Aberdeen.
Aberdeen significaba lejos de Edimburgo, sin Justicia en directo, ni Fort Apache, ni tanta mierda encima. Aberdeen no estaba mal.
Pero en Edimburgo tenía cosas que hacer. Quería ver el lugar del crimen de día; iría con el Escort de Fort Apache, sin arriesgarse con su Saab. Jim MacAskill le quería en el caso porque llevaba poco tiempo en aquel destino para haberse ganado enemigos; Rebus se preguntaba cómo podría hacer amigos en Niddrie. De día, el lugar era aún más inhóspito: ventanas tapiadas, vidrios rotos sobre el asfalto, críos aburridos jugando al sol y miradas de desaprobación cuando pasaba en coche.
Habían derruido ya muchos edificios; detrás de la barriada había casas adosadas. Antenas parabólicas como símbolo del estatus: el paro. También un pub abandonado, y una tienda solitaria en una esquina con el escaparate lleno de carteles de vídeos; parada obligatoria para todos los chicos. Bandidos en ciclomotor masticando chicle. Rebus pasó despacio mirándolos. El apartamento del crimen quedaba más allá y no se veía desde la calle principal de Niddrie. Rebus pensó que Tony El no pertenecía a aquel barrio. ¿Por qué habrían ido allí si había otros más cerca del centro?
Dos hombres y la víctima. Tony El y un cómplice.
El cómplice conocía el barrio.
Subió la escalera hasta la vivienda. La puerta estaba precintada pero él tenía llaves de los candados. El salón seguía igual: con la mesa patas arriba y la manta. Si hubiera vecinos, quizás habrían podido ver algo, pero había que reconocer que las posibilidades se reducían a un uno por ciento y aún menos las de obtener declaraciones. Cocina, cuarto de baño, dormitorio, recibidor. Andaba pegado a las paredes por si el suelo cedía. En aquel bloque no vivía nadie, pero en el contiguo había un par de ventanas con cristales: una en la primera planta y otra en la segunda. Llamó a la puerta de la primera y le abrió una mujer desaliñada con un niño de pecho aferrado al cuello. Sobraban las presentaciones.
—Yo no sé nada y no he visto ni oído nada —le espetó la mujer intentando cerrar la puerta.
—¿Está casada?
Abrió de nuevo.
—¿Ya usted qué más le da?
Rebus se encogió de hombros. Buena pregunta.
—Él estará en el bar, lo más seguro —añadió ella.
—¿Cuántos hijos tienen?
—Tres.
—Vivirán muy apretados.
—Eso es lo que no paramos de repetirles. Y nos dicen que estamos en la lista.
—¿Qué edad tiene el mayor?
Ella entornó los ojos.
—Once años.
—¿Cree que pudo haber visto algo?
—Me lo habría dicho —respondió ella, negando con la cabeza.
—¿Y su marido?
—Lo habría visto todo doble —contestó sonriendo.
Rebus sonrió también.
—Bien, si se entera de algo… por los críos o por su marido…
—Sí, muy bien.
Y le cerró la puerta sin más.
Rebus subió a la otra planta. Cagadas de perro en el rellano y un condón usado. Lo miró evitando la asociación de ideas. Pintadas en la puerta: mamona, el cono de Su Majestad y dibujos de coitos de cómic, que la inquilina había desistido de borrar. Rebus tocó el timbre. No contestaban. Probó otra vez.
Una voz se oyó desde el fondo:
—¡Largo, cabrón!
—¿Podría hacerle unas preguntas?
—¿Quién es?
—Departamento de Investigación Criminal.
Ruido de cadena. La puerta se entreabrió cuatro centímetros. Rebus vio media cara: una vieja, o quizás un viejo. Mostró su placa.
—No van a echarme. Me encerraré en el piso aunque tiren la casa.
—No vengo a echarla.
—¿Cómo?
—Que nadie va a echarla —repitió, alzando la voz.
—Sí que quieren, pero yo no me voy. Dígaselo.
Le llegaba un olor como de carne podrida.
—Escuche, ¿se ha enterado de lo que pasó aquí al lado?
—¿Cómo?
Rebus miró por la rendija de la puerta. Un recibidor lleno de hojas de periódico y latas vacías de comida para gatos. Lo intentó de nuevo.
—Aquí al lado mataron a una persona.
—A mí no me venga con cuentos, joven —replicó la anciana irritada.
—No le vengo con… Bah, al diablo.
Giró sobre sus talones y descendió las escaleras. De pronto el mundo exterior le pareció agradable al calorcillo del sol. Bueno, relativamente. Se llegó a la tienda de la esquina, hizo unas cuantas preguntas a los chicos y ofreció caramelos de menta a todos. Información no obtuvo, pero le sirvió de excusa para entrar en la tienda a comprar un paquete de extrafuertes, que se guardó en el bolsillo para después, y hacer un par de preguntas a la dependienta asiática, una chica de quince o dieciséis años guapísima. En el televisor, a buena altura en la pared, unos gángsteres de Hong Kong se destrozaban a tiros. La chica no sabía nada.
—¿Le gusta Niddrie?
—No está mal —le contestó con acento de Edimburgo sin apartar la vista del televisor.
Rebus volvió a Fort Apache. En el «cobertizo» no había nadie. Tomó un café y se fumó un cigarrillo. Niddrie, Craigmillar, Wester Hailes, Muirhouse, Pilton, Granton… Todas esas barriadas le parecían una especie de horrible experimento de ingeniería social, obra de científicos con bata blanca que situaban a la gente en diversos laberintos, a ver qué pasaba, cómo encontraban la salida… Él vivía en una zona de Edimburgo donde los pisos de tres dormitorios se vendían por una suma de seis cifras. Le hacía gracia poder vender el suyo y hacerse inmensamente rico… salvo que, claro, no tendría dónde vivir y no podría mudarse a una zona mejor. Se daba cuenta de que estaba tan atrapado como los de Niddrie o Craigmillar; simplemente en una trampa más bonita.
Sonó su teléfono. Descolgó, arrepintiéndose de inmediato.
—¿Inspector Rebus? —Una voz de secretaria—. ¿Puede venir mañana a Fettes para una reunión?
Rebus sintió un escalofrío en la columna vertebral.
—¿Una reunión de qué?
—No lo sé. —La voz era neutra y risueña—. Es a petición de la oficina del ACC.
El subdirector Colin Carswell, adjunto del jefe de policía, era de Yorkshire, lo más parecido a un escocés que puede ser un inglés. Llevaba en la dirección territorial dos años y medio y hasta el momento nadie había hablado mal de él, lo que le hacía merecedor de aparecer en el libro Guinness. Había habido un poco de desorganización durante los meses siguientes a la dimisión del anterior director hasta el nombramiento de otro nuevo, pero Carswell supo hacerse con el timón, aunque algunos opinaban que era excesivamente apto, por lo que nunca llegaría a ser jefe supremo. En la territorial de Lothian y Borders solían presumir de un jefe supremo y dos ayudantes, pero uno de estos había pasado a ocupar el cargo de director de Servicios Corporativos, empleo que nadie del cuerpo sabía en qué consistía.
—¿A qué hora?
—A las dos. No le entretendrán mucho.
—¿Y habrá té con galletas? Si no, no voy.
Hubo un silencio y después un suspiro al advertir que era broma.
—Veremos qué puede hacerse, inspector.
Rebus colgó. Volvió a sonar y cogió el auricular.
—¿John? Soy Gill. ¿Recibiste mi mensaje?
—Sí, gracias.
—Ah. Pensé que me llamarías.
—Hum…
—John, ¿sucede algo?
—No lo sé —dijo, alzando los hombros—. El subdirector quiere verme.
—¿Para qué?
Suspiró.
—¿Qué has hecho ahora?
—Nada en absoluto, Gill. Es la pura verdad.
—¿Ya te has ganado enemigos?
En ese momento entraron Bain y Maclay. Rebus les saludó con la cabeza.
—De enemigos nada. ¿Por qué, crees que he cometido alguna pifia?
Maclay y Bain se despojaban de la chaqueta como ajenos a la conversación.
—Escucha, el mensaje que te dejé…
—Diga, inspector jefe.
Maclay y Bain dejaron de fingir.
—¿Podemos vernos?
—¿Por qué no? ¿Hoy, para cenar?
—Hoy… bueno, ¿por qué no?
Ella vivía en Morningside y Rebus en Marchmont: se citaron en Tollcross.
—A las ocho y media en el restaurante indio de Brougham Street —dijo él—. Ese de persianas de listones.
—Muy bien.
—Nos vemos allí, inspector jefe.
Bain y Maclay estuvieron durante un par de minutos dedicados a sus asuntos hasta que Bain tosió, tragó saliva y dijo:
—¿Qué tal la ciudad de la lluvia?
—Salí con vida.
—¿Has averiguado algo sobre Tío Joe y Tony El? —preguntó Bain, llevándose la mano a la cicatriz bajo el ojo.
—Pues sí y no —respondió Rebus, encogiéndose de hombros.
—Vale, no cuentes nada —terció Maclay.
Era gracioso verle sentado en una silla a la que habían serrado tres centímetros las patas para que cupieran sus piernas bajo el escritorio. La primera vez que Rebus reparó en ello le preguntó por qué no había alzado la mesa. Maclay no había caído en ello; lo de serrar las patas de la silla había sido idea de Bain.
—No hay nada que contar —replicó—. Sólo que se rumorea que Tony El trabaja por libre en el nordeste, así que tenemos que ponernos en contacto con el DIC de Grampian a ver qué saben.
—Les enviaré los datos por fax —dijo Maclay.
—Supongo que aquí no hay nada nuevo.
Bain y Maclay negaron con la cabeza.
—Pero te diré un secreto —dijo Bain.
—¿Cuál?
—En Brougham Street hay por lo menos dos restaurantes con persianas de listones.
Rebus se quedó mirando cómo se reían del chiste y a continuación preguntó qué novedades había sobre los datos del difunto.
—No gran cosa —contestó Bain.
Inclinó hacia atrás la silla y enarboló un papel.
Rebus se levantó y se lo cogió.
Allan Mitchison. Hijo único. Lugar de nacimiento: Grangemouth. La madre, fallecida de parto; el padre, víctima de la depresión, la siguió dos años después. El pequeño Allan, sin familia, fue a parar a un orfelinato y posteriormente lo acogió una familia para adoptarlo, pero era un niño travieso y rebelde proclive a gritos, berrinches y enfurruñamientos, que siempre acababa escapándose de casa para volver al orfelinato. Después, una adolescencia tranquila aunque con tendencia a la depresión con algún arrebato de cólera, si bien con muestras de evidente talento para ciertas materias —inglés, geografía, arte y música— y dócil en términos generales. Terminó sus estudios a los diecisiete años y, como había visto un documental sobre la vida en una plataforma petrolífera del mar del Norte, decidió que eso le gustaba: estaba a kilómetros de la civilización y le recordaba al orfelinato. Le gustaba la vida en comunidad, los dormitorios y las salas comunes. Pintor. Su trabajo era variado y pasaba tiempo en el mar y en tierra; cursillo de formación en ITRG-CSM…
—¿Qué es ITRG-CSM?
Maclay esperaba que lo preguntara.
—Instituto de Tecnología Robert Gordon, Centro de Supervivencia en el Mar.
—¿Es lo mismo que la Universidad Robert Gordon?
Maclay y Bain intercambiaron una mirada de sorpresa.
—Da igual —dijo Rebus, pensando que la primera víctima de Johnny Biblia había estudiado en la URG.
Mitchison había trabajado también en el terminal de Sullom Voe en Shetland y algún otro lugar. Tenía muchos compañeros de trabajo y muy pocos amigos. Edimburgo había sido para él una ciudad sin porvenir; sus vecinos nunca lo veían y de Aberdeen y otros lugares del norte la información no era más halagüeña. Un par de nombres; uno en una plataforma y otro en Sullom Voe…
—¿Estos dos aceptan que se les interrogue?
—¡Dios!, ¿no estarás pensando en ir allá? —exclamó Bain—. Primero Glasgow y ahora Aberdeen. ¿Es que no has tenido vacaciones este año?
Maclay se echó a reír.
—¿Me estáis tomando por tonto o qué? He pensado que quien eligió ese piso conocía la zona y seguramente era de la barriada. ¿Tenéis confidentes en Niddrie?
—Naturalmente.
—Pues hablad con ellos. Alguien que cuadre con la descripción de Tony El, y que quizás haya estado en pubs y clubes buscando a uno del barrio. ¿Hay algo de la empresa del difunto?
Bain alzó otra hoja y la enarboló sonriente. Rebus tuvo que volver a levantarse a por ella.
La T-Bird Oil debía su nombre a Thom Bird, cofundador de la empresa con el «mayor» Randall Weir.
—¿Mayor?
—Así le llaman: mayor Weir —dijo Bain, encogiéndose de hombros.
Weir y Bird eran norteamericanos con fuertes raíces escocesas. Tras la muerte de Bird en 1986, Weir se hizo cargo de la empresa, una de las más pequeñas para extracción de petróleo y gas en el lecho marino…
Rebus reflexionó sobre sus escasos conocimientos de la industria petrolera. Su imaginería mental al respecto eran catástrofes y manchas negras.
T-Bird tenía su sede en el Reino Unido en Aberdeen, junto al aeropuerto de Dyce, y la central era estadounidense; la firma extraía, además, gas y petróleo en Alaska, África y el golfo de México.
—Aburrido, ¿no? —comentó Maclay.
—¿Se supone que es un chiste?
—Un simple comentario.
Rebus se levantó y se puso la chaqueta.
—¿Adónde vas?
—A otra comisaría.
A nadie parecía interesar verle de nuevo por St. Leonard. Un par de agentes se pararon a saludarle, pero resultó que no sabían nada de su traslado.
—Lo cual no sé si dice menos en mi favor que en el vuestro.
Ya en las oficinas del departamento, vio a Siobhan Clarke sentada a su mesa, que hablaba por teléfono, y le saludó esgrimiendo un bolígrafo. Vestía una blusa blanca de manga corta que dejaba ver sus brazos bronceados, como el rostro y el cuello.
Rebus le agradeció el cálido saludo con una mirada. Resultaba raro estar en «casa». Pensó en Alian Mitchison y en su piso vacío: había vuelto a Edimburgo porque era lo más parecido a lo que podía llamarse su hogar.
Finalmente localizó a Brian Holmes, quien charlaba animadamente con una agente.
—Hola, Brian. ¿Cómo está tu mujer?
La agente se ruborizó, musitó una excusa y los dejó.
—Ja, ja… Cabrón —dijo Holmes.
Ahora, sin la agente, parecía un hombre derrotado; hombros caídos, tez grisácea y mal afeitado.
—El favor que… —le espetó Rebus.
—Estoy en ello.
—¿Y qué?
—¡Estoy en ello!
—Tranquilo, hijo, que somos amigos.
Fue como la puntilla. Se restregó los ojos y se pasó los dedos por el pelo.
—Perdona —dijo—. Es que estoy deshecho.
—¿Qué tal un café?
—Si me invitas a la cantina, sí.
En la cantina servían buenos dobles. Se acomodaron a una mesa y, como preámbulo, Holmes abrió los sobrecillos de azúcar y vertió el contenido en el café.
—Escucha —dijo—, respecto a la otra noche y Mental Minto…
—De eso no se habla —replicó Rebus con firmeza—. Es historia.
—Nos rodea la historia.
—¿Qué otra cosa hay en Escocia?
—Estáis tan alegres como dos monjas en un cabaret —dijo Siobhan Clarke mientras arrimaba una silla para sentarse.
—¿Qué tal las vacaciones? —le preguntó Rebus.
—Relajantes.
—Ya veo que hizo mal tiempo.
—Mis horas de playa me costó —replicó al pasarse la mano por el brazo.
—Siempre fuiste una perfeccionista.
Siobhan dio un sorbo a una Pepsi diet.
—Bueno, ¿por qué está todo el mundo tan deprimido?
—No te lo diremos.
Ella enarcó una ceja sin replicar. Dos hombres con tez cenicienta, cansados, y una mujer joven bronceada y llena de vida. Rebus tenía que salir pitando para su cita.
—Oye, ¿y eso que te dije que miraras…? —preguntó a Holmes sin darle importancia.
—Va despacio. Si quieres que te diga mi opinión —añadió, levantando los ojos hacia él—, el que ha escrito las notas es un maestro del circunloquio. Vueltas y más vueltas en torno al asunto. Me da la impresión de que cualquiera que le eche una primera ojeada abandonará en vez de enfrascarse en la lectura.
—¿Y qué pretendería el que lo redactó? —dijo Rebus sonriente.
—Disuadir al lector. Lo más probable es que intentara inducirle a ir directamente a las conclusiones prescindiendo de toda la paja descriptiva. Con ello se pierden muchos detalles que hay salteados en el texto.
—Perdonad —terció Siobhan—, ¿interrumpo por casualidad una reunión masónica? ¿Habláis en clave para que yo no me entere?
—Nada de eso, hermana Clarke —dijo Rebus al tiempo que se levantaba—. A lo mejor el hermano Holmes te lo explica.
Holmes la miró.
—Sólo si prometes no enseñarme las fotos de tus vacaciones.
—No pensaba hacerlo —replicó Siobhan, erguida en la silla—. Sé que las playas nudistas no te van.
Rebus llegó expresamente pronto a la cita. Bain no mentía. En efecto, había dos restaurantes con persianas de listones de madera separados por unos ochenta metros, distancia que se dedicó a recorrer paseando de arriba abajo. Vio a Gill torcer la esquina de Tollcross y la llamó con la mano. No se había arreglado para la ocasión: vaqueros nuevos, una sencilla blusa beige y un jersey de cachemira amarillo anudado al cuello. Gafas de sol, una cadenita de oro al cuello y zapatos de tacón alto. Le gustaba hacer ruido al caminar.
—Hola, John.
—¿Cómo estás, Gill?
—¿Es éste?
Rebus miró al restaurante.
—Hay otro más allá, si lo prefieres. O uno francés, o un tai…
—No, aquí está bien —dijo ella mientras empujaba la puerta y le precedía—. ¿Has reservado mesa?
—Pensé que no habría mucha gente —respondió Rebus al ver que no estaba vacío, pero quedaba una mesa para dos junto a la ventana, justo debajo de un altavoz que distorsionaba.
Gill se quitó el bolso en bandolera para dejarlo bajo la silla.
—¿Van a beber algo? —inquirió el camarero.
—Para mí, whisky con soda —dijo Gill.
—Yo, whisky solo —pidió él.
Después del primer camarero llegó otro con la carta, pan indio y pepinillos. Cuando se hubo retirado, Rebus miró en derredor, vio que nadie les miraba y estiró el brazo para desconectar de un tirón el cable del altavoz. Fuera música.
—Mejor —dijo Gill, sonriendo.
—Bueno —dijo Rebus, desplegando la servilleta sobre las piernas—, ¿es una cena de trabajo o simple diversión?
—Ambas —respondió ella, pero se interrumpió al llegar el camarero, quien miró desconcertado al advertir algo raro hasta detener la mirada en el altavoz silenciado.
—Tiene fácil arreglo —les comentó, pero ellos negaron con la cabeza y se enfrascaron en la carta.
El camarero tomó nota y Rebus alzó la copa.
—Slàinte.
—Salud —dijo ella.
Dio un sorbo y exhaló un suspiro.
—Bueno —dijo Rebus—, una vez hechos los cumplidos…, al grano.
—¿Sabes cuántas inspectores jefe hay en la policía escocesa?
—Podrían contarse con los dedos de una mano.
—Exacto. —Gill hizo una pausa y recolocó sus cubiertos—. No quiero fastidiar.
—¿Y quién lo quiere?
Ella le miró y sonrió. Rebus: un auténtico cenizo donde los hubiera, una vida llena de meteduras de pata y más difícil de enmendar que una grabación de ocho pistas.
—De acuerdo —admitió él—, me llevo la palma.
—Y eso cuenta a tu favor.
—No —replicó sacudiendo la cabeza—, porque sigo cagándola.
—John, yo llevo cinco meses sin conseguir una buena captura —dijo ella con una sonrisa.
—Y ahora las cosas van a cambiar, ¿eh?
—No lo sé —añadió ella—. Me han pasado una información sobre un asunto de drogas… Un jefazo.
—Que según el reglamento deberías trasladar a la Brigada de Investigación Criminal de Escocia.
Gill clavó la vista en él.
—¿Y que esos cabronazos gandules se apunten el mérito? Vamos, John.
—En cualquier caso, nunca he sido muy partidario del reglamento… —No quería que Gill la cagara. Sentía que era algo importante para ella; quizá muy importante. Necesitaba orientación, como le había sucedido a él con Spaven—. Bien, ¿quién te pasó la información?
—Fergus McLure.
—¿Feardie Fergie? —dijo Rebus, con los labios fruncidos—. ¿No era confidente de Flower?
Gill asintió con la cabeza.
—Yo me quedé la lista de Flower cuando lo trasladaron.
—Joder, ¿cuántas cosas te sacó a ti?
—Es igual.
—La mayoría de las confidencias de Flower son de lo peorcito del sector soplones.
—Sea lo que fuere, me dio su lista.
—Feardie Fergie, ¿eh?
Fergus McLure se había pasado media vida de clínica en clínica porque tenía los nervios hechos trizas; lo más fuerte que bebía era Ovomaltina y, como espectador, lo que más le excitaba eran los concursos de animales de compañía. Su botiquín contribuía en gran parte a los beneficios de la industria farmacéutica inglesa. Aparte de ello, dirigía un modesto imperio casi legal: joyero de profesión, vendía también alfombras persas con alguna tara que liquidaba en subastas. Vivía en Ratho, un pueblo de las afueras. Se sabía que era homosexual, pero llevaba una vida discreta, no como algunos jueces que Rebus conocía.
Gill mordisqueó el pan indio y lo untó de salsa picante.
—¿Cuál es el problema? —inquirió Rebus.
—¿Conoces bien a Fergus McLure?
—Sólo lo que dicen —mintió Rebus—. ¿Por qué?
—Porque quiero tenerlo todo bien atado antes de actuar.
—El problema con los soplones, Gill, es que no siempre puedes contar con una confirmación.
—Ya, pero otro puede darme su opinión.
—¿Quieres que hable con él?
—John, pese a todos tus fallos…
—A los que debo mi fama.
—… eres buen psicólogo y conoces muy bien a los confidentes.
—Fue mi tema de reserva en el concurso Mastermind.
—Sólo quisiera que vieras si la cosa está clara. No quisiera echar toda la carne en el asador y abrir una investigación, disponiendo la vigilancia, intervención de teléfonos, o incluso una operación de cebo, para quedar en ridículo.
—Entendido. Pero ya sabes que, si no les informas, los de la brigada se cabrearán; ellos tienen el personal y la experiencia para una operación de ese tipo.
Gill volvió a clavar la mirada en John.
—¿Desde cuándo estás a favor del reglamento?
—No se trata de mi posición. Soy la oveja negra de la jefatura territorial… y para ellos con una basta.
Les trajeron la cena y la mesa se llenó de bandejas y platos, más pan indio en unas obleas enormes. Se miraron como si ya no tuvieran tanto apetito.
—Otros dos —dijo Rebus, al tiempo que entregaba al camarero su vaso vacío. Y, dirigiéndose a Gill—: Bueno, explícame lo de Fergie.
—Es algo deslavazado. Se espera que llegue del norte droga consignada como antigüedades, para entregar luego a los traficantes.
—Que son…
Ella se encogió de hombros.
—McLure cree que son norteamericanos.
—¿Quiénes, los vendedores?
—No, los compradores. Los vendedores son alemanes.
Rebus repasó mentalmente los principales compradores de Edimburgo sin que recordara ningún norteamericano.
—Sí, ya sé —dijo Gill, como si le hubiera leído el pensamiento.
—¿Unos que quieren entrar en el negocio?
—McLure cree que el destino de la droga está mucho más al norte.
—¿Dundee?
Afirmó con la cabeza.
—Y Aberdeen.
Otra vez Aberdeen. Dios, aquella ciudad se la tenía jurada.
—¿Y Fergie qué pinta aquí?
—Con una de sus subastas sería la tapadera ideal.
—¿Y ha aceptado?
Asintió de nuevo. Mordisqueó un trozo de pollo y mojó una oblea en la salsa. Rebus contempló su modo de comer y recordó detalles de su persona: la manera de mover involuntariamente las orejas al masticar, el destello de los ojos al examinar la variedad de platos, el modo de frotarse al final los dedos… Aparte de unas arrugas en el cuello, y que tal vez se tiñera las raíces, estaba estupenda.
—¿Por qué lo dices?
—¿No te ha contado algo más?
—Que tiene miedo a esos traficantes; demasiado miedo para decirles que le olviden. Pero lo que no querría es que interceptáramos la operación y le encarcelemos a él por cómplice. Por eso da el soplo.
—¿A pesar de tener miedo?
—Así es.
—¿Para cuándo se prevé el asunto?
—Tienen que avisarle por teléfono.
—No sé, Gill. De ser un clavo, no podrías fiarte ni para colgar un pañuelo, y no digamos el abrigo.
—Muy creativo.
Le miró la corbata. Era chillona; se la había puesto expresamente para distraer la atención de la camisa arrugada y a la que le faltaba un botón.
—Bien, hablaré mañana con él a ver si puedo sonsacarle algo más.
—Pero sé amable.
—Como si fuera mi peluche preferido.
Sólo dieron cuenta de la mitad de la comida pero quedaron artos. Llegó el café y unas pastillas de menta que Gill guardó en el bolso para después. Rebus tomó un tercer whisky. Estaba imaginándose la escena final: los dos solos en la calle. Únicamente podía ofrecerse a acompañarla a casa a pie. O invitarla a su piso. Pero no podía quedarse, porque por la mañana estarían apostados los periodistas.
«Rebus, cabronazo, eres un bastardo presuntuoso».
—¿De qué te ríes? —inquirió ella.
—Úsalo o déjalo, como suele decirse.
Pagaron a medias, pues las bebidas subían tanto como la comida. Y ya estaban en la calle. Había refrescado.
—¿Será fácil encontrar taxi por aquí? —dijo ella, mientras miraba la calle en ambas direcciones.
—Aún no han cerrado los pubs, no habrá problema. He dejado mi coche en casa…
—Gracias, John. Me las arreglaré. Mira, ahí viene uno —dijo alzando la mano.
El taxista puso el intermitente y paró junto a ellos de un frenazo.
—Dime si consigues algo —añadió ella.
—Te llamaré en cuanto lo tenga.
—Gracias.
Le dio un beso rápido en la mejilla, apoyándose en su hombro, antes de subir al taxi, cerrar la portezuela y dar la dirección al conductor. Rebus contempló al coche dar media vuelta despacio para perderse en dirección a Tollcross y aún permaneció un rato mirándose los zapatos.
Simplemente para pedirle un favor. Era una alegría saber que uno aún servía para ciertas cosas. «Feardie Fergie», Fergus McLure. Un nombre del pasado; amigo antaño de un tal Lenny Spaven. Sin duda, por la mañana valdría la pena darse una vuelta por Ratho.
Por el inconfundible ruido del motor, advirtió que llegaba otro taxi. Estaba libre. Lo paró y subió.
—Al bar Oxford —dijo.
Cuanto más pensaba John Biblia en el Advenedizo… más cosas sabía de él… y más seguro estaba de que Aberdeen era la clave.
Estaba en su estudio con la llave echada, aislado del mundo, repasando el archivo ADVENEDIZO en su portátil. El intervalo entre la primera y la segunda víctima era de seis semanas; entre la segunda y la tercera, sólo cuatro. Johnny Biblia era un demonio ansioso, pero no había vuelto a matar. O si lo había hecho aún estaría divirtiéndose con el cadáver. Aunque no era el estilo del Advenedizo. Las liquidaba con rapidez y dejaba los cuerpos a la vista. John Biblia había repasado los periódicos, con el resultado de dos casos que recogía el Press and Journal de Aberdeen. Una mujer agredida cuando volvía a casa de la discoteca, el agresor había intentado arrastrarla a un callejón; ella gritó y él, atemorizado, se dio a la fuga. John Biblia fue en automóvil una noche al lugar de los hechos y, de pie en el callejón, estuvo un rato pensando en el Advenedizo al acecho en el mismo sitio, aguardando la hora propicia del cierre de la discoteca. Había cerca una urbanización y la calle de acceso pasaba por la boca del callejón. En apariencia era el lugar ideal, pero el Advenedizo se había puesto nervioso o no lo había preparado bien. Lo más probable es que hubiese estado allí al acecho una o dos horas, en la oscuridad, receloso de que alguien lo descubriera, y había estado a punto de abandonar. De manera que cuando finalmente cayó sobre su víctima, no había sido capaz de neutralizarla con la rapidez suficiente y un solo grito le había puesto en fuga.
Sí, podía muy bien tratarse del Advenedizo. Él había estudiado su fracaso, ideando un plan mejor: ir a la discoteca, entablar conversación con la víctima…, ganarse su confianza y, después, la agresión.
Segundo caso: una mujer denunció a un mirón furtivo en el jardín trasero de la casa. La policía había encontrado señales en la puerta de la cocina, torpes intentos de allanamiento. Quizás estuviera relacionado con el primer caso, quizá no. Primer suceso: ocho semanas antes del primer asesinato. Segundo: cuatro semanas antes. De lo que se deducía una pauta de meses, a la que se superponía otro patrón: el mirón devenía en agresor. Claro que podían existir, en otras ciudades, casos que él ignorase y que dieran pie a otras hipótesis, pero a John Biblia le complacía ceñirse a la de Aberdeen. Primera víctima: muchas veces la primera víctima era de la localidad y cuando el asesino adquiría confianza el radio de acción se ampliaba. Pero el primer éxito era fundamental.
Llamaron tímidamente a la puerta del estudio:
—He hecho café.
—Voy enseguida.
Volvió al ordenador. Sabía que la policía estaría atareada estableciendo los retratos robot y los perfiles psicológicos; recordaba uno sobre él, aportado por un psiquiatra, una autoridad por la cantidad de siglas, títulos y diplomas que seguían a su apellido: Bsc, BL, MA, MB, ChB, LLB, DPA y miembro del Real Colegio de Patología. En términos generales, una bobada. Él había leído aquel informe hacía años en un libro y subsanado las pocas cosas ciertas que sobre él se afirmaba: que el asesino en serie era, supuestamente, introvertido y con muy pocos amigos íntimos, por lo que se veía forzado a ser más social. El prototipo psicológico correspondía al de un individuo poco dinámico y temeroso del contacto con adultos, circunstancia que le inducía a hacer un trabajo cuyas características esenciales fuesen dinamismo y contactos. En cuanto al resto del perfil…, basura en su mayor parte.
Los asesinos en serie tienen muchas veces un historial de actividad homosexual: frío.
Suelen ser solteros: que se lo dijeran al destapador de Yorkshire.
Suelen escuchar dos voces interiores, una buena y otra mala. Coleccionan armas y les ponen nombres cariñosos parecidos a los de animales de compañía. Hay muchos que se visten de mujer. Otros muestran interés por la magia negra o los monstruos y coleccionan pornografía dura. Y abundan los que disponen de un «lugar privado» donde guardan objetos como capuchas, muñecas y trajes de submarinismo.
Miró a su alrededor y movió la cabeza despectivamente.
Pocas cosas había acertado el psiquiatra. Sí, admitía que era egocéntrico, como la mitad de la humanidad; limpio y acicalado, también. Le interesaba la Segunda Guerra Mundial (pero no exclusivamente el nazismo o los campos de concentración). Posible embustero: bueno, aunque más bien era la gente, que se lo creía todo. Y desde luego planeaba con mucha anticipación a quién iba a matar, como parecía estar haciendo ahora el Advenedizo.
El bibliotecario no había concluido la comprobación de la lista de periódicos que le había dado, y la revisión de los encargos de libros sobre John Biblia no había dado resultado. Era la parte negativa. Pero estaba la parte positiva: gracias a la reciente fiebre de interés por el caso de John Biblia, disponía ahora de los detalles que daba la prensa sobre otros asesinatos no resueltos, siete en total. Cinco se habían producido en 1977, uno en 1978 y otro en una fecha mucho más reciente. A partir de lo cual se perfilaba una segunda tesis. El primer crimen era el debut del Advenedizo y el segundo, su reaparición tras un largo intervalo. Quizá por una estancia en el extranjero, o en alguna institución, quién sabe si por una relación estable que neutralizaba sus impulsos asesinos. Si la policía era meticulosa —cosa que dudaba— estaría comprobando los divorcios recientes de hombres casados en 1978 o 1979. Él, John Biblia, carecía de sus medios, lo cual era frustrante. Se levantó y miró sin ver las estanterías de libros. El hecho era que ahora corría el rumor de que el Advenedizo era John Biblia y que las descripciones de los testigos presenciales no eran fiables y, como consecuencia, la policía y los medios de comunicación desempolvaban sus fotos robot y sus retratos artísticos.
Un peligro. La única manera de acabar con tales especulaciones era localizar al Advenedizo. La imitación no era la expresión más sincera de admiración. Potencialmente era letal. Tenía que dar con el Advenedizo. Encontrarlo o dar su pista a la policía. Eso haría.