Se despertó medio ahogado.
Tragaba espuma y agua por la boca y la nariz. Efervescente, así que no era agua. Cerveza. Movió enloquecido la cabeza y abrió los ojos. Sentía la cerveza en el esófago y trató de vomitarla. Había alguien de pie a su espalda, con la botella vacía en la mano. Una risita. Rebus intentó volverse y notó que le ardían los brazos. Fuego de verdad. Olía a whisky y vio en el suelo una botella rota. Le habían bañado los brazos con whisky y habían prendido fuego. Gritó y se retorció. Un toallazo y las llamas se apagaron. La toalla humeante fue a parar al suelo. Se oyó una carcajada estentórea.
Aquello apestaba a alcohol. Era una bodega. Bombillas desnudas y barriles de aluminio, cajas de botellas y vasos. Media docena de pilastras de ladrillo hasta el techo. No estaba atado a una de ellas, sino colgado de un gancho; la cuerda le mordía las muñecas y los brazos iban a descoyuntársele. Apoyó mejor un pie y el que estaba detrás de él tiró la botella de cerveza a un cajón y dio la vuelta para situarse delante. Pelo negro liso con un rizo en la frente y una gran nariz aguileña en un rostro venal. Un diamante brillaba en un diente. Traje oscuro y camiseta. A Rebus no le cupo duda: Judd Fuller. Pero ya era tarde para presentaciones.
—Siento no tener el arte de Tony El con las herramientas eléctricas —dijo el norteamericano—. Se hace lo que se puede.
—A juzgar por mi situación, lo hace muy bien.
—Gracias.
Rebus miró en derredor. Estaban solos en el sótano y nadie había pensado en atarle las piernas. Podía dar una patada en los huevos a Fuller y…
Fue un puñetazo bajo, justo encima de la ingle. Le habría doblado de haber tenido los brazos libres, pero lo único que hizo por instinto fue plegar las rodillas levantando los pies del suelo. A juzgar por las articulaciones del hombro no era el movimiento más acertado.
Fuller se apartó, flexionando los dedos de la mano derecha.
—Bien, poli, ¿qué tal va por ahora? —dijo volviendo junto a él.
—Por mí, podemos cortar si no le importa.
—El único corte te lo vas a llevar tú en el puto cuello.
Se volvió hacia él sonriendo y cogió otra botella de cerveza, la abrió rompiéndola en la pared y se bebió la mitad de un trago.
El olor a alcohol era asfixiante y los pocos tragos que Rebus había bebido comenzaban a hacer su efecto. Le picaban los ojos y la parte de las manos que habían lamido las llamas. Notaba ampollas en las muñecas.
—Tenemos un club precioso —decía Fuller— y todo el mundo se divierte. Puedes preguntar por ahí y verás lo conocido que es. ¿Quién te manda a ti aguar la fiesta?
—No sé.
—Incomodaste a Erik la noche que hablaste con él.
—¿Está él al corriente de esto?
—Él no va a saber nada de esto. Erik es más feliz sin saberlo. Tiene úlcera, ¿sabes? Es por las preocupaciones.
—No sé por qué.
Rebus le miró a la cara. En cierta manera se parecía a Leonard Cohén de joven, no tanto a Travolta.
—Eres un estorbo, eso es lo que eres. Un estorbo que hay que eliminar.
—No lo entiende, Judd. Esto no es América. No puede hacer desaparecer un cadáver pensando que nadie lo encontrará.
—¿Por qué no? —replicó separando los brazos—. De Aberdeen zarpan barcos constantemente. Un peso en los pies y al mar del Norte. ¿Sabes lo hambrientos que están allí los peces?
—Lo que sí sé es que se pesca más de lo debido. ¿Quiere que me recoja una red de arrastre?
—Segunda opción —prosiguió Fuller alzando dos dedos—: las montañas. Que te encuentren las putas ovejas y te monden hasta los huesos. Hay muchas opciones; no creas que no las conocemos por experiencia. —Hizo una pausa—. ¿A qué has venido aquí esta noche? ¿Qué pensabas que ibas a hacer?
—No sé.
—Cuando Eve telefoneó… no podía ocultarlo, se le notaba en la voz… Sabía que me estaba jodiendo, incordiándome. Pero la verdad es que yo esperaba algo con más clase.
—Lamento decepcionarle.
—Pero me alegro de que seas tú. Estaba deseando volver a verte.
—Pues aquí me tiene.
—¿Qué te ha contado Eve?
—¿Eve? No me ha contado nada.
Un gancho de través lleva su tiempo y Rebus hizo lo que pudo girándose de lado para evitarlo, pero lo recibió en las costillas. A continuación Fuller le dio un puñetazo en la cara moviendo tan despacio la mano que pudo ver la cicatriz del dorso, un costurón feo y largo. Le había partido un diente, uno de los implantados. Lo escupió con sangre sobre Fuller, que retrocedió un paso sorprendido por el resultado.
Rebus sabía que se las ventilaba con alguien a quien cuando menos cabía calificar de imprevisible, la peor clase de psicópata. Sin Stemmons para apaciguarle, Judd Fuller era capaz de todo.
—Lo único que hice —ceceó Rebus— fue negociar. Ella concertó la cita y la dejé marchar.
—Tiene que haberte dicho algo.
—Es dura de pelar. Y de Stanley saqué menos aún.
Trataba de parecer derrotado: cosa fácil. Quería que Fuller entrara en el juego.
—¿Se han ido los dos juntos? —Fuller casi estallaba de risa—. Tío Joe va a morirse de miedo.
—Por no decir algo peor.
—Vale, poli. Dime qué es lo que sabes. Por las buenas; y a lo mejor podemos entendernos.
—Se aceptan ofertas.
Fuller meneó la cabeza.
—No creo. Ludo ya te lo insinuó.
—Él no tenía precisamente sus mismas cartas.
—Pues sí, es cierto. —Fuller le hizo un amago con el cuello roto de la botella y Rebus notó que le rozaba la mejilla—. La próxima vez tendré menos cuidado. Te afearé.
Como si a un condenado le importase el aspecto físico. Pero estaba temblando.
—¿Tengo pinta de mártir? No hacía más que mi trabajo. ¡Me pagan por ello, no lo hago por amor!
—Pero eres perseverante.
—¡La culpa es del puto Lumsden que me puso negro!
Le vino el curioso recuerdo de la hora de cierre en el Oxford, las noches en que salían de allí tambaleándose y bromeando acerca de que iban a encerrarse en el sótano a bebérselo todo. Ahora, lo único que quería era salir de allí.
—¿Qué sabes? —Tenía el vidrio roto a dos dedos de la nariz. Fuller se lo acercó más. Olía a cerveza y notó el frío del cristal—. ¿Recuerdas ese chiste de cómo se puede oler sin nariz?
Rebus lanzó un resoplido.
—Lo sé todo —espetó.
—¿Todo, el qué?
—La droga llega de Glasgow, directamente aquí. La vendéis y la enviáis a las plataformas. Eve y Stanley recogen el dinero y Tony El era el delegado de Tío Joe.
—¿Pruebas?
—Casi inexistentes, sobre todo al estar muerto Tony El y largarse Eve y Stanley. Pero… —Tragó saliva.
—¿Pero qué?
Rebus no contestó. Fuller arrimó levemente la botella y la apartó. De la nariz brotó sangre.
—¡A ver si te desangro vivo! ¿Pero qué?
—Pero no importa —replicó Rebus, tratando de secarse la nariz en la camisa.
Tenía lágrimas en los ojos. Parpadeó y las lágrimas le rodaron por las mejillas.
—¿Por qué no? —dijo Fuller interesado.
—Porque hay soplones.
—¿Quién?
—Sabe que no puedo…
Acercó la botella a su ojo derecho y él cerró los dos con fuerza.
—¡Vale, vale! —Se detuvo; tan cerca que el vidrio le impedía ver. Respiró hondo. Era el momento de remover la mierda—. ¿Cuántos polis tiene a sueldo?
—¿Lumsden? —dijo Fuller con el ceño fruncido.
—Ha estado hablando… y alguien ha hablado con él.
Casi podía oír el mecanismo del cerebro de Fuller en acción; incluso él tenía que llegar a esa conclusión.
—¿El señor H? —dijo Fuller abriendo los ojos por la sorpresa—. El señor H habló con Lumsden, ya lo sé. Pero era por lo de la mujer asesinada…
Fuller seguía pensativo.
El señor H, el que había pagado a Tony El. Y ahora Rebus sabía quién era el señor H: Hayden Fletcher, a quien Lumsden había interrogado a propósito de Vanessa Holden. Fletcher había pagado a Tony El para que se ocupara de Alian Mitchison; probablemente los dos se habían reunido allí. Quizá los había presentado el propio Fuller.
—No es sólo usted. Han hablado Eddie Segal, Moose Maloney…
Soltaba los nombres que había mencionado Stanley.
—¿Fletcher y Lumsden? —repitió Fuller sin mucho convencimiento y mirando fijamente a Rebus, quien trataba de aparentar que estaba hecho un guiñapo; empresa bien fácil.
—Está en marcha una operación de la Brigada Criminal escocesa —dijo Rebus— y tienen a Lumsden y a Fletcher en el bolsillo.
—Son hombres muertos —dijo Fuller finalmente.
—¿Por qué parar si eso le divierte?
Una sonrisa fría, malvada. Fletcher y Lumsden estaban en la lista, pero él estaba allí.
—Iremos a dar un paseo —añadió Fuller—. No te preocupes, te has portado bien y será rápido. Un tiro en la nuca.
Dejó caer la botella y pisó vidrios al dirigirse a la escalera.
Rebus miró a su alrededor rápidamente; no podía saber el tiempo de que disponía. El gancho parecía muy sólido; de momento había aguantado su peso. Si pudiese subir a un cajón para ganar algo de altura quizá podría intentar desatarse. A menos de un metro había uno vacío. Estiró los brazos cuanto pudo con un dolor inaguantable y tentó con el pie; el zapato tocó el borde del cajón y comenzó a arrastrarlo. Fuller había subido la escalera que se cerraba con una trampilla, pero la había dejado abierta. Oía voces en el bar. Estaría tal vez llamando a un gorila o a alguien para que vieran cómo moría. El cajón se atascó en un relieve del suelo y no se movía. Trató de levantarlo con la punta del zapato, pero no podía. Chorreaba sudor, sangre y alcohol. El cajón cedió y pudo acercarlo, se subió encima y soltó la cuerda del gancho; bajó los brazos despacio, como si disfrutara del dolor, notando cómo su sangre corría. Tenía los dedos helados y entumecidos. Mordió los nudos de la cuerda; era imposible deshacerlos. Había muchos vidrios rotos, pero cortarla le llevaría demasiado tiempo. Se agachó a coger una botella rota cuando vio algo mejor.
Un mechero corriente de plástico rosa. Probablemente el que usó Fuller para encender el whisky que le había rociado en los brazos. Lo cogió y miró en derredor. El sótano estaba lleno de cajas de botellas. La única salida era la escalera. Vio un trapo, abrió una botella de whisky y lo introdujo por el cuello. No era un cóctel molotov, pero serviría como arma. Una opción era encenderlo y lanzarlo dentro del club para que se disparase la alarma de incendios, con la esperanza de que llegase la caballería. Suponiendo que llegase. Suponiendo que eso impidiera que Fuller…
La otra opción era pensar en otra cosa.
Miró de nuevo en derredor. Bombonas de gas carbónico, cajas de plástico, trozos de tubos de goma. Colgado en la pared, un pequeño extintor. Lo cogió, lo cebó y se lo puso bajo el brazo para poder subir la escalera con la botella de whisky en las manos.
El club estaba desierto y en penumbra. Una bola reflectante giraba arrojando destellos sobre las paredes y el techo. Estaba en el centro de la pista cuando se abrió la puerta, enmarcando a Fuller a contraluz. Llevaba entre los dientes unas llaves de coche que se le cayeron al abrir la boca por la sorpresa. Echó mano al bolsillo de la chaqueta al mismo tiempo que Rebus encendía el trapo y le lanzaba la botella que, describiendo un arco, fue a estrellarse a los pies de Fuller. Una llamarada azul se esparció por el piso. Rebus siguió avanzando con el extintor preparado. Fuller empuñaba la pistola cuando el chorro le alcanzó en pleno rostro para recibir acto seguido un cabezazo de Rebus en la nariz y un rodillazo en los huevos. No era una llave de manual, pero resultó muy eficaz. El norteamericano cayó de rodillas y Rebus le golpeó en la cara y echó a correr, abrió la puerta que daba al mundo y casi cayó en brazos de Jack Morton.
—Cristo bendito, tío, ¿qué te han hecho?
—Jack, tiene una pistola. Larguémonos de aquí.
Echaron a correr hacia el coche. Morton cogió las llaves que Rebus llevaba en el bolsillo, subieron y se alejaron a toda velocidad. Rebus sentía una mezcla desconcertante de emociones, pero sobre todo euforia.
—Hueles como una fábrica de cerveza —dijo Morton.
—Santo Dios, Jack, ¿cómo llegaste al club?
—En taxi.
—No, me refiero…
—Puedes dar gracias a Shetland —replicó Morton estornudando—. Con aquel viento que hacía pillé un resfriado. Cuando fui a sacar el pañuelo del bolsillo del pantalón vi que no estaban las llaves del coche… ni el coche en el aparcamiento. Y tampoco John Rebus en su camita.
—¿Y?
—En recepción me repitieron el mensaje que te habían dado, y llamé a un taxi. ¿Qué diablos ha pasado?
—Que me han zurrado.
—Yo diría que te quedas corto. ¿Quién era el de la pistola?
—Judd Fuller, el norteamericano.
—Vamos a pedir refuerzos en el primer teléfono que encontremos.
—No.
Morton se volvió hacia él.
—¿No? —Rebus meneaba la cabeza de un lado a otro—. ¿Por qué?
—Era un riesgo calculado, Jack.
—Pues ya es hora de que te compres otra calculadora.
—Creo que dio resultado. Ahora sólo falta dar tiempo al tiempo.
Morton se quedó pensativo.
—¿Qué intentas, ponerlos a unos en contra de los otros? —Una inclinación de cabeza—. Tú nunca sigues las reglas, ¿verdad? ¿El recado era de Eve? —Otra inclinación de cabeza—. ¿Y decidiste dejarme al margen? ¿Sabes una cosa? Cuando vi que no tenía las llaves me cabreé tanto que estuve a punto de decir: «A tomar por culo, que haga lo que quiera; que se juegue el pellejo».
—A punto he estado.
—Eres un gilipollas de órdago.
—Años de intensa práctica, Jack. Anda, para y desátame.
—Te prefiero atado. ¿Vamos a urgencias o llamamos a un médico?
—No hace falta.
La nariz había dejado de sangrarle y el diente roto no le dolía.
—Bueno, ¿y qué has hecho allí?
—Le di cuerda a Fuller y averigüé que Hayden Fletcher pagó al asesino de Alian Mitchison.
—¿Y no había un modo mejor de hacerlo? —Morton movió la cabeza lentamente—. Aunque llegase a los cien años seguiría sin entenderte.
—Me lo tomo como un cumplido —dijo Rebus descansando en el reposacabezas.
En el hotel decidieron que debían marcharse de Aberdeen. Rebus se dio un baño y Morton le examinó las heridas.
—Ese Fuller es todo un sádico.
—Pidió disculpas al empezar —dijo Rebus mirando en el espejo su sonrisa mellada.
Le dolía todo el cuerpo, pero estaba vivo, y para eso no necesitaba un médico. Metieron sus cosas en el coche, firmaron la cuenta y se marcharon.
—Vaya colofón a las vacaciones —comentó Morton.
Pero su interlocutor ya se había dormido.
Cuando tuvo reducida la lista a cuatro individuos y cuatro empresas llegó el momento de utilizar la «clave»: Vanessa Holden.
Los otros sospechosos resultaron demasiado viejos, y el apellidado Alex era una mujer.
John Biblia llamó desde su despacho con la puerta cerrada. Tenía ante sí el bloc de notas. Cuatro empresas, cuatro individuos.
Eskflo | James Mackinley |
LancerTech | Martin Davidson |
Gribbin’s | Steven Jackobs |
Yetland | Oliver Howison |
Llamó a la empresa de Vanessa Holden. Contestó una recepcionista.
—Buenas —dijo—. Aquí el DIC de Queen Street, sargento Collier. Una pregunta: ¿ustedes han hecho algún trabajo para Eskflo Fabrication?
—¿Eskflo? Le paso al señor Westerman.
John Biblia anotó el nombre y cuando Westerman se puso al aparato le repitió la pregunta.
—¿Tiene algo que ver con Vanessa? —inquirió el hombre.
—No, señor. Ya me enteré de lo de la señorita Holden, y es muy lamentable. Mi más sentido pésame y el de todos mis compañeros —añadió mirando las paredes del despacho—. Perdone que tenga que llamar en estas circunstancias.
—Gracias, sargento. Ha sido un duro golpe.
—Claro. Tenga la seguridad de que seguimos varias líneas de investigación sobre el caso de la señorita Holden. Pero mi pregunta tiene relación con una estafa.
—¿Una estafa?
—No es nada relacionado con ustedes, señor Westerman, pero es que estamos investigando en diversas empresas.
—¿Y Eskflo es una de ellas?
—Efectivamente. —John Biblia hizo una pausa—. Entiéndame, se lo digo de manera estrictamente confidencial.
—Sí, sí, por supuesto.
—Bien, las empresas que me interesan son… —Fingió remover papeles, sin apartar la vista del bloc de notas—. Aquí está: Eskflo, LancerTech, Gribbin’s y Yetland.
—Para Yetland hicimos hace poco un trabajo —dijo Westerman—. No, un momento… Aspirábamos a un contrato pero no lo conseguimos.
—¿Y con las otras?
—Escuche, ¿quiere que le llame? Tendré que mirar los archivos. En este momento no recuerdo bien.
—Es natural, señor. Tengo que salir a un servicio… ¿Le parece si le vuelvo a llamar dentro de una hora?
—O le llamo yo cuando lo tenga.
—Yo volveré a llamar, señor Westerman. Muchas gracias.
Colgó y se mordió una uña. ¿Llamaría Westerman al DIC de Queen Street preguntando por el sargento Collier?
Le daría cuarenta minutos.
Pero, al final, le dio treinta y cinco.
—¿Señor Westerman? He terminado antes de lo que pensaba. No sé si habrá podido averiguar algo…
—Sí. Creo que tengo lo que quiere.
John Biblia se concentró en el tono de voz para captar cualquier inflexión de duda o recelo que pudiera alimentar Westerman sobre su identidad. Ni la más mínima.
—Como le dije —siguió Westerman—, intentamos firmar un contrato con Yetland pero no lo logramos. Fue en marzo. Y Lancer… Les hicimos un panel de exposición en febrero. Tenían un puesto en el congreso de seguridad marítima.
John Biblia consultó la lista.
—¿Y sabe por casualidad quién fue el contacto?
—Lo siento. Vanessa trató con ellos. Sabía tratar muy bien con los clientes.
—¿No le suena por casualidad el nombre de Martin Davidson?
—Me temo que no.
—No se preocupe. ¿Y las otras dos empresas?
—Sí, para Eskflo hemos trabajado hace tiempo, hará un par de años. Y Gribbin’s…, con toda franqueza, no sé quiénes son.
John Biblia encerró en un círculo el nombre de Martin Davidson y trazó un interrogante junto al de James Mackinley: ¿un intervalo de dos años? Lo dudaba, pero podía ser. Decidió que Yetland era una tercera posibilidad remota, pero para estar seguro…
—¿Y los de Yetland trataron con usted o con la señorita Holden?
—Vanessa estaba por entonces de vacaciones. Fue después del congreso y estaba agotada.
John Biblia tachó Yetland y Gribbin’s de la lista.
—Señor Westerman, ha sido muy amable. Le estoy muy agradecido.
—No hay de qué. Una cosa, sargento.
—Diga usted.
—Si atrapan a ese cabrón que mató a Vanessa déle una de mi parte.
Dos Davidson en el listín telefónico, un James Mackinley y dos J. Mackinley. Apuntó las direcciones.
Y otra llamada; esta a Lancer Technical Support.
—Hola, aquí la Cámara de Comercio. Una pregunta: estamos confeccionando una base de datos sobre las empresas de la localidad relacionadas con la industria del petróleo. LancerTech sería una de ellas, ¿no?
—Ah, sí —respondió la recepcionista—, desde luego.
Por la voz parecía algo cansada. Ruido de fondo: personal hablando, fotocopiadora y el timbre de un teléfono.
—¿Podría darme más detalles?
—Pues… hacemos… diseñamos sistemas de seguridad de plataformas petrolíferas, barcos de apoyo… —Sonaba como si lo leyera en un folleto—. Ese tipo de cosas.
—Tomo nota —dijo John Biblia—. Si trabajan en temas de seguridad, ¿se supone que tienen relación con ITRG?
—Ah, sí, mucha relación. Colaboramos en media docena de proyectos y dos personas de la empresa trabajan allí a temporadas.
John Biblia subrayó el nombre de Martin Davidson. Dos rayas.
—Gracias. Adiós —dijo.
Dos M. Davidson en el listín. Uno quizá fuese mujer. Podía telefonear, pero con ello pondría en guardia al Advenedizo… ¿Qué haría con él? ¿Qué quería hacer con él? Había iniciado aquella faena enojado, pero ahora estaba tranquilo… y sentía más que curiosidad. Podía llamar a la policía; la llamada anónima que estaban esperando. Pero ahora ya sabía que no iba a hacerlo. En cierto momento había dado por supuesto que podía eliminar al miserable y reanudar su vida como antes, pero era imposible. El Advenedizo lo había cambiado todo. Comprobó el nudo de la corbata. Arrancó la hoja del bloc y la rompió en pedacitos que dejó caer en la papelera.
Se preguntaba si no hubiera debido quedarse en Estados Unidos. No, siempre había sentido nostalgia por su tierra natal. Recordaba una de las primeras teorías sobre su persona: que había sido miembro de la secta Exclusive Brethren. En cierto modo todavía lo era. Y pensaba seguir siéndolo.
El conocimiento es una gracia, pero el camino de trasgresión es duro.
Duro; era duro y siempre lo sería. Se preguntó si conocía bien al Advenedizo. Lo dudaba y no estaba muy seguro de que quisiera hacerlo.
La verdad era que ahora estaba allí y no sabía lo que quería.
Pero sabía lo que necesitaba.