II

El vaquero galopaba hacia los pastos; en el borde del horizonte aclarábanse ya las colinas de Zám y el bosquecillo de acacias, y el pozo grande con su triple cigoñal cada vez se hacía más visible. Sin embargo, todavía, hasta llegar allí, quedaba un buen trozo de camino para galopar. El vaquero arrancó entonces de su sombrero la traidora rosa amarilla, envolvióla cuidadosamente en su rojo pañuelo y la dejó deslizar lentamente en la atada manga de su szür.

Mas el potrero tomó otro camino, y dando un espolazo a su caballo, lo dirigió hacia el sitio donde, en medio de la ancha llanura verdeante de Hortobágy, la niebla azul flotante sobre el suelo señalaba la existencia de un arroyo. Lo principal para él era encontrar pronto el rosal donde había florecido aquella admirada rosa amarilla.

En todo el llano de Hortobágy no había más que un rosal parecido, y este rosal se encontraba en el jardincillo del arrendador de la taberna. Según dicen, un forastero lo trajo en otro tiempo de Bélgica, y aquel rosal era maravilloso, pues florecía durante todo el verano; en pascua de Pentecostés se abrían las primeras rosas, y todavía tarde, en el adviento, continuaban brotando los olorosos capullos. Sus flores eran amarillas, como el oro puro; su perfume se asemejaba más al del noble vino moscatel que al de una rosa, y a muchas personas que lo olieron —¡oh, a muchas!— se les había subido a la cabeza, engatusándoles los sentidos.

Llamaban también «la rosa amarilla» a la muchacha que acostumbraba a coger aquellas rosas, la mayor parte de las veces no para ella.

Tampoco de ella se sabía nada de cómo había venido a la casa del viejo tabernero. Era como algo que hubiese quedado allí olvidado. De este modo permaneció en aquella casa y fue educada, hasta quedar convertida en una linda desenvuelta flor de la llanura.

No era rojo su rostro, como el de las demás campesinas, sino de un amarillo transparente y aterciopelado; y, sin embargo, no era un amarillo enfermizo, pues bajo él palpitaba una vida cálida y radiante, y cuando sonreía era como si brotasen de su rostro llamaradas de fuego. La boca, siempre abierta para la sonrisa, y la comisura de los labios pícaros se combinaban muy bien con sus ojos azules obscuros, de los cuales nadie sabía con seguridad si eran azules o negros, porque el que una vez miraba en su interior se olvidaba de todo, de la vida y de sí mismo. Negros como la noche eran sus cabellos, que, en fuerte trenza, atada con una cinta amarilla, descendían hasta el borde de su zagalejo, ondulándose y rizándose naturalmente, sin que, como otras, hubiese ella tenido que emplear jugo de membrillo para tenerlos ensortijados.

¡Y qué de lindas canciones sabía, y qué bien las cantaba cuando tenía ganas! Lo mismo cantaba si estaba alegre que si estaba triste, ya que cada estado de espíritu tiene sus canciones. Una muchacha campesina no puede vivir sin canciones; cantando, la labor se realiza mejor, el tiempo pasa más de prisa y el camino parece más corto.

Ya a primera hora de la mañana, cuando apenas si el cielo está teñido de rosa, se la oía cantar mientras arrancaba las hierbas malas del jardín.

El viejo tabernero no se ocupaba ya de su comercio; el servicio de los huéspedes estaba abandonado por completo a la muchacha, la cual servía el vino, guisaba y sacaba las cuentas. El viejo vigilaba sus abejas, que hacen sus enjambres precisamente en unos cestos viejos. Entonces, desde el patio, escuchó el pataleo de un caballo; ladraban los perros, con el amistoso ladrido de que suelen servirse para saludar a los conocidos.

—Clarita, ve a la tienda. ¿No oyes? Los perros ladran, ha llegado un huésped. Sírvelo bien.

La muchacha dejó que sobre sus piernas, llenas y bien formadas, se deslizase el zagalejo, que se había levantado para escardar; se puso sus zapatos escotados, con hebilla de mariposa; lavóse las manos, sucias por los trajines de la escardadura, con el agua de la regadera, y se las secó rápida con el delantal; después se quitó el delantal ordinario, bajo el cual llevaba siempre otro, blanco y limpio, del que pendía la llave de la bodega. Todavía hubo de quitarse de prisa la toquilla de mezcla que llevaba sobre su cabeza, mojó con la lengua las palmas de sus manos, para desviar de su frente los cabellos rebeldes, y, bruscamente, cogió una rosa del rosal siempre florido, para ponérsela entre sus cabellos, negros como la noche.

—¡Arrancas otra rosa! ¿Y si el huésped es un guardia?

¿Qué significaba aquello? ¿Acaso no puede colocarse una rosa sobre el quepis de un guardia? ¿Acaso para un guardia la cosa no merece la pena? Eso, precisamente, es cosa que depende del guardia.

Pero en modo alguno es un guardia lo que la muchacha ha visto sentado en el extremo de la larga mesa de la tienda, sino Alejandro Décsi, el más imponente de todos los potreros.

Él, al verla, golpea la mesa con un vaso vacío, y grita a la muchacha con un aire de lúgubre majestad:

—¡Trae vino!

La muchacha, al descubrir al mozo, lanza un grito y junta las manos con asombro:

—¡Alejandro Décsi! ¿Luego… has vuelto? ¡Alejandro! ¡Querido, tesoro mío!

—Te he dicho que traigas vino —gritó el mozo, y apoyó la cabeza en la palma de su mano.

—¡Ah! ¿Conque me saludas así, después de una ausencia tan larga?

Entonces el potrero recobra su inteligencia; sabe muy bien lo que es conveniente. Se quita el sombrero, lo coloca sobre la mesa, y dice:

—Buenos días, señorita.

La muchacha se burla de él, enseñándole la sonrosada punta de su lengua; después va detrás del mostrador, alzando los hombros, obstinada, y haciendo de paso balancear sus caderas. Vuelve luego con el vino, lo coloca delante del sombrío huésped, y con voz que tiembla de emoción le pregunta:

—¿Por qué me llamas señorita?

—Porque eres una señorita.

—También lo era antes, y, sin embargo, nunca me has llamado de ese modo.

—Eso fue en otro tiempo, la época antigua.

—Entonces, aquí tienes el vino. ¿Quieres también otra cosa?

—Gracias. Más tarde.

La muchacha hizo chascar la lengua furiosamente, y después se sentó cerca de él sobre el banco.

Pero el mozo se llevó la botella a los labios y no la dejó sobre la mesa hasta no haberla vaciado hasta la última gota. Después la arrojó bruscamente contra los ladrillos del suelo, de modo que se rompió en mil pedazos.

—¿Por qué has roto la botella? —le preguntó la muchacha dulcemente.

—Para que nadie beba más en ella.

Luego, con un gesto orgulloso, echó tres «lenguas de papel» sobre la mesa. Tal era el nombre vulgar de los billetes de banco de diez krajcár.[2] Dos billetes por el vino y uno por la botella rota.

La hija de la llanura, obediente, cogió la escoba grande de paja y barrió los trozos de vidrio. Después, conociendo perfectamente las reglas de la bebida, volvió detrás del mostrador, trajo una segunda botella y la colocó ante el mozo.

Se sentó de nuevo cerca de él, y le hubiera gustado poder mirarle a los ojos.

Pero precisamente por eso, el mozo se bajó cada vez más el sombrero hasta la frente.

Entonces la muchacha le arrancó el sombrero a su fúnebre compañero, tratando de poner en él aquella rosa que llevaba prendida entre sus cabellos.

—Guarda tus rosas para aquel que es más digno de ellas que yo.

—¡Alejandro! ¿Quieres ofenderme y hacerme llorar?

—Tus lágrimas son falsas, tan falsas como tus rezos. ¿No acabas de colocar antes de amanecer una rosa en el sombrero de Paco Lacza?

—Alejandro, te juro ante Dios que…

No le dejó acabar la frase, poniendo rápidamente su mano sobre los labios de la muchacha.

—No abuses del nombre de Dios para cubrir tu falsedad. ¿De dónde sacas esos pendientes de oro?

La muchacha se echó a reír.

—¡Oh, tontín! Pero si son los mismos pendientes de plata que tú me regalaste, sólo que los he hecho dorar en casa del platero de la ciudad.

Entonces el potrero cogió delicadamente las dos manos de la muchacha y comenzó a hablarle en voz baja y henchida de amoroso anhelo.

—¡Clara, querida Clarita! Mira, ya no te llamo más señorita. Pero voy a pedirte una cosa: no me mientas, porque no hay nada que aborrezca tanto como la mentira. Hay costumbre de decir: «Perro mentiroso». Y, sin embargo, el perro nunca miente. Su ladrido suena de modo distinto cuando los ladrones quieren entrar en la granja que cuando su amo acaba de llegar; y cuando olfatea el peligro, su ladrido se convierte en aullido. El perro tiene honor dentro de su cuerpo. Sólo el hombre sabe mentir. Yo no sería capaz nunca de hacerlo, porque mi lengua no sabe pronunciar una mentira. No es cosa digna de hombre. Tan mal está el que la mentira salga de entre unos labios peludos como del hocico de un cerdo que temiese el palo. Ya ves, nena: cuando el pasado otoño vino a la ciudad la comisión de reclutamiento, nos llamaron también a nosotros, a los mozos del llano. Pero el ayuntamiento, como nos necesita, quería retenernos cerca de los ganados y de las yeguadas. Bueno; pues los miembros de la comisión fueron sobornados con antelación, por lo cual el médico militar hubo de decirnos al oído a cada uno de nosotros qué enfermedad era la que debíamos alegar para ser dados como inútiles para el servicio de las armas. Paco Lacza entró en el engaño, y hubo de mentir ante la comisión, diciendo que era completamente sordo y que ni siquiera podía oír los redobles del tambor. Oyendo aquella cobardía, mis mejillas despedían fuego. Lo enviaron a su casa, a pesar de tener un oído tan fino que durante la noche es capaz de distinguir por el balido de los animales si uno extraño se ha metido entre los de su rebaño, o si una vaca llama a su ternero extraviado. Aun así, aquel miserable fue capaz de sostener semejante mentira. Entonces me llegó el turno; se acercó el médico y examinó todo mi cuerpo, y al fin afirmó que mi corazón palpitaba de una manera irregular. «Bueno —dije entonces yo— si palpita irregularmente, la culpa no es de mi corazón, sino de la rosa amarilla que vive en la posada del Hortobágy.» Pero todos aquellos señores insistieron cerca de mí para que dejase hablar al médico, es decir, para que diese como cierto el que sufría de una dilatación del corazón. Pero yo contesté: «Ni mi corazón está dilatado, ni nada hay dentro de él, salvo el cariño de una linda muchachita. Gracias a Dios, no tengo enfermedad alguna». Y, claro está, me dieron por útil y fui soldado. Mas hay que decir que me tuvieron en estimación, pues ni siquiera me cortaron el pelo, y tal como estaba, me enviaron de soldado potrero a la real yeguada de Mezöhegyes. Allí he estado seis meses, hasta que nuestro ayuntamiento remitió los mil florines para librarme del servicio militar, ya que aquí tenían mucha necesidad de mí. Pues bien: tendré que trabajar duramente por estos mil florines; pero al menos no podrán decir que los he ganado con mi embustera lengua, como ese otro.

Clara pretendía desprender sus manos de las del mozo, dando al asunto un giro agradable.

—¡Oh, querido Alejandro, qué bien has aprendido a sermonear comiendo el rancho del emperador! Teniendo tantas y tan lindas palabras, podrías ir los domingos a predicar en Balmazujváros.

—Bueno, bueno; no gastes bromas. Sé muy bien lo que tienes dentro. Tú dices para tu coleto: «Las mujeres son débiles y no poseen más armas que sus mentiras. Sin eso estarían perdidas. Lo que para la liebre significa la ligereza y para el pájaro las alas, es para la mujer su lengua falsa y engañosa». Pero ya ves. Soy un hombre que nunca hace daño alguno a aquellos que son más débiles que yo… La liebre en su madriguera y el pájaro en su nido pueden dormir tranquilamente, que no iré a molestarlos. Y aquella muchacha que me diga la verdad no tiene que temer de mí ni una palabra malsonante ni una mirada aviesa. Ahora, si pretendieras contarme mentiras, entonces te despreciaría tanto como si pintase de rojo, con las pinturas de Viena, tu lindo rostro pálido y puro. Ya ves: esa rosa que tienes en la mano, apenas si está abierta. Pues bien: si yo echase sobre ella mi cálido aliento, uno tras otro se irían separando todos sus pétalos. Sé tú para mí como una rosa amarilla semejante; ábreme tu corazón y tu alma; no importa que me confieses lo que sea; no me enfadaré; te lo perdono todo, aunque hubiera de reventar mi corazón.

—Y entonces, ¿qué me darías en lugar de tu corazón?

—¡Todo cuanto me quedase!

La muchacha conocía las costumbres del muchacho yegüerizo; sabía que, muy de mañana, todo potrero gusta de mezclar con el vino un trozo de tocino gordo, bien espolvoreado de pimienta roja, y un buen pedazo de pan tierno y blanco. Colocó los dos objetos ante él, y, en efecto, el yegüerizo no los rechazó. Extrajo de sus botas un cuchillo de buena punta, con estrellado mango, y cortándose un trozo grande de pan y otro tanto de tocino gordo, comióselo todo con buen apetito.

El perro velludo entró por la puerta y fue hacia el huésped agitando la cola, frotando su cabeza contra las rodillas de aquél; después se acostó frente a él, mirándole a los ojos, testimoniando su alegría por ver nuevamente al huésped, gruñendo y bostezando amablemente.

—Hasta el Bodri te conoce.

—Sí, el perro conserva fidelidad. Únicamente la muchacha se ha olvidado.

—¡Oh, Alejandro, Alejandro; qué mal hiciste en no haber dicho aquella pequeña mentira! No te hubieran enviado a Mezöhegyes como yegüerizo. No está bien dejar solo a su tesoro; no está bien, porque cuando las lilas se inclinan de la cerca y están en flor, todos los que pasan sienten el deseo de coger flores.

Al oír estas palabras, se le cayó de la boca al mozo el pedazo que estaba comiendo; lo tiró al perro, que se lo engulló con avidez.

—¿Lo dices en serio?

—Ya sabes que lo dice la copla:

Cuando la lluvia sorprende

a una muchacha en el campo,

si algún mozo la tropieza

la esconde bajo su manto.

—Sí, y también conozco la respuesta:

La moza entonces al mozo

dedica todo su afán,

mirando su szür bordado

con flores de tulipán.

—¡Vete, mastín! En cuanto ves comer a cualquiera no cesas de mover la cola.

El caballo del mozo comenzó a relinchar en el patio. Clara salió, volviendo pronto.

—¿Dónde has ido?

—A meter en la cuadra a tu caballo.

—¿Quién te ha dicho de hacerlo?

—Nadie; porque tengo esa costumbre.

—Pues ahora la costumbre va a cambiar. Me marcho enseguida.

—¿No quieres comer? ¿Es que ya no te agrada el tocino gordo y el pan blanco? ¿Acaso te ha maleado el rancho del emperador? Espera, voy a traerte algo mejor.

Y abriendo la puerta del armario sacó de él un plato con pollos asados. Sabía muy bien que aquél era el manjar favorito del yegüerizo: un pollo asado frío.

—¿Restos de quién son esos pollos? —preguntó el mozo con malicia.

—No demuestra mucha inteligencia tu pregunta. Ya sabes que aquí vienen huéspedes, y que aso pollos para todos los que me los pagan.

—¿De modo que esta noche pasada ha habido señores en vuestra casa?

—Ya lo creo. Dos señores de Viena, y dos de Debrecen; se han estado divirtiendo hasta las dos de la madrugada y después han continuado su camino. Si no lo crees, puedo enseñarte el registro de viajeros, y en él podrás leer sus nombres.

—Está bien, deseo creerte.

Y el mozo se puso a comer de su plato favorito.

El gato grande, de curvado lomo, que hasta entonces había estado tendido sobre el banco, cerca del horno, lavándose el hocico con las patas, comenzó entonces a moverse, se puso en pie, se estiró, enarcó el lomo y luego saltó bruscamente al suelo; después se arrimó silenciosamente al potrero, colocó sus patas delante sobre sus botas, lo que suelen decir sirve para señalar hasta qué altura llegará la nieve sobre los campos en el próximo invierno. Después, de un salto se puso sobre las rodillas del mozo, frotó su cabeza contra las manos de aquél, le lamió los dedos uno tras otro y se apretó con fuerza contra el pecho del mancebo.

—Ya ves, también el gato te acaricia.

—Pero a éste no le pregunto sobre las rodillas de quién roncó ayer… ¿Cuánto debo por el pollo asado?

—¿Tú? Nada, ya otro lo dejó pagado. ¿Por qué tienes tanta prisa?

—Es preciso que lleve una carta al veterinario de la llanura de Mátra.

—No le encontrarás en su casa. Esta mañana, a las tres, ha estado aquí en busca de los huéspedes forasteros. Cuando supo que ya se habían marchado, los siguió con su cochecillo con dirección a la llanura de Zám. Los huéspedes habían venido a comprar ganado a los ganaderos de Debrecen. Uno de ellos es empleado en casa de un conde de Moravia, que hace criar en su casa nuestros animales de la gran llanura; el otro es una especie de pintor. Me ha dibujado en su cuadernito y también al vaquero.

—¿Ah, conque el vaquero estaba también aquí?

—Claro que estaba aquí; había venido para guiar a los forasteros a través del llano de Hortobágy y hacia el de Zám.

—¿Sí? De todos modos es muy extraño que el vaquero se haya marchado de aquí lo menos una hora más temprano que los señores a quienes debía guiar.

—Vamos, interrogas como un juez de instrucción. Ha venido a despedirse de mí porque abandona esta comarca para siempre.

Aquella vez la muchacha dijo la verdad; probándolo con una lágrima que brotó en sus ojos, aunque hizo cuanto pudo por evitarla.

Y el yegüerizo no se enfadó por causa de aquella lágrima, porque, por lo menos, era sincera. Al contrario, volvió la cabeza para no ver cómo la muchacha se enjugaba los ojos, y se llevó la pipa a la boca, lo cual significaba tanto como decir: prohibidos los besos.

—¿Y dónde va el vaquero tan lejos?

—Se lo llevan con ellos a Moravia, como vaquero de los animales que van a comprar hoy en el llano de Zám. En Moravia tendrá seiscientos florines al año, una casa de piedra y otras ventajas. Será dueño de sí mismo, y le tendrán en estima, pues a los animales húngaros sólo un vaquero húngaro sabe tratarlos.

—¿Y tú no te vas con Paco, como vaquera mayor de su nueva patria?

—¡Qué malo eres! Bien sabes que no me voy con él. Me iría si no estuviese tan ligada al llano y a ti. Vamos, demasiado sabes que no quiero a nadie de verdad más que a ti, y que soy tu esclava.

—Tampoco eso es tal como dices. Bien sabes que aquél a quien una vez has embrujado vuelve aunque sea desde el otro lado del mundo. Le has dado algo a beber que le obliga a pensar constantemente en ti. Has cosido un cabello tuyo en su manga, y de tan delgado hilo tiras hacia ti, aunque esté ya muy lejos, en el extranjero, aunque ni las nubes lleguen hasta él. También conmigo has obrado así. Con tus azules ojos has arrojado una flecha contra mi corazón, volviéndome loco.

—¿Ah sí? ¿Y yo, no he estado mucho tiempo loca por ti? ¿He preguntado nunca lo que sería de mí? ¿Te he llamado la noche de navidad para fundir plomo?[3] ¿No he llevado siempre la toquillita de seda, aunque nunca me dijiste si era una toquilla de novia? ¿Fui tras de ti olfateando, cuando en la fiesta de la consagración de la iglesia bailaste con otras muchachas, ni cuando sacaste a bailar el csárdás4 a varias mujeres coquetas?

—¡Oh, si tú no le hubieses puesto esa rosa amarilla en el sombrero!

—Bueno, ésta es parecida a aquélla; si me das tu sombrero te coloco ésta.

—No; quiero la rosa que le has dado al vaquero, y no he de estar tranquilo hasta tanto no me la haya procurado.

La muchacha juntó sus manos para suplicarle.

—¡Alejandro! ¡Querido mío! ¡No hables de ese modo! No quiero que riñáis por mi causa, por culpa de una rosa amarilla.

—Y, sin embargo, será inevitable en cuanto volvamos a encontrarnos. Yo y él, o él y yo; pero uno de los dos aplastará al otro.

—Bueno, ¿hay que decir la verdad? ¿No me has prometido que no me reñirías?

—No te riño. Una muchacha no puede hacer nada si olvida pronto; pero un hombre está obligado a tener mejor memoria.

—Que Dios me castigue si te he olvidado.

—Sí, como dice el cantar:

Aunque otro mozo me abrace

yo tan sólo pienso en él.

—Bueno, no digas que soy un hombre molesto. No he venido aquí para reñir contigo, sino únicamente para decirte que vivo aún, que no me he muerto, aunque tú te alegrarías de lo contrario.

—Alejandro, ¿quieres que vaya a comprarme cerillas al estanco?

—¡Conque cerillas, eh! Vosotras, las mujeres, no sabéis nunca dar otra respuesta. En cuanto os veis caídas en el hoyo, compráis tranquilamente tres cajas de cerillas en casa del judío, las disolvéis en una taza de café hirviendo, y después, os echáis en seguida al estómago semejante bebida infernal. Mejor sería que no fueseis por el camino donde se encuentran los hoyos.

—No me hagas pensar en ello. Cuando te encontré la primera vez, jugamos a «caer dentro del pozo». «¿Quién tiene que tirarte?» «¡Alejandro Décsi!» Entonces me sacaste del pozo, ¿verdad?

—¡Si hubiera sabido en aquella ocasión que no te sacaba para mí!… Pero no hablemos de eso, que ya ha pasado mucho tiempo desde entonces. En aquella época todavía no se cantaba la canción de los molinos de viento de Dorozsma.

—¡Ah! ¿Has traído nuevas canciones? —dijo la muchacha interrumpiéndole bruscamente. Y se sentó al lado del mozo—. Cántame una, para que yo la aprenda.

Alejandro Décsi se apoyó contra la pared, y, poniendo una mano en su sombrero y la otra sobre la mesa, entonó el aire melancólico que tan bien armoniza con la letra triste:

Cesó el viento. En Dorozsma los molinos

dejaron de girar.

¿Dónde te fuiste amor, que no te veo,

que no he de verte más?

Te buscaste otra novia y me has dejado,

como una amante infiel.

Por eso los molinos al pararse

son augurio cruel.

También esta canción es hija del llano, nacida entre los brazos, como el cardo que el viento desarraiga y arrastra consigo entre las ondas del torbellino.

La muchacha trató de cantar a media voz la canción con el mozo. Su ejercitado oído retenía en seguida el aire, y cuando llegaba a un sitio donde tenía que detenerse, el mozo la ayudaba, tal como tenía costumbre de hacerlo en otro tiempo, cuando cantaban los dos hasta que la cosa marchaba bien, y cuando habían terminado, el final era siempre el mismo, un beso largo y dulce.

Pero en aquella ocasión, Alejandro se puso la pipa en la boca antes de que Clara hubiese terminado los últimos acordes.

—¡Otra vez te llevas esa detestable pipa a la boca! —le reprendió Clara.

—Porque también yo soy detestable.

—Sí, es cierto. Eres detestable, un pillo. Los mozos como tú no sirven más que para madera de husos, y se deben guardar detrás de la puerta.

Y lo rechazó furiosamente con el codo.

—Entonces, ¿por qué rondas en torno mío?

—¿Yo? ¿En torno tuyo? ¿Acaso crees que te necesito? Aunque los mozos como tú se vendieran en el mercado, por docenas, yo no los compraría. Cuando te quise era estúpida y estaba ciega. ¡Mozos como tú, si quisiera, podría tener diez para cada dedo!

Clara desempeñaba tan bien el papel de enfadada, de regañona, que hasta el inteligente Bodri se dejó engañar. El fiel animal, viendo a su ama rabiosa, dio un salto y atacó ladrando al supuesto enemigo.

Entonces Clara rompió a reír. Pero el mozo no tenía la menor gana de reírse, y la alegría de la muchacha no ejerció la menor influencia sobre él. Permanecía sentado, erguido y serio, con su pipa entre sus labios apretados, pipa que ni siquiera estaba encendida, que ni siquiera estaba llena de tabaco.

Entonces la muchacha comenzó a acariciarle, sonriendo de una manera pícara.

—Estás bien así, estás bien así, amor mío; ya sabes lo guapo que eres. Por nada del mundo debes deshacer tu guapa cara con una sonrisa. Que Dios te libre de ellas, pues tus hermosos ojos negros se tornarían muy pequeños y tu linda boca roja se abriría. Si por casualidad llegases a reír, toda tu hermosura desaparecería.

—La ciudad de Debrecen no me paga para que sea guapo.

—Pero yo sí. ¿Es que te he pagado mal? ¿Acaso has encontrado muy mezquinos los salarios?

—Al contrario, eran tan grandes que también han alcanzado a otros.

—¿Ya vuelves otra vez a lo mismo? ¡Por una sola rosa amarilla! ¿Pero es que tienes envidia a tu mejor amigo? ¿A tu amigo del alma? ¿Qué puede hacer el pobre? Si el mozo de la ciudad siente el deseo de las rosas; encuentra ante sí todo un jardín y puede escoger con abundancia rosas blancas, rojas, amarillas, de mil clases y colores. Pero bien sabes tú lo que dice la copla:

La pena del campesino

tan sólo una campesina

la calmará.

—Pero… ¿es que te decides por él?

—Mas… ¿quién es la culpable? ¿Lo es la muchacha que le canta al mozo:

Si de otro modo pudiera

obrar, la calma es seguro

que te diera…

o el mozo que comprende el sentido de la canción?

—¿De modo que cargas tú con la culpa?

—¿No me has dicho que me perdonas?

—Y mantengo mi palabra.

—Luego, ¿vas a quererme?

—Más adelante.

—Es una palabra muy grave. Yo te quiero también ahora.

—¿Me quieres tal como me lo dices?

Ante tales palabras, el mozo se levantó y metió la pipa de arcilla bajo la ancha cinta de su sombrero. Después rodeó a la muchacha con sus dos brazos, y la contempló fijamente en los ojos azules obscuros.

—¡Escucha, mi tesoro! Hay dos clases de fiebres: la fiebre fría y la fiebre caliente; la caliente es más violenta; pero la fría es más duradera. También el amor es de dos clases: el cálido es más fuerte; pero el frío dura mucho más tiempo. El primero pasa; pero el segundo vuelve siempre… Pero no quiero extenderme en palabras, sino hablar según mi corazón. Yo era el culpable, sólo yo. Si no hubiese echado sobre la rosa amarilla mi cálido aliento, entonces no se hubiera abierto, y nadie habría podido respirar su perfume; los mosquitos y las mariposas no habrían volado dentro de su cáliz. Ahora empezaré a quererte de otra manera; vendré de una manera regular, como la fiebre de los tres días, y te seré fiel como una buena madre. En cuanto sea nombrado potrero en jefe iremos a ver al cura. Después nos guardaremos fidelidad; pero si durante todo este tiempo veo rondar en torno tuyo a alguien, a ése —ante Dios te lo juro— le rompo el cráneo, ¡aunque fuese el hijo más querido de mi padre! Aquí está mi mano.

Y tendió a la joven su diestra, tostada por el sol. Ella, como respuesta, se quitó los pendientes de oro y los depositó sobre la mano del mozo.

—Vamos, llévalos, puesto que me has dicho que son los mismos que yo te compré, y únicamente los has hecho dorar. Debo creer en tus palabras.

La muchacha volvió a ponerse silenciosamente los pendientes en los lóbulos de sus orejas, y con ello volvió a hallar de nuevo en su corazón los sentimientos que en él había tenido.

No, aquel amor que vuelve como la fiebre de los tres días no era de su gusto. Estaba acostumbrada a un amor más ardiente.

Después cruzó una idea por su cabeza. Quitó el szür abigarrado de los hombros del mozo y lo colgó detrás del mostrador, como se suele hacer con aquellos que no pueden pagar su cuenta.

—No te des tanta prisa; tienes mucho tiempo todavía. El veterinario no regresará a su casa lo menos hasta media noche, porque antes tiene que examinar los animales comprados y extenderles las guías. Ahora no encontrarías en su casa más que a la vieja sirvienta. Y aquí estás bien guardado, y ni te mojas con la lluvia ni con las lágrimas de tus queridas. ¿Ves cómo me han puesto alegre tus palabras? Tus palabras darán vueltas trotando por mi cabeza durante todo el día.

—Bueno; para que veas que hasta estando lejos he pensado en lo que acabo de decirte, te he traído un regalo. Está ahí, en la manga de mi szür; ve a buscarlo.

Pero en la manga atada había muchas cosas: un trozo de yesca, otro de pirita, el acero para encender la mecha, una bolsa con tabaco, un portamonedas, y, por fin, entre todo aquello, encontró el regalo. Estaba envuelto en un papel de seda, y cuando lo desenvolvió vio que era una peineta de concha amarilla, de la que se sirven las muchachas para mantener en alto sus trenzas.

El rostro de la muchacha se iluminó al descubrirla.

—¿La has traído para mí?

—¿Para quién, pues, iba a traerla?

Cuando la muchacha campesina recoge sus trenzas en un moño significa que tiene ya un novio y no admite más conversaciones. Ya entonces no va con ella la canción que dice:

Yo no podría decir

quién es el que a mí me quiere…

Fue a ponerse delante del espejo y alzó sus cabellos, sujetándolos en un nudo.

Así todavía estaba más bonita.

—¿No me abrazas?

Abrió ella los brazos para ofrecerle el presente de sus labios.

Pero él la rechazó con las manos.

—Espera a que entre en calor; en este momento estoy frío.

Enfadada, frunció las bien formadas cejas. Sentía vergüenza por haberse visto rechazada. La sangre comenzaba a bullir en su corazón.

Trató de mostrarse tranquila y cariñosa, aunque la cólera y el amor propio hervían cada vez más en ella; cólera por amor.

—¿Quieres que te cante tu canción favorita, mientras te frío unos pescados?

—Me es igual.

Se colocó ante el horno, sacó de un barril algunos barbos que los pescadores habían pescado en el arroyo de Hortobágy, les hizo multitud de cortes con el cuchillo grande de cocina, los espolvoreó de sal y pimienta roja, los puso sobre la parrilla, y ésta encima del fuego, y comenzó a cantar con su voz clara:

Lindísima tabernera

fríeme pronto el pescado,

y trae también sin demora

un jarro de vino blanco.

Haz que la moza en la puerta

vigile atenta el sendero,

no sea que den conmigo

los guardias, y me hagan preso.

En esta canción de la llanura existe un encanto seductor y lisonjero; su aire evoca la inmensidad del llano, con su engañoso espejismo. En sus sones parece como si se escuchasen la melancólica flauta del pastor y el desgarrado clamor de la doliente bocina.

«No sea que den conmigo los guardias, y me hagan preso.» Toda la poesía de la vida del bandolero está contenida en esta canción.

Cuando los pescados estuvieron bien fritos, Clara los colocó gentilmente delante del joven.

No hay costumbre de comer ese manjar en el plato. Se coge con la mano el extremo de la parrilla, y con el cuchillo se va cortando un pedazo tras otro. Sólo así aquello tiene buen gusto.

Igualmente, una muchacha demuestra su amor a un mozo friéndole pescados.

Clara sintió un verdadero placer viendo con qué apetito consumía aquello que sus manos habían preparado.

Entonces le cantó la segunda estrofa de la canción:

De pronto la moza entró

completamente espantada,

pues viera hacia allí venir

un tropel de gente armada.

El bandido, al verla entrar,

saltó sobre su caballo,

y listo, cual una flecha,

desapareció en el llano.

Ordinariamente, el mozo solía cantar la canción con la muchacha, y cuando llegaba el último verso: «Desapareció en el llano», arrojaba su sombrero hasta el techo y descargaba un puñetazo sobre la mesa. Pero aquella vez ni siquiera prestó atención.

—Pero ¿qué es eso, desdeñas tu canción favorita? ¿Tampoco te agrada ya esto?

—¿Cómo puede agradarme? Ni soy un bandolero ni tengo que ver nada con los ladrones. Los guardias son gentes honradas que cumplen con su deber. Ese tunante bandolero coloca delante de la casa una moza para que le guarde, y cuando desde lejos ve el casco de un guardia sale huyendo en seguida. Abandona rápido el vino, los pescados y la lindísima tabernera, y todavía grita lleno de orgullo, como si fuese un acto heroico, que «listo, cual una flecha, desapareció en el llano». ¡Valiente miserable!

—¡0h, Dios mío, cómo has cambiado después de comer el rancho del emperador!

—No soy yo el que ha cambiado, sino los tiempos. La pelliza no cambia, aunque se la vuelva. Es siempre pelliza.

—Vamos, ya sabes que no se puede ofender de ese modo a su novia, poniéndole comparaciones tan viejas y gastadas.

—Pero ¡si yo no sé palabras más nuevas y elegantes! Seguramente que los caballeros de Debrecen y de Moravia que han pasado aquí la noche te habrán divertido más.

—¡Ya lo creo! Ésos no se han estado sentados en sus asientos como un pedazo de madera. Sobre todo uno de ellos, el pintor, era un tipo bien divertido. ¡Si fuese un poco más alto! Pero apenas si me llegaba a la barbilla.

—¿Es que os habéis medido?

—Naturalmente. Hasta le he enseñado a bailar el csárdás[4], y saltaba como un macho cabrío.

—¿Y el vaquero? ¿Ha visto cómo el pintor alemán bailaba contigo sin retorcerle el cuello?

—¿Retorcerle el cuello? Al contrario, ha brindado con él y ha vaciado su vaso.

—En el fondo, ¿qué me importa todo eso? Dame más vino, pero algo mejor que esa porquería. Voy a tener que decirte un viejo refrán: «Agua pasada no mueve molino».

—¡Es doble grosería! ¿De manera que mi vino es agua?

—Dame una botella lacrada.

Alejandro estaba perdido para haber pedido una botella lacrada, una botella fina, de la ciudad, cerrada con un lacre verde y envuelta en papel rosa o azul con letras doradas. Una botella como la que tienen costumbre de beber los señores. Con lo ganado en el ejército del emperador puede uno permitirse semejantes gastos.

El corazón de Clara latía atropelladamente bajo el corsé cuando bajó a la bodega para buscar allí la botella que estaba destinada a los señores.

Acordóse entonces de que un día, una vieja gitana, una echadora de cartas que estaba en su casa, y a la que había dado infinidad de cosas para que le predijese el porvenir, antes de marcharse, para agradecerle todos aquellos regalos, le había murmurado al oído el siguiente consejo: «Niña, si un día se enfría el cariño de tu amante y tú lo quieres volver a calentar, no tienes que hacer más que darle a beber vino mezclado con zumo de limón, en el cual habrás echado un poco de la raíz llamada mandrágora. Con ese vino su amor se encenderá de tal modo, que será capaz de pegar fuego a las casas para apoderarse de ti».

Y Clara, al recordarlo, creyó que había llegado el momento de poner en práctica el consejo de la gitana.

La raíz de la mandrágora estaba bien guardada en el fondo de su baúl, y presentaba el aspecto de un hombrecillo, con una cabeza grande, un tronco y dos pies; era completamente negra. En los tiempos antiguos contábase de esta raíz las cosas más maravillosas, verdaderos milagros.

Se afirmaba que esta raíz, cuando se la arranca de la tierra, comienza a llorar de tal modo que las personas se morirían… Por eso se la ata a la cola de un perro para arrancarla. Dicen que con esta raíz fue con lo que Circe despertó en Ulises una loca pasión.

Los farmacéuticos, que se sirven de ella, la denominan atropa mandrágora.

¡Cómo iba a saber la muchacha que aquella raíz era un veneno!