30

El viaje de vuelta fue realmente una operación complicada, más espantoso que el de ida. Después de llevar a Jake y Briony a Brae dejaron el coche en Lerwick y pidieron que les llevaran a Sumburgh. Forres seguía enfurruñado pero finalmente se le pasó, comprobó los vuelos y ellos pudieron reservar uno que les permitía tomarse una sopa instantánea en la comisaría.

En Dyce volvieron a subir al coche de Morton y permanecieron quietos un par de minutos adaptándose a hallarse de nuevo en tierra. A continuación tomaron la A92 siguiendo las indicaciones de Harley. Era la misma carretera que Rebus había seguido la noche del asesinato de Tony El. Al menos ya tenían al responsable: Stanley. Rebus se preguntaba qué más podría cantar aquel subnormal, y más ahora que se había quedado sin Eve. Se habría percatado de que había alzado el vuelo llevándose el botín. Quién sabe si Gill no le había hecho confesar algo más.

De ella dependía.

Vieron los indicadores de Cove Bay, hicieron lo que Harley les había dicho y llegaron a una explanada donde había aparcadas docenas de furgonetas, remolques, autobuses y caravanas. Dando tumbos por caminos abandonados llegaron a un claro en el bosque. Los perros ladraban y unos niños jugaban al fútbol con una pelota pinchada. Entre las ramas había cuerdas con ropa tendida. Reunidos en torno a una hoguera un grupo fumaba canutos y una mujer rasgueaba una guitarra. No era la primera vez que Rebus iba a un campamento de vagabundos. Los había de dos tipos: el clásico estilo gitano con caravanas bonitas y camionetas, rumanos de tez aceitunada que hablaban una lengua que él no entendía. Y los de «viajeros new age», generalmente con autobuses que habían pasado la última ITV con Dios y ayuda. Eran jóvenes e inteligentes, cortaban madera para calentarse, cobraban el subsidio de desempleo a pesar de todos los esfuerzos del Gobierno por impedírselo y ponían un nombre a sus hijos por el que estos de mayores serían capaces de matarlos.

Nadie hizo el menor caso a Rebus y a Morton mientras se acercaban a la fogata. Rebus iba con las manos en los bolsillos procurando no cerrar los puños.

—Buscamos a Jo —dijo. Reconoció la melodía que tocaba la de la guitarra: Time of the Preacher. Insistió—: Joanna Bruce.

—Mal rollo —dijo uno.

—Se puede arreglar —replicó Rebus.

El porro pasaba de mano en mano.

—Dentro de diez años esto será legal. Incluso lo recetarán —dijo otro.

Sus bocas risueñas expulsaban el humo en espirales.

—Joanna —volvió a repetir Rebus.

—¿Orden judicial? —preguntó la de la guitarra.

—Sabe perfectamente —respondió Rebus— que sólo necesito una orden judicial si quiero desalojar el campamento. ¿Quiere que consiga una?

Macho, macho, man —comenzó a tararear uno.

—¿Qué quiere?

Una mujer se asomaba desde la parte superior de la puerta de un remolque blanco enganchado a un viejo Land Rover.

—¿Hueles el tocino, Joanna? —dijo la guitarrista.

—Tengo que hablar con usted, Joanna —dijo Rebus dirigiéndose hacia el remolque—. Sobre Mitch.

—¿De qué?

—¿Por qué murió?

Joanna Bruce dirigió la vista hacia sus compañeros, vio que estos miraban ahora a Rebus y abrió la parte inferior de la puerta.

—Será mejor que entren —dijo.

El remolque estaba abarrotado y no había calefacción. Tampoco televisor, sólo montones desordenados de revistas y periódicos, con artículos recortados, y en una mesa plegable, con asientos a ambos lados que se transformaban en cama, un ordenador portátil. De pie, la cabeza de Rebus tocaba el techo. Joanna apagó el ordenador y les señaló los asientos al tiempo que ella se sentaba sobre un montón de revistas.

—Bien —dijo cruzando los brazos—, ¿qué pasa?

—Esa es exactamente mi pregunta —respondió Rebus. Señaló con la cabeza a espaldas de ella la pared donde había pinchadas fotos a guisa de decoración—. Fotos. —Ella volvió la cabeza para mirarlas—. Yo también he revelado unas cuantas.

Rebus explicó que si se trataba de las copias no estaban en el sobre de Mitch y ella le escuchó imperturbable sin manifestar ninguna emoción. Tenía los ojos pintados con kohl y, a la luz del farolillo, su pelo era rojo intenso. Durante medio minuto sólo se oyó el rumor de la llama de gas. Rebus le daba tiempo para que cambiase de idea, pero ella lo empleaba para oponer más obstáculos, entrecerrando los ojos con los labios apretados.

—Joanna Bruce —musitó Rebus—. Ha elegido un nombre interesante.

Ella abrió un poco la boca y volvió a cerrarla.

—¿Joanna es su verdadero nombre de pila o también se lo cambió?

—¿Qué quiere decir?

Rebus miró a Morton que estaba recostado, tratando de hacer el papel de visitante relajado para demostrarle a ella que no eran dos contra uno, y espetó:

—Su verdadero apellido es Weir.

—¿Cómo… quién le ha dicho eso? —replicó ella en tono sarcástico.

—No hace falta que me lo dijese nadie. El mayor Weir tenía una hija, se pelearon y él la desheredó.

Y dijo que había sido un hijo; quizá por echar tierra al asunto. Según la fuente de información de Mairie.

«¡No la desheredó! ¡Ella se autodesheredó!».

Rebus se volvió hacia ella. Ahora estaba alterada y se aferraba tensa las rodillas.

—Dos detalles me dieron la pista —siguió Rebus con voz tranquila—. Uno, ese apellido: Bruce, que es como decir Robert… para que adivine el sobrenombre cualquier estudiante de historia de Escocia. Al mayor Weir le apasiona la historia de Escocia; a su concesión petrolífera le puso nombre inspirándose en el de Bannockburn, que como sabemos ganó Robert Bruce. Bruce y Bannock. ¿No será que eligió ese apellido porque pensó que a él le irritaría?

—Ya lo creo que le irrita.

Sonrió un poco.

—Lo segundo fue el propio Mitch, una vez que supe que habían sido amigos. Jake Harley me ha dicho que Mitch sabía algo del Negrita; un secreto. Bien, Mitch sería ingenioso en muchos aspectos, pero no me lo imagino siguiendo la pista de un papeleo complicado. Él viajaba ligero de equipaje y no dejó rastro de notas ni nada parecido ni en su piso ni en su cuarto de la plataforma. Debió de enterarse por usted, ¿no? —Ella asintió con la cabeza—. Es usted quien tiene la suficiente rabia a T-Bird Oil para preocuparse por desentrañar ese laberinto. Y como eso nos consta… por la manifestación en su sede y el encadenamiento en Bannock ante las cámaras de televisión, yo pensé que era algo personal.

—Lo es.

—¿El mayor Weir es su padre?

Su rostro se contrajo en una mueca de disgusto infantil.

—Sólo en el aspecto biológico. Pero aun así, si me consigue usted un trasplante genético seré la primera de la cola. ¿Mató él a Mitch? —concluyó con marcado acento norteamericano.

—¿Usted lo cree?

—Me gustaría creerlo. —Miró a Rebus a los ojos—. Es decir, me gustaría creer que ha caído tan bajo.

—¿Pero?

—Pero nada. Tal vez sí, tal vez no.

—¿Tenía motivos?

—Claro. —Sin darse cuenta empezó a morderse las uñas—. Por lo del Negrita y el modo en que se echó tierra sobre la responsabilidad de T-Bird Oil… y ahora lo del hundimiento de la plataforma. Tenía motivos económicos de sobra.

—¿Le amenazó Mitch con denunciarlo a los medios de comunicación?

Ella se retiró un trozo de uña de la lengua.

—No; creo que primero intentó chantajearle. Callárselo todo a cambio de que T-Bird eliminara Bannock de una manera ecológica.

—¿Todo?

—¿Cómo?

—Ha dicho callárselo «todo», como si hubiese algo más.

—No —replicó y negó con la cabeza sin mirarle.

—Joanna, le voy a hacer una pregunta: ¿por qué no acudió usted a los periódicos o intentó chantajear a su padre? ¿Por qué tuvo que ser Mitch?

—Él tenía agallas —contestó ella mientras se encogía de hombros.

—¿Es cierto?

Volvió a encogerse de hombros.

—¿Algo más?

—Mire, por lo que veo… a usted no le importa atormentar a su padre… y cuanto más público haya mejor. Dirige las manifestaciones, se las arregla para salir en la tele… mientras que si divulgara quién es sería más eficaz. ¿A qué viene tanto secreto?

Su rostro recobró la expresión infantil, siguió mordiéndose las uñas; las rodillas juntas. La trencita le caía entre los ojos como si quisiera resguardarse tras ella y llamar la atención al mismo tiempo… Un juego pueril.

—¿A qué viene tanto secreto? —repitió Rebus—. A mí me parece que es precisamente porque se trata de algo personal entre usted y su padre, algo parecido a un juego privado. Le gusta la idea de torturarle y causarle preocupación por el temor de que vaya a hablar. —Hizo una pausa—. Yo creo que manipuló a Mitch.

—¡No!

—Le utilizó para llegar hasta su padre.

—¡No!

—Lo que significa que él tenía algo que le pareció útil. ¿Qué podría ser?

—¡Fuera de aquí! —exclamó ella levantándose.

—Algo que les unía a los dos.

Ella se tapó las orejas con las manos y sacudió la cabeza.

—Algo de su pasado…, de la infancia de ambos. Algo como un juramento de sangre. ¿Hasta dónde llegaron, Jo? Entre usted y su padre… ¿hasta dónde se remonta el pasado?

Ella rodeó la mesa y le dio una fuerte bofetada. Rebus no demostró que le había dolido.

—Vaya con la pacifista —dijo restregándose la mejilla.

Ella volvió a sentarse sobre el montón de revistas y se pasó la mano por la cabeza retorciendo nerviosa una trencita.

—Tiene razón —dijo en voz tan baja que Rebus apenas la oyó.

—¿Sobre Mitch?

—Sobre Mitch —contestó, propiciando al fin su recuerdo y asumiendo la pena. A sus espaldas la luz arrancaba destellos de las fotos—. Era muy nervioso cuando nos conocimos. Nadie se acababa de creer que saliéramos juntos. Como el día y la noche, decían. Pero se equivocaban. Tardó bastante, pero una noche se abrió a mí. —Alzó la mirada—. ¿Conoce su infancia?

—Huérfano —dijo Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

—Y el internado. —Hizo una pausa—. Lo violaron. Me dijo que a veces había pensado en confesarlo, decírselo a la gente, pero que al cabo de tanto tiempo… no sabía si iba a servir de algo. —Sacudió la cabeza con los ojos llorosos—. Era la persona menos egoísta que he conocido. Pero estaba amargado, y, Dios, yo sé muy bien lo que es sentir eso.

Rebus comprendió lo que insinuaba.

—¿Su padre?

Ella lanzó un bufido.

—Dicen de él que es «una institución» en la industria del petróleo. Yo sí que estuve en una institución… internada… —Suspiró hondo sin fingimientos—. Y violada.

—Cielo santo —musitó Morton.

Rebus sentía latir su corazón y tuvo que hacer un esfuerzo para no alzar la voz.

—¿Cuánto tiempo, Jo?

Ella alzó la mirada furiosa.

—¿Cree que le consentí que me la metiera dos veces? Me largué en cuanto pude. Y no he dejado de correr durante años; pero luego pensé: qué coño, yo no tengo de qué avergonzarme. Yo no tengo nada que ocultar.

Rebus asintió con la cabeza.

—Por eso existía un vínculo entre usted y Mitch.

—Exacto.

—¿Y le contó a él su historia?

—A cambio de la suya.

—¿Y le reveló quién era su padre? —Ella comenzó a asentir con la cabeza, pero se detuvo y tragó saliva—. ¿Y chantajeaba a su padre con la historia del… incesto?

—No lo sé. Murió antes de que yo pudiera averiguarlo.

—¿Pero su intención era hacerlo?

—Supongo —respondió ella encogiéndose de hombros.

—Jo, creo que tendrá que hacer una declaración. No ahora; después. ¿De acuerdo?

—Me lo pensaré. —Tras una pausa añadió—: No se puede demostrar nada, ¿verdad?

—Aún no.

«Quizá nunca», se dijo para sus adentros. Se levantó y Morton siguió su ejemplo.

Afuera había aumentado el jolgorio en torno al fuego. Había velas temblonas dentro de faroles chinos colgados de los árboles. Ahora los rostros parecían como calabazas naranjas. Joanna Bruce les contempló marchar desde la puerta, inclinada sobre la mitad inferior. Rebus se volvió a decirle adiós.

—¿Va a seguir acampada aquí?

—A saber —respondió ella alzando los hombros.

—¿Le gusta lo que hace?

Ella reflexionó un instante.

—Es nuestro modo de vida.

Rebus sonrió y siguió caminando.

—¡Inspector! —Rebus se volvió y vio que el kohl le chorreaba por las mejillas—. ¿Si todo es tan maravilloso por qué la vida es una mierda?

Rebus no supo qué contestar.

—Que el sol no la pille llorando —replicó por decir algo.

Durante el camino de vuelta trató de contestar a la pregunta, pero no pudo. Quizá todo era cuestión de equilibrio, causa y efecto. Donde hay luz tiene que haber oscuridad. Sonaba a sermón. Probó con un mantra de su propia cosecha: So What?[20] de Miles Davis. Pero no parecía venir muy a cuento.

Nada a cuento.

—¿Por qué no lo denunció? —preguntó Morton frunciendo el ceño.

—Porque por lo que a ella atañe no tiene nada que ver con nosotros. Ni siquiera tuvo nada que ver con Mitch; para ella fue una simple metedura de pata.

—Más bien parece que le invitaron.

—Más valía que hubiera rehusado.

—¿Crees que fue obra del mayor Weir?

—No estoy seguro. Ni siquiera sé si importa. No nos lleva a ninguna parte.

—¿Qué quieres decir?

—El mayor se encuentra en ese infierno privado que ella ha construido para los dos. Él sabe que ella está ahí manifestándose contra todo lo que él aprecia… Ese es el castigo y la venganza. Algo a lo que ninguno de los dos puede escapar.

—Padres e hijas, ¿eh?

—Padres e hijas —aceptó Rebus.

Faltas pasadas que difícilmente se olvidan…

Estaban agotados cuando llegaron al hotel.

—¿Una partida de golf? —dijo Morton.

Rebus se echó a reír.

—Yo de lo único que sería capaz es de un té y unos bocatas.

—Me parece buena idea. Te espero en mi habitación dentro de diez minutos.

Les habían arreglado la habitación y había otra vez chocolatinas en la almohada y un albornoz limpio. Rebus se cambió enseguida y telefoneó a recepción por si había mensajes. No preguntó al llegar, pues no quería que Morton se enterara.

—Sí, señor —trinó la recepcionista—. Tengo uno para usted. —A Rebus le dio un vuelco el corazón: ella no se había largado sin más—. ¿Quiere que se lo lea?

—Sí, por favor.

—Dice: «En Burke’s media hora después del cierre. Probé a otra hora, en otro sitio, pero no estaba». Sin firma.

—Es igual. Gracias.

—A usted, señor.

Sí, claro: el negocio es el negocio. Todo el mundo te hace la rosca si eres de una empresa. Pidió línea y llamó a casa de Siobhan, pero respondió el contestador. Probó en St. Leonard y le dijeron que no estaba. Volvió a llamar a su casa y esta vez decidió dejar en el contestador el número de teléfono. Antes de terminar ella descolgó.

—¿Para qué pones el contestador si estás en casa?

—Digamos que es un filtro —respondió ella—. Así controlo si es un maniático.

—Yo no soy de esos. Cuenta.

—Primera víctima. Hablé con alguien en la Robert Gordon. La difunta estudió geología, con prácticas en el mar. Los que estudian geología en ese centro consiguen casi siempre empleo en la industria del petróleo, todo el programa está orientado en ese sentido. Como realizó actividades en el mar, hizo un cursillo de supervivencia.

Rebus pensaba: simulador de helicóptero, zambullida en una piscina.

—Así que estuvo yendo al CSM —añadió Siobhan.

—El Centro de Supervivencia en el Mar.

—A donde sólo van los que trabajan en el petróleo. Les he pedido por fax la plantilla de profesores y de alumnos. Eso en cuanto a la primera víctima. —Hizo una pausa—. Lo de la segunda víctima cambia totalmente: era mayor, tenía otro tipo de amistades y vivía en otra ciudad. Pero era prostituta, y ya sabemos que muchos hombres de negocios utilizan sus servicios cuando están fuera de viaje.

—No lo sabía.

—La víctima número cuatro trabajaba en algo vinculado a la industria del petróleo, con lo que nos queda la víctima de Glasgow: Judith Cairns. Diversos empleos, incluida la limpieza a tiempo parcial en un hotel del centro de la ciudad.

—Otra vez hombres de negocios.

—Así que mañana empezarán a llegarme nombres por fax. Me costó un poco porque protegen a la clientela y todo eso.

—Pero tú sabes convencer.

—Sí.

—Entonces, ¿qué cabe esperar? ¿Un cliente del Fairmount que tenga relación con la Robert Gordon?

—Dios lo quiera.

—¿A qué hora lo sabrás?

—Eso depende del hotel. Quizá tenga que ir allí a espabilarlos.

—Te llamaré.

—Si sale el contestador, deja un número donde pueda localizarte.

—De acuerdo. Hasta luego, Siobhan.

Colgó y se dirigió a la habitación de Morton. Jack se había puesto el albornoz.

—Igual salgo por ahí vestido así —dijo—. Los bocatas y el café están de camino. Voy a darme una ducha.

—Bien. Escucha, Siobhan anda detrás de algo.

—Ajá. Parece prometedor…

—Caray, y yo me creía cínico.

Morton se encogió de hombros, le guiñó un ojo y entró en el cuarto de baño. Rebus aguardó hasta oír correr el agua y a Jack canturreando algo que sonaba a Puppy Love. Su ropa estaba en un sillón. Rebus hurgó en los bolsillos de la chaqueta, encontró las llaves del coche y se las guardó.

Se preguntó a qué hora cerraría Burke’s los jueves y qué iba a decirle a Judd Fuller. Pensó que, dijera lo que dijera, Fuller se enfadaría.

Dejó de oírse la ducha y a Puppy Love le siguió What Made Milwaukee Famous. A Rebus le gustaban los tíos de gustos eclécticos. Morton salió del baño enfundado en el albornoz haciendo gestos de campeón.

—¿Volvemos mañana a Edimburgo?

—A primera hora —contestó Rebus.

—A afrontar las consecuencias.

Rebus no añadió que a lo mejor él las afrontaba mucho antes, y cuando trajeron los bocadillos notó que había perdido el apetito. Tomó café; tenía que estar despierto. Tenía por delante una larga noche y ni siquiera había luna.

Un breve recorrido nocturno en coche. Rebus se sentía estimulado por el café; cables sueltos chispeando donde debían estar sus nervios. Pasaba un cuarto de hora de medianoche: había telefoneado a Burke’s para preguntar a qué hora cerraban.

—¡No falta mucho, dése prisa!

Y colgaron. La música de fondo: Albatross; una tontería de última hora. Dos o tres números de espectáculo y la última oportunidad de ligar con alguien para compartir el desayuno. Momentos desesperados en la pista; tan desesperados a los cuarenta años como a los quince.

Albatross.

Puso la radio: pop insípido, música máquina y llamadas de oyentes. Y jazz. El jazz estaba bien, muy bien. Incluso en Radio Two. Aparcó cerca de Burke’s y vio un conato de pelea entre dos gorilas que querían zurrar a tres palurdos a quienes sus novias trataban de alejar de allí.

—Haced caso a las chicas —musitó Rebus—, que ya habéis demostrado lo que valéis.

El altercado desembocó en amenazas e insultos, y los gorilas con los brazos separados del cuerpo volvieron a entrar en el club. Una patada en la puerta y un escupitajo en las ventanas y después salieron corriendo. Se alza el telón y otro fin de semana en la costa nordeste. Rebus cerró el coche y respiró el aire de la noche. Cruzó la calle y se dirigió a Burke’s.

La puerta estaba cerrada. Llamó con los nudillos pero no abrían: pensarían que eran los palurdos. Insistió. Alguien asomó la cabeza por la puerta interior; no parecía un cliente, y desapareció gritando algo. Salió un gorila con un manojo de llaves y con cara de desear irse a dormir tras la jornada de trabajo. La puerta chirrió y se abrió dos centímetros.

—¿Qué quiere? —gruñó.

—Tengo una cita con el señor Fuller.

El gorila le miró y abrió del todo. La barra estaba iluminada y los empleados vaciaban ceniceros, limpiaban las mesas y recogían montones de vasos. Con luz, aquello parecía un páramo desolado. Dos que parecían pinchadiscos —coleta y camiseta negra sin mangas— estaban sentados a la barra, fumando y bebiendo cerveza. Rebus se volvió hacia el gorila.

—¿Está el señor Stemmons?

—¿No ha dicho que la cita era con el señor Fuller?

Asintió con la cabeza.

—Era por saber si podía ver al señor Stemmons.

Así hablaría primero con él; el socio, hombre de negocios y más conservador.

—A lo mejor está arriba.

Volvieron hacia la entrada y subieron la escalera que conducía a los despachos de Stemmons y Fuller. El gorila abrió una puerta.

—Pase.

Pasó y se agachó demasiado tarde. Sintió el manotazo en el cuello como una coz y cayó al suelo. Unos dedos le aprisionaban la garganta buscando la carótida. «Contusión cerebral, no —pensó Rebus mientras se le nublaba la vista—. Dios mío, que no haya lesión…».