Héctor Perea
Entre la diplomacia y el exilio
Envuelto en las sutilezas del exilio diplomático es como llegó Vicente Riva Palacio a España en 1886. Y es que el general, constituía ya en México, un franco obstáculo para las pretensiones de Porfirio Díaz.[1] Otra sutileza política se ocultaba tras su nombramiento, pues Riva Palacio, director y coautor de México a través de los siglos —obra que comenzaba a publicarse por entonces en Barcelona—, sustituía en el cargo de ministro plenipotenciario de México ante los gobiernos de España y Portugal a otro general, Ramón Corona, el iniciador de las relaciones diplomáticas modernas entre México y la península, enviado por Sebastián Lerdo de Tejada.
Vicente Riva Palacio, repito, por el prestigio ganado en México como militar, periodista y escritor, se había convertido en un peligroso obstáculo para los intereses dictatoriales de Díaz. Llegaba a España con la fama de ser, entre otras muchas cosas, constructor de «caminos de hierro», según informaba el periódico La Ilustración Española y Americana,[2] diario en el que quedaría plasmada mucha de la actividad que en adelante desarrollaría el mexicano dentro de la península y donde, años antes, se habían señalado sus aciertos en México.
El general, nieto de Vicente Guerrero, insinuaba en España un cierto acento revolucionario que hubiera fascinado a Servando Teresa de Mier. La reconfirmación de nuestra independencia como nación aparecía encarnada, paradójicamente, en este nuevo representante que había combatido a reaccionarios e intervencionistas y al que se tildaba en las distintas facciones de la prensa mexicana de entonces, como en España había sucedido con Francisco Javier Mina, tanto de guerrillero como de bandido.
Pero más allá del velado destierro, entre los objetivos diplomáticos que el general buscaría conseguir en España estaba el limar asperezas dejadas por los acontecimientos que concluyeron con la muerte de Maximiliano de Habsburgo, tragedia aún muy viva en el pensamiento europeo.[3] En este sentido, existía un antecedente familiar en favor de la elección como representante, del general, y es que el emperador había sido defendido en México por un abogado que, siendo su opositor político, buscó no obstante el indulto para Maximiliano: Mariano Riva Palacio, padre del ahora ministro. En cuanto se prestó ocasión, sin embargo, Riva Palacio dejaría en claro su postura. En un momento de relajamiento diplomático, cuando el novelista Pedro Antonio de Alarcón insinuó a Riva Palacio que en México habían quitado a un emperador para rendirle ahora cuentas a un monarca, éste respondió sin medias tintas, dentro de la postura de intelectual independiente que lo caracterizaba: «Maximiliano no era más que una figura de Viena, alquilada como protagonista de un drama; don Porfirio es un roble de Oaxaca, de alma mexicana».[4] Existía además el antecedente de que, en algún momento, Maximiliano intentó matizar la postura política del general ofreciéndole un «discreto viaje a Europa, que sin parecer deserción, lo hiciera opulento y lo alejara de México».[5] A esta primera sugerencia de cómodo autoexilio, expresada en medio de un clima de total descontento social, Riva Palacio había respondido tomando las armas. Poco tiempo después a él le tocaría escoltar al destronado Maximiliano junto con otros imperialistas, al convento de Santa Cruz. Fue tal la deferencia que tuvo Riva Palacio con éste y con los demás prisioneros —otra muestra, a fin de cuentas, de la generosidad que lo había llevado a indultar a invasores franceses apresados—, que Maximiliano se despidió con un abrazo del general y le regaló su caballo. Esta anécdota, muy de acuerdo con la imagen novelística de su propia vida, daría a su figura, de seguro, una coloración distinta de la porfirista en Europa.
Pero antes de adentrarme en la vida y la obra desarrolladas por el general en España quisiera remontarme en el tiempo. El primer viaje de Riva Palacio a España, 16 años atrás, había estado presidido por la publicación al alimón con Manuel Payno del Libro rojo. Hogueras, horcas, patíbulos, suicidios y sucesos singulares y extraños acaecidos en México durante las guerras civiles y extranjeras, muestra típica de su temperamento romántico que Ricardo Palma consideraba «del mismo carácter» que sus Tradiciones peruanas. Clementina Díaz y de Ovando considera, sin embargo, que la verdadera identificación entre lo que escribía Riva Palacio y las tradiciones en el estilo de Palma estaba en Los ceros.[6] En este viaje inicial se inspiraría un famoso comentario de la condesa Pardo Bazán, en el sentido de que, según una imagen muy de esas tierras, Riva Palacio era quien era como escritor y como político gracias a que, en su juventud, se había formado en España. La respuesta del general resultaría justa y contundente, muy mexicana también, como tantas otras producto de su ingenio: él no había ido a la península a aprender, sino a enseñar.
Durante la segunda estancia de Riva Palacio en España, en cierta medida gracias al cargo que ocupaba, pero sobre todo por el prestigio ganado a pulso, departió desde su llegada con los intelectuales de mayor prestigio y de las más variadas inclinaciones ideológicas y políticas, tales como Ramón de Campoamor, Octavio Picón, Armando Palacio Valdés. Se recuerda la anécdota de un paseo en silencio por el campo, de esos que significaban la confirmación de la amistad entre los austeros institucionistas.[7] Los personajes eran Riva Palacio, Menéndez y Pelayo, Pérez Galdós y Pereda. Con quienes nunca procuró ningún acercamiento fue con José Zorrilla y, por obvios motivos —los mismos que crearían mal ambiente con otros mexicanos como Icaza y Luis G. Urbina—, con la ya referida Emilia Pardo Bazán.
Riva Palacio se vinculó también con los políticos de mayor peso. Recién llegado y gracias a una primera y velada intervención como diplomático ante Práxedes Sagasta, presidente del Consejo de Ministros del gobierno liberal, el mexicano logró el indulto del general Villacampa, principal instigador en la conspiración republicana del 19 de septiembre de 1886 que, en buena medida, Esteban Azaña, padre de Manuel, había ayudado a conjurar.[8] A partir de entonces, el ministro mexicano entabló una sólida amistad con Sagasta. La relación entre ambos, que podía haberse limitado a la narración engolada de las respectivas hazañas bélicas, se consolidó más bien dentro de la tertulia que se desarrollaba en la biblioteca que el presidente tenía en su casa de la Carrera de San Jerónimo, centro de la zona donde se ubicaría buena parte de las reuniones artísticas, políticas y literarias del siglo XIX y de las primeras décadas del XX. Riva Palacio conoció allí a los ministros Jovellar Alonso Martínez, Beranger y Montero Ríos. Camacho, el responsable de Hacienda, bautizaría el lugar como «el recinto del pecado».[9] Cuando desembocó la nueva crisis ministerial que haría renunciar al gobierno a los mencionados contertulios, Sagasta informó al mexicano que, entre los nuevos nombramientos, figuraba un connacional suyo —y, más concretamente, de Del Paso y Troncoso y Clavijero—: el conde de Bilbao, Ignacio María del Castillo, español nacido en Veracruz que se encargaría de la cartera de Guerra. De hecho, Sagasta había tenido ya dentro de su gabinete a otro ministro veracruzano, el de Marina, el almirante Juan Bautista Topete y Carballo, nacido en San Andrés Tuxtla.
Vicente Riva Palacio fue un observador atento en cuanto al desenvolvimiento de la política española y sólo participó en ella de manera muy sutil. Era un convencido republicano que había luchado contra el imperio y ahora se encontraba dentro de un país monárquico. Además de la intervención para que Villacampa fuera liberado, apenas se recuerda como un acto público, la firma del mexicano sobre una de las mesas del café Nueva Iberia en protesta por la prohibición gubernamental de representar la obra de teatro La piedad de una reina, de Marcos Zapata, futuro colaborador, junto a los mexicanos Amado Nervo y el miembro cofundador del Ateneo de la Juventud, Carlos González Peña, de la revista madrileña Gente Vieja (1900-1904). Aunque esta pequeña acción revolucionaria, apenas un trazo dentro de una vida de luchas con la espada y con la pluma, el general la justificaba de la siguiente manera: «Mi firma iba de incógnito como diplomático y auténtica como escritor».[10] Sin embargo, por su condición de representante y, sobre todo, por el profundo interés que siempre tuvo por el sistema parlamentario, Riva Palacio atestiguó multitud de debates en el Congreso de los Diputados de Madrid.[11] Sobre sus inclinaciones en el campo de la política, escribiría Pedro Serrano: «De los partidos triunfantes don Vicente simpatizaba más con los liberales que con los conservadores. Como político le agradaba Sagasta, como culto le atraía Cánovas».[12]
También admiraba a Francisco Pi i Margall. Fue sin embargo Emilio Castelar el personaje más afín a las ideas políticas del mexicano, aunque con él, Riva Palacio prefería hablar de literatura y comer bien.
Lo que Riva Palacio procuró siempre fue sumergirse de lleno en la vida literaria del Madrid de entonces. Y, como se verá, sin eliminar un solo matiz. En la casa de Castelar de la calle de Serrano, en el barrio de Salamanca, muy cerca de una de las sedes que tuvo la legación de México y de la cervecería El Águila, fundada en 1876 y que frecuentarían años después Reyes y Guzmán, el ministro se relacionó con personajes tan disímiles dentro de la cultura y la política españolas, como el marqués de Cerralbo, Juan Valera,[13] el marqués de Pidal, el mencionado Pedro Antonio de Alarcón o el aristocrático militar y cardenal Antonio María Cascajares y Azara. Con la misma intención de gozar de una charla ilimitada a la española, el general asistía, como tiempo antes Juan de Dios Peza, a la elegante tertulia del restaurante Lhardy, ubicado sobre la Carrera de San Jerónimo, a unos cuantos pasos de la casa de Sagasta y donde se organizaría la despedida a Alfonso Reyes en 1924 reseñada por Urbina en El Universal de México.[14] Allí se reunían, entre otros, los artistas Alejandro Ferrant, Mariano Benlliure y Luis Madrazo, y los escritores y periodistas José Canalejas y León Carbonero. Riva Palacio frecuentaba además el lóbrego café La Luna para verse con el folletinista Manuel Fernández y González.[15] Y en el café Fornos, el ácido epigramista mexicano departió con periodistas de deportes así como con los colaboradores, fundadores o dueños de publicaciones satíricas como Juan Rana, El Barbero de Lavapiés o El Evangelio. Recordemos que él mismo, como según parece varios años antes Carlos Díaz Dufoo, padre, y con seguridad, Francisco A. de Icaza —quien lo había presentado en Fornos y lo llevaría a casa de los marqueses de Esquilache—,[16] colaboraron a finales del siglo XIX en Madrid Cómico, publicación dirigida por Sinesio Delgado, uno de los principales organizadores de la Sociedad de Autores Españoles. Uno más de sus sitios preferidos de tertulia era el famoso Veloz Club, que menciona en el cuento «La horma de su zapato» y describe, con exquisita ironía, en «Por si acaso…». Vale la pena agregar que a Fornos asistían también Joaquín Dicenta,[17] a quien Riva Palacio ayudó cuando, a pesar del éxito obtenido por su drama Juan José (1895), se encontraba en absoluta quiebra económica,[18] así como Ramón María del Valle-Inclán, Jacinto Benavente y Gregorio Martínez Sierra. En Fornos había caído Peza y caerían tiempo después, y bajo la clara condición de exiliados, Luis G. Urbina y Francisco L. Urquizo.
Ahora bien, en otro de los cafés que frecuentaba, el Nueva Iberia, Riva Palacio conoció a los socios del Bilis Club: Clarín, Pedro de Novo, Leopoldo Cano, Emilio Sánchez Pastor, José Sánchez Guerra —futuro presidente del Consejo de Ministros. Con algunos compartió la pasión por fundar diarios, hacer periodismo y literatura y por un espacio de expresión intercontinental: La Ilustración Española y Americana, cuya redacción se ubicaba por entonces en la calle de Carretas. Con otros, el gusto por los pseudónimos o por la ironía. Y con un par de ellos en particular, el de la política.
Riva Palacio fue también visitante asiduo del Casino de Madrid y frecuentó, entre otros —hecho facilitado desde luego por su condición de diplomático—, los salones de los ducados de Alba y de Nájera, donde se llevaban a cabo tertulias artísticas. Fue asimismo amigo del último ministro de Gobernación de la monarquía, el duque de Almodóvar del Valle, Martín Rosales y Martell.[19]
Vicente Riva Palacio conoció a muchos otros españoles e hispanoamericanos de la época, entre los que se contaron no pocos académicos y diplomáticos. De entre los primeros destacaban Juan de la Pezuela, conde de Cheste, hijo del virrey de Perú, español nacido en Lima que era presidente vitalicio de la Real Academia de la Lengua; el lingüista y dramaturgo Eduardo Benot y uno de los más extraordinarios personajes del momento, el jesuíta Fidel Fita y Colomer, quien llegaría a ser director de la Real Academia de Historia. Además de ser epigrafista especializado en la Edad Media y arqueólogo, el padre Fita hablaba diez lenguas aparte del español. Menéndez y Pelayo lo consideró como uno de los más grandes heterodoxos españoles. Dentro de esta misma Academia fueron sus amigos, además de Cánovas, que la presidía por entonces, Antonio Aguilar y Correa, marqués de la Vega de Armijo, historiador y varias veces ministro y presidente del Congreso con Sagasta; el marqués Isidoro de Hoyos, diplomático, fundador de diarios y padre del novelista Antonio de Hoyos y Vinent;[20] el por breve tiempo ministro en el gobierno de Francisco Pi i Margall, José Muro, y el autor Enrique Gil Robles, padre del futuro presidente de los partidos Acción Popular y CEDA y, en algún momento, subdirector del periódico derechista El Debate, tribuna de mexicanos como Carlos Pereyra, María Enriqueta y Martín Luis Guzmán años después. Entre los diplomáticos formaron cenáculo alrededor de Riva Palacio los ministros de la Argentina, Costa Rica y Uruguay. Este último, el escritor Juan Zorrilla de San Martín, cuya obra sería motivo de comentarios de Alfonso Reyes, escribiría sobre México, de nuevo, en La Ilustración Española y Americana.
Dentro de la librería de Fernando Fe, ubicada en la mencionada Carrera de San Jerónimo, se reunía otro grupo de intelectuales y escritores españoles. Riva Palacio asistía allí a una tertulia con los mencionados Campoamor, Echegaray y Juan Valera. También iba el ministro de Sagasta, el poeta y periodista Gaspar Núñez de Arce. Lo más trascendente de esta tertulia fue la presencia de tres personajes que influirían en la construcción de las nuevas concepciones de la educación española: el historiador Antonio Sánchez Moguel, por muchos años consejero de Instrucción Pública y quien, durante los festejos del cuarto centenario del descubrimiento de América, escribió artículos sobre Sor Juana Inés de la Cruz y sobre la conquista, para La Ilustración Española y Americana, así como su libro España y América, editado en Madrid en 1895. Y, sobre todo, Gumersindo Azcárate y Francisco Giner de los Ríos, piezas fundamentales en la creación de la Institución Libre de Enseñanza. Riva Palacio había llegado como diplomático a España apenas una década después de fundada la Institución, y siguió muy de cerca su maduración a través de las enseñanzas de Nicolás Salmerón y Manuel B. Cossío.[21] Pero de hecho, ya desde su primer viaje a Europa en 1870, comenzó a interesarse por la filosofía krausista. E incluso parece haber conocido a Julián Sanz del Río, su introductor en España. Clementina Díaz y de Ovando ve huellas de esta corriente en la novela Cuentos de un loco.[22]
En un acto simbólico, tan del gusto de los mexicanos radicados en España,[23] Vicente Riva Palacio ayudó a construir en Medellín la estatua dedicada a Hernán Cortés en 1890. Pero además, como años después haría en España Martín Luis Guzmán, el general rindió homenaje —al segundo por escrito en La Ilustración Española y Americana— a tres de sus personajes más admirados: Francisco Javier Mina y los también generales Francisco Espoz y Mina y Juan Prim y Prats.[24] En los tres, Riva Palacio veía reflejadas algunas de sus propias características.
El ministro había partido hacia Madrid llevándose a Francisco A. de Icaza como segundo secretario de la Legación, lo que significó la entrada del poeta y futuro traductor de autores alemanes en el ámbito diplomático a los 23 años. También, por iniciativa de Riva Palacio, desde 1878 Juan de Dios Peza había trabajado en la legación de Madrid que presidía el general Corona, con el mismo nombramiento con que luego llegaría Icaza a España.
Vicente Riva Palacio permaneció en España, con breves intervalos pasados en México y Francia, los mismos diez años abarcados por el libro autobiográfico de Servando Teresa de Mier y los madrileños de Reyes. Festejó en la villa y corte, de manera fastuosa, el cuarto centenario del descubrimiento de América. Pero sobre todo, como Peza, Amado Nervo, Francisco A. de Icaza, Luis G. Urbina, Alfonso Reyes o Martín Luis Guzmán, participó en la vida cultural hispana con tanta o más pasión que los nacidos en esa tierra.
Mientras Alfonso Reyes llegó a ser secretario del Ateneo madrileño y su hermano Rodolfo presidió la sección de Ciencias Morales durante la II República (en 1931 o 32), Riva Palacio fue, por un amplísimo margen de votos, y varios lustros antes, presidente del Círculo de Bellas Artes (1894), una de las instituciones culturales de mayor prestigio hasta el estallido de la guerra. Él consiguió el local en el número 14 de la calle de Barquillo que sería por un tiempo su sede. Riva Palacio había sido ya vicepresidente de la Asociación de Escritores y Artistas en el año en que Valle-Inclán viajó por primera vez a México, 1892.[25] Publicó asimismo, colaboraciones sobre tradiciones mexicanas en periódicos y revistas hispanos como La Ilustración Española y Americana, La España Moderna o Madrid Cómico,[26] y en otras que se detallarán más adelante. José Ortiz Monasterio asegura con toda justicia, al presentar las cartas enviadas al general desde México por Francisco Sosa, que éstas
muestran que el embajador Riva Palacio hizo cuanto pudo para que en España se reconociera la madurez de la cultura mexicana y la calidad de los individuos encargados de fomentarla. Un ejemplo de ello es la creación de la Academia Mexicana de la Historia, correspondiente de la Real de Madrid. Otro, de una magnitud mayor, fue la participación de México en la Exposición organizada para celebrar el cuarto centenario del descubrimiento de América.[27]
Vicente Riva Palacio murió en Madrid el 22 de noviembre de 1896, poco después de que apareciera Cuentos del general, su último libro, escrito en su mayor parte dentro del contexto físico y vital de esos años y publicado por entregas en la misma prensa española que tanto había dicho y seguiría diciendo sobre el general.
Entre salones y redacciones
Para Vicente Riva Palacio, la extensión natural de los salones, las Cortes, los cafés y la vida de barrio, fueron desde luego las redacciones de periódicos y revistas asi como las oficinas de las editoriales del momento. En muchos de estos entornos el general llegó a ser, como Francisco A. de Icaza y Juan de Dios Peza por entonces, y años después Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Enrique González Martínez o Jaime Torres Bodet, una presencia ineludible.
En su Autobiografía Rubén Darío describió de la siguiente forma la presencia del ministro en la vida española:
Era el alma de las delegaciones hispanoamericanas el general don Juan [sic] Riva Palacio, ministro de México, varón activo, culto y simpático. En la corte española el hombre tenía todos los merecimientos; imponía su buen humor y su actitud, siempre laboriosa, era por todos alabada […] Tenía don Vicente, en la calle de Serrano, un palacete lleno de obras de arte y antigüedades en donde solía reunir a sus amigos de letras, a quienes encantaba con su conversación chispeante y la narración de interesantes anécdotas. Era muy aficionado a las zarzuelas del género chico y frecuentaba, envuelto en su capa clásica, los teatros en donde había tiples buenas mozas. Llegó a ser un hombre popular en Madrid.[28]
La legación mexicana estaba por entonces muy cerca de la casa de Emilio Castelar, ubicada en la misma calle de Serrano, número 40. En el palacete del político español —que había aprendido del amigo y asesor de Justo Sierra, Telésforo García, a cocinar platillos mexicanos— también se llevaba a cabo una tertulia donde Riva Palacio conoció a políticos liberales y monárquicos, a obispos, condesas y escritores. Otro Serrano, Pedro, biógrafo del diplomático mexicano, recordaba que «Cánovas y Castelar eran los más amenos conversadores de su época». Y, en relación con la amistad y admiración que el general guardaba al segundo, agregaría: «Al general Riva Palacio le encantaba la charla del inmenso tribuno, de imaginación tan volcánica que hablaba de los tiempos prehistóricos de la China al discutir en el Parlamento los presupuestos del reino».[29]
Independientemente de las actividades sociales y políticas desarrolladas por Vicente Riva Palacio en Madrid, a continuación quisiera referirme sólo a la imagen que Riva Palacio proyectó, y a la participación que tuvo, en algunos medios impresos españoles e hispanoamericanistas de enorme importancia en aquel momento cultural y político de la península. En particular, en dos de éstos: La España Moderna y La Ilustración Española y Americana. En la última, por cierto, aparecería la primera versión de una buena parte de Cuentos del general, obra poco anterior, en forma de libro, a la muerte del mexicano. En esta idea de anticipar los volúmenes en prensa, como en el propio gusto por la aventura revolucionaria, el general antecedería a Martín Luis Guzmán. El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, Javier Mina, héroe de España y de México y Filadelfia, paraíso de conspiradores y otras historias noveladas, obras clave del segundo, tendrían su primer acercamiento al lector por intermedio de la prensa.
Riva Palacio había llegado a España el mismo año que Manuel Payno, 1886, aunque, a diferencia de éste, como ya se ha referido, bajo la impronta del exilio diplomático. Dos años después aparecería en La Ilustración Española y Americana, como una primera colaboración suya, el poema «Dos cartas». Y al siguiente su firma se volvía ya algo cotidiano para los lectores del otro gran proyecto hispanoamericanista madrileño: La España Moderna. Pero antes de referirme a la participación que tuvo Vicente Riva Palacio en estos dos espacios habría que tomar en cuenta, para mejor aquilatar la variada actividad intelectual del mexicano que, en ese mismo 1889, éste publicaría en Madrid Cómico —que se anunciaba como «periódico semanal, literario, festivo, ilustrado»— su narración «Problema irresoluble», luego recogido en Cuentos del general. Cabría agregar que el proyecto de Madrid Cómico, dirigido por el poeta Sinesio Delgado y donde encontraremos también colaboraciones de Francisco A. de Icaza, equiparaba en importancia la labor de los escritores y la de los viñetistas. En su portada, constituida por una caricatura de cuerpo entero y una cuarteta chusca a manera de pie de ilustración, veremos retratados a algunos de los amigos de Riva Palacio y de otros tantos mexicanos radicados en España, tales como el cubano Emilio Bobadilla (que firmaba con el pseudónimo de «Fray Candil»), Joaquín Dicenta o el propio Delgado.
En 1890 Riva Palacio iniciaría sus colaboraciones en El Álbum Ibero Americano con su poema «Al viento». Como directora de esta revista figuraba la novelista Concepción Gimeno de Flaquer, escritora aragonesa muy conocida en México y que había vivido largos años en este país.[30] En El Álbum Ibero Americano la firma de Riva Palacio apareció al lado de la de otros mexicanos como Ignacio Manuel Altamirano, Gustavo Baz, Agustín F. Cuenca o Salvador Díaz Mirón. Otros tantos autores españoles cercanos a México fueron también colaboradores asiduos de la revista dirigida por Gimeno de Flaquer. En este sentido cabría destacar los nombres de Blanca de los Ríos de Lampérez y Salvador Rueda. La primera, directora a su vez de la revista Raza Española de la editorial Calleja, sería reseñista de libros de Francisco A. de Icaza así como amiga de Carlos Pereyra. El esposo de la misma, el arquitecto y arqueólogo Vicente Lampérez y Romea, escribió también sobre arquitectura virreinal mexicana en Raza Española. Por su lado, Salvador Rueda fue contertulio de Luis G. Urbina, amigo de Icaza y prologuista de un libro olvidado del periodista mexicano Luis Andrade. Pero además sería tema del primer artículo que Amado Nervo envió a México desde España.
El año anterior, 1889, habían aparecido en las páginas de La España Moderna. Revista Ibero Americana, tres colaboraciones de Vicente Riva Palacio, dos poemas y una carta dirigida al político, poeta y periodista satírico extremeño Vicente Barrantes.[31] La España Moderna nacía como una revista mensual y su director propietario era el coleccionista y editor José Lázaro y Galdiano. Si, como ya mencioné, Riva Palacio anunció algunas de las características de las actividades literarias y periodísticas hispanas de Martín Luis Guzmán, como la de dar anticipos de sus libros a la prensa[32] también antecedería a Alfonso Reyes en cuanto a la participación, desde su inicio, en algunos de los proyectos culturales y editoriales españoles más importantes de su tiempo.[33] La España Moderna, publicación que sobreviviría hasta 1914, ya desde 1894 habría de cambiar su tono hispanoamericanista para volverse, como lo señalaba el nuevo subtítulo, Revista de España. No obstante, durante los seis años anteriores, nombres como los de Rubén Darío, Jorge Isaacs, Joaquín García Icazbalceta, Francisco Sosa o el propio Riva Palacio compartieron el espacio impreso con Emilia Pardo Bazán, Clarín, Armando Palacio Valdés o Juan Valera.
La carta de Riva Palacio allí aparecida, dirigida al también historiador Barrantes y referida a opiniones de éste sobre América, iba acompañada de otras dos misivas de Cesáreo Fernández Duro, escritor y marino zamorano que años antes había participado en una expedición contra México, y de Espada y Zaragoza, autores que, como Riva Palacio —aseguraba un redactor anónimo de la publicación— gozaban de «verdadera y grande autoridad en las cuestiones ultramarinas». En ella Riva Palacio se refería a un ensayo publicado por Vicente Barrantes en junio de 1889 en La España Moderna, dentro de la «Sección hispano-ultramarina», donde el español había escrito, decía el general, «a impulso del noble deseo de unir a todos los hombres de nuestra raza».
Todos los americanos —concluiría entonces Riva Palacio— estamos unidos por un vínculo que es una virtud nueva en el mundo, y de la que no ha dado hasta hoy ejemplo la historia: el patriotismo continental.
Nadie nos lo inventó ni nos lo enseñó, ni de parte alguna lo hemos copiado. Sin previo acuerdo, sin propaganda, sin que los periódicos siquiera se ocupen de eso, el patriotismo continental existe en la América: es cada día más vigoroso, y acabará por hacernos muy fuertes.[34]
Las otras colaboraciones del general aparecidas en La España Moderna fueron dos poemas referidos también a asuntos de México. «Lorencillo. Episodio histórico-año de 1683»[35] era una historia de piratas acontecida en Veracruz. En «Sor Magdalena. Tradición mexicana»,[36] Riva Palacio acudiría igualmente, como en el caso de la invasión al puerto, a la imagen de unas naves, aunque en esta ocasión las de una iglesia y convento, para acercarnos a las pasiones del cielo y de la tierra que ahogarían a una monja enamorada.
La forma como figuraba el crédito en ambas publicaciones resulta sintomática en cuanto a la imagen que Riva Palacio tenía y tendría en España. En la primera se mostraba sólo como el héroe liberal («El general Riva Palacio»). Al final de «Sor Magdalena» aparecería, sin embargo, junto a la referencia anterior, un pequeño aunque significativo agregado: «C. de la Academia Española». Y es que el general, apenas desembarcado en España, había sido propuesto por Manuel Tamayo y Baus, dramaturgo y bibliotecario perpetuo de la Academia y personaje cercano a Peza, para ser admitido dentro de la Real como académico correspondiente, hecho que se concretó a través del consenso unánime que resultaría de la acostumbrada votación secreta.[37]
Tiempo después, en noviembre de 1893, F. F. Villegas comentaría en La España Moderna, a vuela pluma, la aparición de un volumen de poemas de Riva Palacio.[38] El autor de la nota en que se mencionaba la aparición de varios más, no refería el título del libro del general, pero podemos pensar que se trataba del viejo recuento Mis versos, de 1885, reeditado en Madrid ocho años después de su primera aparición y tres antes de la muerte de Riva Palacio en esta ciudad. En Mis versos el general había recogido los poemas publicados en La España Moderna y El Álbum Ibero Americano.
A pesar de la importancia que La España Moderna tuvo en la difusión de la literatura y el pensamiento de Vicente Riva Palacio, dentro de la península sería otro medio hispanoamericanista el que, por un lado, había dado el apoyo inicial a la presencia física del general y, por otro, brindaría una cobertura casi ilimitada a los distintos géneros de que éste se ocupó en España. Me refiero al multicitado La Ilustración Española y Americana, tabloide que frecuentaba también, desde luego, Emilio Castelar.
Esta publicación, una de las de mayor relevancia en la época, fundada en 1869 y que se editaría hasta 1921, vino a ser una continuación de otra con la cabecera de El Museo Universal.[39] Además de haber sido uno de los medios que primero saludaron con entusiasmo la llegada a España de Riva Palacio,[40] en este medio impreso, repito, aparecería un poema suyo en 1888, «Dos cartas».[41] Pero, como he venido haciendo, antes de referirme a las colaboraciones primeras del general en La Ilustración Española y Americana quisiera brincar ahora, casi un lustro hacia adelante, para comentar una forma distinta del reflejo intelectual que, gracias a la prensa, tuvo Riva Palacio sobre el lector español.
En el año de 1892, como es sabido, se festejó en España el cuarto centenario del descubrimiento de América. En ese momento, Antonio Cánovas del Castillo presidía el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid. Amigo íntimo y, como político, admirado por Riva Palacio,[42] Cánovas invitó al general a participar con una conferencia en el ciclo por él ideado bajo el título, quizá excesivo, de «Criterio histórico con que las distintas personas que en el descubrimiento de América intervinieron han sido después juzgadas». El autor de «Mamá Carlota», anticipando de nueva cuenta la actividad que más disfrutaría otro intelectual mexicano radicado posteriormente en Madrid, Carlos Pereyra, leyó dentro del Ateneo, el 18 de enero de 1892, su conocida conferencia «Establecimiento y propagación del cristianismo en Nueva España».
La Ilustración Española y Americana recogería las ideas expresadas por Riva Palacio en el Salón de Actos del Ateneo a través de una larga reseña del acontecimiento, firmada por Ángel Stor, en que prácticamente se reproducía la conferencia.[43] El complemento periodístico del acto sería una fotografía de Edgardo Debas en la que se retrataba de perfil al general.[44]
Además del poema citado, Riva Palacio daría a La Ilustración Española y Americana un artículo, «El padre Las Casas»,[45] y el ensayo inédito en libro «La historia de los siete durmientes».[46] El retrato más representativo del temperamento de Riva Palacio proyectado por esta publicación fue, sin embargo, el que aportarían varios de los relatos breves publicados bajo el mismo título genérico que llevaría luego el libro.
Los Cuentos del general
Indica Luis Leal que Riva Palacio empezó la escritura y publicación de Cuentos del general mucho antes de su segunda llegada a España en 1886.[47] En Los ceros (1882) recogía ya un par de relatos, «El loro y el inglés» y la primera versión de «El buen ejemplo». Anterior incluso a los mencionados era, según atribución de Leal, el titulado «Gas para los globos», aparecido en La Orquesta en noviembre de 1867, esbozo de cuento que demuestra que el interés por trabajar este género fue quizá anterior, o al menos paralelo, al que despertó en Riva Palacio la escritura de obras como Calvario y Tabor, Monja y casada, virgen y mártir, Martín Garatuza (todas de 1868), Las dos emparedadas y Los piratas del golfo (1869). Fernando Tola de Habich, por su parte, ha descubierto el cuento más temprano que conocemos de Riva Palacio: «Isabel» (1861), y que además está firmado a diferencia de otros que se le atribuyen. Clementina Díaz y de Ovando rescataría otros cuentos primitivos, críticos al gobierno de Juárez, que aparecían «encajados» dentro de los editoriales que el general escribía para La Orquesta; mencionemos entre otros, «Un viaje al purgatorio» y «La gloria».[48] Díaz y de Ovando señala con acierto la proximidad de estas historias a las de don Juan Manuel, hecho que seguiría manifestándose en algunas otras narraciones de Cuentos del general.
Además de los Cuentos del general publicados en el libro de 1896, incluimos en esta edición todos los cuentos propiamente dichos[49] de Riva Palacio, localizados en la prensa de la época por Clementina Díaz y de Ovando, Luis Leal y Fernando Tola de Habich. Nuestra versión esta basada en las ediciones originales, por ello no incluimos «Un viaje al purgatorio» (recogido por Díaz y de Ovando), pues no fue posible consultar la primera edición. Por razones obvias tampoco incluimos los cuentos «Primera versión del buen ejemplo» y «El loro y el inglés», pues estos son extractos del libro Los Ceros, que es el tomo primero, ya publicado, de esta colección de Obras escogidas de Vicente Riva Palacio. Es pertinente aclarar también que los cuentos que no vienen firmados por Riva Palacio, llevan la señal de «apócrifo», pues si bien hay buenas razones para atribuirlos a don Vicente, esto no se ha demostrado de manera definitiva.
Este libro está dividido en dos partes: en la primera incluimos los Cuentos del general que Riva Palacio seleccionó para el libro de 1896; en la segunda parte presentamos otros cuentos del autor no incluidos en esa antología.
El éxito de las novelas —la segunda de las cuales se inicia por cierto, dice Leal, con «un verdadero cuento»—, alejarían momentáneamente al general del cultivo de la narración breve. Manuel Toussaint consideraba que, en el trabajo novelístico, Riva Palacio sólo persiguió «el aplauso popular» y, por lo mismo, la calidad de estos libros dejó siempre mucho que desear. Su cuentística, al contrario, y en particular la producción madura, o sea los Cuentos del general, sí podría considerarse como auténtica «obra artística», escrita con una prosa «ceñida y sobria».[50]
Otra causa de la poca escritura de narrativa breve fue, de seguro, su enorme actividad política y periodística. La publicación de «Gas para los globos» coincidiría, por cierto, con la fundación del Instituto Literario de Toluca, el nombramiento de Riva Palacio como magistrado de la Suprema Corte de Justicia y su vuelta a las letras y al trabajo periodístico en La Orquesta. Pero además, este cuento era anterior en apenas tres años al primer viaje de Riva Palacio por España.
Anunciados por un encabezado de rasgos absolutamente singulares, románticos, por una tipografía concebida especialmente para el mexicano y que chocaba con las capitulares floridas con que en La Ilustración Española y Americana, se iniciaban los grandes ensayos americanistas, algunos de los Cuentos del general fueron desplegándose en las páginas del tabloide como por su propia casa. Leal consigna los siguientes títulos allí publicados y luego recogidos en el libro: «La horma de su zapato», «La leyenda de un santo» y «En una casa de empeños». Otros dos aparecidos también allí, «Los azotes» y «Un buen negocio», ambos de índole histórica y tema mexicano, no serían recogidos en Cuentos del general.
Pero además de los mencionados por el investigador en La Ilustración Española y Americana el lector de la prensa pudo conocer otros relatos de esta serie, algunos de los cuales, de la misma forma, no serían considerados para la primera edición del volumen o verían modificados sus encabezados. Éstos son «Amor correspondido»,[51] «Las mulas de su excelencia»,[52] «El nido de jilgueros»,[53] «La máquina de coser»,[54] «Las madreselvas (cuento árabe)»,[55] «Consultar con la almohada. Tradición mexicana»,[56] «La bendición de Abraham»,[57] «Ciento por uno»,[58] «Las honras de Carlos V»[59] y «La limosna».[60] Luis González Obregón señalaba un detalle que parece determinante en cuanto a la selección final de materiales que darían cuerpo a Cuentos del general. Según él, la edición como volumen no podría considerarse póstuma puesto que comenzó a circular poco antes de la muerte de Riva Palacio. De sus palabras se podría deducir también que la exclusión de los diversos relatos antes citados puede deberse a la prisa por editar el libro en vida del autor.
En cuanto a la narrativa breve, pero también en relación con otros géneros, María Isabel Hernández Prieto menciona más colaboraciones importantes de Vicente Riva Palacio posteriores a las de ese 1892 de La Ilustración Española y Americana. Corresponden a materiales difundidos por El Álbum Ibero Americano. Entre las más valiosas y olvidadas están los artículos «A Colón. Un deseo»[61] y «Homenaje a José Zorrilla», así como el cuento inédito en el libro, «Los dos enjaulados».[62] Entre las creaciones poéticas editadas por esta publicación, y que luego engrosarían los libros del general, encontraremos «Duda y fe» (Mis versos) y «Sueño y realidad» (Páginas en verso). Todavía otra revista, Blanco y Negro, publicó en 1893 los poemas del general «La vejez» y, otra vez, «Al viento».[63]
Cuentos del general apareció publicado en Madrid, en 1896, por Sucesores de Rivadeneyra, editorial que luego daría a conocer libros de otros mexicanos como Quevedo y Zubieta y Francisco A. de Icaza. En la edición se menciona como autor de los fotograbados a Laporta, y las ilustraciones de temas mexicanos y españoles, del presente y el pasado, aparecían firmadas por F. Mas, pintor del Círculo de Bellas Artes quizá amigo de Riva Palacio desde la época en que éste presidió la institución. De ser esto cierto, entenderíamos a la perfección las palabras de González Obregón, referidas por Manuel Toussaint, en el sentido de que el general iba controlando a tal grado la gestación del libro que llegaba incluso a dar las instrucciones de los dibujos.
El volumen incluía una combinación de relatos, fábulas y leyendas y era una muestra fiel de la relación que tanto Riva Palacio como diversos autores de su país —pienso en Juan de Dios Peza y tantos otros de los antes mencionados— venían manteniendo y mantendrían con España. De sus años de México, el general recogería algunos relatos colonialistas que igual hablaban de su Nueva España como de la entonces metrópoli. Sobre la gestación y vinculación de estos cuentos con los trabajos de corte histórico y periodístico del general, remito al lector al detallado «Prólogo» de Díaz y de Ovando.[64] En relación con su época hispana, Riva Palacio pintaría ceñidos paisajes de los pueblos, pero sobre todo retrataría la sociedad contemporánea y cercana a él. Este apasionado de Madrid, al igual que Urquizo años después, presentaría los barrios populosos, de gatos,[65] junto a esos otros espacios que conoció muy a fondo: el de los salones aristocráticos, los teatros y cafés, las calles del esperpento y la iluminación mortecina. Cabe destacar, en cuanto a la visión que dio de la España histórica y a su postura solidaria,[66] el cuento «El nido de jilgueros». Pero sobre todo, la jugosísima descripción que del Madrid de ese momento haría en esos relatos que, recordemos, estuvieron escritos originalmente para el lector de la prensa literaria.
Teatros musicales como los del Real o el Veloz Club. Hoteles como el de Roma y calles como la del Caballero de Gracia, Tribulete, Alcalá, Montera, Marqués de la Ensenada o del Barquillo. Teatros de vodevil en el estilo del Apolo, el Príncipe Alfonso, el Tívoli, Recoletos. Hechos clásicos y determinantes de la cotidianeidad en la villa y corte, como escuchar «las doce en el reloj de la Puerta del Sol», jugar al tresillo, derretirse sin un duro en el verano madrileño o saber lo que significa —en cuanto a esfuerzo y sufrimiento— la advertencia de que un inmueble tiene «principal y entresuelo». O expresiones castizas en el tono de «una chica de buten» (buenísima), «sabe más que Lepe», «pero ¡quiá!», «es un camelo» o «palabra saca palabra»… Todos estos elementos, conjugados de forma maestra con el humor y el ingenio que siempre caracterizaron a Riva Palacio, darían como resultado ese saborcillo agridulce que guarda Cuentos del general.
Por otro lado, y en cuanto al lenguaje utilizado, Manuel Toussaint aseguraba lo siguiente: «El propósito literario del general [al escribir su libro de cuentos] es bien claro: hacer una obra castiza que consagrara su nombre de escritor en el centro mismo de lo castizo: Madrid».[67] Luis Leal iría aún más lejos al decir que «algunos de los cuentos de este volumen habían sido publicados en España en una de las revistas más importantes de la época, con el objeto de demostrar a los literatos españoles que el representante de México en la Corte sabía manejar la prosa castellana como el mejor».[68]
La verdad, no estoy tan seguro de que detrás de la escritura de este volumen ceñido y exquisito hubiera un plan tan preciso, pues la valoración de Riva Palacio dentro de España estaba más que probada. Su calidad como escritor la había demostrado con creces al publicar, justamente en Barcelona, el tomo II de México a través de los siglos; y su modernidad, en la forma en que coordinó la serie.[69] También en sus conferencias y ensayos había exhibido el nivel de su castellano. Creo más bien que el general, con diez años de ser vecino de la villa y corte y con un prestigio, como ya he señalado, ganado a pulso en España desde antes de radicar allí, lo que pretendió con Cuentos del general fue realizar una obra hispano-mexicana a su completo gusto. De hecho, esto se nota ya desde el equilibrio temático del índice. Tampoco el uso del laísmo señalado por Toussaint es prueba suficiente de esa presunta intención de ser tan académico o castizo como el que más. Yo pensaría más bien que esto último representaba la simple adopción de una costumbre editorial y, por qué no, en algunos casos, uno más de sus guiños irónicos. Si con la publicación de los cuentos ganaba aún más lectores, amigos y el reconocimiento de nuevos prohombres de las letras y la política, pues qué mejor. Pero el placer de la escritura en libertad, de la virtuosidad conseguida, representaba mucho más para él.
En mi opinión, la principal virtud de Cuentos del general es que fue el primer ejemplo de una serie de visiones personales, interiorizadas, sobre una España muy distinta de aquella que, envuelta en prejuicios e idealizaciones, los autores mexicanos habían visto desde su tierra. A lo largo del tiempo a este libro lo seguirían otros como Cartones de Madrid, de Reyes; Luces de España, de Urbina; Recuerdos de España, de Peza; Crónicas de mi destierro, de Guzmán; Madrid en los años veinte, de Urquizo, Viajes alucinados del propio Toussaint o páginas de memorias de José Vasconcelos, Daniel Cosío Villegas y Octavio Paz.
Si es costumbre hablar del Madrid galdosiano para identificar algunos de sus rincones, podemos estar seguros de que Riva Palacio, como algunos de los autores que por voluntad propia lo siguieron en esta línea, supo construirse, con talento y sensibilidad, su propia imagen de España. Y en particular de esa urbe, Madrid, tan querida por él y con la que tan bien se identificó.