A las seis estaba celebrando haber dormido bien con un solo trago.
Había dormido bien, pero se había despertado demasiado pronto y se había vestido, decidido a dar una vuelta. Cruzó Meadows y se dirigió al puente Jorge IV y a High Street, a la izquierda de Cockburn Street. Cockburn Street: la meca de las compras para los jovenzuelos y los hippies. Rebus recordaba aquel mercado de cuando la calle tenía mucha peor fama que ahora. Angie Riddell había comprado aquel collar en una tienda de Cockburn Street. Quizá lo llevase puesto el día en que él la había invitado al café, pero seguramente no. Desechó el recuerdo, dobló por un pasaje entre edificios —una empinada escalinata— y después por otro a la izquierda de Market Street. Frente a la estación Waverley había un pub abierto adónde iban los ferroviarios del turno de noche a tomarse un par de copas antes de volver a casa a dormir. Pero también se veían hombres de negocios tomándose un lingotazo antes de la jornada que tenían por delante.
Por los periódicos que había allí cerca, la clientela eran tipógrafos y jefes de sección y no faltaban las primeras ediciones con tinta aún fresca. Eso sí, aunque hubiese un periodista tomándose una copa, nadie le molestaba preguntándole por una noticia: era una regla implícita que todos respetaban.
Aquella mañana había tres quinceañeros sentados a una mesa, más bien desmoronados en sus asientos sin apenas tocar sus bebidas. Por lo desaliñados y su cara de sueño, Rebus comprendió que era la etapa final de una jornada de veinticuatro horas ininterrumpidas de alcohol. De día resultaba fácil: comenzabas a las seis de la mañana —en algún sitio como aquel— y hasta medianoche o la una había pubs abiertos. Después, el recurso obligado eran los clubes y casinos, y el maratón concluía en una pizzería de Lothian Road, abierta hasta las seis, donde se tomaba la última copa.
La barra estaba tranquila: ni televisor ni radio, y la máquina tragaperras permanecía desenchufada. Era otra regla implícita: a cierta hora del día, allí sólo se iba a beber. Y a leer los periódicos. Rebus se echó un poco de agua en el whisky y, junto con un diario, se lo llevó a una mesa. Los cristales dejaban ver un sol rosado en un cielo lechoso. Había sido un buen paseo; le gustaba aquella hora tranquila de la ciudad: taxis y madrugadores, primeros paseantes de perros y aire claro, limpio. Pero con la noche aún pegada: un cubo de basura tirado, un banco de los Meadows con el respaldo roto, conos de tráfico sobre las marquesinas de las paradas de autobús. En el bar sucedía lo mismo: el aire viciado de la noche no se había disipado del todo. Encendió un cigarrillo y se puso a leer el periódico.
Le llamó la atención un artículo en las páginas centrales. En Aberdeen se celebraba un congreso internacional sobre polución marina y el papel de la industria petrolera, al que asistían delegados de dieciséis países. Y un recuadro dentro del artículo: la zona de extracción de gas y petróleo en Bannock, ciento cincuenta kilómetros al nordeste en Shetland, estaba en las últimas de su «vida económica útil» y faltaba poco para que expirara la concesión. A los ecologistas les preocupaba el destino de la plataforma principal de extracción de Bannock, una estructura de hormigón y acero de doscientas mil toneladas, y pedían que la empresa propietaria, T-Bird Oil, dijera qué pensaba hacer con ella. Amparándose en la ley, la empresa había presentado a la subsecretaría de Petróleo y Gas del Ministerio de Industria y Comercio un Programa de Abandono cuyo contenido no se había hecho público.
Los ecologistas señalaban que existían más de doscientas instalaciones para extracción de petróleo y gas en la plataforma continental del Reino Unido, todas ellas con una vida de producción limitada. El Gobierno apoyaba al parecer la opción de dejar in situ la mayoría de las instalaciones de aguas profundas con un programa mínimo de mantenimiento. Se hablaba incluso de venderlas para el reciclaje, sugiriéndose el empleo en cárceles y complejos casino-hotel. Gobierno y empresas petroleras procedían al cálculo de los costes reales para determinar el término medio entre gastos, seguridad y medio ambiente. La reivindicación de los ecologistas era preservar el medio ambiente a toda costa. Animados por su triunfo sobre la Shell cuando el Brent Spar, los grupos de presión querían lograr algo similar en Bannock y estaba previsto convocar en Aberdeen manifestaciones, reuniones y conciertos al aire libre cerca del lugar en que se celebraba el congreso.
Aberdeen se había convertido en el centro del universo de Rebus.
Terminó el whisky sin pensar en tomarse otro, pero cambió de idea. Siguió hojeando el periódico: nada nuevo sobre Johnny Biblia. En la sección inmobiliaria echó un vistazo a los precios en la zona Marchmont-Sciennes y no pudo por menos que reírse de algunos detalles del anuncio de New Town: «lujosa casa urbana, cinco plantas de gran categoría…», «garaje aparte, veinte mil libras». En Escocia aún había lugares donde por veinte mil libras comprabas una casa, puede que hasta con garaje. Miró la sección Propiedad rural y eran igualmente precios de locura, con sus correspondientes fotos. Una de ellas al sudeste de la ciudad, con vistas al mar, por el precio de su piso de Marchmont. Sueña, marinero…
Regresó a casa, cogió el coche y se fue a Craigmillar, una zona de la ciudad que aún no figuraba en la sección inmobiliaria y que seguramente tardaría lo suyo.
El turno de noche estaba a punto de concluir y vio a agentes que no conocía. Les preguntó qué tal y le dijeron que había sido una noche tranquila; los calabozos estaban vacíos y las «galleteras» también. En el «cobertizo» se sentó a su mesa y se encontró con más papeleo esperándole. Fue a por un café y cogió la primera hoja.
Ninguna pista en el caso de Alian Mitchison; la policía local había interrogado al director del orfelinato. La comprobación de la cuenta bancaria no había revelado nada. Nada por parte del DIC de Aberdeen respecto a Tony El. Entró un agente trayéndole un paquete con sello de Correos de Aberdeen y remite de T-Bird Oil. Lo abrió. Publicidad con una nota de cortesía de Stuart Minchell, Departamento de Personal, media docena de folletos bien maquetados y en papel satinado, mucha fotografía y pocos datos. Rebus, autor de miles de informes, reconocía la paja. Minchell le adjuntaba un ejemplar de T-BIRD OIL ROMPE EL EQUILIBRIO, idéntico al que llevaba Mitchison en la mochila. Lo abrió, miró el mapa de la zona de Bannock, representada sobre la cuadrícula topográfica con el área que ocupaba. Una nota explicando que el mar del Norte había sido dividido en casillas de cien millas cuadradas sobre las cuales las petroleras habían presentado sus ofertas para obtener concesiones de prospección. Bannock estaba en el linde de aguas internacionales, y aunque unas millas más al este había otras bolsas de petróleo, era ya en aguas noruegas.
«Bannock será el primer yacimiento de T-Bird Oil sujeto a un estricto desmantelamiento», leyó. Al parecer había siete opciones, desde dejarlo tal como estaba hasta un desmantelamiento integral. La «modesta propuesta» de la empresa era dejar la estructura y aparcar el tema para más adelante.
«Ah, sorpresa —dijo Rebus para sus adentros, al leer—: si se dejaba aparcado habría fondos para futuras prospecciones y desarrollo».
Guardó los folletos en el sobre y los metió en el cajón para seguir con el papeleo. Debajo del montón había un fax; era de Stuart Minchell, remitido la víspera a las siete de la tarde: más detalles sobre los dos compañeros de trabajo de Alian Mitchison. El que trabajaba en el terminal de Sullom Voe se llamaba Jake Harley y estaba de vacaciones en las Shetland haciendo senderismo y algo de ornitología, por lo que seguramente no se habría enterado aún del fallecimiento de su amigo. El que trabajaba en el mar se llamaba Willie Ford y cumplía el período de trabajo de dieciséis días y, «naturalmente», se habría enterado.
Cogió el teléfono, sacó del cajón la nota de cortesía de Minchell, miró el número y marcó las cifras. Era temprano. Daba igual…
—Personal.
—Stuart Minchell, por favor.
—Al habla.
Premio: Minchell era un hombre de empresa madrugador.
—Señor Minchell, soy el inspector Rebus.
—Inspector, tiene suerte de que haya contestado al teléfono. Generalmente dejo que suene, pues es la única manera de sacar adelante algo de trabajo antes de que empiecen las prisas.
—Le llamo por su fax, señor Minchell. ¿Por qué dice que Willie Ford se habría enterado «naturalmente» de la muerte de Alian Mitchison?
—Porque trabajaban en el mismo turno, ¿no se lo dije?
—¿En el mar?
—Sí.
—¿En qué plataforma, señor Minchell?
—¿No se lo dije también? En Bannock.
—¿La que queda aparcada?
—Sí. Nuestro departamento de relaciones públicas tiene mucho trabajo allí. —Guardó silencio—. ¿Es importante, inspector?
—Probablemente no —respondió Rebus—. Gracias, de todos modos —agregó; colgó y tamborileó con los dedos sobre el auricular.
Salió y se compró para desayunar un bocadillo de carne encebollada en conserva. El panecillo tenía mucha miga y se le pegaba al paladar. Se tomó un café. Al volver al «cobertizo», Bain y Maclay estaban ya en sus mesas con las piernas en alto, leyendo la prensa sensacionalista. Bain comía un donut y Maclay una salchicha.
—¿Informes de confidentes? —preguntó Rebus.
—Nada de momento —dijo Bain, sin levantar la vista del periódico.
—¿Y de Tony El?
Maclay respondió:
—Hemos distribuido la descripción a toda la policía escocesa, pero no han contestado.
—Llamé al DIC de Grampian —añadió Bain— para decirles que indagasen en el restaurante indio de Mitchison, y parece que era cliente habitual. Tal vez sepan algo.
—Muy bien pensado, Dod —dijo Rebus.
—¿Verdad que no es sólo un niño bonito? —comentó Maclay.
La previsión meteorológica anunciaba sol y chaparrones. A Rebus, en coche camino de Ratho, se le antojaban rachas de diez minutos entre nubarrones y rayos de sol. Cielo azul y otra vez nubes. Y en determinado momento comenzó a llover cuando el cielo parecía despejado.
Ratho estaba situada entre tierras de cultivo que bordeaba al norte el canal Union, muy concurrido en verano para dar un paseo en barco, dar de comer a los patos o almorzar en el restaurante de la orilla. Quedaba a menos de un kilómetro de la M8 y a tres del aeropuerto Turnhouse. Se dirigía allí por Calder Road, confiando en su sentido de la orientación. La casa de Fergus McLure estaba en Hallcroft Park y sabía que era fácil de encontrar, pues el pueblo estaba formado por una docena de calles, y, además, McLure trabajaba en su domicilio. No le había telefoneado previamente para que no estuviera prevenido.
A los cinco minutos de llegar había localizado Hallcroft Park; aparcó ante la casa de Fergie y llamó a la puerta. No contestaba nadie. Volvió a tocar el timbre. Los visillos de la ventana no le dejaban ver el interior.
—Debería haber telefoneado —musitó.
En aquel momento pasó una mujer con un terrier tirando de la correa y resoplando al olisquear el suelo.
—¿No está? —dijo la mujer.
—No.
—Qué raro; tiene ahí el coche —agregó mientras señalaba con la cabeza un Volvo aparcado, antes de que el perro se la llevase a rastras.
Era una ranchera azul 940. Rebus miró por las ventanillas pero no vio más que un interior impecablemente limpio. Echó un vistazo al cuentakilómetros y marcaba muy pocos. Coche nuevo. Los neumáticos ni siquiera habían perdido el brillo.
Volvió al suyo, con un kilometraje cincuenta veces superior al del Volvo, y decidió regresar a Edimburgo por Glasgow Road, pero cuando iba a cruzar el puente del canal vio, al otro lado, un coche de policía en el aparcamiento del restaurante, justo en la rampa de bajada al canal, y a su lado una ambulancia. Frenó y entró en el aparcamiento dando marcha atrás para acercarse al sitio. Le salió al paso un agente haciéndole señales de que se alejara, pero él ya tenía la placa en la mano. Aparcó y bajó del coche.
—¿Qué ha pasado? —inquirió.
—Alguien se tomó un baño vestido.
El agente siguió a Rebus por la rampa hasta el embarcadero. En los amarres había barcos de paseo y un par de turistas que parecían haber desembarcado de uno de ellos. Llovía otra vez y las gotas punteaban la superficie del agua. Los patos habían desaparecido al ver que sacaban un cadáver chorreando y lo depositaban sobre los tablones de madera del embarcadero. Un hombre con aspecto de médico procedía a auscultarlo con expresión de pocas esperanzas. El restaurante tenía abierta la puerta trasera, desde donde el personal contemplaba la escena con interés y horror.
El médico negó con la cabeza. Uno de los turistas, la mujer, comenzó a llorar y su compañero le cogió la videocámara y le pasó una mano por los hombros.
—Resbalaría y al caer se golpearía en la cabeza —comentó alguien.
El médico examinó la cabeza del muerto y descubrió una brecha.
Rebus dirigió la mirada hacia el grupo del restaurante.
—¿Alguien ha visto algo? —Todos negaron con la cabeza—. ¿Quién dio parte?
—Yo —contestó la turista, con acento inglés.
Rebus se volvió hacia el médico.
—¿Cuánto tiempo llevaría en el agua?
—Soy médico de cabecera, no un experto, pero, de todos modos, yo diría que… no mucho. Desde luego no toda la noche.
Del bolsillo de la chaqueta del ahogado rodó un objeto que fue a encajarse entre dos tablones. Un frasco marrón con tapón rojo de plástico. Pastillas por receta. Rebus miró la cara abotargada, relacionándola con un hombre mucho más joven, un hombre que él había interrogado en 1978 por su vinculación con Lenny Spaven.
—Es de aquí —dijo a los agentes y al médico—. Se llama Fergus McLure.
Trató de hablar con Gill Templer por teléfono pero no pudo localizarla y le dejó media docena de recados en distintos lugares. De vuelta a casa, limpió sus zapatos, se puso su mejor traje, cogió la camisa menos arrugada y la corbata más discreta (excluida la de luto).
Se miró en el espejo. Duchado y afeitado, con el pelo seco y peinado. El nudo de la corbata bien hecho, y por una vez había localizado un par de calcetines iguales. Se veía bien, pero no le convencía del todo.
Era la una y media y había que ir a Fettes.
El tráfico era aceptable y los semáforos parecían secundarle como si no quisieran que llegara tarde. Llegó antes de tiempo a la jefatura territorial de Lothian y Borders y pensó en dar unas vueltas con el coche, pero únicamente iba a ponerse más nervioso, así que optó por entrar y preguntar por Homicidios. Se hallaba en la segunda planta: una pieza central espaciosa con pequeños compartimientos para los oficiales superiores. El vértice que correspondía a Edimburgo en el triángulo creado por Johnny Biblia y centro de la investigación sobre Angie Riddell. Rebus conocía de vista a muchas de las caras que había por allí y fue repartiendo sonrisas y saludos. Las paredes estaban llenas de mapas, fotos y gráficos; en un intento de dar sentido. Con un trabajo policial tan intenso las cosas empezaban a adquirir cierto orden: la cronología se concretaba, los detalles se plegaban a una exposición correcta y se desentrañaba la maraña de la vida de las personas y de su muerte.
La mayoría de los que estaban de servicio aquella tarde parecían cansados y faltos de entusiasmo. Sólo esperaban un telefonazo, la inesperada información, el eslabón perdido, un nombre o una observación, de quien fuese… esperaban desde hacía mucho. En una foto robot de Johnny Biblia alguien le había pintado cuernos, volutas de humo saliendo de la nariz, colmillos y una lengua bífida.
El coco.
Rebus se acercó a mirarla. Era una foto robot hecha por ordenador a partir de la antigua de John Biblia. Con aquellos cuernos y los colmillos tenía un ligero parecido con Alister Flower…
Examinó las fotos de Angie Riddell en vida y apartó la vista de las de la autopsia. La recordaba de aquella noche de redada, sentada en el coche hablando con él, tan llena de vida. En cada una de las fotos se le veía el pelo de color distinto, como si nunca estuviera satisfecha de sí misma. Quizá necesitaba cambiar continuamente para huir de la persona que había sido; riendo por no llorar. Payaso de circo, sonrisa pintada…
Rebus miró su reloj de pulsera. Mierda; ya era la hora.