente húngara, sino para cruzarlas con la raza española.
—Entonces la cosa varía.
No quedaba, pues, ya más que irse con los animales comprados. El comprador entregó al vaquero que debía acompañarlos dos títulos de autenticidad, y el comisario las guías. El vaquero puso dichos documentos con los pasaportes de los animales en su bolsillo, ató el cencerro grande al cuello del toro, colgó su szür entre los cuernos del animal, ensilló su caballo y, después de despedirse de sus compañeros, saltó sobre aquél.
El jefe de los vaqueros le entregó de comer para una semana: pan, tocino y cebollas, lo que habría de bastarle al mozo hasta llegar a Miskole. Después le explicó el camino que debía tomar: debía ir hacia Polgár, porque en la dirección de Csege el piso estaba muy malo a consecuencia de las inundaciones de la primavera. Durante el camino, podían pasar la noche en el bosquecillo, y luego deberían atravesar en una almadía el río Tisza; pero si había mucha agua, era preferible que hiciese dar allí heno a las bestias, aguardando a que las aguas bajasen, mejor que exponerse a que les ocurriese algo a los animales.
Después explicó a su ahijado que debía portarse bien en tierra extranjera para que no tuviera que avergonzarse de él su pueblo natal, Debrecen; que tenía que obedecer a sus amos y moderar su valor; que no se olvidase de su lengua materna; que fuese a la iglesia los días de fiesta, y no derrochase lo que ganara; si se casaba, que honrase a su mujer y bautizase a sus hijos con nombres húngaros, y que si tenía tiempo disponible para hacerlo, le escribiese a su padrino, el cual hasta pagaría el porte de las cartas. Y después de bendecirlo, le despidió para que fuera a cumplir su deber.
Durante aquel tiempo, los dos vaqueros moravos habían tratado de sacar a las bestias adquiridas del recinto y hacerlas emprender el camino en la dirección indicada. Pero los animales, en cuanto se vieron libres, comenzaron a correr en todas direcciones, y cuando los vaqueros moravos pretendían guiarlas con sus ahijadas, las vacas se defendían con sus cuernos; después daban vueltas buscando a sus terneros abandonados.
—¡Anda, ayuda a esos pobres muchachos! —dijo finalmente el jefe de los vaqueros a su ahijado.
—Haced sonar vuestro látigo —le dijo el pintor.
—¡Sólo me faltaría eso! —murmuró el vaquero—. Entonces todo el rebaño se dispersaría. No son caballos.
—Ya le he dicho que sería necesario atar por los cuernos a las vacas, emparejadas —exclamó el caballerizo mayor.
—Bueno, bueno; déjenme hacer los señores…
Entonces el vaquero silbó fuertemente, y enseguida apareció un perrillo de guarda y corrió con sonoros ladridos hacia el ganado; colocó en orden a los animales rebeldes, mordió en las patas a los más perezosos y, al cabo de algunos momentos, todo el rebaño estaba ordenado y seguía en perfecta formación al toro que los guiaba. Entonces el vaquero marchó tras ellos con su caballo, y los animó, llamando a cada vaca por su nombre: «¡Au, Rosita! ¡Au, Isabel!». Conocía el nombre de las veinticuatro vacas, y ellas escuchaban su grito. El toro se llamaba el Orgulloso.
Entonces el rebaño adquirido siguió tranquilamente su marcha sobre la llanura. Los señores siguieron a los animales con la mirada, hasta que éstos llegaron al borde del mar encantado. Allí, las bestias hiciéronse de improviso gigantes, como si no fuesen animales de nuestros días, sino mamutes antediluvianos; sus contornos se hicieron todos negros, sus patas alargáronse desmesuradamente y después apareció junto a cada animal el contorno invertido de una vaca, prolongándose la maravilla con la marcha del ganado.
Poco a poco, las primeras líneas desaparecieron en la niebla, y únicamente las vacas invertidas seguían siendo visibles, cuyas piernas andaban por el aire. Los vaqueros y el perro de guarda siguieron al rebaño con la cabeza hacia abajo y las piernas agitándose por el aire.
El pintor, tendido sobre la hierba, se retorcía de risa, gesticulando con piernas y brazos.
—Si cuento esto en Viena, en el círculo artístico, me echan.
—Es un mal signo —murmuró el señor Sajgató sacudiendo la cabeza—. Menos mal que ya tengo el dinero en el bolsillo.
—Pero el ganado todavía no ha llegado a su destino —murmuró a su vez el jefe de los vaqueros.
—Estoy asombrado —dijo el caballerizo mayor bromeando—, y no me explico cómo no ha venido un empresario a alquilar este teatro.
—Nosotros no lo alquilaríamos —respondió el señor Sajgató altivamente—. Bien sé que quisierais transportarlo a Viena; pero la ciudad de Debrecen no lo entregaría.